sábado, 30 de enero de 2021

F160 - La cara oculta de la Luna (junio 2006)

 

No logro recordar cómo lo descubrí. Tal vez explorando un día lluvioso. Quizás recomendado por Esme, le hubiera pegado mucho. Otro de mis lugares favoritos. Mi refugio, mi casita en el árbol, mi retiro espiritual. Un sitio escondido, de aspecto desangelado – al menos durante el día  ̶  siempre escaso de clientela, como si su puerta negra de hierro forjado fuera invisible para la mayoría de transeúntes. Como si traspasarla condujera a otra dimensión paralela, llena de paz, música ligera y buen rollito.

Tal escondite poseía un nombre curioso, exótico, de película de los años cincuenta. The Congo Club. Hacía las veces de cafetería, rincón de exposiciones, cibercafé y restaurante de menú barato, durante la luz del día. Cuando las agujas del reloj cortaban la oscuridad, aquello se convertía en la cueva del pirata, dando cobijo a lo mejorcito de cada casa, a ritmo de esa música moderna e incomprensible para mí, a base de tambores, timbales, platillos y castañuelas electrónicas, denominada por estos lares R & B, para hacerse los interesantes. Conciertos en directo, fiestas universitarias, karaokes improvisados y todo tipo de concursos embriagadores.

Accedías por los bajos de un edificio viejo, cercano a la Universidad de Magisterio, al borde de Hollyrood Road. Una entrada en penumbra contribuía a la ilusión de cruzar terreno prohibido. Subías unos escalones de piedra, franqueabas otra puerta y descubrías un lugar acogedor; barra a la izquierda, tres ordenadores a la derecha (pantallas empotradas en la pared, sus marcos acolchados por un hule amarillento y deslavado, teclados duros, no aptos para escrupulosos, que conocieron tiempos mejores, taburetes altos, media hora de conexión gratuita, sólo para consumidores), alguna mesa baja al fondo, rodeada de sofás primeros colonos de lo vintage, una cercana sala diáfana en el ala derecha, anacrónica bola de brillantes mini-cristales que cuelga del techo.

Confieso que su rostro nocturno tardé en descubrirlo. La cara oculta de la Luna. Para mí tan sólo funcionaba como lugar de relax y moderado entretenimiento. Café, internet, camarera simpática y contacto con el más allá. Es decir, con España.

Eran otros tiempos, suele decirse. Sin embargo, cada año transcurrido corrobora dicha sentencia. Mi teléfono móvil, el pequeño Nokia azulado, con el na na ná de Kylie Minogue como tono de llamada, carecía de conexión a internet, por tanto de mapas, aplicaciones de mensajería instantánea y ligoteos varios, foros spaniardos, correo electrónico y un largo etcétera, a diferencia de mi actual aparato.

Si deseaba comunicarme con el más allá, España, debía llamar por teléfono o usar ordenadores de la biblioteca pública o cibercafés.

Eran otros tiempos. Disponía de una sola dirección de correo electrónico, en cuya bandeja de entrada recibía un máximo de seis mensajes, acompañados por una decena de misivas no deseadas, en la bandeja correspondiente. Así que no necesitabas hacer espeleología entre cientos de correos para encontrar alguno que te interesara.

Solía practicar un juego mental, algo infantil, ingenuo. Ya me van conociendo. Mientras caminaba hacia el Congo, trataba de averiguar cuántos emails tendría en la bandeja de entrada. ¿Serían dos, tres, quizás cinco? O tal vez los paréntesis encarcelarían un (1) solitario y triste, aunque siempre mejor que el patético y frustrante (0). También me gustaba especular con los posibles remitentes. Apostando conmigo mismo, seguro de ganar mediante la elección de los sospechosos habituales: David, el incondicional número uno; Lucía, de vez en cuando; Álvaro, nostalgia en párrafos levantinos; John, fotos divertidas; Familia, todo bien, besos, cuídate mucho, un abrazo de papá; Erika, un suspiro de sorpresa, un saltito del corazón, una sonrisa de añoranza.

