lunes, 24 de agosto de 2020

"Si te dicen que caí"

(Título: mi pequeño homenaje al gran Juan Marsé, quien nos dejó hace poco).


Estimados lectores,

Debido a causa mayor, debo aparcar el viejo DeLorean por unas semanas.

Es tan sólo un problemilla de chapa y pintura, pero afecta a la capacidad de conducción (es terriblemente frustrante manejar el cuadro de mandos del portátil usando tan sólo la mano izquierda).

Espero que no se me vayan lejos, y pronto pueda volver a dar voz a Jorge Ariz a través de estas teclas.

Un abrazo

miércoles, 19 de agosto de 2020

F145 - De patatas, sonrisas y leche de burra (marzo 2006)


Nunca mires atrás. Pasea, trota, corre, escoge tu propio ritmo, mas jamás gires sobre tus talones para contemplar aquello que dejaste tras de ti. Si Dios, o quienquiera que maneje este tinglado hubiera deseado que mirásemos atrás, en vez de un par de orejas nos habría incorporado dos retrovisores de serie. 

Nunca mires atrás. Proclaman esos super-coach, gurús de tres al cuarto. Aquellos psicólogos frustrados, que tal vez llegaron hasta segundo de Psicología por la UNED. Tres palabras que quedan de maravilla en el guión de una película barata, entre las páginas de una novela con acción, misterio, aventura y un poquito de sexo para aderezar el cocido. Una frase tan corta como imposible. Una utopía más para añadir a la lista de la compra, o tal vez a la de los deseos a solicitar al genio okupa de la lámpara mágica.

Pues mire usted, señor Gonsales, ¡No! Yo sí miro hacia atrás. Detengo mi caminar, tomo asiento, entorno los ojos y observo el pasado. Giro el rostro sobre mi hombro  y contemplo aquellos lejanos años. Aun a riesgo de convertirme en estatua de sal, o sufrir una tortícolis.

Fui feliz en aquel maldito hipermercado. Quién iba a decírmelo a mí. Tan descreído. Tan independiente. Tan de vuelta de todo. Caí víctima de la secta de las sonrisas. La Gran Familia Tesda (sólo nos falta Chencho). 

‘Yes, You Can!’; ‘Smile!’; ‘Go the extra mile!’; ‘I am here to help!’.

Existen personas que no se detienen ante nada. Siempre quieren más. Escalón tras escalón no paran hasta alcanzar el despacho top en lo más alto del rascacielos, u hoyar cima en el Everest, roca tras roca, aunque hayan de pisar con sus helados crampones, o sus zapatos italianos, la cabeza del rival, incluso la de sus amigos. Otros nos conformamos con la mitad de la mitad de la hazaña, quizás con la milésima parte.

Paso mi tarjeta por la ranura de la pequeña caja gris, sobre la pared, que clava su pupila roja en mí. Biip biip. Un giño verde. ‘Hello, Jorge Ariz’. Dice la pantallita. Traspaso la puerta interior que franquea el paso a la tienda. Atravieso la zona de Ropa y Hogar. Dispone de su propia denominación de origen, como el vino de mi tierra. “Barclay: more than just clothes”, rezan los carteles suspendidos del techo. Los compañeros lucen elegantes. Ellas, vestidito sedoso negro.  Maquillaje discreto. Zapatos con tacón a media altura. Ellos, traje oscuro y corbata. Pelo corto. Sin pendientes ni tatuajes. Impecables. Cualquiera diría que van de cotillón, o a un baile en Buckingham Palace, en lugar de a doblar camisetas y soportar a señoras del extrarradio con ínfulas. Barclay es la zona vip del supermercado. Sus miembros son la élite del lugar. Sonríen más, pero cobran lo mismo. Y para colmo han de bruñir sus zapatos cada noche, antes de acostarse, como si esperasen al día siguiente revisión de taquilla bajo el mando de un sargento chusquero.

