miércoles, 30 de diciembre de 2020

F157 - ¡Al agua, patos! (mayo 2006)

 

Mayo continuaba obrando su magia. Seguro de sí mismo en el papel de prestidigitador. Edimburgo, su escenario.  Calmando un poco el aire, en la ciudad ventosa por excelencia. Arrojando rayos de luz cegadores, que iluminaban sus edificios grises, sus tejados de pizarra. Extrayendo de su chistera un calor de chichinabo, más falso que su profundo cajón de trucos, decorado con estrellitas de plata y provisto de doble fondo.

Acostumbrado a los días inciertos, cuando no desapacibles, tu cerebro se dejaba hacer. Creyendo, a pies juntillas, cada una de las artimañas. Anhelaba que fueran ciertas. Luz, sol, calor. Buen tiempo.

Así le sucedió al mío, al menos.

“Decidido, mañana comienzo a ir a la piscina”. Pensé con la ilusión de un niño la víspera de su Primera Comunión (visualizando la deslumbrante Bicicross roja, que sabe le regalarán, obviamente).

Nunca fui buen nadador. Tampoco pésimo. Me considero un nivel intermedio, como el  inglés reflejado en el currículum de cualquier españolito de a pie. Vamos, que floto, trago poca agua,  y avanzo a buen ritmo. Tras unas ciento cincuenta brazadas, perfectamente ejecutadas, sobrepaso los dos metros de distancia. Tal vez exagere un poco. Cuando contaba con ocho años, mi madre, cansada ya de tener el alma en vilo cada vez que yo decidía atravesar el ancho de la piscina buceando, me apuntó a un cursillo para aprender a nadar. Al menos, pensó la pobre, así podría observar mi avance sobre la superficie. La monitora, una adolescente diez años mayor. Una preciosidad con nombre de diosa griega, voz melosa, cuerpo dorado, cabellos negros y ojos esmeralda, realizó el milagro. De aquella piscina salí con un diploma bajo el brazo y el corazón ahogado. Pocos años más tarde, supe que mi ángel salvavidas se fundió con la penumbra, en el fondo de uno de esos tenebrosos pozos que enmascara esta perra vida.   

Tras toda la parafernalia burocrática obtuve el Pase, a precio de caviar Beluga, para la Piscina cubierta The Royal Commonwealth. Su ubicación no era la ideal, debía tomar dos autobuses, pero eso me serviría como aliciente. Eso, y el tremendo bocado que sufría mi paupérrima cuenta corriente cada mes.

Y allí me encontraba. Bañador de playa, gorro desfasado, gafas de superficie opaca de tan rayadas. Allí estaba yo, dispuesto a batir todos los records mundiales de crol, braza y mariposa, bueno quien dice mariposa, dígase polilla de fluorescente.

El primer largo de la temporada, estilo braza, fue una expedición de Elcano sin barco. Resultó una toma falsa, como doble de Tom Hanks, para la película Náufrago. Aquello no era una piscina, aquello era el maldito océano Pacífico. Olas de cinco metros, carriles – o calles, o cómo demonios se denominen – inacabables. La pared del final no la divisabas ni con prismáticos infrarrojos. El segundo largo resultó más cómodo, en el tercero mi cuerpo serrano surcaba la superficie, cual narco-lancha cruzando el Estrecho de Gibraltar… tras el quinto largo, deseé que algún alma caritativa extrajera el tapón del fondo y toda aquella agua clorada se perdiera por el desagüe, rumbo al mar cercano de donde nunca debió salir.

La segunda semana trajo mejores sensaciones. Cuando concluí el último día de entrenamiento, decidí renovar mi equipo. Más que un nadador parecía un figurante de Vigilantes de la Playa, que nunca aparecerá en cuadro, por orden expresa del Director de Escena.