Tras la barra, Erin, irlandesa de libro de texto. Esbelta, pelirroja, ojos verdes. Desborda simpatía, habla inglés cantando. Cada frase, una empinada cuesta ascendente. La última sílaba acaricia el cielo.

̶  Good morning, babe! Un cappuccino con bien de espuma y chocolate espolvoreado on the top  ̶  dice. Una afirmación, disfrazada de pregunta.

̶  Aye, please  ̶  respondo, consiguiendo una sonrisa por el mismo precio.

Confieso que caí en la tentación. Tan sólo fue una vez. Acudí a una de aquellas fiestas nocturnas, llenas de universitarios trasnochados, mochileros australianos con el sempiterno “awsome!” en boca, ociosos chavales del vecindario y algún que otro barriobajero de Leith voluntariamente extraviado. Música de escándalo, luces de colores, bailes extasiados, botellín de agua en mano. Piedras centenarias, aislamiento sonoro con solera.

Erin, parapetada tras su puesto de francotiradora, rebosa entusiasmo, intercambia palabras a bocajarro con un cliente con derechos. Su mirada, la postura, el espacio que trata de guardar la barra con poco éxito. Su elevado volumen de voz pelea con los grandes altavoces. Los vocablos ganan velocidad, beodos de ilusión efervescente.

Repara en mi presencia.

            ̶  Hey, you! ̶  exclama, a modo de saludo.

El cliente con derechos fija su mirada en mi dirección, curioso, más que preocupado; seguro de sí mismo. Con esa tranquilidad que confiere saber que pisas tierra firme.

̶  Look honey, this is Jorge, my f***ing best customer ever!  ̶  proclama exaltada, a modo de presentación, otorgándome el título al Mejor Cliente de Todos los Tiempos, rubricado con juramento para mayor inri.

Tras reflexionar, concluyo que prefiero la versión diurna. El café lechoso, en lugar de la pinta tibia. La música chill out, por encima del chunda chunda. Los tres clientes contados, en vez de la multitud bailonga e idiotizada.

Una semana más tarde.

Cruzo la pesada puerta de hierro. Subo los desgastados escalones. Huele a humedad y lejía. Un ordenador ocupado por un chico un tanto desaliñado, sus orejas ocultas bajo unos auriculares mastodónticos. Las otras dos pantallas muestran las casillas de inicio, ambas banquetas libres. Erin debe de tener día off. El camarero algo serio, pero educado, sonríe tan sólo con los labios, tratando de sustituir la amable presencia de la muchacha celta. Fracaso estrepitoso.

Al fondo, sentada en uno de los butacones, frente a la mesa de té, una mujer degusta algún tipo de brebaje herbal que humea en una taza alta, algo descascarillada. Luce un vestido de verano, salpicado de flores, sandalias de cuña blanda. Su cabello, largo, pajizo, forma dos estrechas trenzas que enmarcan su rostro. Junto a ella, un pastor alemán acompañado de una niña de apenas cinco años. Es rubia, de ojos azules, preciosa, con cara de diablillo angelical. Lanza órdenes, a diestro y siniestro, agarrando por el collar al perro, empujando su lomo, posando su manita sobre la nariz húmeda del animal. El fiel can se deja hacer, con esa paciencia del mejor amigo. Observo la escena, desde la distancia, de soslayo, con curiosidad conmovedora. Esa dichosa chiquilla trae recuerdos no solicitados, veo a mi sobrinita haciendo lo propio con su bondadoso dálmata. Sin yo saberlo, el futuro pondrá nombre a esta pequeña escocesa, quien un día endulzará con lágrimas derramadas una tarta de despedida.

El Congo Club, mi refugio, mi casita en el árbol, mi asueto.

