Reconozco que algo de miedo tengo. Quizás no sea la palabra adecuada, miedo, para describir lo que siento. Tal vez lo sean: incertidumbre, nervios, paranoia, manía persecutoria. ¿Y si me ha tocado a mí? ¿Y si salgo en los papeles, en grandes titulares? Pardillo peninsular timado en las Islas Afortunadas.
Da que pensar, reservas una habitación en un hotel, hostal,
apartahotel, albergue con aires de modernidad, como quieran llamarlo, por medio
de internet. De acuerdo, la página web posee una garantía, un nombre, un
reconocimiento. Vamos, que atesora popularidad en tal actividad. Pero ¿y si la
han jaqueado los rusos? Mira que el Putin está a la que salta. “¡Jorge, por
Dios, deja de pensar como si estuvieras en una maldita novela! Tu vida es
aburrida, acéptalo, tan aburrida que has de contar tus tonterías con triple
capa de aderezo para hacerlas medianamente digeribles”.
Apartahotel, dice el anuncio. ¿Y eso cómo se come?
¿apartamento, hotel, refugio? Echo mano de mi querido gúguel maps. Ya
casi somos íntimos. De aquí a un par de viajes nos duchamos juntos. Otra vez
guerreando con la pantallita, y su voz latosa que te ordena girar a la derecha,
continuar recto, ignorar la rotonda, saltar un muro. “Diríjase al noroeste”,
dice la cachonda. Si supiese dónde cae el noroeste, dispusiera de brújula
incorporada, fuera capaz de leer el musgo tras los troncos de los árboles o interpretar el poso del café, no me sometería a tu tiranía enlatada, le respondo en modo
telepático. Ella y yo nos entendemos. Al mismo tiempo, bombardeo de avisos
remitidos por la página hostelera, notificaciones los llaman los gafa-pasta para
darse importancia. Uno de ellos reza:
Estimado cliente, en estos momentos no disponemos de
servicio de Recepción. Por favor, siga las instrucciones expuestas a
continuación. Ante cualquier problema no dude en llamarnos al número de móvil
que aparece al final.
A lo que sigue una parrafada multicolor, con enlaces,
números, claves y las instrucciones para bendecir el Santo Grial en caso de ser
hallado.
Código de cuatro cifras para franquear el portal: 7391.
Contraseña para abrir el cajetín donde hallará las llaves: 4357. ¡Memorice
ambos!, ordena la pantalla. No los comparta con nadie ni bajo tortura. Así
podrá acceder al establecimiento en caso de pérdida o robo de su teléfono móvil.
Gracias, por el empujoncito hacia el barranco de la
paranoia. Esto parece cada vez más uno de esos peñazos que denominan esqueip
rums. No, si al final va a ser cierto que me han timado, ni código, ni
cajetín, ni llavecita misteriosa ni gaitas. Todo será mentira.
Subo aquella cuesta interminable. Después subo otra cuesta,
que se carcajea de la primera. De aquí me apunto a la media maratón, porque los
cuádriceps parecerán los de Roberto Carlos (grupitos zeta, y demás jovenzuelos,
busquen en internet: Roberto Carlos, jugador exitoso del Real Madrid. Observen
esas patas).
Contemplo la pantalla, escucho la voz de mi amada virtual,
sigo caminando, el brazo extendido tira de la maletita azul cielo.
Una regla nemotécnica, me digo. He de confeccionar una regla
para recordar el código del portal: 7391. No puedo depender del móvil y
su caprichosa batería, que esto de intimar con la chica de san gúguel
deja temblando las barritas.
Las neuronas se ponen a ello, mientras los gemelos y
empeines claman piedad. Doy vueltas y vueltas a las cuatro cifras. Noventa y
uno, el año que hice la mili: fui llamado para el Quinto Reemplazo del año.
Siete, tres… siete, tres. Siete de marzo… cena de Quintos en mi pueblo.
¡Eureka!
Imposible olvidar. Cena de quintos, quinto reemplazo del
noventa y uno: 7391.
Ahora la puedo compartir. Ya no existe. Dicha contraseña fue
verdadera, así como el truco para recordarla. Después, tras el incidente, la
policía, la sangre sobre la acera… el código fue cambiado. Pero no adelantemos
acontecimientos.
Al fin alcanzo la callejuela. Escondida, como ya temía.
Noche cerrada. A lo lejos, en la misma acera, se adivinan varias siluetas,
parecen charlar y echar humo a la cálida noche tinerfeña. Al menos coincide la
dirección, me digo, el nombre del Hotel pintado sobre la pared. Sí, dije
pintado.
Ahora caigo, apartahotel… hotel apartado. Hotel ubicado
donde Moisés recibió las tablas de los diez mandamientos. Más allá del quinto
abeto navideño.
Tecleo el código junto a la puerta. Nada. Ni un clic. Ni una
lucecita.
−Cálmate. Revisa el mensaje −enciendo la pantalla− ¡Mierda,
olvidé el maldito asterisco!
Pulso los cinco dígitos, 7391*
Cric, cric, cric, suena el grillo dentro de mi
cabeza.
−Jorge, ponte las gafas que eres más presumido que la ratita
con su moneda bajo el felpudo −sigo conversando conmigo mismo.
¿Dónde diantres puse las lentes?
Los que echan humo, ríen a lo lejos, como si pudieran oler
mi desasosiego.
Al fin doy con ellas. Lo intento por enésima vez.
