Nunca mires
atrás. Pasea, trota, corre, escoge tu propio ritmo, mas jamás gires sobre tus
talones para contemplar aquello que dejaste tras de ti. Si Dios, o quienquiera
que maneje este tinglado hubiera deseado que mirásemos atrás, en vez de un par
de orejas nos habría incorporado dos retrovisores de serie.
Nunca mires
atrás. Proclaman esos super-coach,
gurús de tres al cuarto. Aquellos psicólogos frustrados, que tal vez llegaron
hasta segundo de Psicología por la UNED. Tres palabras que quedan de maravilla
en el guión de una película barata, entre las páginas de una novela con acción,
misterio, aventura y un poquito de sexo para aderezar el cocido. Una frase tan
corta como imposible. Una utopía más para añadir a la lista de la compra, o tal
vez a la de los deseos a solicitar al genio okupa de la lámpara mágica.
Pues mire
usted, señor Gonsales, ¡No! Yo sí
miro hacia atrás. Detengo mi caminar, tomo asiento, entorno los ojos y observo el pasado. Giro el rostro sobre mi hombro y contemplo aquellos lejanos años. Aun a
riesgo de convertirme en estatua de sal, o sufrir una tortícolis.
Fui feliz en
aquel maldito hipermercado. Quién iba a decírmelo a mí. Tan descreído. Tan
independiente. Tan de vuelta de todo. Caí víctima de la secta de las sonrisas. La
Gran Familia Tesda (sólo nos falta Chencho).
‘Yes, You
Can!’; ‘Smile!’; ‘Go the extra mile!’; ‘I am here to help!’.
Existen
personas que no se detienen ante nada. Siempre quieren más. Escalón tras
escalón no paran hasta alcanzar el despacho top
en lo más alto del rascacielos, u hoyar cima en el Everest, roca tras roca,
aunque hayan de pisar con sus helados crampones, o sus zapatos italianos, la
cabeza del rival, incluso la de sus amigos. Otros nos conformamos con la mitad
de la mitad de la hazaña, quizás con la milésima parte.
Paso mi
tarjeta por la ranura de la pequeña caja gris, sobre la pared, que clava su
pupila roja en mí. Biip biip. Un giño
verde. ‘Hello, Jorge Ariz’. Dice la
pantallita. Traspaso la puerta interior que franquea el paso a la tienda.
Atravieso la zona de Ropa y Hogar. Dispone de su propia denominación de origen,
como el vino de mi tierra. “Barclay: more
than just clothes”, rezan los carteles suspendidos del techo. Los
compañeros lucen elegantes. Ellas, vestidito sedoso negro. Maquillaje discreto. Zapatos con tacón a media
altura. Ellos, traje oscuro y corbata. Pelo corto. Sin pendientes ni tatuajes.
Impecables. Cualquiera diría que van de cotillón, o a un baile en Buckingham
Palace, en lugar de a doblar camisetas y soportar a señoras del extrarradio con
ínfulas. Barclay es la zona vip del
supermercado. Sus miembros son la élite del lugar. Sonríen más, pero cobran lo
mismo. Y para colmo han de bruñir sus zapatos cada noche, antes de acostarse,
como si esperasen al día siguiente revisión de taquilla bajo el mando de un
sargento chusquero.
Cruzo toda
la superficie. Pasillos y pasillos. Cientos de clientes. Un laberinto sin
Minotauro, o eso espero. Tentado de comprarme un TomTom, a pilas, para orientarme. Decenas de cajeras. Salteadas por
un puñado de cajeros. Todo son sonrisas y saludos. El buen rollo se respira en
el ambiente. Parece Navidad en pleno marzo. Muchos de ellos conocen mi nombre.