 

martes, 19 de enero de 2021

F159 - Una cuesta de novela, una tentación (junio 2006)

 

“Todo está en los libros”. No resulta una frase original, lo sé. También la saqué de algún libro. Desde este humilde rincón, hincaría rodilla en tierra y, tras respetuosa reverencia, rendiría el debido homenaje a la cabeza pensante que la alumbró por primera vez. Mas desconozco quién fue.

Todo surge de un libro. Ignoro si acabo de escribir una de esas verdades universales o tan sólo otra de mis habituales tonterías. Seguro, otra vez, de su falta de novedad. Elucubro dichos pensamientos de copy and paste, mientras paso hoja tras hoja de la última novela firmada por mi querido y admirado Ian Rankin. El Inspector John Rebus golpea de nuevo, viejo, torpe, nostálgico; sin embargo, no se resigna a coger la cachava, calzarse una gorra de felpa e ir a contemplar las obras de mejora del puerto de Leith.

Todo lo vivido, lo leí primero. Quizás exagero. Ya me conocen. Supongo que alguna miaja dejaría para la improvisación. Sin embargo, leyendo a mi héroe cansado, extraigo del pozo de mi memoria el recuerdo de una de las personas que más honda huella dejó en mi alma. Esmeralda.

Disculpen, a veces olvido que no pueden leer mis pensamientos. Vuelco sobre el folio virtual imágenes y sensaciones que acuden a mis dedos. Lo hago, convencido de ser comprendido al instante. Comunicación por ósmosis, telepatía, elijan ustedes la palabra.

Me explico, cuando cayeron entre mis manos las novelas de Rankin, uno de mis hobbies consistía en recorrer la ciudad de Edimburgo, buscando aquellos lugares, calles, recovecos, callejones estrechos – que por estos lares denominan closes  ̶  y algún que otro pub inexistente, donde aquellos personajes, captores de mis horas de sueño, cobraban vida. Uno de ellos, Siobhan Clarke, la fiel discípula del famoso detective, residía en Broughton Street. Una calle larga y empinada, que comunica New Town con el nudo entre Leith Walk y York Place. Pubs, restaurantes, tiendas ecológicas y algún que otro bloque de oficinas.

Mentiría si dijera que elegí un bar al azar. El bar me eligió a mí. La puerta que se abre por un instante, la música embriagadora escapa buscando una libertad efímera, llegando hasta mis oídos. Echo un vistazo dentro. Luz a medio gas, risas, algún que otro chillido de excitación. Parece acogedor. Decido entrar. Cierro los párpados, apretándolos con fuerza. Invoco a los dioses de lo imposible. Susurro, a toda prisa, una oración a Santa Rita,  patrona de las causas perdidas. Pido, deseo, suplico hallar a Clarke, la intrépida detective aprendiz, materializada en carne y hueso, acodada en la barra, bebiendo a sorbos un gin-tonic de fin de jornada, mientras calibra cómo tender una trampa a “Big Ger” Cafferty, para impresionar a su jefe. Abro los ojos, para no romperme la crisma. Me acerco a la barra, sorteando mujeres y hombres festivos, ignorando que tras recorrer esos pocos metros, mi vida en Edimburgo nunca será igual.

No aparece Siobhan, vaso en mano.

Está ella, sirviendo una pinta de cerveza, desborda su espuma por el borde del vaso inclinado. Sonríe a tumba abierta, como si mañana todo se fuera a ir al carajo. Esmeralda.

Esmeralda era un torbellino con sueños de princesa. Una chica de barrio, madrileña. Alta, delgada, rizos morenos indomables. Ojos de fuego, voluntad de aleación titánica. Orgullosa, fiel a una buena causa perdida. Camarera de vocación, camarera de perdición. Un sueño, una condena. Si le ofrecieran una oficina, traje chaqueta, maletín y ordenador, ella escogería barra, grifos de caña, vasos y botellas. Horas hipotecadas de pie, dolor de cervicales. Sonrisa cansada. Litros y litros de cerveza expelida, botellas espiritosas invertidas, que escupen su veneno en medidas reguladas por Ley.

