lunes, 28 de enero de 2019

F98 - De sustos, tiramisú y confidencias (enero 2005)


Los últimos días de enero la nieve cedió su cetro a la lluvia. Una lluvia constante, con paciencia, sin prisa. Un eterno sirimiri que calaba tus huesos y empapaba el alma. Las calles de Edimburgo, envueltas en una bruma húmeda y gris, se mostraban más desapacibles que nunca, y a su vez más misteriosas, románticas y atrayentes.

Cristina y yo no acostumbrábamos mucho a salir en esas tardes que eran noches. Mejor optábamos por apretujarnos en el sofá, suave manta sobre nuestras rodillas, cálidas tazas de café en nuestras manos. Absortos ante la pequeña televisión, en el sofá del living, contemplando las bravuconadas, poses chulescas y frases lapidarias del gran Horacio, en si-es-ai, el CSI de toda la vida, o viejas y horribles películas donde el bueno de Steven Seagal se liaba a mamporros, dejando a doce o veinte pobres hombres malheridos, y a continuación pronunciaba su monólogo en favor de la paz mundial, los indios aborígenes y el buen rollito, provocando nuestras incontenibles carcajadas. Todo ello en el idioma de Shakespeare, con los consiguientes subtítulos que nos echaban un cable cuando nuestras cansadas neuronas encendían el piloto rojo de emergencia. Incluso quedábamos abismados, tratando de averiguar quién era esta vez el vil asesino que había dado matarile a la víctima de turno, sin salir de un salón de té, en presencia de una docena de personas, aprovechando los diez segundos que duró un misterioso apagón de luz. Nos mirábamos a los ojos, abiertos de par en par, y libreta y lápiz en mano nos lanzábamos a resolver el misterio con la intención de adelantarnos a la Señorita Fletcher. Ante lo complicado de la tarea y ya rendidos, Cris concluía el ejercicio con otra de sus frases y su cantarín tono montañés:

̶   ¡Pero bueno, esta dulce señora no cae en la cuenta de que allá donde va se muere alguien alrededor? ̶  , y regresaban las risas, los lapiceros caían al suelo y el canal cambiaba de número.

Mas no siempre nos recluíamos de aquella manera. Hubo tardes, como en la ocasión que voy a referir, en las que nos acicalábamos ante el espejo, vestíamos nuestras mejores ropas, nos ungíamos con potingues de guerra, lápiz de ojos y carmín, ella;  yo gomina y colonia barata, y acudíamos a fiestas, cenas, pelis, orgías  ̶ platónicas ̶  bailes, o bombardeos.

̶  Jorge, ¿tienes plan para el viernes? Celia nos ha invitado a cenar en su casa ̶  me dijo a principio de semana.

Celia era una amiga en común, pero con Cris compartía la procedencia de sus parejas, ambos eran rusos, aunque el mozo de mi compañera de piso residía en su país. Inmigrante veterana, camarera de garito nocturno, Celia empeñaba sus ratos libres en la búsqueda de un empleo estable, digno, que le permitiese dejar la barra del bar para siempre, o al menos pasarse al otro lado y limitarse a pedir copas y bebérselas. Natural de Tarragona, se instaló en Edimburgo tras probar suerte primero en una pequeña localidad del sur de Inglaterra, donde tan sólo encontró clientes rapados, obesos y tatuados, gritándole obscenidades entre consumición y consumición, e inglesitas chonis igual de maleducadas que sus hombretones, o peor, luciendo vestiditos de verano en lo más crudo del invierno, combatiendo la hipotermia a base de alcohol, en un continuo concurso de a ver quién muestra más piel blancuzca por centímetro cuadrado. Hasta que una noche, su príncipe azul aparcó en doble fila su caballo blanco, entró en aquel antro empujando con fuerza las puertas batientes, la sacó en volandas de detrás de aquella infame barra y, con una sonrisa Profidén, le dijo ojoss nekros teness, en un español, áspero y duro, aprendido en una academia  en su originaria San Petersburgo. Akim, un mocetón rubio de ojos azules, metro ochenta y cinco y espaldas de nadador de travesía.

