No logro
recordar cómo lo descubrí. Tal vez explorando un día lluvioso. Quizás
recomendado por Esme, le hubiera pegado mucho. Otro de mis lugares favoritos.
Mi refugio, mi casita en el árbol, mi retiro espiritual. Un sitio escondido, de
aspecto desangelado – al menos durante el día ̶ siempre escaso de clientela, como si su puerta
negra de hierro forjado fuera invisible para la mayoría de transeúntes. Como si
traspasarla condujera a otra dimensión paralela, llena de paz, música ligera y
buen rollito.
Tal
escondite poseía un nombre curioso, exótico, de película de los años cincuenta.
The Congo Club. Hacía las veces de
cafetería, rincón de exposiciones, cibercafé y restaurante de menú barato,
durante la luz del día. Cuando las agujas del reloj cortaban la oscuridad,
aquello se convertía en la cueva del pirata, dando cobijo a lo mejorcito de
cada casa, a ritmo de esa música moderna e incomprensible para mí, a base de
tambores, timbales, platillos y castañuelas electrónicas, denominada por estos
lares R & B, para hacerse los interesantes. Conciertos en directo, fiestas
universitarias, karaokes improvisados y todo tipo de concursos embriagadores.
Accedías por
los bajos de un edificio viejo, cercano a la Universidad de Magisterio, al
borde de Hollyrood Road. Una entrada
en penumbra contribuía a la ilusión de cruzar terreno prohibido. Subías unos
escalones de piedra, franqueabas otra puerta y descubrías un lugar acogedor;
barra a la izquierda, tres ordenadores a la derecha (pantallas empotradas en la
pared, sus marcos acolchados por un hule amarillento y deslavado, teclados
duros, no aptos para escrupulosos, que conocieron tiempos mejores, taburetes altos,
media hora de conexión gratuita, sólo para consumidores), alguna mesa baja al
fondo, rodeada de sofás primeros colonos de lo vintage, una cercana sala diáfana en el ala derecha, anacrónica
bola de brillantes mini-cristales que cuelga del techo.
Confieso que
su rostro nocturno tardé en descubrirlo. La cara oculta de la Luna. Para mí tan
sólo funcionaba como lugar de relax y moderado entretenimiento. Café, internet,
camarera simpática y contacto con el más allá. Es decir, con España.
Eran otros
tiempos, suele decirse. Sin embargo, cada año transcurrido corrobora dicha
sentencia. Mi teléfono móvil, el pequeño Nokia azulado, con el na na ná de Kylie Minogue como tono de llamada,
carecía de conexión a internet, por tanto de mapas, aplicaciones de mensajería
instantánea y ligoteos varios, foros spaniardos, correo electrónico y un
largo etcétera, a diferencia de mi actual aparato.
Si deseaba
comunicarme con el más allá, España, debía llamar por teléfono o usar
ordenadores de la biblioteca pública o cibercafés.
Eran otros
tiempos. Disponía de una sola dirección de correo electrónico, en cuya bandeja
de entrada recibía un máximo de seis mensajes, acompañados por una decena de
misivas no deseadas, en la bandeja correspondiente. Así que no necesitabas
hacer espeleología entre cientos de correos para encontrar alguno que te
interesara.
Solía
practicar un juego mental, algo infantil, ingenuo. Ya me van conociendo.
Mientras caminaba hacia el Congo, trataba de averiguar cuántos emails tendría
en la bandeja de entrada. ¿Serían dos, tres, quizás cinco? O tal vez los
paréntesis encarcelarían un (1) solitario y triste, aunque siempre mejor que el
patético y frustrante (0). También me gustaba especular con los posibles
remitentes. Apostando conmigo mismo, seguro de ganar mediante la elección de
los sospechosos habituales: David, el incondicional número uno; Lucía, de vez
en cuando; Álvaro, nostalgia en párrafos levantinos; John, fotos divertidas; Familia,
todo bien, besos, cuídate mucho, un abrazo de papá; Erika, un suspiro de
sorpresa, un saltito del corazón, una sonrisa de añoranza.