Un trabajo duro. Lo disfrutas, o revientas. Ella optaba por lo primero. Noches interminables, canciones que hablan de evasión, clientes que beben y beben y vuelven a beber, como los peces en el río, intercalando alguna que otra visita a los servicios, para desalojar líquido, quizás aspirar polvillo de duende.

La noche se devora a sí misma. El reloj expulsa cliente, tras cliente. Los grandes taxis negros, alguno exótico de tan colorido, se detienen en doble fila. Cargan sus espaciosos asientos traseros de jovencitas descocadas, de corta minifalda y zapatos ausentes, en soledad o acompañadas de jovenzuelos descamisados, ojos cual estrellas, engomados cabellos erizados.

El pinchadiscos trastea al fondo del local, recogiendo sus cachivaches. El enorme bouncer – traje oscuro, cabeza rasurada, cuello tatuado – persuade, a su manera, al último borracho de turno. Ya vale por hoy, muchacho. Sales por tu propio pie del bar, o te saco yo. Esto último lo dice con la mirada. Posee el grado Avanzado en dotes telepáticas. Es un tipo convincente. Un profesional de la noche. Con él como el colesterol en sangre, pocas bromas.

Los camareros limpian, recogen, rellenan cámaras. La jefa teclea frenética la calculadora de grandes botones. Se tuvo que colocar las gafas de cerca. Los últimos chupitos, las cañas heladas, algún cubata de cortesía recorren las gargantas agotadas de quienes antes estuvieron al otro lado de la barra. A Esmeralda le deleita este momento. De hecho, trabaja todas esas horas inacabables esperando este momento. Canta, sonríe, sirve copas y charla, anticipando este instante mágico.

Anoto mentalmente el nombre del pub. Grabo en mi disco duro la ubicación.

Asciendo, con pasos cortos, la empinada acera, rumbo a York Place. Sonrío, manos en los bolsillos de la chaqueta. Huele a gasoil, patatas fritas, noche y libertad. Gritos lejanos, carcajadas cercanas, persianas que bajan. El relente de madrugada refresca mis pensamientos.

Siobhan Clarke. Broughton Street. Baroque. Esmeralda.

Como dijo el bueno de Arnie, I´ll be back!

Volveré.

martes, 12 de enero de 2021

F158 - De flores, bombillas y viejas reinonas (junio 2006)

 

Nunca les hablé de Helen. Al menos no recuerdo haberlo hecho. Sí de Donald, sin embargo. Helen y Donald. Donald y Helen. Ambos eran un ítem, como dicen por estos lares. Ambos dejaron tiempo atrás el número sesenta en sus respectivos aniversarios. Trabajaban con ese ritmo tranquilo y constante de quien ve el fin del túnel. La luz de la pronta jubilación. Se aplicaban de manera entusiasta, positiva y altamente contagiosa. Yo adoraba a aquella pareja que no lo era, si bien pudiera haberlo sido. Ellos cuidaban de mí, el guiri despistado, como si me hubieran adoptado a una edad avanzada.

̶  Tiene mucho mérito lo tuyo, Jorge, venir solo a un país extraño, trabajar y estudiar en un idioma desconocido. Siempre con una sonrisa.

 ¡Cómo no iba a sonreír!

Helen poseía un cuerpo enjuto, pero fuerte. Un rostro con surcos labrados por la experiencia. Ojos grises, serenos, que aún conservaban la chispa de una lejana juventud. Helen te miraba y te invadía una plácida sensación de sosiego. Helen habría sido la imagen ideal de un spot sobre infusiones herbales.

Helen se ocupaba de las flores. Era su parcelita, su hogar, su territorio. Un pequeño puesto, orientado a la entrada principal, lleno de pequeños cubos de plástico negro, con un agujero en la base, donde reposaban media docena de ramos. La variedad era considerable. Vistosos colores, aromas embriagadores, formas y texturas exóticas. Nombres imposibles. Al menos para este pobre guiri despistado. Yo, que a lo justo conocía las denominaciones de las principales flores en mi lengua materna. En inglés, me sacabas de Rose (“Rose St.”, la calle de los pubs), Daisy (“Paseando a Miss Daisy”, la película) y Heather (El brezo, la Flor de Escocia) y era un hombre perdido.