            Celia levitaba en su sueño, compartiendo con su Boris una pequeña buhardilla en Stenhouse, aunque continuase sirviendo pintas, shots de vodka y cubatas azules y amarillos, prefabricados y en botella.

            Aquel vienes, Celia deseaba presentar en sociedad a su Iván Drago particular. Así que organizó una cena casera, a base de picoteo ibérico, espagueti a la boloñesa, vino de Rioja y tiramisú de la línea delicatessen del Asda. Compartiríamos mesa un total de seis personas, la pareja anfitriona, dos chicas escocesas a las cuales conocía de vista de otras celebraciones  ̶ durante las que no se me escaparon sus continuos arrumacos y carantoñas ̶  y nosotros dos.

Caminábamos apresurados por la acera que ascendía por Morrison Street, pasando el Haymarket Pub. Era estrecha, con un alto muro bordeando su lado derecho. Íbamos con algo de retraso porque nos habíamos entretenido en exceso con nuestros ungüentos y vestimentas. Apenas lloviznaba ya, pero la calle y la acera conservaban una capa de agua. Por delante de nosotros, a escasos cincuenta metros, andaba otra pareja, cogidos del brazo, cobijándose bajo un amplio paraguas de un rojo intenso, salteado de corazones amarillos.

Un ruido fortísimo nos detuvo en seco. Encogidos, en posición defensiva.

Un rugido ensordecedor, acompañado de otro sonido de fricción. Un coche a toda velocidad trataba de girar hacia la derecha, procedente del semáforo de Torphichen Place, a la altura del Diane´s Pool Hall. Lo habría atravesado en ámbar, a punto de cambiar, o quizás ya en rojo. Era un BMW deportivo, negro como la noche, aunque sólo alcanzamos a ver sus faros delanteros. El motor rugiendo, con la aguja del cuentarevoluciones en un ángulo imposible. Los neumáticos derrapando, incapaces de adherirse al asfalto mojado.

Un golpe sordo. Un grito.

El vehículo no logró completar la cerrada curva. Sus ruedas brincaron, invadiendo la acera. Nuestra acera. Vimos saltar hacia un lado a la pareja que nos precedía. El BMW regresó a la calzada. Quedó parado. Cruzado en la mitad de ambos carriles. La rueda delantera izquierda reventada, extrañamente doblada. El capó dejaba escapar un humo blanquecino.

Corrimos hacia ellos, hacia nuestros compañeros de acera.

̶  Are you ok?

Temblaban como cachorros abandonados. Se abrazaban junto a la pared. Ella lloraba sin consuelo, todavía asustada, sabiéndose afortunada. Él trataba de darle consuelo, a modo de susurros, caricias y besos. Sí, estaban bien. No llegó a rozarles. Tan sólo el susto, el momento helador, su vida reproducida a cámara rápida en la mini-pantalla de sus cerebros.

̶  We´re just married  ̶  dijo ella, todavía tiritando, con voz temblorosa y acento irlandés, a duras penas sonriendo, mirándonos con la dulzura que aporta la ilusión todavía sin mancha, virgen, pura.

̶  Congratulations! ̶  respondimos, algo confusos, al unísono, yo rocé su antebrazo, a modo de consuelo por el susto, enhorabuena por el grato anuncio, y despedida.

El sonido de las sirenas nos aportó tranquilidad y cierto sosiego. Los tres chavales, muy jóvenes, que ocupaban el coche, salían de él, cabizbajos, resignados, sin ninguna intención de huír. Sabedores de que la noche había echado la persiana para ellos.

