jueves, 25 de abril de 2024

F180 - Esos ojos negros

 

Hay batallitas que se escriben solas.

Un día te levantas de la cama, somnoliento, con legañas; y sigiloso, va el Destino y te susurra: por aquí recto, luego gira a la derecha, ahora sube los peldaños, después toma el primer desvío a la izquierda. Ahí mismo hallarás tu destino, se identifica. Como si un vulgar tonton fuera.

Entonces pueden suceder dos cosas, eliges escucharle y sigues el camino, o pasas olímpicamente y vas a tu bola. Ahí no termina el asunto, en caso de responder de modo afirmativo al: si tú me dices ven lo dejo todo, enfrentas dos ramales: que salga todo genial y encuentres algo o alguien especial, o que te estrelles contra un árbol a 250 kms/h.

Hoy escogí el primer sí, y pisé el pedal a fondo. Quién sabe si lograré esquivar el árbol.

Semana de vacaciones, periodo de asueto (dice el diccionario). ¿Otro viajecito, Jorge? El bolsillo responde en mi lugar clinc, clinc, clinc hace el puñado de monedas al entrechocar con el manojo de llaves. Estoy pelao, my friend, le respondo a la vocecita del demonio.

¿Y a Bilbao? Vamos, perezoso, que está a tiro de pedrusco, al menos para ti. Además, hay que ir tanteando el terreno para la quedada ex foreros Spaniards 2024.

Así que cojo los bártulos (mochilita gris, dentro la última de Mikel Santiago, nunca mejor elección con Portu ahí al lado, gafas de sol -sí, para Bilbao- las gafas de viejo, y poco más) y me dirijo a la estación de autobuses.

Me gusta visitar Bilbao. Resucita cientos de recuerdos en mí. Hace mil y un años estudié aquí, y residí en Santurce. En aquel Bilbao oscuro y rockero (con sus vecinos de margen izquierda, Eskorbuto, el único grupo punky auténtico que ha existido en España. Murieron jóvenes, yonquis y Antitodo). Aquel Bilbao de antaño, plomizo, sucio e irreverente. Un Bilbao auténtico y mundano, en las antípodas de esta ciudad actual, de ciencia ficción, que parece melliza de Sidney.

Adoro la habitual rutina: paseíto por los márgenes de la ría (nada que ver con aquella ciénaga apestosa de finales de los 80, a cuyo hedor te acostumbrabas como por ensalmo). Visitar la Universidad Deusto (donde fui un visto y no visto alumno); a veces entro en sus edificios (sobre todo en el antiguo, con sus pasillos, arcos y patio interior de película británica, casi esperas cruzarte con Harry Potter y su cuadrilla). Camino distraído, entre la chavalería (¡son criaturas!) y algún que  otro mayor (supongo profe o staff). Nadie repara en mí, nadie me cuestiona: ¿Dónde va usted, señor? Como si reconocieran a un exalumno (incluso a uno fugaz) a golpe de vista, quizás por los andares. O, tal vez, porque siempre suelo coincidir con jornadas de puertas abiertas, hoy toca elección de Másteres. Contemplo la lista, con curiosidad nostálgica, con envidia retrospectiva, de película de viajes por el tiempo.

Seguimos con la rutina.

Caminata de regreso por la orilla contraria, contemplo esa lata de espárragos gigante que los bilbaínos apodan Guggenheim, o algo así, para darse importancia; casi tropiezo con los top manta modernos que venden una especie de miniaturas de araña gigante con pinta de alien, sólo les falta una figurita de Sigourney Weaver para acompañar; japoneses, indios (quizás paquistaníes) e hispanoamericanos se hacen fotos unos a otros, algún solitario a sí mismo con ese horripilante palo largo; las kayak surcan las aguas verdosas, traslúcidas. Me robaron Bilbao.

Pincho de tortilla en el Bilbobeer (estudiantes, currelas, funcionarios, guiris, actrices) callejeo, una caña en la terraza del Kubrick, saco al Mikel Santiago, para que respire, lo abro por donde indica el marcapáginas; el sol es todavía tibio, tímido, pero agradable, sin embargo, una parte de mí desea que llueva para obligarme a entrar dentro, al amparo de los sofás vintage, y la decoración cinematográfica, incluida foto de las siniestras gemelas de El Resplandor. Bilbao es para un día de lluvia, calentito adentro, leyendo a Stephen King despatarrado en esos sofás.

Otro paseo, un vagabundeo, y luego otro más. Sin mirar el móvil, sin pensar siquiera. Dejándome llevar.

Pasito aquí, pasito allá se acerca la hora de comer. Me avisa el estómago antes que el reloj (lo de leer la hora por la posición del sol todavía no lo controlo). Recuerdo una hamburguesería a la que me llevó una persona que fue especial en un momento de mi vida. No tan lejano. Hace un milenio. Me acerco, mirando al suelo, quizás recordando, tal vez para olvidar. ¿Cuántas veces podemos equivocarnos en una existencia? ¿Hay un cupo, un tope, o algo? ¿Dónde consultar el marcador?

Está cerrado.

Compruebo la hora, 13:23. Es miércoles, pero aquello parece cerrado a cal y canto. Persianas metálicas, llenas de grafiti, cubren todos los accesos.

Me alejo, buscando alternativa. Quizás es demasiado temprano. Busco la web del establecimiento. “Abrimos a las 13:30”, indica la página.

Tras veinte minutos regreso. Las persianas no se han movido un milímetro, de hecho, parecen más bajas que antes, como si trataran de escarbar, poco a poco, la acera.

Desisto. Segunda opción. Otra hamburguesería viene a mi mente, en plena Ribera, donde me puse hasta la cartola hace un año, o quizás dos o cuatro. Nombre yanqui, no lo recuerdo, local como el primo feo del Hard Rock, más feo y más barato. Voy buscándolo, a lo largo de la Ribera, en manga corta, puestas las gafas, disfrutando de los rayos de sol que refleja la ría. Esto parece Málaga, me digo.

Cerrado a canto y cal (por variar, eh).

Esto es un complot bilbaíno, contra mi persona, en toda regla. Sé lo que están pensando ustedes. Algo de brujo tengo: ¿búrguer, Bilbao? Pecado venial rayano en lo mortal. Lo sé. Pero no soy de Alicante (con perdón), podría comer una chuleta a la brasa en cualquier momento. Hoy toca búrguer, antojos que tiene uno.

Me rindo.

Móvil en mano. San Gúguel que estás en los cielos. Dime, corazón, dónde puedo papear una hamburguesa en el Botxo.

Pensando…

Recalculando…

Yo, babeando…

Elijo la primera opción de la lista. No voy a volverme loco. Sigo la flecha temblorosa, de nuevo (parezco un maldito guiri hasta las trancas de txacoli, extraviado pero contento). El cacharro echa humo, saca bandera blanca. Será tanta callejuela o quizás quedó embriagado del aroma a vino y carne asada. Desisto. Guardo el móvil en el bolsillo trasero.

Levanto la vista y ahí está.

No se trata del restaurante que buscaba, siguiendo la flechita virtual, pero tiene buen aspecto. Entro, tomo asiento, y tras ojear la cartulina plastificada del menú (agradezco al Cielo la ausencia del maldito código QR), pido una burger Texas, papas fritas arrugadas con piel (tan de moda) y una caña fría. “La que tengas, maja”. Le digo, sin mirar. “Si es Ambar, rellena la mitad con Fanta limón”, añado, temblando ante la posibilidad. Al cabo de un instante, la cerveza está poniéndome ojitos desde la mesa. Me lanzo y me pimplo la mitad. Estoy al borde de romper a sudar. ¿Bilbao? ¿Sevilla?

Llega el resto de mi pedido.

No lo veo. Podría ser un bocadillo de salchichón del super con pan revenido. Tan sólo veo a quien lo porta, con primor, en su platito, sobre la bandejita. Tan sólo contemplo esos ojos negros. El resto del local desaparece.

Quedo prendado como vulgar principito de cuento. Y me temo que se nota a leguas de distancia, porque la muchacha, servicial, me pregunta qué tal todo, mientras aquellos luceros dicen miles de otras cosas, deseo creer (Jorge, me digo, vas a 245 kms/h, y la carretera está bordeada de árboles… por ambos lados). Callo esa estúpida voz y piso a tope el acelerador, 247, 248, 250 kilómetros por hora.