De memoria, sin necesidad de echar una fugaz ojeada a mi placa identificadora
que llevo sobre la tetilla. Ignoro el nombre de la mayoría. Me invade un amago
de vergüenza por ello. Lanzo vistazos clandestinos sobre sus pecheras. Ian,
Eddie, Clarke, Miranda, Darryl, Sarah, Michael, Sean, Brian, Moira… Incluso la
mayoría logra pronunciarlo razonablemente bien, mi nombre. Jor-ge. El sonido jota encabezando ambas sílabas doblega a
más de uno. Tratan de encontrar su símil anglosajón. “George ̶ suena algo así como ‘yorch’ ̶ pronunciar
tu nombre español es imposible para
nosotros, carecemos de ese sonido tan fuerte para vuestra ‘J’ ̶ léase ‘yei’ ”. Dice una minoría
comodona, tratando de levantar una barrera de clases. Lustros derribando muros
de la vergüenza y siempre hay un tonto queriendo construir uno. No hablas el
idioma de mi aldea grande: te planto una tapia altísima coronada de bonitos
cristales –verdes, ambarinos, blancos- afilados y puntiagudos. Sin embargo, me
cargo su excusa sin compasión. De un mazazo. Golpeando donde más duele. “Are you a true Scottish? “, pregunto con cara de guiri ingenuo, de recién
aterrizado. “Aye, ‘course I em”.
Responden tiesos como escobas, el pecho inflado como palomos en pleno cortejo,
exagerando su acento exagerado. “Si en tu
idioma puedes pronunciar loch Ness ( léase ‘looj Ness’) entonces puedes decir mi nombre correctamente, Jor-ge”. Remato. Me
miran confusos, miran sus zapatos lustrosos, sonríen. “Have a nice day, my friend”. Me despido.
Todo son
sonrisas. Saludos. Choques de manos a lo yanqui, de puños, medios abrazos como
si fuéramos negros del Bronx. Mugabi, que sí lo es: negro, y que limpia los suelos que nosotros ensuciamos,
se descojona al vernos. Trajo de Nigeria su inglés gutural y una perenne sonrisa
blanca, la cual disimula las cicatrices de nacimiento que marcan sus pómulos
prominentes.
Somos una gran familia.
Por fin, alcanzo
mi zona. Mi territorio Comanche. Huelo las cebollas y me crezco, al tiempo que
me relajo. Home, sweet home!
̶ Buenos días Jorge,
¿qué tal estás hoy? ̶
saluda la jeja, Maggie. Los ojos reflejan su sonrisa.
̶
Buenos días, Maggie. Fantastic! ̶
contesto, en un vano intento de imitar el entusiasmo de Donald, un
compañero sexagenario, con un pie en su bungaló de retirada en Torrevieja, y más energía que el resto de nosotros juntos.
̶
No sabes cómo me alegra oír eso, Jorge, porque resulta que Dave llamó
porque ha caído enfermo y no tengo a nadie para encargarse de las patatas.
Trato de aguantar el tipo. Mis labios
estirados, mostrando blancura dentífrica, comienzan un tembleque preocupante.
Una gotita de sudor recorre mi sien, delatora. ¡La zona de patatas no, por Dios!
¡Las papas no! Eso me pasa por bocazas, por contagiarme de este maldito
entusiasmo que fumigan a través de los conductos de ventilación. Eso, o nos
echan droga en el café de máquina.
Maggie se aleja, con sus pasitos
cortos y acelerados, meneando la cabeza y sin poder contener la risa.
̶
Muchas gracias, Jorge. No te preocupes, hoy puedes disfrutar de un break adicional ̶ dice
a modo de despedida. Firme pero magnánima, cual reina egipcia.
La veo alejarse hacia la puerta del
almacén. Juraría que camina más erguida, como si hubiera crecido un palmo por
encima de su escaso metro y medio.
̶
¡No te fastidia, la Cleopatra de los cojones! Apuesto a que dispone de
una bañera llena con leche de burra en la parte trasera de los vestuarios ̶
maldigo, dirigiéndome a los grandes contenedores de plástico negro casi
vacíos del dichoso tubérculo.