Ya alrededor de la mesa, a los postres, decidimos animar la reunión, secuestrada en gran parte por nuestra tensa experiencia previa , relatando anécdotas divertidas, confidencias misteriosas, avistamientos OVNI. Vamos, cualquier cosa. Conversábamos en inglés, pues las chicas escocesas no conocían otro idioma. Entonces, Akim, con la carga ya algo ladeada, debido a los numerosos chupitos de vodka con los que había acompañado el postre italiano, contó como hace unas semanas, en un pub de Leith, acodado en la barra con su pinta de cerveza, entabló conversación con un chico muy simpático y hablador, poseedor de un fuerte acento de Fife, el cual, en un momento dado, le pidió amablemente un beso en los labios.

̶  ¿Cómo que te pidió un beso en la boca? ¿No se lo darías?  ̶  le interrumpió Celia, con un gesto en su rostro, más mueca que sonrisa. Temiendo, agorera, la respuesta.

̶  Sí, claro  ̶  se limitó a decir él. Mirándola, entre preocupado y extrañado. Temiendo el futuro inmediato. El regreso al hogar compartido.
Todos quedamos en silencio. Las cucharillas de postre a medio camino de nuestras bocas. Miradas encontradas, ojos muy abiertos. Cris y yo, de soslayo, con asombro e incredulidad: ¿has entendido lo mismo que yo?, la misma pregunta, por ambos gritada, sin palabras. Las chavalas escocesas, cómplices, divertidas, encariñadas.

̶  ¡Ya hablaremos, tú y yo, en casa!  ̶  zanjó la catalana, algo azorada.

Y supimos que la velada llegaba a su fin. El telón, en ausencia de aplausos, al suelo bajaba. El melodrama continuaría en el interior de una pequeña buhardilla, en una apacible calle de Stenhouse.

lunes, 21 de enero de 2019

F97 - Tras la alfombra roja (enero 2005)


Supongo que a todos nos sucede. Existen fechas, o años concretos, que se graban en lo más profundo de nuestra memoria. Tatuajes virtuales, invisibles e indelebles. El dos mil cinco se convirtió en uno de mis tattoos mentales. Dos mil cinco, el año que toque el cielo. Dos mil cinco, el año que caí al pozo del infierno. Dos mil cinco, Erika apareció en mi vida, arrojando todos los muebles de mi atolondrada cabeza por la ventana. Dos mil cinco, el último año completo que contemplarían los ojos de mi padre. Mi último sustento, mi último apoyo en este mundo tan emperrado en mostrarnos sus dientes, en apestarnos con su fétido aliento, ya seamos fuertes o débiles; estemos preparados o despistados; portemos lanza y escudo o ramo de flores en mano desnuda.

Mas no adelantemos en exceso la narración de los acontecimientos. Tan sólo habíamos rasgado el envoltorio del primer mes, ignorando lo que el lejano verano traería en forma de verdes ojos, sonrisas limpias y castellano con exótico acento. Sin modo de saber que en el ventoso noviembre observaría por el retrovisor de mi coche, por última vez, la figura paterna, con su eterna sonrisa, alzando con tristeza su mano diestra, a modo de enésima despedida, bajo el umbral de su vieja casona, orgulloso del hijo distanciado y, por fin, bien acompañado, ignorando, como todos, el fin tan próximo de su propia travesía, y el fin obvio de mi pequeña historia con aquella neozelandesa, de dulce voz, alma española y nombre vikingo.

Enero continuó envuelto en la blancura de las constantes nevadas. Bello y frío, soleado y oscuro. Esperanzador y, a su vez, repleto de incógnitas. ¿Encontraría un puesto de trabajo? ¿Podría afrontar el próximo pago del alquiler? ¿Hallaría a mi princesa adormilada? ¿Regresaría a mi querida, y a veces odiada, España, mirando al suelo, humillado, entregado, suplicando un trabajo en la fría y anodina ETT?