Acento meloso, a la par que dicharachero, del sur. Muy al sur, según comenta. Tentado de responder, yo riojano con alma de Chiclana. Le doy palique entre sus idas y venidas (el bar semivacío, tan sólo una pareja acaramelada, dándose arrumacos sobre una pizza Margarita), las patatas se enfrían, mi corazón se caldea. Le encantaría visitar mi ciudad, dice, como quien comenta “va a llover”, mirando las nubes…

-          Ahora o nunca, Jorge -me digo- creo que el airbag funciona.

Me hundo en aquellos ojazos: vente cuando quieras, te mostraré el más hermoso de los rincones.

Sonríe, y sus ojos absorben toda la luz del pequeño comedor.

Se me caen los cubiertos, ambos al mismo tiempo.

-          Luego hablamos – dice.

Y un fogonazo de luz vuelve a iluminar todo alrededor.

Atravieso el puente de Arriaga, una sonrisa bobalicona llena mi rostro. La acera se abre ante mí, cual mar Rojo ante Moisés y su cayado. La gente se echa a un lado, poniendo caras extrañas, una joven madre tapa los ojos de su retoño acercándolo hacia su cuerpo, un anciano, cachaba en mano, cruza al trote la calzada hacia la otra acera librando por un pelo de ser atropellado por un Bilbobus. Ignoro si es por el careto de ido, por la mochilita sospechosa, o porque voy cantando a pleno pulmón el tema de Duncan Du.

Esos ojos negros

Esos ojos negros no los quiero ver llorar,

Tan sólo quiero escuchar, dime

Lo que quiero oír, dime

Que vas a reír, dime

Dime ahora que duerme la ciudad

 

-          ¡Dios mío! – exclamo – Iosu Expósito se revolverá en la tumba.

A veces, se escriben solas. A veces, el Destino nos guía.

       

                                              





 

lunes, 22 de abril de 2024

F179 - Las 48 cartas que mi padre escondió

 Permítanme uno (otro) de mis clásicos saltos temporales, a pesar de que el viejo DeLorean críe polvo, y herrumbre, en un lejano desguace. Aparquemos, por un momento, la aventura belga y retornemos al presente o, en concreto, a un cercano pasado: el fin de semana recién quemado.

En numerosas ocasiones, he proclamado, y no me cansaré de repetir, que no me considero escritor sino un humilde juntaletras. Un niño chico jugando a juegos de mayores. Un mero aficionado, un espontaneo que salta al ruedo con el capote zurcido por su abuela. Como dice mi admirado Reverte: “soy un lector que accidentalmente escribe”.

Sin embargo, comparto todos sus males con ellos, con los escritores de verdad. Eso sí lo llevo en la sangre: el pánico al folio (pantalla) en blanco, el síndrome del impostor (éste en concreto podría llevar mi foto adjunta a su entrada de la enciclopedia), también coincido en un aspecto con un genio (y Dios me libre de compararme con él), me refiero al malogrado Javier Marías, quien nos dejó demasiado pronto. Su miedo ancestral, cada vez que publicaba una novela, a no poder escribir la siguiente. Se veía incapaz. Bien, pues salvando los milenios luz que nos separan, siento lo mismo. Cada vez que doy a luz a una nueva Fargadita, temo no ser capaz de parir la siguiente. No quedará bien, me repito, no vendrán las musas a visitarme y susurrar al oído sus chascarrillos, curiosidades, ocurrencias, símiles, metáforas y demás parafernalia literaria, mientras golpeo las teclas. Me quedaré embobado observando con fijeza el cursor, cobardes los dos, ambos temblorosos, la pequeña línea parpadeante, y yo ante la magnitud vacía y blanca, cual desierto, de la pantalla.

 Siguiendo con la osada comparación, una periodista (no recuerdo quién) dijo de él: “Marías cuando tiene un primer párrafo, tiene una novela”. Mi admiradísimo héroe de las letras también era un escritor brújula… como aquí un humilde juntaletras. Y como tal, coincido en esa parte: sí tengo una pequeña idea, un recuerdo enterrado, una fugaz experiencia revivida, una foto, una línea anotada en un trozo de papel… entonces tengo mi siguiente batallita.

También comparto, con los niños grandes que escriben novelas, otros pecados como la soberbia, el porqueyolovalguismo, el voraz egocentrismo (Fargo, Jorge, Jaime y yo mismo), el aquí te escucho aquí te mato (jamás cuenten ustedes un secreto a un escritor, por muy de segunda, o tercera división, que sea) lo fusilará sin piedad, junto a ideas, anécdotas, infidelidades, comentarios escuchados en el metro, cualquier cosa, volcándolo todo en su siguiente texto… o en el de dentro de veinte años. Sus confidencias jamás se encontrarán a salvo a la vera de un escritor, créanme. Y si ya saca libreta y boli… echen a correr.

Del mismo modo, experimento como los chicos mayores (supongo), los despertares en plena madrugada, los desvelos, parientes cercanos del insomnio crónico, ese levantarse de un salto (con ligero mareo), a oscuras, en gayumbos, descalzo palpando sobre la mesa cercana, en busca de papel, boli y una luz de emergencia (flexo, móvil, mechero, cualquiera), para anotar esa idea graciosa, curiosa, estúpida, absurda, maravillosa, tontuna, que dio luz (momento fugaz) a la oscuridad; o para volcar sobre el papel, ese sueño loco o pesadilla, quién sabe, quizás germen de una novela que encandilase al mismísimo Stephen King.

Todo eso comparto con ellos. Nada más. Nada menos.

Aclarado el concepto (como decía el personaje gallego de Airbag), continuemos.

Todo comenzó una tarde de asueto ,aburrido, tirado en el sofá, la tele emitiendo, por lo bajini, sus habituales bobadas (noticias incluidas), mientras yo enredo con el dedito sobre la pantalla de FB, hay que dar de comer a los pobres, incluso al Schusterberg ese.

Vi aquel anuncio y quedé prendado. No me resultaba desconocido. Algún otro año lo advertí, pero nunca osé aceptar el reto. Ya saben, los complejos, el juntaletras, bla, bla, bla.

El anuncio decía algo así:

Acepta nuestro desafío: Relato 48. Crea tu propio cuento, desde cero, en un plazo de 48 horas. Atrévete y deja tus datos en el formulario.

Jorge, me dije, ¿a que no hay bemoles? Y ya conocen cómo acaba cualquier episodio tras dicho interrogante.

Rellené mis datos, cliqueé la casilla de envío, y comencé a sudar. Todo normal.

El viernes, a las 11:00 de la mañana, conecté con el enlace proporcionado. Una presentación en directo. El tipo que manejaba el cotarro sonriente, con una confianza en sí mismo que ya me gustaría para mí, mirando a cámara, saludó con calidez y comenzó a hablar. Explicaciones, normas, ruegos y preguntas (los futuros participantes, o curiosos, lanzaban éstas a diestro y siniestro mediante el chat a tiempo real).  Me limité a escuchar, mirando aquel rostro amigable, cordial, atractivo, ese caballero podría vender agua de lluvia en Glasgow, paciente y claro. Yo, libreta abierta y bolígrafo en mano.

Tenéis 48 horas, decía el joven, para crear una historia corta. Desde cero. Las reglas son pocas, pero diáfanas: la más importante: vuestro relato debe contener en el texto (no vale en el título) una frase que os proporcionaremos hoy viernes, justo en… (mira su reloj)… 48 minutos. Exactamente a las 12:00 horas. El plazo para enviarlo concluirá el domingo a las 12:00 horas. Ni un segundo más. ¿Lo tenéis claro?

La narración debía contener entre 1480 y 2480 palabras, sin contar el título. Ya dijo el muchacho que mostraban una pequeña obsesión con el número 48. No supo explicarnos el porqué.

A las 12 en punto (tras consultar con Londres y ver que allí justo era las 11:00), nos proporcionaron las tres semillitas. Las tres frases. Debíamos elegir una y sólo una.

1.      Las 48 cartas que mi padre escondió.

2.      La huella de aquel 48 nos dejó claro que no había sido ella.

3.      48 meses intentando concebir para que…

No necesité continuar anotando. Ya había escogido la mía, nada más escucharla (y verla en pantalla). Lo tuve claro desde entonces. Elegí la 1ª, quizás en un vano intento de homenaje hacia mi padre. Miré al cielo, marqué tres X ante la número 1,  y dije al cuarto vacío: “¡Va por ti, papá!”