Visité una tienda deportiva situada dentro del centro comercial St James. Salí con una gran bolsa de vistosos colores y una sonrisa. Bañador Corta Viento, chanclas No Me Pises Que Te Doy, toalla de Secado Ultrarrápido,  gorro Alta Velocidad, gafas De Espejo Corrupción en Miami Versión Marina (por estos lares son denominadas goggles, por darse importancia, siempre me sonó a buscador cibernético. Algo esconderá esa similitud, que éstos no dan puntada sin hilo). Todo ello a la última. Tentado estuve de apuntarme a la pasarela Cibeles: Deportes Acuáticos, Próxima Temporada.

¡Prepárate Michael Phelps!, grité al cielo, mirando un poco hacia el oeste, con la esperanza de que mi provocación llegara al  Tiburón de Baltimore.

El milagro ocurrió el primer día de la tercera semana.

Llegué temprano. Apenas había un par de aficionados chapoteando dentro del agua. El resto de carriles de auto-piscina quedaban libres. Tras calentar, como un profesional (había visionado vídeos por internet, no era cuestión de parecer un pueblerino de excursión al río), bajé al interior de la piscina por la escalerilla más cercana. Sobraba realizar el salto del ángel y humillar al personal. Cerca estuve de tropezar en el segundo peldaño. No veía un carajo. Gafas empañadas, mal empezamos.

Tocaba estilo crol. Comencé las primeras brazadas como si me fuera la vida en ello. Mi cuerpo se deslizaba sobre la superficie como si lo hubiera untado con grasa de ballena. Inspiraba con la cabeza girada a la derecha. Una, dos, tres brazadas, soltando el aire por la boca, la testa sumergida. Inspiro. Un, dos, tres. Sin llegar a vaciar del todo mis pulmones. Nado concentrado. Algo desubicado pues no diviso nada. Las próximas gafas las compro con limpiaparabrisas y chorrito de aire caliente, elucubra mi mente en automático. Otra brazada y…

Choco contra el muro final.

Tan sólo un susto. Lo de acudir con casco llamaría demasiado la atención, me digo más eufórico que temeroso. No lo puedo creer. Ha sido el largo más rápido de toda mi vida. Debo de haber batido el record olímpico. ¡Chúpate esa, Tritón de Baltimore!

Entonces la veo.

No lo puedo creer.

¿Cómo es posible? Agarrado al borde, miro alrededor desconcertado. Sigo viendo poco, entre brumas, como si mis ojos estuvieran en huelga ofreciendo servicios mínimos. Decido quitarme el invento de espejos. Contemplo con incredulidad la escena. Tras el borde final, hay otra piscina. Otra piscina caída del cielo. Salida de la nada. Debo de ser un personaje de Harry Potter y no lo sé. Tal vez sea un programa de cámara oculta, me digo confundido. El misterio quema mis entrañas. Averiguo qué diantres ocurre o tendré que llamar al bueno de J. J. Benítez.

Salgo del agua y me dirijo al socorrista más cercano. Un chaval joven cuyo cuerpo ha debido de ser forjado en un astillero vizcaíno. No entiendo cómo el recinto no está abarrotado de chavalas con vocación de sirena.

Me dirijo a él en inglés, pero a lo Leo Harlem, una mano sobre la barriga peluda, tan sólo a falta del gin tonic en la otra.

̶   Perdona, chavalote, aquí  ̶  señalo ambas piletas  ̶  la semana pasada sólo había una piscina, ahora hay dos.

El chico del Botxo me mira como las vacas al tren. Me esfuerzo y se lo vuelvo a comentar, más despacio, con gestos. Por fin, el mozo cae en la cuenta de lo que quiero explicarle. Ahora me observa diferente. No es respeto, ni confusión. Es puro cachondeo.

̶  Señor  ̶  dice el pipiolo todo educado, mas yo le noto cierto recochineo en la trastienda  ̶  se trata de la misma piscina, salvo que hoy hemos modificado la longitud  ̶  y remata, con venganza burlona reflejada en los ojos, señalando muy ufano  ̶  gracias al muro móvil que surge del fondo.

Mi gozo en un pozo. Mi ilusión en el fondo de una piscina tramposa.

¡Yo que, por un instante, me creí el nuevo Johnny Weissmuller!

 

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         ¡Ojalá haya logrado que despidan este horrible 2020 con una sonrisa!