Haciendo caso del consejo de Cris, seguía aplicando a todo lo que se movía. Ya no le hacía ascos a ningún puesto, lugar, ni actividad. Lo mismo solicitaba trabajo para la monótona y aburrida tarea de introducir datos en las computadoras de un banco, como postulaba a una plaza de animador de eventos, a bordo de un crucero por el Mediterráneo. Incluso en una ocasión, gracias al bueno de Koldo, participé en una tarea curiosa, entretenida y bien remunerada: la cata de cerveza. Tras dos horas sentado en un banco corrido, dando sorbitos a diferentes y opacos recipientes, tratando de averiguar el color, describir el aroma, catalogar la textura de aquellos invisibles líquidos, salí al frío de la calle, algo más caliente, cincuenta libras más rico y entonando a pleno pulmón el Asturias Patria Querida, atrayendo miradas llenas de curiosidad, temor y envidia.

Al día siguiente desperté algo confuso y resacoso. Me vestí con parsimonia, tratando de mantener el equilibrio al ponerme los pantalones y no romperme la crisma. Temeroso de haber soñado mi extraña experiencia de la víspera, palpé los bolsillos de mis viejos vaqueros. Sí, en efecto allí continuaban, arrugados y añejos, dos billetes lilas de veinte libras junto a un tercero de diez. Sin embargo, algo más llamó mi atención en mi auto-cacheo. Se trataba de un recorte de periódico. Un anuncio. En negrita, Se buscan figurantes para serie televisiva. Leí las pocas líneas explicativas varias veces, aún aletargado y espeso. Al fin, mi rostro fue transformándose, la perezosa sonrisa se puso las pilas asomando, primero con timidez, luego altiva, transmitiendo el mensaje a mis ojos, que brillaron ufanos, soñadores. Eso es, al fin encontré mi vocación. ¡Sería actor! ¡Antonio Banderas, prepárate, aficionado! ¡Jolibúd, allá voy! Cogí el móvil, que descansaba sobre la mesita de noche, y marqué aquel número que apenas me separaba de los Estados Unidos, la alfombra roja, los Oscars, Penélope Cruz y Julia Roberts.

Acudí a la prueba de casting que tenía lugar en un elegante hotel de Lothian Road. Llegué con puntualidad británica. Ya puesto en el papel del próximo agente 007, “Ariz, me llamo Jorge Ariz”. Tras unos largos minutos de nervios y espera una bella y simpática azafata me indicó que era mi turno. Entré en la pequeña sala con paso decidido, tratando de enterrar mis miedos y vergüenzas. Un ligero temblor de labios amenazaba la integridad de mi potencial sonrisa. Siguiendo las instrucciones de un tipo algo serio me coloqué delante de una pequeña cámara digital, sobre un enclenque trípode. Dije mi nombre, edad, procedencia y contesté a un pequeño cuestionario. Con premura, el tipo serio me dio las gracias, señaló la otra puerta y gruñó un Next! en dirección a la simpática azafata.

No me llamaron.

Mi castillo de naipes jolibudiense se derrumbó. La tinaja de leche cayó al suelo, haciéndose añicos. No logré cazar el oso, y tuve que devolver el adelanto cobrado por la venta de su piel, a Corteinfiel. Bueno, ustedes ya me entienden. Mi gozo en un pozo.

Muchos años más tarde, ya en territorio patrio, surgió otro casting de figurantes, al que estuve tentado de acudir, debido a la admiración y nostalgia que producía en mí aquel título: El Guardián Invisible, mas para mi desgracia tuve que renunciar pues me encontraba en una difícil situación, tratando de encontrar mi lugar y sustento tras el reciente retorno de tierras escocesas. O tal vez no me atreví. No osé invocar a viejos fantasmas del pasado, de mi temprana adolescencia. O quizás, al contrario, no quise regresar a donde también fui feliz. A aquel pueblo, Elizondo, de correrías de fin de semana y palmeras de chocolate. Al cercano colegio de estrictos, pero justos padres capuchinos. A otra edad, otra vida.