Comenzó el reto.

Y tras diez eternos minutos de contemplar la frase elegida en la pantalla inmensa (la escribí lo primero, ya la iría adecuando a la historia que debía de estar en el limbo, o en el quinto cielo, o vayan ustedes a saber dónde)… me levanté de la silla y fui a la cocina. Necesitaba café.

Así comenzó un fin de semana vivido cual escritor. Jugando en el patio una pachanga con los mayores, con balón de reglamento incluido. Espero que estos grandullones tengan en consideración mi tamaño, y me den cancha, te dices.

Un batiburrillo de pensamientos cayó sobre mí, incluso escribí ideas, esquemas, nombres… todo inútil. Nada echaba cimientos, ninguna estructura aguantaba el empellón del viento. Todo se derrumbaba. ¿Y si resucito una de mis Fargaditas y la tuneo un poco?, pensé excitado. Pero entonces recordé las palabras de ese joven tan educado, tan paciente, tan profesional: “Por favor, no hagáis trampas, no uséis textos ya escritos, no echéis mano de la Inteligencia Artificial (tenemos programas para detectarlo), no plagiéis a otros autores. Sed honestos, si estáis aquí es porque amáis escribir. Sed sinceros con vosotros mismos. Aceptad el reto. Leed la frase elegida y partid de cero. Habéis venido a jugar, ¿no?”

Más razón que un santo, pensé.

 Y me dije, Jorge, sé fiel a tu estilo, confía en la brújula, fíate de las musas, de la vocecilla que susurra a tu oído cuando comienzas a teclear… las voces… eso es, Jorge… ¡las voces! y empujando hacia abajo la frasecita, a fuerza de golpear  Enter, comencé a volcar lo que me vino a la mente:

“Apenas llevaba tres meses en Edimburgo cuando la conocí…”

Y las musas, o quién sea, fueron guiándome e iluminando el camino (con sus baches y charcos y troncos caídos bloqueando el paso, por supuesto). La historia surgía como bajo confesión, a murmullos: Jorge Ariz y sus anhelos, una muchacha misteriosa, aquellas voces, una noche de luna llena, el destino.

Sí, por primera vez, permití escapar a Jorge Ariz, como personaje, fuera de los muros del blog.

¿Han probado a relatar alguna historia? ¿A tratar de novelar un recuerdo? ¿A intentar ponerlo “bonito” sobre el papel en blanco? Supongo que muchos creerán que sale a la primera, que te sientas y las mil y pico palabras de cada Fargadita (o en su caso las 2040 del relato) aparecen sin más, desde principio a fin, luego las envías al blog, desde Word, y ya está. Finito. A pensar en la siguiente. Pues no. Me temo que no. Y con el cuento, ocurrió lo mismo multiplicado por mil, durante esas fatigosas 48 horas (ok, dormí, comí y paseé también, incluso respiré).

Escribir, tachar, repasar, cambiar palabras, volver a escribir, tildar, eliminar un párrafo entero, buscar la coherencia entre lo relatado. La frase, ¿dónde meto la maldita frase? (¡Manolo, trae la cuña y el mazo!). Sin embargo, ha de tener sentido. Son las reglas. Y los personajes, vamos Jorge, dales vidilla, que parecen de cartón piedra. ¡Imprégnales sentimiento!

Así viví un fin de semana sintiéndome un chico grande, un escritor.

 

                                           

Nota: Ni en el más húmedo de mis sueños me veo seleccionado entre los 48 mejores (que serán publicados por la Editorial ExLibric, negro sobre blanco, en una Antología); sin embargo, la primera prueba queda superada: enviar tu relato completo; de más de 11000 inscritos (desde España, México, Chile, Argentina…) han recibido (acabo de chequearlo) 3116 relatos (ahí está el mío, calentito, arropado entre todos ellos).

 

Vaaale… les adelanto el título, estén atentos a sus pantallas:

“Frágil cual muñeca desnuda”

jueves, 18 de abril de 2024

F178 - Sobre vidrieras, apariciones y campanillas celestiales, (Bruselas V)

 

Aprovecho el subidón que la abstinencia glucémica y la cuasi experiencia religiosa producen en mi interior, y me lanzo temprano a visitar la catedral; ¿Cuál de ellas?  la primera que me topo en el centro histórico, haciendo gala de mi condición de turista brújula. Con un poco de fortuna, y escasa glucosa en el cerebro, soy testigo de alguna aparición divina y me prejubilo para montar un chiringuito. Afirmo esto elevando el rostro al Cielo y enviando un guiño, seguido de un beso con la mano. Para ella. Y me parece escuchar, flotando bajo el umbral, el tañer tenue de una campanilla escolar a modo de cariñosa respuesta ante la blasfema chanza.

Me santiguo al entrar, como cuando la acompañaba.

El monaguillo ha debido de barrer hace poco, sin tan siquiera arrojar unas gotitas de agua por el suelo, pues una mota de polvo se me introduce en el ojo. Ambos ojos se humedecen, uno por el polvillo y el otro por solidaridad… nada que ver esto con el escalofrío que cruzó mi cuerpo, de norte a sur, por el etéreo tintineo de la campanilla celestial, eh.

Esta vez sí, me animo por enésima vez, ésta la voy a ver entera; entraré hasta la cocina del capellán, contemplaré hasta la última figura, hasta la milésima vidriera. Todo. Aunque deba permanecer intramuros durante los cuatro días que restan de mi estancia en Bruselas, de aquí al aeropuerto (espero que al menos el cura me convide a un bocata, y un trago de vino de misa).

¡Catedrales a mí! ¡Que leí Los Pilares de la Tierra del tirón, eh! ¡Y, como me supo a poco, empalmé con La Catedral del Mar ! ¡Ja, esta catedralita me la recorro yo en un santiamén! Renuncio a las instantáneas con móvil, pues o contemplo arcos, óculos, grabados, vidrieras, trípticos, escenas, y estatuas o miro la pantallita; además poseo memoria fotográfica; incluso casi recuerdo lo que cené anoche, imagínense la proeza. Ni la Lisbeth Salander esa, oigan. ¡Bah! Una mera aficionada.

Transito todo lo transitable. Leo, en mi nulo francés, cada leyenda al pie de los santos, sobre sus obras, martirio y milagros.  Contemplo todo lo que puede observarse. La maldita tortícolis comienza a manifestarse (sin güija mediante) de tanto arco en el techo. La nave principal es zona abierta, larga, inmensa, imposible describirla con palabrería mundana (siempre me siento insignificante bajo semejantes creaciones, inútil e ignorante, fuera de lugar, a nivel físico al igual que intelectual) caigo en una especie de trance, quizás víctima precoz del síndrome de Stendhal; el piloto automático se conecta, mi alma se hace con los mandos, el cuerpo se limita a obedecer, soy un autómata, un alienígena visitando La Tierra.

Al cabo de un rato, segundos, minutos, años, hace clic  mi cerebro, y recupero el timón, me acerco a una puerta discreta, donde un grupo de gente espera a lo largo de una soga, gruesa, roja, estilo after. De portero, siguiendo con el símil, en lugar de un bigardo tamaño armario ropero, cuatro por cuatro, trajeado, pinganillo al oído y cara de elegí un mal día para dejar de fumar, hay un humilde sacerdote. Baja estatura, hábito color crema, barriga, descomunal crucifijo de madera al cuello, a juego con las dimensiones del templo a su salvaguarda, calva a lo monje antiguo, como mis entrañables padres capuchinos en el Colegio Nuestra Señora del Buen Consejo de Lecároz, en otra vida.