                                                 ¡Feliz Año Nuevo 2021!

domingo, 20 de diciembre de 2020

F156 - Un lunes vulgar que dejó de serlo (mayo 2006)

 

Soy un hombre de costumbres. Un tipo fiel a determinadas personas, a ciertos lugares, a algún que otro sueño. Cuando alguien se gana un trocito de mi alma, la conquista para siempre. Si un sitio llama mi atención y me proporciona sensación de tranquilidad, de bienestar, lo adopto para mí de inmediato, ya sea un bar, una biblioteca en particular, una senda por la que correr, o una zona concreta de una ciudad. Esto último me sucedía con Southside. Era cruzar el puente de Northbridge partiendo de Princes Street y sentirme relajado, seguro de donde pisaba; saberme en mi zona, mi territorio, a pesar de residir en la otra punta de la ciudad.

Era un lunes vulgar. Un lunes vestido de lunes, sin pretensión de engañar a nadie. Un día off para mí, libre en mi particular rota de trabajo. Por aquel entonces acudía al supermercado a batallar con verduras, frutas y clientes cuatro veces por semana. Tres días off. No estaba nada mal, aunque tampoco moriría millonario. No se puede tener todo en esta vida. Como tantos otros días libres acabé, por pura inercia, al otro lado del emblemático puente. Por aquel entonces, cerraba los ojos, comenzaba a caminar desde cualquier parte y llegaba como un autómata al sur de la capital escocesa. Esquivando peatones, autobuses, borrachos y semáforos en rojo. Algo increíble, algo sobrenatural. Sonrío melancólico, estos poderes paranormales no son novedad, recuerdo una experiencia similar siendo un crío, con el permiso de conducir reluciente e impoluto, los colegas escoltando atrás y al lado, arrancar el viejo utilitario de fuego  ̶  la bala roja ̶  y éste llevarnos al pueblo cercano, Viana, en piloto automático. Sorteando semáforos, cruces, picoletos y camiones. Como por arte de magia. Las chavalas esperando, los sueños embriagándonos.

Era un lunes vulgar. Paseo, café en compañía de John Rebus, camareras sonrientes en el Beanscene, visita a las charity shops al otro lado de la acera (libros de quinta mano, cedés, películas de vídeo, ropajes de mercadillo, anuncios de trabajo, clientela extraña cual figurante de película almodovariana, señora sonrosada al otro lado del mostrador, olor a cuero viejo, papel, polvo, tiempo pasado y cartón).

Era un lunes vulgar, anodino. Comienzo el retorno, caminando distraído, la memoria caprichosa evocando aquellas ingenuas escapadas adolescentes, impregnadas de hormonas y bisoñez; sonrisa triste ante la crueldad del correr del tiempo, el punto de mira puesto en Rose Street, quizás algo de picar, tal vez un último café. Alcanzo el puente.

Northbridge, mil veces cruzado. Sin embargo, algo difiere. La imagen no cuadra con la de experiencias almacenadas. Algo sucede.

Gente acumulada en ambas aceras. Coches de policía, ambulancias, el ulular de un camión de bomberos cercano.

Algo ocurre. Sin embargo, nada parece suceder.

La muchedumbre murmulla, móvil en mano, cruzan de lado a lado de la calzada. El tráfico detenido. Policías nerviosos. Gestos airados. Voces y órdenes.

Me acerco despacio, por la acera de la derecha, la menos concurrida. Hay tanta gente hacinada que parece agosto, en pleno Festival. No entiendo nada. No se observa ninguna pelea a cuchilladas, ninguna colisión reciente, ningún borracho aporreando a los coches parados. Sin embargo, se respira tensión. Una electricidad estática envuelve la escena.

Me detengo. La curiosidad mata al gato, lo destripa, lo diseca. Deseo permanecer fuerte, no caer en la vulgaridad de la chusma, continuar mi paseo, seguir con mi vida, consumar paso a paso este lunes cualquiera. No puedo. Soy incapaz de mirar hacia delante. Mi rostro gira hacia la izquierda sin orden alguna del cerebro. Va por libre. Mis ojos lo acompañan. Qué remedio. Creo observar “algo” más allá de las personas que cuchichean nerviosas al otro lado, en la acera izquierda. Las cuales, miran, señalan, filman. Sin embargo, sospecho que no es el majestuoso castillo, al fondo, la presa de  sus objetivos. Se trata de “algo” más cercano. Más “interesante”.