Tras la
barra, Erin, irlandesa de libro de texto. Esbelta, pelirroja, ojos verdes.
Desborda simpatía, habla inglés cantando. Cada frase, una empinada cuesta ascendente.
La última sílaba acaricia el cielo.
̶
Good morning, babe! Un cappuccino con bien de espuma y
chocolate espolvoreado on the top ̶ dice. Una afirmación, disfrazada de pregunta.
̶ Aye, please
̶ respondo, consiguiendo una
sonrisa por el mismo precio.
Confieso que caí en la tentación. Tan
sólo fue una vez. Acudí a una de aquellas fiestas nocturnas, llenas de
universitarios trasnochados, mochileros australianos con el sempiterno “awsome!” en boca, ociosos chavales del
vecindario y algún que otro barriobajero de Leith voluntariamente extraviado.
Música de escándalo, luces de colores, bailes extasiados, botellín de agua en
mano. Piedras centenarias, aislamiento sonoro con solera.
Erin, parapetada tras su puesto de
francotiradora, rebosa entusiasmo, intercambia palabras a bocajarro con un
cliente con derechos. Su mirada, la postura, el espacio que trata de guardar la
barra con poco éxito. Su elevado volumen de voz pelea con los grandes altavoces.
Los vocablos ganan velocidad, beodos de ilusión efervescente.
Repara en mi presencia.
̶ Hey,
you! ̶ exclama, a modo de saludo.
El cliente con derechos fija su mirada
en mi dirección, curioso, más que preocupado; seguro de sí mismo. Con esa
tranquilidad que confiere saber que pisas tierra firme.
̶ Look
honey, this is Jorge, my f***ing best customer ever! ̶ proclama exaltada, a modo de presentación,
otorgándome el título al Mejor Cliente de Todos los Tiempos, rubricado con
juramento para mayor inri.
Tras reflexionar, concluyo que
prefiero la versión diurna. El café lechoso, en lugar de la pinta tibia. La
música chill out, por encima del chunda chunda. Los tres clientes
contados, en vez de la multitud bailonga e idiotizada.
Una semana más tarde.
Cruzo la pesada puerta de hierro. Subo
los desgastados escalones. Huele a humedad y lejía. Un ordenador ocupado por un
chico un tanto desaliñado, sus orejas ocultas bajo unos auriculares
mastodónticos. Las otras dos pantallas muestran las casillas de inicio, ambas
banquetas libres. Erin debe de tener día off.
El camarero algo serio, pero educado, sonríe tan sólo con los labios, tratando
de sustituir la amable presencia de la muchacha celta. Fracaso estrepitoso.
Al fondo, sentada en uno de los
butacones, frente a la mesa de té, una mujer degusta algún tipo de brebaje
herbal que humea en una taza alta, algo descascarillada. Luce un vestido de
verano, salpicado de flores, sandalias de cuña blanda. Su cabello, largo,
pajizo, forma dos estrechas trenzas que enmarcan su rostro. Junto a ella, un
pastor alemán acompañado de una niña de apenas cinco años. Es rubia, de ojos
azules, preciosa, con cara de diablillo angelical. Lanza órdenes, a diestro y
siniestro, agarrando por el collar al perro, empujando su lomo, posando su
manita sobre la nariz húmeda del animal. El fiel can se deja hacer, con esa
paciencia del mejor amigo. Observo la escena, desde la distancia, de soslayo,
con curiosidad conmovedora. Esa dichosa chiquilla trae recuerdos no
solicitados, veo a mi sobrinita haciendo lo propio con su bondadoso dálmata.
Sin yo saberlo, el futuro pondrá nombre a esta pequeña escocesa, quien un día
endulzará con lágrimas derramadas una tarta de despedida.
El Congo Club, mi refugio, mi casita
en el árbol, mi asueto.