Cuatro personas guardan fila. Ignoro el motivo. Quizás recen sus oraciones en formación, cual futbolistas saltando al campo. Con discreción, me coloco tras ellos. Cuando llega mi turno, antes de atravesar el enigmático umbral, pita la alarma. Un escándalo. Tentado estoy de abrir brazos y piernas y arrojarme al suelo. No vaya a ser que haya un grupo oculto de monaguillos, armados con cirios, a modo de guardia pretoriana. Debe de haber un arco de seguridad camuflado, o algo así. O, quizás, el frailecillo tenga poderes divinos. Éste se dirige a mí en francés. Pongo cara de “¿Tengo yo pinta de parlar gabacho?”. Cambia a un idioma raro con el cual ya he familiarizado (en día y medio), y casi domino, mas el apuro me impide usarlo. Se trata del famoso neerlandés, quizás el dialecto flamenco (éste resulta más difícil de pillar). Le replico, serio, haciéndome el interesante, al azar: “Equilicuá gagat het”, tirándome el moco, que decíamos de críos. El tipo ni se inmuta, debe de estar acostumbrado al vacile turístico (he visto numerosos italianos por los alrededores), pero creo que en su interior no ha encajado bien la gansada (cierra los párpados durante unos largos segundos, quizás rogando paciencia a su Jefe, o que le lleve pronto junto a Él). El buen hombre prueba con el inglés (la Pérfida Albión nos comió la toast en el tema idioma turístico-festivo-laboral). Me compadezco, y cedo, porque ya me parece mal y no deseo pitorrearme de un hombre benévolo con sotana (a fin de cuentas, estudié en colegio de curas), y en lugar de exigir que hable cristiano, es-pa-ñol, (picas en Flandes y todo eso) ¿comprende Su Eminencia? le respondo con mi inglés de la BBC-sucursal Vallecas.

El religioso dice que el resto de la visita es de pago.

Como en tiempos del Canal Plus, en aquellos maravillosos años. Fútbol, películas de estreno, y Lo Otro. Todo previo paso por Caja. Sin embargo, si no eras abonado… Domingo, partido de mi querido Madrid, te ponían los dientes largos al permitir que vieras en abierto (gratis) toda la previa de fútbol, y en cuanto los jugadores daban el primer toque al balón para el saque inicial sobre el punto central… ppssssssss, se escuchaba, y la pantalla tornaba en una masa grisácea y blanquecina, cuya densa neblina ocultaba el espectáculo; entonces, por mucho que estrecharas los ojos (rozando el empadronamiento en Hong Kong) no distinguías un carajo de lo que acontecía en el estadio, te emocionabas creyendo que Butragueño disputaba, con ahínco, el balón en el área chica contraria, y en realidad dos centrocampistas, aburridos, peloteaban sobre el círculo central, incluso se hallaban parados, por una falta pitada, brazos en jarra, charlando y bebiendo agua del botijo. Y… bueno… respecto a LO otro… en el Plus, ustedes ya me entienden… bueno… alguna tética se vislumbraba, entre la “nieve”, a fuerza de ganar un par de dioptrías, y si no pues la imaginábamos.

Al turrón, que dice Paquito. Basta de irse por los cerros de Urquiola (o como sea).

Lo dicho, el vil metal, money, money, el colorao, el poderoso caballero, martín, martín, chavalote, explica el clérigo, acompañando sus escasas palabras anglosajonas con el universal gesto de aflojar la buchaca. Dieciocho leuros. Mi cerebro selecciona el modo-calculadora. Dos cervezas y media, apunta. ¡Bah! si, en realidad, ya he visto todo lo que hay que ver. Unas treinta y dos cristaleras de esas a colorines, muy chulas, unos diecisiete arcos, cuatrocientas veintidós cuadros, setenta y cinco estatuas pías y… un mogollón de capillitas enrejadas y demás santuarios (por cierto, de la aparición ni flowers. Tocará fichar el lunes).

Se permite abonar mediante móvil -continúa gesticulando cual mimo estresado- con tarjeta, a través de reloj, por medio de brazalete, con Bizum o su primo-hermano belga, Payconiq. Ahora comprendo, al fin, esto debe de ser el consabido Plan de Modernización de la Iglesia Católica. Aquello del cepillo, la voluntad, una ayudita, quedó obsoleto, más incluso que el partido del Plus de los domingos.

Me hago un poco el sueco, miro al abate con cara de espanto: ¡Anda, la cartera! Dándome un cachete en la frente. ¡Anda, los Donuts!, más egebero que los tigretones. Sin embargo, no cuela. El santo hombre no me lo echa en cara, suspira, extiende los brazos abiertos, dejándome ir en Paz.

Afligido, doy media vuelta, vista fija en el techo, como si hubiera olvidado hacer recuento de los arcos, bóvedas y demás parafernalia arquitectónica. Aún dudo si pagar, o no; la curiosidad, el saber, la culturilla, ocultos misterios, aquella puerta prohibida… Mientras, el diablillo posado en mi hombro izquierdo; de rojo sangre, cuernos, rabo y tridente, me susurra al oído: “Tres birras, Jorge, yo pago la tercera”.

 


 

Nota: Fargadita dedicada a una amiga, y fiel lectora, de nick, Liutorable (a quien solíamos apodar Liutoadorable, no les digo más).

Liuto, mucha fuerza y un abrazo enorme, virtual, hasta que pueda dártelo en persona. Si con mis chorradicas logro sacarte una sonrisa, por pequeña que sea, el tiempo invertido merecerá la pena.

Con cariño,

Fargo

lunes, 15 de abril de 2024

F177 - Guerra Santa . . . contra el dulce, (Bruselas IV)

 

Despierto y un pensamiento me asalta de forma inmediata, como  si mi cerebro hubiera permanecido en semivigilia, reponiendo stock a la vez que mantenía actualizado el contador: hoy es el centésimo, y último, día. Todavía me cuesta creerlo. Mañana habré cumplido la promesa que me hice (esa clase de promesa que recuerda cuan absurdo resulta mentirse a uno mismo).

Cien días sin probar dulce.

De acuerdo, aclaremos un par de conceptos. Lo primero, y más importante, es Mi promesa, por lo tanto, son mis reglas. Se trata de una batalla personal, seria, rayano en lo sagrado, contra un tipo de alimento millonario en azúcar: la bollería y sus diversos familiares, incluidos primos lejanos (tarta, helado, hojaldre, nata, crema, churros, chucherías…). Y segundo, léase lo anterior.

Y vine a la capital del chocolate. ¡Manda webs!

Cien días, con sus frescas mañanitas, sus tardes eternas, incluidas sus noches (desveladas algunas, con un libro bajo el círculo de luz del flexo en la cocina, a mi vera, mi taza favorita (regalo de ella), café negro y humeante que pide a gritos un par de galletas. Quien dice un par, dice media docena, para qué vamos a andarnos con tonterías).

¿Han probado ustedes a permanecer cien días sin catar dulce? Es una prueba de fortaleza, un reto de gladiador, un juramento de enamorado, un gesto de estoicismo que roza la experiencia religiosa, alucinaciones incluidas. Ahora entiendo a las monjitas de clausura, encerradas sin pisar la calle, sin hablar con nadie, pensando en sus cosillas y tirando de rosario a diario… mas poniéndose ciegas a yemitas celestiales, tocinillos divinos o cualquier otro postre bendecido, a la par que horneado.

Cien días de cadena perpetua, que dan pleno significado a aquello de “más largo que un día sin pan”, incluso lo superan. Cien días sin una triste pasta empapadita de café con leche, sin un pedazo de tarta de la abuela tras un menú clandestino, en el bar de la esquina. Cien días sin comer una nostálgica palmera de coco cuando la infancia te visita por sorpresa y justo, casualidad, pasas frente a una pastelería. Cien días sin paladear un delicioso goxua (creación del Maligno en persona) en su tarrito de barro, tras una cena de empresa (les juro que una babilla culebrea por la comisura de mis labios). Cien días sin un mísero cruasán, o napolitana, o milhojas, con el café de media mañana (que incluso las chicas de la cafetería habitual me miran preocupadas, temiendo alguna terrible enfermedad, o quizás una maldición caída sobre mí). Arrastrando con ellos una Semana Santa sin torrijas. Cien días sin picotear un ramillete de regalices rojos, cuando despatarrado en la butaca de la sala de cine, asisto al último estreno de Nicolas Cage (es de coña, nunca lo soporté, siempre deseé que su personaje muriese cuanto antes acribillado a balazos, acuchillado mil y una veces, asfixiado bajo doce kilos de mantas, quemado a lo bonzo… o bajo terribles sufrimientos). Cien días sin mojar una mustia magdalena, ya no me refiero a aquellas gigantescas y deliciosas muffins del Reino Unido, con sus tejaditos de chocolate fundido, sino a esas diminutas (menguan año tras año) que vienen en bolsitas de plástico, dentro de una bolsa grande… de plástico ( we are the World, we are the children… lalalalá salvemos el planeta, dicen los trajeados desde sus jets privados, no hay planeta B, advierten con rostros crispados, y me entra la risa floja, oigan).