No lo soporto más.

Cruzo la calzada, mirando tres veces seguidas a derecha e izquierda. Primero un carril. Me detengo en la isleta central. Luego el otro carril. De puntillas, lanzo ojeadas entre mil cabezas y cientos de móviles.

Entonces lo veo.

No. No puede ser. ¡Dios mío, dime que no lo es!

Aunque temo que la visión es real. Que no es mero espectáculo festivalero fuera de temporada. Que no se trata de una escena en pleno rodaje.

A escasos metros, al comienzo del puente, se yergue la fachada lateral del gran hotel The Scotsman. Su nombre en grandes letras doradas, las altas ventanas enfrentan la maravillosa vista del cercano castillo. A los pies del muro, hay un estrecho pasillo de grandes losas, bordeado por una pequeña barrera de piedra que protege a los viandantes. Decenas de metros abajo, las vías de tren entran en la estación de Waverley.

Hay un tipo al otro lado de la barrera. Mirando al vacío.

Su aspecto es normal. Viste pantalones grises, camisa blanca, zapatos marrones. No lleva corbata. Cabello negro y abundante. El viento le ha despeinado. Es un viajante de película antigua, tomándose un descanso, pienso de manera absurda.

No se sujeta a nada. Tan sólo permanece en el pequeño espacio al otro lado del murete. Un borde de apenas dos palmos de anchura. No habla, no gesticula. Tan sólo mira el fondo del precipicio, cabizbajo. De vez en cuando, da dos pasos cortos hacia su izquierda, otro pasito hacia la derecha. Sin embargo, no parece nervioso. Tan sólo frío y sereno. Como si su mente estuviera llena de números, distancias, probabilidades. No es protagonista de la escena. Ignora las sirenas, a los policías, a los curiosos, a los morbosos agazapados tras sus móviles de última generación. Nos ignora a todos. No existimos. En su pequeño mundo, en su diminuta realidad, tan sólo existe aquel angosto bordillo, última frontera a la nada.

Lo observo, desde la distancia. Lo observo a intervalos. Bajando a ratos mi propia mirada. Como si temiera que ésta actuase de pistón, empujándolo al abismo.

No aguanto un segundo más.

Regreso, con sumo cuidado a pesar del tráfico parado, a mi otra acera salvadora. Lejana, menos abarrotada. Comienzo a caminar, hacia la gran avenida. Cerca, su escondida paralela Rose Street. Adoquines irregulares. Pubs a diestro y siniestro. Puertas traseras de tiendas. Turistas desubicados. Lugareños ebrios. Quizás el último café ceda su puesto a una pinta de cerveza. Fría, negra. Que su oscuridad nuble para siempre lo visionado. Su alcohol caldee mi espíritu afligido.

Un vulgar lunes, que jamás ya lo será.

 

domingo, 13 de diciembre de 2020

F155 - Se masca la tragedia (mayo 2006)

 

Apenas había transcurrido un par de semanas y parecía el recuerdo de un viaje lejano. Las reminiscencias del último sueño que flotan en tu mente al despertar, y que se diluyen en la nada antes de tocar tus pies la moqueta. La escapada a Praga pasaba a formar parte del pasado, como si no hubiera existido. Quizás en realidad nunca sucedió, tan sólo lo soñé, pensé mientras contemplaba los documentos que acreditaban lo contrario, las tarjetas de embarque de aquellos vuelos, todavía haciendo labores de marcapáginas en el libro adquirido en el aeropuerto.