7391* (a estas alturas ya me acuerdo de la madre que
parió al Sargento Primero y de sus tías paternas).
Una lucecita verde, parpadea como si se burlara de mí,
y tras unos segundos queda estática.
Entro. Hall minúsculo en penumbra, escaleras al fondo. Ni un
alma. Silencio total. Doy tres pasos, temeroso del monstruo que se esconde en
la oscuridad.
Se hizo la luz, así al modo bíblico.
Mucha lucecita automática, pero han pintado el nombre en el
muro, con brocha gorda.
Subo los escalones, por fortuna se trata de un primer piso.
La maleta a pulso. Tercera puerta, la mía. Junto a ella, varios cajetines
negros como cucarachas trepan la pared.
Enfrento el cajetín correspondiente, sarcófago de las
misteriosas llaves. Con el índice, ataco sin piedad, tras echar un vistazo al móvil
y leer el segundo código.
4357
Aquello no se mueve. La puertecita del cajetín me ignora, no
existo para ella.
¿Dónde
están las llaves?
Matarile,
rile, rile…
Pruebo, de nuevo. Despacito, a ritmo pensionista.
4357
Ni mu, dice la cosa negra pegada a la pared. Siento un déjà
vu que ya empieza a tocarme las narices.
Se apaga la luz de las escaleras. Oscuridad total. Black
pitch, que dicen los escoceses.
¿Dónde
están las llaves?
Matarile,
rile, ron.
Sí, un ron cola me vendría de maravilla.
Doy un ligero cabezazo hacia atrás y el milagro luminoso se
repite.
Uno es torpecillo, pero no tanto. El problema es otro. No se
trata de un teclado, sino de un mecanismo donde has de girar cada dígito,
dejando en la posición central la cifra adecuada. Algo parecido a los candados
ultramodernos que los niños pijos llevaban en las bicicletas a primeros de los
ochenta. ¿La dificultad? Las ruedecitas están bañadas en cromo y aquello brilla
como el sol de mediodía durante una resaca veraniega. Brilla tanto que resulta
casi imposible leer los números grabados en el metal. Podrían haber dado un
tracito con pintura negra sobre el surco de cada cifra, pienso. Debieron de
gastar toda la pintura en la obra de arte de bienvenida.
No abre. El maldito cajetín sarcófago no se abre.
Transpiro por cada poro de la piel, y no sólo por los veinticinco
grados en plena noche.
Tras doscientos veintitrés intentos, con luz, sin ella, la
vista clavada en el objetivo en diferentes ángulos, probando incluso con la
zurda…
Un clic orgásmico.
Suspiro como Doña Inés en día melancólico.
El sarcófago cede, tras bajar una pestañita. Me hago con las
llaves. Sujetándolas, entre ambas manos, las pego al pecho, miro sobre el
hombro ante cualquier posible presencia, y digo en voz alta:
−Miii tesoooorooo. Miis llaaveees −que ni el
mismísimo Gollum.
Ni siquiera una foto osé contemplar en la reserva. La
aventura es la aventura, que decía aquel. Así que entro con ligero temblor de
rodillas.
No está mal. Ordenado. Limpio. Huele bien.
Me recibe una mesa, recién puesta para cuatro comensales,
que nadie utilizará durante toda mi estancia, al menos en mi presencia. Con
adornos coloridos, tanto sobre la mesa como en las paredes.
Una habitación a la derecha, un largo pasillo, puerta del
baño compartido a la izquierda (detalle que no me entusiasma, ¿qué esperabas a
este precio?, dice la vocecita), a continuación, la cocina (compartida o no, no
la usaré ni bajo amenaza), otra room a la izquierda. La mía, al fondo.
La segunda llave, metálica, de cuerpo largo y un par de
gruesos dientes, obra el milagro. Abre la puerta de mi cuarto al primer
intento. ¡Mucho código por internet, mucho cajetín mágico, y me dan la llave de
la puta cueva de Dragones y Mazmorras!
−Hola, guapa, no me eches la bronca. Estoy en tu isla
bonita.
Envió por wasap, sentado sobre la cama.
Al cabo de un instante. Su dulce voz en audio.
−Pero mira Jorge, cómo que te vienes y no me avisas, que me
hubiera podido organizar…
Una bronca con ese tono meloso no es una bronca. Es regresar
a la infancia cuando tu madre te regañaba por meter el dedo en el Tulicrem.
Imposible tomarla en serio. ¿Cómo harán para discutir en estas islas?
Un rapapolvo con sonrisa adjunta, la cual siento a través de
las ondas invisibles que unen ambos móviles, alumbrando la noche.
El cansancio se desvanece.
−… por cierto, esta noche quedé con amigos para ver unos
monólogos, podrías venir si te apetece, bueno ya me dice −continúa la nota de
voz.
Mi querida Iraya, si le advierto de la visita, organiza una
maratón de actividades. Y yo encantado.
−Claro, me apunto −respondo en texto. Punto. Carita
sonriente, temeroso de que la mía propia carezca de la capacidad de viajar a
salto de pantalla.
Reparo en ello, por enésima vez, casi quince años en la
partida de nacimiento, trescientos cincuenta y un días de ausencia, y dos mil
ciento treinta kilómetros nos separan. Sin embargo, la Amistad −forjada en
Edimburgo− no entiende de cifras ni letras, tan sólo de cariño, complicidad y
recuerdos.
Gracias, Iraya, por continuar iluminando mi vida.
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