¡Cien días sin tiramisú! Mundo cruel.

Asumo que han pillado la idea.

Tras una ducha rápida (luchando de modo titánico para abandonar ese paradisiaco habitáculo transparente), bajo a desayunar. Mi primer desayuno. Gratis, cabe anotar. Recuerda, Jorge, me dice la dichosa vocecita, todavía es día número cien. Día de prohibición continua. Mañana, treat, premio. Mañana me zampo un waffle de esos, con su natita, su hojaldre acaramelado, su chocolate fundido, sus fresitas, mañana me lo zampo, como recompensa, e imprimo un Diploma por Buen Comportamiento y Valor Ante la Adversidad, con su orla y todo. Si me apuran ustedes, lo enmarco.

Es el bufet libre de toda la vida. Un Clásico, pero sin galácticos.  Salado, dulce, líquidos varios, fríos y calientes, todo a tutiplén, sírvase usted mismo hasta reventar, hasta que sus arterias estén más sólidas que un muro de carga: beicon, huevos revueltos, salchichas cocidas, puré de patatas, salami, chorizo italiano, queso, pizza de Luxemburgo, panecillos, tostadas, mantequilla, miel, diversas mermeladas… confirmado, un hotel de alto copetín.

No hay muchos huéspedes. Acaban de abrir la cantina. Dos chicas jóvenes de aspecto oriental (desde aquel pequeño incidente sobre el chino mandarín ya no me atrevo a suponer nacionalidad alguna) ocupan una de las mesas junto al ventanal ( sopla un viento ladeado que arroja gruesos goterones contra el cristal), un hombre solitario cuyo plato desborda las cartolas (que dicen en mi pueblo), el cual devora mirando hacia abajo, con ansia viva, sin levantar el rostro, como si temiese que alguien le pidiera explicaciones por semejante expolio, y otra mesa con tres tipos, dos de ellos, supongo  (¡va, me la juego!) congoleños (raza negra, trajes impecables gris perla, un poco por encima de su talla), y un británico (lo reconocería entre un millón), aspecto bonachón, pequeñas rosas sobre sus mejillas, cráneo totalmente afeitado, camiseta y chanclas. Ahora dudo si los congoleños acuden al  IV Simposio del Mercado Digital Sin Fronteras  (hay triquiñuela, vi un cartel en el hall, donde se daba la bienvenida a ciertos ponentes de la República Democrática del Congo) o vinieron a correr una ultramaratón. Delgados como juncos.

Doy un paseo por la pequeña barra donde está expuesta toda esa comida. Una pasada de reconocimiento cual Zero japonés surcando los cielos, sobre el Pacífico, antes de apuntar el morro hacia abajo, y ametrallar un acorazado yanqui, iiiiiiuuuuuuuu, rattatatatatatattttaaa

Todos aquellos manjares muestran un aspecto que hace rugir mis tripas, grasas megasaturadas, conservantes variopintos y colorantes, todo apetecible, conquistable… y alcanzo la curvita temida, con sus bandejitas, sus boles, sus platitos… la zona dulce. Miiiic miiiic miiiic. Resuena la alarma interior. Imagino un triángulo amarillo, enmarcando una calavera y un par de tibias negras. Temo mirar, pero no resisto la tentación. Tarta de tres chocolates (dos belgas y un primo francés), pastel de queso que me susurra guarrerías, muffins enormes, alineadas cual soldados en formación, me ordenan que las lleve de escolta junto al café con leche; un mazacote de color indefinible con aspecto de bizcocho casero, recubierto de nueces, pasas y gominolas dice pruébame, no seas cobarde,…

¡No, atrás Satanás! ¡Vade retro! Grito en silencio.

 Algo más llama mi atención, miro de soslayo: un brazo de gitano de metro y medio de longitud. No exagero ni un milímetro. Al contemplarlo, no puedo evitar que una media sonrisa aparezca en mi rostro. Es una sonrisa triste, de esas que nacen de la nostalgia más profunda, una sonrisa que sabes inútil, puesto que jamás podrá evocar aquel sentimiento ya casi enterrado. Una sonrisa, prima feucha de la que lucí cuando tuve que traducir nuestro ibérico postre (en una de las interminables conversaciones sobre el todo, la nada, y el más acá) para mi añorada flatmateRachel : gipsy´s arm. Dije, preparado para contemplar su reacción.  La muchacha abrió los ojos de tal manera que mi inicial sonrisa tímida rompió en sonoras carcajadas. Spain is different, darling, añadí, tratando de aclarar lo inexplicable.

Me envolví con mi capa estoica, y logré derrotar la atracción. Cien días sin engullir brazo de gitano, tick, anotado.

Previo abandonar la zona de riesgo, plato con frugal desayuno en la mano izquierda, encaré aquel largo bizcocho fruto de pecado, lo miré con fijeza, retador, y estiré el brazo derecho en trayectoria curvilínea (como cuando lo metes y sacas del agua nadando crol) emulando a José Mota, y dije en voz alta “¡Hoooy nooo, ya si eso mañaaaana!”; y al girarme vi que los dos congoleños me miraban con cara de susto, no alcanzando a comprender el ritual mañanero que acababan de presenciar.

Verás cuando lo contemos en el Congo, se dijeron sin pronunciar palabra.





martes, 9 de abril de 2024

¡Atención, truquito!

 

Para aquellos de ustedes, a quienes la palabra informática tan sólo les parece una esdrújula, y como tal, obligadamente tildada, ahí va un truquillo:

He introducido una pequeña herramienta en las últimas entradas (fargaditas) que publiqué. En realidad, no es nada nuevo, ya la usé con anterioridad.

Se trata de los llamados links (enlaces). Si observan una palabra (o frase) que aparece, en el texto, en color rojo y subrayada, pueden cliquear sobre ella, y los llevará directamente a una entrada (batallita) anterior (quizás bastante antigua) directamente relacionada.

Es una cómoda, y divertida, forma de explorar el blog, y conocer un poco la historia general (si no han leído dicho blog completo).

Espero que la disfruten, y continúen navegando por este humilde rincón de letras.

También pueden usar el menú (con fechas y orden) claro.

lunes, 8 de abril de 2024

F176 - Una estilográfica venenosa, (Bruselas III)

 

Quienes conocen un poco este rincón de juntar letras, saben que el arriba firmante tiende a menudo, quizás en exceso, a la exageración. En una ocasión, una lectora me dijo que parecía originario de Chiclana, en lugar de un pueblecito riojano. Mas ¿Qué sería esta vida sin su dosis de humor?

Por tanto, no se me asusten. Siempre me sucede lo mismo. Los nervios se apoderan de mi cuerpo, y alma, los instantes previos al viaje (esa mala noche de insomnio de la víspera, ese madrugón frente al café que no terminas), y durante gran parte del trayecto, temiendo confundirme de vuelo, de tren, de autocar o de acera, temiendo no alcanzar a tiempo el destino final: el hotel. Temiendo perder ese valioso equipaje: la maleta o, en su caso, la mochila. Temiendo perder la libertad, o la vida, porque ya no soy un simple viajero que busca unos días de asueto, en realidad soy un tipo duro con una misión: dejar el equipaje en MI hotel.

El primer día es un temor constante.

Una vez alcanzada esa meta volante, casi final: cruzar el hall del hotel, suelo dejar mis bultos y temores en mutua compañía. Es una especie de reto, como dije, una misión. El objetivo es entregar la maleta o, en su caso, la mochila. Como si yo fuera un  detective personal novato, o un narcotraficante de baja estofa, quizás un contraespía en horas bajas, o un sicario colombiano con acento simulado, a quien alguien de arriba, de muy arriba, le encomendó tal encargo: dejar la maleta en la habitación X, del hotel Y, sito en la calle Z. Punto. “Ni se le ocurra abrirla”. Entonces, una vez completado el recado, me relajo. Ya está, me digo. Misión cumplida, como si realmente me hubiera jugado la libertad o la vida.

Una vez depositada la valija en ese anónimo cuarto que será mío durante unos pocos días, ya puedo tranquilizarme, poner los pies en alto y comenzar a disfrutar de la estancia, de la aventura por las selvas vietnamitas… digo por las calles de Bruselas.