Siempre me sucede lo mismo. Tras un viaje, una escapada, la vuelta al día a día, a la rutina, se hace extraña, como si tu vida quedara entre dos mundos (España y Escocia, República Checa – Escocia, en esta ocasión). Mas una vez superada la reentrada es como si cayeras por un precipicio. A toda velocidad. ¡Zas! A penas te da tiempo a pensar. De repente, la rutina. El trabajo. El bus. El uniforme recién planchado. Los zapatos lustrosos. Los puerros. Las bananas. Dave y sus patatas. Maggie y sus órdenes disfrazadas de sugerencias. Craig y su sonrisa depredadora. Donald, con sesenta y pico tacos y su eterna respuesta tras mi ‘How are you?’: ‘Fantastic!’

El cambio radical del clima influyó. Contribuyó a enterrar, más si cabe, en el olvido aquel viaje frío y febril. El sol vencía su timidez y lucía con rabia, con ansias de venganza. Las nubes blancas, impolutas, salpicaban un cielo de mentira. Un cielo tan azulado que, en Edimburgo, sólo podía ser obra de algún niño celestial con mucha mano con las ceras de colores. Sin embargo, mayo era así. Mayo, en la capital escocesa, resultaba ser el mes rebelde del calendario. Daba la espalda al frío, se burlaba de la lluvia, incluso retaba al sempiterno viento. Mayo iba a su bola.

Por fin domingo, día de asueto tras la locura del sábado. Clientes frenéticos, más extasiados que Santa Teresa de madrugada, en pantalón corto, gafas de sol y chancletas  ̶  uniforme oficioso de sus escapadas a Magaluf ̶  comprando barbacoas de un solo uso, carbón y demás parafernalia braseril, como si no hubiera un mañana.

Por fin domingo, día de paz y sosiego.

O quizás no.

Alguien aporrea la puerta. Una, dos, tres veces. No llama con los nudillos, usa los puños. Y vuelve a golpearla con violencia. Debe de estar tan desesperado que no logra ver la pieza cuadricular, de plástico blanco, incrustada en la pared, con el dibujo de una campanita negra sobreimpreso.

Pasan doce minutos de las dos de la tarde.

Stevie se dirige hacia la puerta, mientras yo sigo trajinando en la cocina. Sus ojos lanzan cuchillos, flechas envenenadas y alguna que otra granada de mano. Jura en arameo, por lo bajini. Más vale que sea una emergencia, piensa. Se encontraba leyendo la prensa. Momento sagrado donde lo haya. Prensa y refrigerio dominicales, despatarrado en el sofá de cuero. Periódico serio, de esos que en la página tres muestran, a todo color, una moza de buen ver buscando su extraviada camiseta mojada. Diario y cerveza. ¡Más vale que sea una emergencia!

Stevie abre la puerta, con más mala leche que urgencia.

̶  Who the fuck… ̶  Quién coño, comienza a preguntar. Su frase, a medio camino.

Un rostro desencajado. Enrojecido, perlado de gotas de sudor. Un tupé rocabilly venido a menos. Más bien venido abajo.

Es el vecino de arriba.

Sus palabras llegan hasta la cocina. Son claras, a pesar del fuerte acento escocés. Pide que desalojemos la casa, que llamemos a los bomberos. ¿Acaso no podemos olerlo? Exclama, indignado. Debe de haber un escape enorme. Apesta a gas. ¡Rápido, salid!

Todo comenzó por un ataque nostálgico.

La culpa no fue del chachachá, la culpa la tuvo mayo. Ese mes rebelde, con su sol tramposo y su calor de farsa.

Me descubrí, así de repente, añorando esa hora entrañable que disfrutamos los españoles los domingos. La hora del vermú. Del ángelus, que dicen en ciertos lugares. Me sorprendí echando en falta la visita a los bares del pueblo. Cada uno exhibiendo su pincho estrella, de igual manera que se llevaba a cabo en la logroñesa calle Laurel, pero con sello identitario propio: el champi, las patatas bravas, los tigres, las rabas… cada uno regado con el inseparable vinito Rioja o un corto de cerveza. A falta de calamares, mejillones y demás, opté por la sencillez: los champiñones a la plancha. Tras la compra de las viandas y una botella de vino del terruño, me até el delantal y traté de emular al viejo Arguiñano.