Cruzo toda la superficie. Pasillos y pasillos. Cientos de clientes. Un laberinto sin Minotauro, o eso espero. Tentado de comprarme un TomTom, a pilas, para orientarme. Decenas de cajeras. Salteadas por un puñado de cajeros. Todo son sonrisas y saludos. El buen rollo se respira en el ambiente. Parece Navidad en pleno marzo. Muchos de ellos conocen mi nombre. De memoria, sin necesidad de echar una fugaz ojeada a mi placa identificadora que llevo sobre la tetilla. Ignoro el nombre de la mayoría. Me invade un amago de vergüenza por ello. Lanzo vistazos clandestinos sobre sus pecheras. Ian, Eddie, Clarke, Miranda, Darryl, Sarah, Michael, Sean, Brian, Moira… Incluso la mayoría logra pronunciarlo razonablemente bien, mi nombre. Jor-ge. El sonido jota encabezando ambas sílabas doblega a más de uno. Tratan de encontrar su símil anglosajón. “George  ̶ suena algo así como ‘yorch’ ̶  pronunciar tu nombre español es imposible para nosotros, carecemos de ese sonido tan fuerte para vuestra  ‘J’  ̶  léase ‘yei’ ”. Dice una minoría comodona, tratando de levantar una barrera de clases. Lustros derribando muros de la vergüenza y siempre hay un tonto queriendo construir uno. No hablas el idioma de mi aldea grande: te planto una tapia altísima coronada de bonitos cristales –verdes, ambarinos, blancos- afilados y puntiagudos. Sin embargo, me cargo su excusa sin compasión. De un mazazo. Golpeando donde más duele. “Are you a true Scottish? “, pregunto con cara de guiri ingenuo, de recién aterrizado. “Aye, ‘course I em”. Responden tiesos como escobas, el pecho inflado como palomos en pleno cortejo, exagerando su acento exagerado. “Si en tu idioma puedes pronunciar loch Ness ( léase ‘looj Ness’) entonces puedes decir mi nombre correctamente, Jor-ge”. Remato. Me miran confusos, miran sus zapatos lustrosos, sonríen. “Have a nice day, my friend”. Me despido.

Todo son sonrisas. Saludos. Choques de manos a lo yanqui, de puños, medios abrazos como si fuéramos negros del Bronx. Mugabi, que sí lo es: negro, y  que limpia los suelos que nosotros ensuciamos, se descojona al vernos. Trajo de Nigeria su inglés gutural y una perenne sonrisa blanca, la cual disimula las cicatrices de nacimiento que marcan sus pómulos prominentes.

 Somos una gran familia.

Por fin, alcanzo mi zona. Mi territorio Comanche. Huelo las cebollas y me crezco, al tiempo que me relajo. Home, sweet home!
̶  Buenos días Jorge, ¿qué tal estás hoy?  ̶  saluda la jeja, Maggie. Los ojos reflejan su sonrisa.
̶  Buenos días, Maggie. Fantastic!  ̶  contesto, en un vano intento de imitar el entusiasmo de Donald, un compañero sexagenario, con un pie en su bungaló de retirada en Torrevieja, y  más energía que el resto de nosotros juntos.
̶  No sabes cómo me alegra oír eso, Jorge, porque resulta que Dave llamó porque ha caído enfermo y no tengo a nadie para encargarse de las patatas.
Trato de aguantar el tipo. Mis labios estirados, mostrando blancura dentífrica, comienzan un tembleque preocupante. Una gotita de sudor recorre mi sien, delatora. ¡La zona de patatas no, por Dios! ¡Las papas no! Eso me pasa por bocazas, por contagiarme de este maldito entusiasmo que fumigan a través de los conductos de ventilación. Eso, o nos echan droga en el café de máquina.
Maggie se aleja, con sus pasitos cortos y acelerados, meneando la cabeza y sin poder contener la risa.
̶  Muchas gracias, Jorge. No te preocupes, hoy puedes disfrutar de un break adicional  ̶  dice a modo de despedida. Firme pero magnánima, cual reina egipcia.
La veo alejarse hacia la puerta del almacén. Juraría que camina más erguida, como si hubiera crecido un palmo por encima de su escaso metro y medio.
̶  ¡No te fastidia, la Cleopatra de los cojones! Apuesto a que dispone de una bañera llena con leche de burra en la parte trasera de los vestuarios  ̶  maldigo, dirigiéndome a los grandes contenedores de plástico negro casi vacíos del dichoso tubérculo.