Tan sólo recuerdo una excepción en esta rutina o hábito o manía persecutoria. Cuando regresaba a Edimburgo (en aquella otra vida) tras mis vacaciones en Italia, España, Portugal o la República Checa. La sola idea de retornar a Escocia me aportaba el sosiego suficiente −un chute cóctel de dopamina, serotonina y endorfinas- previo al viaje. Es curioso, la sensación era de absoluto relax; no temía (tan sólo un poquitín) perder el avión o cualquier otro contratiempo, sabía dónde debía ir, qué aeropuerto, qué pasos seguir, cuánto tiempo tardaría, controlaba el idioma, conocía el lugar preciso y el precio exacto del autobús que me llevaría al centro de la ciudad. Volvía al hogar, y el cuerpo, la mente, incluso quizás el alma, lo intuían.

Fue una grata sorpresa, comprobar que la habitación estaba muy bien, acogedora, grande (esas camas de hotel tan blancas, tan prietas, impolutas), con su televisión plana sobre la pared, sus mesillas de noche, sus focos de luz tibia e indirecta, su mesa de trabajo (donde siempre me imagino, pluma en mano, escribiendo cartas erótico-festivas, en folios con membrete del hotel, a altas horas de la madrugada, insomne crónico, sonetos de amor a una novia perdida), el baño en suite, con su ducha alienígena, qué ducha, infinitos chorrillos de agua tórrida (más recuerdos) a propulsión bajo una alcachofa de medidas gigantescas, modo cabina de teléfonos transparente de dónde nunca quisieras escapar, al contrario que el bueno de José Luis López Vázquez.

Es lo que sucede cuando lees las dichosas reseñas en la aplicación hostelera, esas críticas de clientes descontentos, amargados de una existencia que se les hace cuesta arriba (sábanas sucias, aspecto dejado, necesita reforma, un escarabajo trepador), todo mentira. De ahí la agradable sorpresa.

Abro el armario, discreto, sencillo, funcional. Baldas distantes y desnudas, cual recién divorciadas, apenas un par de cajones, perchas firmes con ese curioso mecanismo para soltarlas de su  base… y una caja fuerte, con la puerta abierta y, encima, un folleto de instrucciones dentro de un plástico. Aquí guardaré el revólver, con el seguro puesto, la estilográfica de punta venenosa, los tres pasaportes de distintos color y nacionalidades… y los fajos de billetes. No, fajos no, los cilindros, estilo rollitos de primavera, a lo breaking bad, como diría el golfo de Basauri  −en Qué Vida Más Triste −Borja Pérez, al Josebas.

Ok, Jorge, baja a Tierra que tenemos que deshacer el equipaje. Dice una vocecita dentro de mi cabeza.

Pero la curiosidad me puede. Miro dentro de la caja, asegurándome de su vacío. Introduzco, cauteloso, la mano izquierda, palpo aquí y allá, esperando encontrar algún doble fondo. No lo hay. Saco los papeles de la funda de plástico, leo con cuidado las instrucciones, enterándome de la mitad pues lo hago en portugués, hasta que, tras unos minutos de frustración, vuelvo la página y también las hallo en español, chino mandarín, ruso, algo parecido al hindi (otra vez la sombra del señor indio, o quizás paquistaní), y árabe. Este hotel es de alto copetín, concluyo.

Después de ciento cincuenta y siete intentos: introduzca la clave elegida, no olvide memorizarla, pulse almohadilla, asterisco y dólar, en dicho orden, cierre la puerta, meta de nuevo la clave más los tres caracteres especiales (no se olvide del dólar, es imprescindible), para abrir de nuevo la portezuela; y los consiguientes ciento cincuenta y siete pitidos y destellos rojizos; desisto. La maldita caja no funciona. ¿Y ahora dónde guardaré la pistola, los rollos de dinero, la estilográfica con punta venenosa?... Jorge, stop it! Grita la voz cansada, al fondo a la derecha en mi cerebro, ya metida de lleno en modo, idioma de Shakespeare, ON.

Me rindo.

Tras una ducha rápida, distribuyo los calzoncillos, calcetines, camisetas y demás prendas (comiencen por ca, o no) entre las baldas. Dejo la maleta, ya vacía, en la parte inferior, bajo las tristes perchas que tan sólo albergan un chubasquero (feo de cojones) comprado en Decathlon,  bajo un chaparrón que me pilló, de espaldas y a traición, en plena escapada a la capital andaluza (vaya usted hasta allí abajo para eso. Sevilla tiene un color especial, bajo la lluvia). Una prenda tirita, para una emergencia.

Bajo las escaleras, lo del ascensor ya no se lleva en estos nuevos hoteles de alto copetín. Es una ordinariez. Y antes de salir a la calle, se me ocurre despedirme de la recepcionista, por aquello de la educación, las buenas maneras y tal, que así diga la moceta, qué majos estos Spaniards. ¿Será la misma chica con la que hablé por teléfono? ¿tendrá ese acento suave, acaramelado, con deje francés? Jorge, céntrate, no vayas a quedarte mirando a la mujer como las vacas al tren.

Para mi desconsuelo, hay dos personas tras el pequeño mostrador. Dos mujeres jóvenes, muy jóvenes (¿esto de la edad, propia, no se puede parar?). Desconsuelo y alivio, así todo revuelto, pues decido no interrogar a quien me atiende sobre la llamada telefónica. Tan sólo la saludo y, por curiosidad, le pregunto acerca de la seguridad del barrio, que me ha parecido un poquito desangelado, le comento, tan lúgubre y vacío, con esas aceras agrietadas, así, al estilo de la zona chunga de Broomhouse, en Edimburgo (Escocia), le explico. Ahora ella es la que me mira como las vacas al tranvía.

−Es una zona muy segura, no se preocupe – responde, sonriendo cual anunciante de clínica dental.

−Hablando de seguridad… −tanteo- ¿usted no sabrá cómo funciona la caja fuerte del armario?

−No funciona. Es tan sólo de adorno. Le da un toque chic a la habitación. Pero si   tiene algo de mucho valor, tenemos otra caja de caudales, aquí… a mi vera.

−¿De mucho valor…?, no…,  yo…, era para guardar la estilográfica con punta venen… ehhh – los nervios me confunden, abren el cajón de las tonterías que salen, libres, a través de mi bocaza. Ahora no, Jorge – No, no tengo nada de valor. En realidad… soy pobre… paupérrimo (very, very poor), casi vagabundo – respondo, raudo, pensando en el billete de cincuenta euros, y la pesada calderilla, que he escondido entre los gayumbos; temiendo que mis preguntas la lleven a registrarlo todo, en busca de joyas, Rolex y setas.

La muchacha, impasible, ya no sonríe, me mira de modo extraño, como si tratara de dilucidar si mi parrafada es real o debida al mal uso del traductor de Gúguel, o un vacile spaniardo.

−¿Pobre, dice usted?... Muchas gracias por hacérmelo saber – responde, poniendo cara del too much information de toda la vida.

Ahora soy yo quien enmudece, incapaz de saber si lo dice en serio, entendí mal, o me está vacilando… a lo belga.

 


martes, 2 de abril de 2024

F175 - Donde me lleve el viento, Bruselas (II)

 

Existen escritores de mapa y otros de brújula, estos últimos permiten que su musa, despierta o dormida, real o soñada, les guíe en todo momento, les susurre cada capítulo de su historia, así van construyéndola sin pararse demasiado a pensar en cómo acabará. Mientras que aquellos, planifican cada paso que dan, sabiendo en todo momento el destino al que le llevarán las teclas, sus dedos. Igualmente, hay turistas de ambos tipos. Yo siempre me identifiqué con la libertad que da una brújula, frente al encasillamiento que produce cualquier mapa o plano, tanto de turisteo, como frente al teclado. Sobra decir que odio semejantes croquis. Incapaz de interpretar un plano.

Y así me va, casi siempre, claro. Si a ello le sumamos el hecho de que fui fabricado sin GPS, pues la cosa puede llegar a ser divertida, e incluso dramática.

¡Pero hemos venido a jugar!

Con el tiempo, he aprendido, o quizá sucumbido, a planificar un mínimo mis incursiones, las turísticas, porque las que son de darle a la tecla aún sigo confiando en que el viento sople en la dirección adecuada.

El vuelo llegó a tiempo. Una vez abandonada la nave, pisando ya tierra firme, comencé a tratar de orientarme. Toda una odisea. Pantallas, mostradores, maletas rodantes, gente por todas partes, conversaciones en diferentes idiomas, abrazos, besos, sonrisas, flores, y alguna que otra lágrima derramada. La vida misma. Policía, perros, metralletas, yihadistas camuflados. Un jolgorio.

