Soy un hombre de costumbres. Un tipo fiel a determinadas personas, a ciertos lugares, a algún que otro sueño. Cuando alguien se gana un trocito de mi alma, la conquista para siempre. Si un sitio llama mi atención y me proporciona sensación de tranquilidad, de bienestar, lo adopto para mí de inmediato, ya sea un bar, una biblioteca en particular, una senda por la que correr, o una zona concreta de una ciudad. Esto último me sucedía con Southside. Era cruzar el puente de Northbridge partiendo de Princes Street y sentirme relajado, seguro de donde pisaba; saberme en mi zona, mi territorio, a pesar de residir en la otra punta de la ciudad.
Era un lunes
vulgar. Un lunes vestido de lunes, sin pretensión de engañar a nadie. Un día off para mí, libre en mi particular rota
de trabajo. Por aquel entonces acudía al supermercado a batallar con verduras,
frutas y clientes cuatro veces por semana. Tres días off. No estaba nada mal, aunque tampoco moriría millonario. No se
puede tener todo en esta vida. Como tantos otros días libres acabé, por pura
inercia, al otro lado del emblemático puente. Por aquel entonces, cerraba los
ojos, comenzaba a caminar desde cualquier parte y llegaba como un autómata al
sur de la capital escocesa. Esquivando peatones, autobuses, borrachos y
semáforos en rojo. Algo increíble, algo sobrenatural. Sonrío melancólico, estos
poderes paranormales no son novedad, recuerdo una experiencia similar siendo un
crío, con el permiso de conducir reluciente e impoluto, los colegas escoltando
atrás y al lado, arrancar el viejo utilitario de fuego ̶ la bala
roja ̶ y éste llevarnos al
pueblo cercano, Viana, en piloto automático. Sorteando semáforos, cruces, picoletos y camiones. Como por arte de
magia. Las chavalas esperando, los sueños embriagándonos.
Era un lunes
vulgar. Paseo, café en compañía de John Rebus, camareras sonrientes en el
Beanscene, visita a las charity shops
al otro lado de la acera (libros de quinta mano, cedés, películas de vídeo,
ropajes de mercadillo, anuncios de trabajo, clientela extraña cual figurante de
película almodovariana, señora sonrosada al otro lado del mostrador, olor a
cuero viejo, papel, polvo, tiempo pasado y cartón).
Era un lunes
vulgar, anodino. Comienzo el retorno, caminando distraído, la memoria
caprichosa evocando aquellas ingenuas escapadas adolescentes, impregnadas de
hormonas y bisoñez; sonrisa triste ante la crueldad del correr del tiempo, el
punto de mira puesto en Rose Street, quizás algo de picar, tal vez un último
café. Alcanzo el puente.
Northbridge,
mil veces cruzado. Sin embargo, algo difiere. La imagen no cuadra con la de experiencias
almacenadas. Algo sucede.
Gente
acumulada en ambas aceras. Coches de policía, ambulancias, el ulular de un camión
de bomberos cercano.
Algo ocurre.
Sin embargo, nada parece suceder.
La
muchedumbre murmulla, móvil en mano, cruzan de lado a lado de la calzada. El
tráfico detenido. Policías nerviosos. Gestos airados. Voces y órdenes.
Me acerco
despacio, por la acera de la derecha, la menos concurrida. Hay tanta gente
hacinada que parece agosto, en pleno Festival. No entiendo nada. No se observa
ninguna pelea a cuchilladas, ninguna colisión reciente, ningún borracho
aporreando a los coches parados. Sin embargo, se respira tensión. Una
electricidad estática envuelve la escena.
Me detengo.
La curiosidad mata al gato, lo destripa, lo diseca. Deseo permanecer fuerte, no
caer en la vulgaridad de la chusma, continuar mi paseo, seguir con mi vida,
consumar paso a paso este lunes cualquiera. No puedo. Soy incapaz de mirar
hacia delante. Mi rostro gira hacia la izquierda sin orden alguna del cerebro.
Va por libre. Mis ojos lo acompañan. Qué remedio. Creo observar “algo” más allá
de las personas que cuchichean nerviosas al otro lado, en la acera izquierda.
Las cuales, miran, señalan, filman. Sin embargo, sospecho que no es el
majestuoso castillo, al fondo, la presa de sus objetivos. Se trata de “algo” más cercano.
Más “interesante”.
No lo
soporto más.
Cruzo la calzada,
mirando tres veces seguidas a derecha e izquierda. Primero un carril. Me detengo
en la isleta central. Luego el otro carril. De puntillas, lanzo ojeadas entre
mil cabezas y cientos de móviles.
Entonces lo
veo.
