Mayo
continuaba obrando su magia. Seguro de sí mismo en el papel de prestidigitador.
Edimburgo, su escenario. Calmando un
poco el aire, en la ciudad ventosa por excelencia. Arrojando rayos de luz cegadores,
que iluminaban sus edificios grises, sus tejados de pizarra. Extrayendo de su
chistera un calor de chichinabo, más falso que su profundo cajón de trucos,
decorado con estrellitas de plata y provisto de doble fondo.
Acostumbrado
a los días inciertos, cuando no desapacibles, tu cerebro se dejaba hacer.
Creyendo, a pies juntillas, cada una de las artimañas. Anhelaba que fueran
ciertas. Luz, sol, calor. Buen tiempo.
Así le
sucedió al mío, al menos.
“Decidido,
mañana comienzo a ir a la piscina”. Pensé con la ilusión de un niño la víspera de
su Primera Comunión (visualizando la deslumbrante Bicicross roja, que sabe le regalarán, obviamente).
Nunca fui
buen nadador. Tampoco pésimo. Me considero un nivel intermedio, como el inglés reflejado en el currículum de cualquier
españolito de a pie. Vamos, que floto, trago poca agua, y avanzo a buen ritmo. Tras unas ciento cincuenta
brazadas, perfectamente ejecutadas, sobrepaso los dos metros de distancia. Tal
vez exagere un poco. Cuando contaba con ocho años, mi madre, cansada ya de
tener el alma en vilo cada vez que yo decidía atravesar el ancho de la piscina
buceando, me apuntó a un cursillo para aprender a nadar. Al menos, pensó la
pobre, así podría observar mi avance sobre la superficie. La monitora, una
adolescente diez años mayor. Una preciosidad con nombre de diosa griega, voz
melosa, cuerpo dorado, cabellos negros y ojos esmeralda, realizó el milagro. De
aquella piscina salí con un diploma bajo el brazo y el corazón ahogado. Pocos
años más tarde, supe que mi ángel salvavidas se fundió con la penumbra, en el
fondo de uno de esos tenebrosos pozos que enmascara esta perra vida.
Tras toda la
parafernalia burocrática obtuve el Pase, a precio de caviar Beluga, para la
Piscina cubierta The Royal Commonwealth.
Su ubicación no era la ideal, debía tomar dos autobuses, pero eso me serviría
como aliciente. Eso, y el tremendo bocado que sufría mi paupérrima cuenta
corriente cada mes.
Y allí me
encontraba. Bañador de playa, gorro desfasado, gafas de superficie opaca de tan
rayadas. Allí estaba yo, dispuesto a batir todos los records mundiales de crol,
braza y mariposa, bueno quien dice mariposa, dígase polilla de fluorescente.
El primer
largo de la temporada, estilo braza, fue una expedición de Elcano sin barco.
Resultó una toma falsa, como doble de Tom Hanks, para la película Náufrago.
Aquello no era una piscina, aquello era el maldito océano Pacífico. Olas de
cinco metros, carriles – o calles, o cómo demonios se denominen – inacabables.
La pared del final no la divisabas ni con prismáticos infrarrojos. El segundo
largo resultó más cómodo, en el tercero mi cuerpo serrano surcaba la
superficie, cual narco-lancha cruzando el Estrecho de Gibraltar… tras el quinto
largo, deseé que algún alma caritativa extrajera el tapón del fondo y toda
aquella agua clorada se perdiera por el desagüe, rumbo al mar cercano de donde
nunca debió salir.
La segunda
semana trajo mejores sensaciones. Cuando concluí el último día de entrenamiento,
decidí renovar mi equipo. Más que un nadador parecía un figurante de Vigilantes
de la Playa, que nunca aparecerá en cuadro, por orden expresa del Director de
Escena.
Visité una
tienda deportiva situada dentro del centro comercial St James. Salí con una
gran bolsa de vistosos colores y una sonrisa. Bañador Corta Viento, chanclas No Me Pises Que Te Doy, toalla de Secado Ultrarrápido, gorro Alta Velocidad, gafas De Espejo
Corrupción en Miami Versión Marina (por estos lares son denominadas goggles, por darse importancia, siempre
me sonó a buscador cibernético. Algo esconderá esa similitud, que éstos no dan
puntada sin hilo). Todo ello a la última. Tentado estuve de apuntarme a la
pasarela Cibeles: Deportes Acuáticos, Próxima Temporada.