El hotel ofrecido se halla cerca del aeropuerto, eso dijo el tipo paquistaní, o quizás indio. De acuerdo, pensé entonces, al menos llegaré temprano, haré el check in, arrojaré mi equipaje  sobre la cama y, tras una ducha rápida, cogeré un bus para el centro.

Iluso de mí.

Aterrizamos en el aeropuerto de Charleroi. Tras realizar la búsqueda del hotel en el móvil, para situar el posible itinerario (andando, claro, mis piernas adormecidas gritan excitadas) me sorprende ver un trecho de ciento diecisiete minutos: lanzadera, caminar, tren, caminar.

¿Dos horas? W T F!

Lo han adivinado. Listillos.  El hotel ofrecido queda cercano al otro aeropuerto, Zaventem. Sí, Bruselas consta de dos. Es lo que sucede cuando no se planea el viaje, y se lanza uno de cabeza a lo que salga, confías en los vientos, en los dioses, en la vigilia de los pilotos Rallaner,  y en tu cabecita loca.

El trayecto en autobús clavó los cincuenta y cinco minutos prometidos. Al menos, la estación de tren distaba un par de minutos andando.

Paciente, el lío me esperaba dentro, frotándose las manos.

Más pantallas gigantescas, más gente, más vida. En un momento dado, cejé en mi empeño, ignoré todas las pantallas, grandes, pequeñas, incluso medianas. Renegando de la era digital, extraje la pequeña libreta, topos negros sobre fondo color naranja, adquirida para tal ocasión. “Hoy me voy a comer el mundo”, muestra la leyenda de portada, tan juvenil, tan happyflower, tan absurda, tan ñoña. Río como un demente, tratando de relajar la tensión, a este paso ni ceno.

Allí había anotado los pasos a seguir, en caso de hecatombe digital: el número del tren, la dirección postal del alojamiento (perdido en un pueblo, allá donde Cristo perdió la sandalia; casi a la altura de Leuven, de la cual mi hermana adoptó el nombre para su bar en la capital riojana). Como digo, maldije a Steve Jobs, Bill Gates, Ellon Musk, e incluso a Sheldon Cooper.

 Más calmado, libreta en ristre, me lancé a la vieja usanza: preguntar. Tras varios intentos malogrados con otros viajeros (no vislumbro ningún mostrador de información, ni personal cualificado) topé con un chaval, quien muy educado dijo que chapurreaba inglés. Le conté mi vida, obra, y mi destino; observó las anotaciones garabateadas en la libretita, sacó su propio móvil, y me indicó el camino a seguir. Paciente, amable y eficiente.  Pero no tan sólo hizo eso, también me dio una pista que resultó de gran utilidad durante mi corta estancia belga.

Aparte de las consabidas pantallas electrónicas, en un pasaje apartado del caos, sobre la pared, a baja altura, había unas curiosas cristaleras, en cuyo interior exhibidos −como el bando del ayuntamiento en mi pueblo− pude ver enormes papeles color sepia, donde aparecían todos, absolutamente todos los destinos y horas y paradas de todos los trenes, de lunes a domingo. Una maravilla anacrónica, un paraíso analógico.

Tras despedirme, agradecido, del joven, alcancé el andén correcto. El tren justo había partido. Tocaba esperar… una hora, hasta el siguiente.

Seis o siete paradas después, alcanzamos la mía. Noche cerrada, llovía. Me hallaba cansado, un tanto frustrado, y al mismo tiempo, satisfecho por haber alcanzado el tramo final.

Me puse la capucha, perezoso de abrir la maleta y buscar el paraguas. Me apeé junto a otras dos personas. Era un simple apeadero cubierto. Desangelado, sin un cuarto donde refugiarse. No había un alma en el andén. ¿Derecha o izquierda? Casi me la jugué a cara o cruz. Izquierda. De repente estaba solo. La pareja se había esfumado. Ignoro si eligieron el otro sentido tras abandonar el vagón, o si se desvanecieron por arte de magia.

Subo los peldaños metálicos, comienzo a mojarme. Ya no hay tejadillo. Justo antes de bajar del vagón introduje la dirección del hotel en sanguguelmaps.

Una carretera.

La línea azul, luminosa sobre la pantalla oscura del móvil, indica que debo seguir hacia la derecha, en el mismo sentido del tráfico que me alcanza por la espalda. No me apetece cruzar la carretera para ir por la acera más segura (siempre se debe encarar los coches). La llovizna arrecia, la pantalla mojada produce pequeños reflejos azulones.

Oigo pasos algo distantes.

Con disimulo, miro por encima del hombro. Una figura oscura me sigue. Eso es lo que uno piensa de alguien que traza tu misma trayectoria. Me sigue. No logro distinguirla bien… es un hombre, alto, espigado. Viste una gorra de beisbol y no lleva abrigo, ni chaqueta, ni un triste impermeable. La distancia se ha reducido de forma escandalosa. Los chivatos de mi salpicadero mental pitan, escandalosos, emitiendo destellos rojizos. Rojo peligro, rojo sangre.

Agarro con firmeza el asa de la maleta. Rrtrrttrttt rrttrrtt, hacen las ruedas sobre la acera irregular. En la otra mano el tonto-móvil anuncia a los cuatro vientos que soy un turista que no tiene ni pajolera idea de dónde está. Me echaría a reír si no fuera porque no me hace ni pizca de gracia la situación, en la que me he metido yo solito, directo a la boca del lobo.

Me persigue. Pienso. Me persigue y ahora sacará el móvil y llamará a un par de colegas, me apalearán, y dejarán con los bolsillos vueltos, cual vagabundo sacado de los tebeos de Mortadelo. Acude a mi memoria la expresión del bueno de John, entre divertido y sorprendido,  la primera vez que visité su casa, situada en la zona chunga de Broomhouse, un atardecer veraniego de otra vida, con las gafas de sol sobre el pelo, la mochilita a la espalda y un cartel escrito sobre la frente que rezaba: “guiri ingenuo, barra libre”. Dijo: “¿Subiste por aquella cuesta y no te atracaron?”, mugged, fue la palabra utilizada. Aquel día aprendí un nuevo verbo.

Gracias, querido amigo, por meterme el miedo en el cuerpo veintitantos años después.

Al fin alcanzo las primeras casas. Me vuelvo otra vez. No veo a mi perseguidor, ni a sus compinches apaleadores. En la esquina hay un pub. Su luz amarillenta, con ramalazos rojizos, atraviesa el ventanal creando reflejos de fiesta sobre la acera mojada, se escucha música irlandesa a través de la puerta entreabierta, dos mujeres de mediana edad fuman, charlan y ríen junto a la puerta, alargando el domingo como si al día siguiente no hubiera escuela. La lluvia ha cesado.

Eres un monarca, Jorge, me digo todavía intranquilo. El rey de las paranoias. Luzco mi sonrisa torcida, exhibiendo una valentía de cartón piedra.

La pantallita presumida indica giro a la derecha, cruzar la calle, su destino está a cinco minutos. Todo parecen viviendas y comercios cerrados. Anoto la ubicación del lugar en mi mente, y continuo caminando.

Ya sé dónde va a caer la primera cerveza belga, en cuanto deje la maldita maleta.




martes, 26 de marzo de 2024

F174 - Viaje en el tiempo. . . destino, Bruselas (I)

 

Todo se pega. Tanto lo bueno como lo malo, aunque, por desgracia, temo que lo negativo es más contagioso que lo bondadoso. Y claro, aquí, en mi querida, y a veces odiada, España, con los politicuchos que nos cayeron en gracia, más bien en desgracia, contándonos más mentiras que días tiene el calendario, pues aquí me veo yo, afirmando (sin pestañear, altivo, como ellos) que donde dije digo, quise decir Diego. Aquí estoy, narrándoles a ustedes una batallita, lejana de mi amada Edimburgo, pero fargadita al fin y al cabo.

Tampoco nos vengamos muy arriba, ni ustedes ni yo mismo. Sobre todo, yo. Hoy me apetecía jugar, de nuevo, a aquello de teclear, de juntar palabras, de tratar de relatar un episodio vivido, emular tiempos remotos, revivir hábitos pasados. Hoy deseaba acercarme a ustedes.