No. No puede
ser. ¡Dios mío, dime que no lo es!
Aunque temo
que la visión es real. Que no es mero espectáculo festivalero fuera de
temporada. Que no se trata de una escena en pleno rodaje.
A escasos
metros, al comienzo del puente, se yergue la fachada lateral del gran hotel The
Scotsman. Su nombre en grandes letras doradas, las altas ventanas enfrentan la
maravillosa vista del cercano castillo. A los pies del muro, hay un estrecho
pasillo de grandes losas, bordeado por una pequeña barrera de piedra que
protege a los viandantes. Decenas de metros abajo, las vías de tren entran en
la estación de Waverley.
Hay un tipo
al otro lado de la barrera. Mirando al vacío.
Su aspecto
es normal. Viste pantalones grises, camisa blanca, zapatos marrones. No lleva
corbata. Cabello negro y abundante. El viento le ha despeinado. Es un viajante
de película antigua, tomándose un descanso, pienso de manera absurda.
No se sujeta
a nada. Tan sólo permanece en el pequeño espacio al otro lado del murete. Un
borde de apenas dos palmos de anchura. No habla, no gesticula. Tan sólo mira el
fondo del precipicio, cabizbajo. De vez en cuando, da dos pasos cortos hacia su
izquierda, otro pasito hacia la derecha. Sin embargo, no parece nervioso. Tan
sólo frío y sereno. Como si su mente estuviera llena de números, distancias,
probabilidades. No es protagonista de la escena. Ignora las sirenas, a los policías,
a los curiosos, a los morbosos agazapados tras sus móviles de última
generación. Nos ignora a todos. No existimos. En su pequeño mundo, en su
diminuta realidad, tan sólo existe aquel angosto bordillo, última frontera a la
nada.
Lo observo,
desde la distancia. Lo observo a intervalos. Bajando a ratos mi propia mirada.
Como si temiera que ésta actuase de pistón, empujándolo al abismo.
No aguanto
un segundo más.
Regreso, con
sumo cuidado a pesar del tráfico parado, a mi otra acera salvadora. Lejana,
menos abarrotada. Comienzo a caminar, hacia la gran avenida. Cerca, su escondida
paralela Rose Street. Adoquines irregulares. Pubs a diestro y siniestro.
Puertas traseras de tiendas. Turistas desubicados. Lugareños ebrios. Quizás el
último café ceda su puesto a una pinta de cerveza. Fría, negra. Que su
oscuridad nuble para siempre lo visionado. Su alcohol caldee mi espíritu
afligido.
Un vulgar lunes, que jamás ya lo será.
Con lo bien que empezaba la historia.. y qué mal cuerpo se te queda al final.
ResponderEliminarLa verdad que nunca sabes qué le puede pasar por la cabeza a alguien para querer hacer algo así. Te imaginas que eso lo hace un determinado tipo de personas, pero luego te sorprende la historia, puede ser el vecino del quinto con el que te cruzabas todos los días de camino al trabajo.
Inquieta saber la de gente que sufre depresiones y enfermedades mentales, que están en tratamiento y más aún los que las sufren y lo ignoran.
Buena tarde!
Eva
Hola Eva,
ResponderEliminarEs un relato duro. Lo sé. Nunca supe el desenlace. Me negué a preguntar, a leer el periódico del día siguiente. Y por aquel entonces no tenía internet en el móvil. Era un alivio eso, no ser bombardeado constantemente con noticias.
Gracias por participar.
A cuidarse.
Madre mía, qué angustia...
ResponderEliminarHola Andrómeda,
ResponderEliminarFue una situación extraña. Una parte de mí me anclaba a la acera, otra tiraba de mí para salir de allí. Ganó la segunda.
Cuídate eh.
Un abrazo
Hay cosas que te generan un impacto que no puedes olvidar: es como cuando una tarde, hace muchos años, caminando hacia la que entonces era mi casa, un equipo de intervención de la gendarmería holandesa (los marechausses) apareció de la nada, en un furgón azul y, en cuestión de segundos, se tiraron encima de un tipo, que caminaba por la otra acera, todo esto, ojo, con armas de asalto, en una solitaria calle holandesa, con apenas 10 metros de distancia entre aceras.
ResponderEliminarTe puedo decir que, si en ese momento hubiera habido una nuez entre mis nalgas, la habría partido sin problema.
Como tu, en un día anodino, que no llevaba a ninguna parte, pero que cambió en cuestión de segundos...
Hola Paquito, ¡menuda Fargadita me curraba yo con esa historia jeje!
ResponderEliminarInteresante experiencia, sí.
¡Feliz Navidad, majo!