Y en esas tareas gastronómicas me hallaba cuando tronó el aporreamiento de la puerta.

̶  ¡Te repito que hay que llamar a los bomberos!  ̶  insiste el vecino, con aspavientos.

El cielo está despejado. La luz se filtra, radiante, a través de la ventana, huérfana de cortinas, del salón. Una ligera brisa se cuela, sin permiso, a través de la puerta abierta. Cercanos, los pajarillos cantan, las nubes se levantan. Stevie bajo el umbral, el otro enfrentado.

El tipo mueve las manos, nervioso. Sus pies, prisioneros en absurdos botines negros, bailan dentro del espacio de una baldosa inexistente. Un Chiquito con peluquín y veinte años menos,  ¿te das cuen, pecadorr?

Por fin, Stevie relaja el gesto. Una amplia sonrisa se adueña de su cara. Los ojos, antes amenazadores, brillan joviales. No logra contenerse. Para sorpresa del visitante, estalla en carcajadas.

̶  ¡Tranquilo, hombre! No es olor a gas. Se trata de mi amigo español, que está friendo ajo.

Ajo, esa palabra maldita en el Reino Unido, ese condimento del diablo, esa aberración gastronómica de hedor insoportable. Ya lo afirmaba la cantante flacucha, con cara de acelga hervida, de las Chicas Picantonas, cuando su chico guaperas, picarón y futbolista le comunicó que debían mudarse a España, para jugar en el mejor equipo del mundo: “todos los españoles apestan a ajo”. Ella no hubiera clamado por los bomberos, habría llamado a la Policía, al servicio de inteligencia MI5, o incluso a los mismísimos Royal Marines.

viernes, 4 de diciembre de 2020

F154 - Praga (y VI): Llévame en una maleta (abril 2006)

 

Poco a poco recupero el resuello. La adrenalina va diluyéndose. Mis pasos aminoran el ritmo. De vez en cuando, giro el cuello sobre mi hombro, ningún malencarado me persigue cuchillo en mano, ningún loco de ojos desorbitados corre tras de mí blandiendo un hacha dentada, no hay un hambriento grupúsculo de zombis que siga el rastro que deja mi cerebro caliente. Nadie trata de atraparme. Nadie se percató de mi presencia. Nada sucedió. Empiezo a pensar que mi exceso de imaginación me jugó una mala pasada. ¿Y qué, si viste unas tiendas de campaña y un poco de basura? Lo más probable es que fuera un pequeño grupo de vagabundos que se juntaba para darse sendas protección y compañía. ¡Tanta novela de crímenes te va a fundir el cerebro! ¿Por qué no abrazas ya las enseñanzas de Paolo Coelho?

Los primeros bloques de edificios tienen un efecto calmante sobre mi persona. Descomunal Diacepam sobre cimientos. Torres altas, grises, anodinas. Feas de cojones. De nuevo, imágenes de Edimburgo y sus barrios periféricos visitan mi mente. Continúo caminando, mirada al frente, ya apaciguado. Sonrío ante mi inconsciencia disfrazada de aventura. Aunque cada paso hacia la civilización me convence más de que sufrí un ataque de paranoia. Probablemente, si me  hubiera acercado, aquella pobre gente me habría convidado a un trago de Don Simón en su versión checa. O quizás me hubiera apuñalado y arrojado mi cadáver al Moldava. Oh just stop it! Me recrimino en la lengua de Shakespeare.

Por fin, recorro algo similar a una calle habitada. Mas no se ve un alma. Comienza a atardecer. El desasosiego amenaza agazapado tras las cortinas. No quiero que anochezca. De noche mi GPS, defectuoso de fábrica, ríe a carcajadas como un enajenado mental. De noche, no es que todos los gatos sean pardos, sino que no distingo un minino de un chacal. He de apresurarme. Recurrir a la mejor brújula jamás inventada: el conocimiento local. Preguntando dicen que llegó un tipo a Roma, o algo así. Pero todo está desierto. Algún que otro coche aparcado. Un ladrido se oye lejano.

De repente, una aparición.