Confieso que para ello tuve que desempolvar mi viejo teclado; hay empresas que sólo pueden enfrentarse con el equipo original -pensé- aquel fiel, lento, y tuerto de alguna tecla, ordenador. Lo intenté, de mil maneras, se lo juro, incluso buscando entre mis cajas (allí donde transporto mi vida), aquel obsoleto cd que permitía cargar el procesador de textos una y otra vez. Mas el problema iba más allá de lo físico, de lo material. El problema es que aquellos para los que la informática tan sólo es una palabra esdrújula, hemos de vendernos al rey de este Micro-cosmos. Sí, a ese a quién ahora mismo vislumbran. Todo muy virtual, excepto el paso por Caja. Las nuevas tecnologías, de nuevo, dando por allá donde no se pone el sol. Así que tuve que rendirme a la evidencia, jubilar el vetusto portátil y tratar de pelearme con este nuevo juguete, tan blanco, tan mono, tan complicado de usar. (No te enfades, bonito eh. Ahora mismo estoy acariciándolo, por si acaso).

Como dice el bueno de Paquito (con tu permiso, compañero holandés), al turrón.

Uno alcanza esa edad que ya no apetece confesar, tan sólo te limitas a celebrar ese día especial, cuando le has dado toda la vuelta al taco de almanaque (que diría el Reverte) y continúas de una pieza. O, al menos, no se notan las costuras de las heridas que ya van  cicatrizando. Llega la fecha mágica, y te dices, ¿un viajecito o qué? No me seas soso, Jorge, que la vida son cuatro días y dos los pasas durmiendo.

Destinos posibles: Nueva York (tomar un café en gigantesca taza, sentado en el sofá del Central Perk), Buenos Aires (visitar a mi prima y toda su familia, nuestra familia), Auckland (soñar que, entre kiwi y kiwi, y algún canguro perdido, me cruzo con Erika), Tokio (buscar la huella que dejó mi sobrina)…

Okey, ahora los destinos asequibles, a tiro de piedra, a salto de avión, directos desde la pequeña ciudad norteña: Colonia, Milán, Bruselas. El primero, fuera de lista hasta septiembre, el segundo, jugada primo-hermana de una visita a Boloña, que no llegué a relatarles.

Bruselas.

La capital de un país para mí desconocido, como multitud de ellos. La capital de Europa, o eso dicen los que saben de banderas. Destino triple be:  Bueno, Bonito, Barato…, amigo, barato, amigo…al menos los vuelos.

A medida que se acerca la fecha de partida, los nervios trepan por mi cuerpo cual enredaderas. Son varios años sin salir de España. Bélgica se me muestra tan lejana y exótica como Vietnam. Con los desplazamientos ya comprados, y la estancia pagada, trato de relajarme. Todo saldrá bien.

Cuatro días para el despegue.

Recibo una notificación de una de las numerosas aplicaciones que nos dan la tabarra desde nuestros móviles. Es la del alojamiento. La abro y comienzo a leer. Es un mensaje escueto, escrito en inglés básico, funcional.

Estimado cliente, debido a unos inesperados problemas técnicos…

Echo a temblar.

En resumen, he de optar entre cambiar de hotel (mismo precio, ya abonado, más distante del centro), y cancelar la reserva (recuperando el dinero… o eso dice).

Cuatro días antes del viaje. Ahora comprendo aquello, entre la espada y la pared.

Un número telefónico aparece como final del mensaje, junto a la dirección postal. Es local, de Bruselas: 021573… No consta el prefijo del país. San Gúguel me lo chiva al oído: 0032.

Me armo de valor, carraspeo, e intento desempolvar mi inglés hablado, más oxidado que el casco del Titanic.

Me sudan los dedos. Pulso las teclas luminosas de la pantalla móvil.

0032 021573…

Escucho atento: “El número marcado no existe. Compruébalo, y marca de nuevo”.

Shite! (maldigo como un Scottish, viniéndome arriba).

Seco mis manos sobre la tela de los vaqueros. Lo intento de nuevo.

0032 021573…

El número marcado no existe. Compruébalo…”.

Ya está, me la han pegado, me han jaqueado la cuenta, han entrado en mi móvil, tienen todas las contraseñas de mi ordenador, seguro que ya han vaciado también mis cuentas corrientes… Grita mi mente, atolondrada como en los viejos tiempos.

Relax, chaval. Me digo, sonriendo por lo de chaval.

Ya más calmado, una lucecita recorre mi cerebro cual cometa Halley. ¡Eureka!, y todo aquello.

El maldito cero regional. Recuerdo. Hay que suprimir el cero anterior, al marcar desde el extranjero. Y vuelvo a teclear todo el número seguido: 003221573…

Tras cinco eternos tonos… una voz responde. Un saludo cordial, el nombre del alojamiento, un ofrecimiento de ayuda, pura cortesía. Su acento paquistaní, o quizás indio, nunca logré diferenciarlos con claridad. Un inglés cerrado, difícil de entender cuál raíz cuadrada con decimales.

Siento un déja vù. Como si viajara en el tiempo (a pesar de que el viejo DeLorean es pasto del óxido en un oscuro desguace).

Su voz provoca mi recuerdo. Un antiguo compañero de trabajo, un tipo que me daba órdenes con su voz atiplada, volumen excesivo, y a doscientas cincuenta palabras por minuto, se llamaba Patel; supervisor en un Lidl de Edimburgo del cual salí a la puta carrera (como vociferaban los sargentos en la mili), entregando la carta de renuncia sin tan siquiera disponer de un nuevo trabajo. Corriendo, por mi vida, sin mirar atrás, temiendo convertirme en estatua de sal si lo hacía. En aquella otra vida, que hace unos años traté de contarles.

Al turrón, Paquito, que me voy por las ramas, como un mono espídico.

Subo el nivel de concentración un par de puntos. Habla sin comas. Ni siquiera un maldito punto seguido. Corrobora la autoría del email, la oferta de cambio de hotel o devolución del dinero. El contratiempo técnico. Debo decidir, ya.

A mi mente regresan aquellos precios hinchados como pavos navideños, la ilusión que sentí cuando localicé el chollo de habitación en la página hotelera.

Cuatro días para el vuelo.

Es demasiado tarde, no encontraré nada remotamente parecido por ese precio. Me la tengo que jugar.

Ok, acepto el transfer, le digo al señor indio, quizás paquistaní.

Minutos más tarde, hago la segunda llamada (substrayendo el maldito cero). El hotel ofrecido. Me atiende una chica. Cambia con rapidez del neerlandés al idioma de Shakespeare, tras mi timorato Hello…, su acento muestra un deje francés. Su voz es dulce, casi la veo sonreír al otro lado de la pantallita del móvil.

Sí, Jorge Ariz, aquí tengo su nombre entre el listado de transferidos. Esperamos gustosos su visita. Le comunico que tendrá derecho a desayuno gratuito, por las molestias causadas. Buen viaje.

Por fin, los nervios desaparecen, la confianza es una tortuga tímida asomando la cabeza. He logrado comunicarme, por teléfono, con mi inglés quejumbroso.

¡Primera prueba, superada!




 

miércoles, 28 de febrero de 2024

Quedada "Ex-Spaniards"

 

La nostalgia muerde otra vez. No aquella que me empujaba a escribir, sino la otra, más profunda y carnal, que me hace añorar el origen de este blog.

Aviso que no se trata de ninguna nueva historieta, tan sólo de algo más mundano: una quedada de “ex foreros Spaniards” (si alguno lee esto).

Antes de la pandemia, corría 2017, hicimos una mini-quedada en Santander, tan sólo nos reunimos media docena de personas, el año anterior otras tantas en Bilbao. Lo pasamos genial, y nos pusimos cara unos a otros.



Ya es oficial: Quedada Ex-foreros Spaniards 2024

 

Lugar: Bilbao

Fecha: sábado 7 septiembre

Concretaremos horario y puntos de reunión a través del grupo de Whatsapp creado para la ocasión. Ya con ganas de veros de nuevo, y conocer las caras nuevas.


 (P.d.: Perdonad, sólo ex – foreros de Spaniards)

(Eneko, si por alguna casualidad te llega esta información, anímate: it would be great to meet the boss).

 

(Contacto: fargaditasenedimburgo@gmail.com)

(Si os animáis: dejad vuestro número de móvil: se os irá añadiendo al grupo creado en Whatsapp).

Un saludo

Fargo