Aquel domingo, Helen hubo de ausentarse. Una llamada inesperada. Una hija en apuros. Una emergencia. La vida.

Aquel domingo, yo apatrullaba la zona de Produce, en solitario. A lo Torrente. Tan sólo me faltaban los cascos emitiendo, a todo decibelio, las coplas de El Fary. A mi cargo, toda aquella verdura, fruta, condimentos y plantas de colores.

Un hipermercado es un laberinto sin bicho, sin minotauro. Una gran catedral erigida en honor al dios más poderoso que jamás existió. El dios Consumismo. Un lugar abarrotado por miles de productos, a la espera del incauto que los adquiera a cambio de unas vulgares monedas.

Trabajar, de currito, en un hipermercado es una putada. Cualquier alma en pena, vagando por los innumerables pasillos, topa con tu figura, queda ciego por el brillo de tu uniforme, una lagrimilla corre por su temblorosa mejilla al admirar la leyenda sobre tu camiseta “I am here to help you!”  Y se lanza a tu cuello, creyéndote el guía hechicero que logrará llevarle hasta el producto divino de la muerte. En ese preciso instante, miras en derredor, buscando con desesperación a un compañero más preparado para entrar en combate, o quizás una trampilla en el suelo que conduzca a un pasadizo secreto, incluso sueñas con volatilizarte tras una misteriosa nube de humo, al más puro estilo de largometraje de terror barato, capa envolvente incluida. Mas, para tu desesperación, te dejaron más solo que al protagonista de un western al final de la peli.

Ante la imposibilidad de desaparición espontánea – no llegué a tal nivel de aprendiz de Harry Potter  ̶  bajo la mirada, enterrándola entre los tomates, con la esperanza de pasar desapercibido.

̶  ¿Oye tú, tenéis lait balbs? ̶  pregunta el tipo, en un escocés macarrónico.

La ordinariez, así como la falta de educación me producen sordera. He de hacérmelo mirar.

̶  Pardon? ̶  respondo preguntando. Hoy me siento un pouquiño gallego. Con más cuajo y educación que el supuesto caballero.

Pone cara de acelga hervida sin sal. Con tan sólo una palabra ya reconoce mi origen extranjero. No le gusta. La pasada noche quedó extasiado, tuvo un sueño húmedo con un tipo obeso, de rostro anaranjado, pelambrera amarilla canario y rostro de payaso bonachón. Sin saberlo, tuvo la primera premonición del futuro Brexit.

Repite la cuestión. Mismo tono. Desprecio incrementado un puntito, o dos.

Decido que ya estoy harto.

¡Que se vayan todos al carajo!

¡No soy un maldito uniforme con ojos y goloso mensaje sobre la espalda!

Vamos a jugar, un ratito.

Me dirijo a él en inglés, por supuesto.

̶  Disculpe mi ignorancia caballero. Ese artículo que solicita, ¿se trata de una verdura, una fruta, o quizás algún condimento?

El muchachote abre mucho los ojos, tanto como la boca. Lo que escucha y observa reafirma sus húmedas convicciones nocturnas. ¡Malditos foráneos! Sueña con levantar un muro enorme. Quizás con algún que otro nido de ametralladora. Sueña con referéndums excluyentes y tanques anfibios. Sueña con banderas que envuelvan su desnudez de troglodita, tapando sus vergüenzas que ante tales imágenes ya sienten complejo de mástil.

Tras quince minutos interminables de explicaciones, gesticulación y gotas de sudor, el hombre no es ni la sombra de lo que fue. Ardua labor explicar el concepto (que diría Pazos/Manquiña) al guiri analfabeto.