Surge de la nada. A escasos metros de distancia. No tengo ni idea de dónde ha salido. No se ve ningún portal cercano, ni siquiera un vehículo estacionado en su proximidad.

Me acerco despacio. Está de espaldas. No quiero sobresaltarla.

Parece una chica joven. Cabello rubio pajizo, largo y liso. Viste una trenca azul algo deslavada. Vaqueros, botas altas.

̶   Hello!  ̶  utilizo el saludo más internacional que conozco, sobre todo porque no tengo ni idea de cómo pronunciar Ahoj.

Lo hago desde una distancia prudencial, sin alzar demasiado la voz. Ella se gira con tranquilidad. Como si me hubiera visto por un virtual retrovisor.

Es un ángel, enviado del cielo para orientarme.

Sus ojos azules y grandes me observan curiosos. Una sonrisa los acompaña de paseo. ¡Madre mía, he topado con Candy, Candy! Sin embargo, al acercarme un poco más aprecio un brochazo de rebeldía tras su mirada. Un toque de picardía.

Definitivamente es un ángel enviado para guiarme, camino del albergue, o al infierno.

̶  Excuse me, do you speak English?

̶  Little  ̶  acompaña la breve respuesta con un gesto, mano derecha, pulgar e índice apenas separados dos centímetros.

Sonríe, de nuevo, y muero.

De acuerdo, toca clase de mímica pues. Le indico con la palma de la mano que espere un momento, como un guardia urbano deteniendo el tráfico pero con más cariño. Mientras, extraigo el manoseado plano que llevo en la minúscula mochila. Arrugado y a punto de romperse en pedazos por las dobleces. Lo extiendo un poco, mostrándole las diversas zonas turísticas de la ciudad, zona 1, 2,… 5.

Lo observa con curiosidad de colegiala aplicada. Indico con mi dedo, trazando círculos concéntricos, la parte del mapa donde debería encontrarme. Uso palabras sueltas. Las frases completas la confundirían más.

̶  We  ̶  tú y yo, señalo con el dedo nuestros cuerpos  ̶   here?

Levanta el rostro. Los ojos más grandes si cabe. Más hermosos que nunca.

̶  Oh, no!  ̶  exclama, alarmada.

Entonces, extiende por completo el maltrecho mapa. Tiene las manos pequeñas, desnudas. No parece tener frío. Manos blancas, huérfanas.

̶  We… here!

Lo dice sonriendo, pero tímida, como una muchacha cazada copiando en un examen. Señala un punto inexistente. Un punto que flota en el aire, a un palmo de distancia de la esquina superior de aquel papel ilustrado.

Entonces es ella, viendo mi cara de susto, quien utiliza su adorable mano para hacer el gesto universal de que mantenga la tranquilidad: palma hacia abajo, subiendo y bajando como un émbolo.

Su tierna sonrisa ilumina mis entrañas.

̶  Me help you  ̶  dice, risueña, mientras comienza a caminar. Ven, sígueme, indica con gestos.

Y me la quiero comer con patatas, que dicen en mi pueblo. Una canción de los Estopa acude a mi mente:

Y vivir siempre a tu vera

Y si tienes que marcharte

Llévame en una maleta

Yo prometo no pesarte

Tú procura no perderla

 

Vente conmigo en la maleta. Pienso, absurdo, mientras ella ladea su rostro, contemplando la cara de lelo que llevo pintada.

Caminamos en silencio, lo rompemos con pequeñas palabras, intercaladas por suaves monosílabos, cruce de miradas entre paréntesis, tímidos puntos suspensivos.

Su imagen acude a mí, etérea, mientras contemplo el manto de nubes que atravesamos, ingrávidos, a bordo del avión de regreso. Cierro mis ojos cansados, todavía febriles. El ruido de los motores llega amortiguado, como si aquellos gigantescos algodones ejercieran de mordaza. Una moderna nana mece mi butaca.

 

Y tus ojos me miraron
Y tus palabras me hablaron
Pero me pongo tan malo
Casi como un bicho raro
Que no, que no
Por eso piensa que soy un sueño