¡Prepárate
Michael Phelps!, grité al cielo, mirando un poco hacia el oeste, con la
esperanza de que mi provocación llegara al
Tiburón de Baltimore.
El milagro
ocurrió el primer día de la tercera semana.
Llegué
temprano. Apenas había un par de aficionados chapoteando dentro del agua. El
resto de carriles de auto-piscina quedaban libres. Tras calentar, como un
profesional (había visionado vídeos por internet, no era cuestión de parecer un
pueblerino de excursión al río), bajé al interior de la piscina por la
escalerilla más cercana. Sobraba realizar el salto del ángel y humillar al
personal. Cerca estuve de tropezar en el segundo peldaño. No veía un carajo.
Gafas empañadas, mal empezamos.
Tocaba
estilo crol. Comencé las primeras brazadas como si me fuera la vida en ello. Mi
cuerpo se deslizaba sobre la superficie como si lo hubiera untado con grasa de
ballena. Inspiraba con la cabeza girada a la derecha. Una, dos, tres brazadas,
soltando el aire por la boca, la testa sumergida. Inspiro. Un, dos, tres. Sin
llegar a vaciar del todo mis pulmones. Nado concentrado. Algo desubicado pues
no diviso nada. Las próximas gafas las compro con limpiaparabrisas y chorrito
de aire caliente, elucubra mi mente en automático. Otra brazada y…
Choco contra
el muro final.
Tan sólo un
susto. Lo de acudir con casco llamaría demasiado la atención, me digo más
eufórico que temeroso. No lo puedo creer. Ha sido el largo más rápido de toda
mi vida. Debo de haber batido el record olímpico. ¡Chúpate esa, Tritón de
Baltimore!
Entonces la
veo.
No lo puedo
creer.
¿Cómo es
posible? Agarrado al borde, miro alrededor desconcertado. Sigo viendo poco,
entre brumas, como si mis ojos estuvieran en huelga ofreciendo servicios
mínimos. Decido quitarme el invento de espejos. Contemplo con incredulidad la
escena. Tras el borde final, hay otra
piscina. Otra piscina caída del cielo. Salida de la nada. Debo de ser un
personaje de Harry Potter y no lo sé. Tal vez sea un programa de cámara oculta,
me digo confundido. El misterio quema mis entrañas. Averiguo qué diantres
ocurre o tendré que llamar al bueno de J. J. Benítez.
Salgo del
agua y me dirijo al socorrista más cercano. Un chaval joven cuyo cuerpo ha
debido de ser forjado en un astillero vizcaíno. No entiendo cómo el recinto no
está abarrotado de chavalas con vocación de sirena.
Me dirijo a
él en inglés, pero a lo Leo Harlem, una mano sobre la barriga peluda, tan sólo
a falta del gin tonic en la otra.
̶
Perdona, chavalote, aquí ̶ señalo ambas piletas ̶ la
semana pasada sólo había una piscina, ahora hay dos.
El
chico del Botxo me mira como las
vacas al tren. Me esfuerzo y se lo vuelvo a comentar, más despacio, con gestos.
Por fin, el mozo cae en la cuenta de lo que quiero explicarle. Ahora me observa
diferente. No es respeto, ni confusión. Es puro cachondeo.
̶
Señor ̶ dice
el pipiolo todo educado, mas yo le noto cierto recochineo en la trastienda ̶ se
trata de la misma piscina, salvo que hoy hemos modificado la longitud ̶ y
remata, con venganza burlona reflejada en los ojos, señalando muy ufano ̶
gracias al muro móvil que surge del fondo.
Mi gozo en un pozo. Mi ilusión en el
fondo de una piscina tramposa.
¡Yo que, por un instante, me creí el
nuevo Johnny Weissmuller!
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¡Ojalá haya logrado que despidan este
horrible 2020 con una sonrisa!
¡Feliz Año Nuevo 2021!