Me compadezco y guio a aquella alma cándida, doce pasillos más al norte, hasta la sección de Electricidad. Que digo yo, es donde debería haber buscado en primer lugar, una bombilla, en lugar de en el departamento de fruta y verdura. Un gruñido cumple la misión de agradecimiento.

̶  You´re welcome, sir!

Aquel domingo eterno.

Regreso a mi terreno. Apilo la montaña de plátanos.

Una señora con aspecto de Reina Madre, venida a menos, se aproxima. Su perfume de nombre caro, y copia barata, exhala problemas. Me llama con un gesto magno de la mano derecha. La gira a diestra y siniestra, con los dedos juntos hacia arriba. Tan sólo le faltan los guantes blancos, y el bolso sujeto sobre el otro antebrazo.

Me acerco. Qué desea, en qué puedo servirla a usted y a la Gran Bretaña, y todo eso. Me interroga sobre la existencia de un producto. Dicho producto está descatalogado de mi paupérrimo léxico anglosajón. Jorge, has de comerte el maldito diccionario. Me digo. Por la cercanía, deduzco que su majestad desea algún tipo de flor, o planta. El territorio de Helen está justo a la vuelta de la montaña de bananas. No tengo ni la más remota idea de lo que esta señora desea. Me animo, me doy vítores, venga chaval, has salido de otras peores. Le pido, con amabilidad de plebeyo cohibido, que tenga a bien describir un poco el vegetal buscado. Color, tamaño, textura, olor. Esas cosillas que tienen las flores.

Silencio.

Mirada torva.

Desprecio entre paréntesis.

Habla despacio, como cuando te diriges a una persona más o menos estúpida. O lela.  Trata de emular a los locutores de la BBC. Inglés estándar, impoluto, perfecto. No lo logra. Es una copia barata, como su collar de perlas y el perfume de frasco numerado.

̶  ¿Por favor, me podría atender alguien que hable inglés?

No especifica mi grado de ignorancia. No requiere la presencia de un compañero que hable “mejor” inglés. Para su satánica majestad (ruego mis disculpas a los Rolling) mi inglés no existe. Es puro espejismo. Hablo humo. Ella no puede escuchar humo.

Trato de no perder la sonrisa. Me obligo a conservar esa maldita sonrisa que tantas puertas me abrió. Sonrisa de cordero a la vista, lobuna interior.

̶  Of course, madam.

Aprovecho que Craig pasa a mi lado. Joven, alto, cresta rubia, mirada verde, sonrisa Profiden. Llamo su atención. Me dirijo a él en el único idioma que puede comprender. El del puto Shakespeare, quien no tiene culpa de mi frustración.

̶  Craig, hazme el favor, aquí esta señora desea ser atendida por alguien que hable inglés.

El muchacho me mira como si no entendiera. Sonríe. Sus ojos pícaros hacen chiribitas. No me extraña que por donde pisa este mocete no vuelva a crecer la hierba. No debe de hacer prisioneras, el cabrón. Pienso de forma absurda.

El bueno de Craig, al fin, comprende que no se trata de una confusión. Ni siquiera es una broma pesada. Claro, Jorge, responde azorado. Unas pequeñas rosas afloran en su rostro de adolescente. Le adoro el acto reflejo.

El chaval cumple su misión con profesionalidad y eficacia.

A los pocos minutos, la anécdota se extiende como una mancha de aceite. El viejo Donald se arrima. Abuelo bonachón. Me pregunta si estoy bien. Asiento, tratando de morder la tristeza. Entonces, el veterano colega me interroga acerca de los insultos y juramentos que poseemos en español. Le digo que son combinaciones innumerables. Muy escatológicas, que incluyen como depositarios desde el número diez, hasta nuestra propia madre, pasando por el mismísimo Dios.

La próxima vez que te venga una vieja chocha con esas maneras, concluye, dile en tu propio idioma: “F**k off, ye dirty old tea bag!!”

El gran Donald. Gracias, compañero.