Sin embargo, recientemente pude sacarme la espinita que tenía clavada. Un tercer casting de extras para una película basada en otro libro, otra trilogía. Al fin logré vivir la experiencia tras las cámaras. Los nervios tras el grito del ayudante de dirección: “¡Luces, cámara, acción!”, que en realidad era: “¡Vuelta a primera, acción figuración!”, una y otra vez, hasta que la escena quedaba perfecta. Allá estaba yo, entre actores famosos, robándole plano a Javier Rey, enfundado en mi impecable uniforme de la Ertzaintza, aguantando a un metro de distancia, la azul mirada de la mismísima Belén Rueda. Vigilando, junto a los muros de la cárcel , a una pequeña turba de escandalosos manifestantes, entre los cuales se escondía una en particular, que me sustrajo el sueño, secuestró mi tiempo y mató mi rutina. Allá estuve yo, tratando de resolver los terribles crímenes ocultos tras El Silencio de la Ciudad Blanca.


lunes, 14 de enero de 2019

F96 - La Blanca Dama (diciembre 2004)


             La primera nevada del año se hizo esperar. Diciembre ya agonizaba, pidiendo a gritos su relevo en el agotado calendario. Copos como boinas, que dicen en mi pueblo, caían con parsimonia, planeando, flotando ingrávidos, sabiéndose dueños del tiempo, infatigables en su maravillosa tarea de colorear de blanco árboles, carreteras, coches, casas, almas, ilusiones y sueños.

            Cristina y yo aprovechamos la ocasión para inmortalizar nuestro abrazo, en una de las amplias aceras de Princess Steet, a una prudente distancia de las salpicaduras de los gigantescos autobuses, que convertían en realidad de barro esa efímera sábana blanca. A nuestra espalda el imponente y majestuoso castillo, tras una blanquecina neblina, sobre la oscura y escarpada roca, siempre vigía, siempre alerta ante la sigilosa presencia del posible enemigo.

            El frío es paralizante. Gorros, guantes, bufandas, botas y largos abrigos. Nuestras sonrisas congeladas para la posteridad, el brillo de nuestros ojos, reflejo de aquella infantil alegría bajo el incansable descenso de los lentos e hipnóticos copos. Nuestras miradas fijas en el objetivo, en manos extrañas, miradas ingenuas y confiadas, al tiempo que nerviosas y temerosas de contemplar por última vez la pequeña cámara digital, auténtico tesoro en aquellos tiempos en los cuales los teléfonos móviles tan sólo eran teléfonos.

            La tonadilla del mío propio rompe la magia del momento. Kylie Minogue nananéa su  Can´t get you out of my head, desde el pequeño Nokia azul cielo.

            ̶  Hello?
            ̶  Hola guapo. Soy Vera, te invito a comer.

            Vera, treintañera, mallorquina, simpática y dulce como una ensaimada. Vera es íntima amiga de Cristina. Compañeras de batallas, trabajos y aventuras. Poseedoras de esa complicidad curtida entre inmigrantes, que han peleado codo con codo la dureza del día a día, la rutina apisonadora de sueños, el frío, los madrugones y las lágrimas. Vera estuvo enferma hace unas pocas semanas. Una gripe de esas que paralizan. Que golpean tu cuerpo con la fuerza y el afán del boxeador experimentado. Que dejan cada uno de tus músculos para el arrastre, tu cabeza firmando armisticio rendida al dolor, y la fiebre tomando plaza permanente sin visos de abandono ni rendición. Cristina me pidió uno de esos favores que no es necesario ser pedido. Entre amigos, entre compañeros de fatigas, entre soldados en territorio comanche. Me solicitó mi permiso para acoger unos días a su amiga, tan débil que no se valía por sí misma, y se daba la casualidad de que sus compañeros de piso disfrutaban de las vacaciones navideñas allá con los suyos, en sus respectivos países. Cuidamos de Vera como en su día Cris y Marta cuidaron de mí, cuando aquel virus hospitalario me doblegó de rodillas, arrastrándome por mi particular milla verde, mi milla color melocotón, cuando convivía con la pequeña y maliciosa australiana. Ahora Vera deseaba recompensarme convidándome a un lunch en el restaurante donde servían los mejores nachos de todo Edimburgo.

            ̶  ¿Conoces el Blue Moon, en Broughton Street? ̶  dijo, con una sonrisa que se adivinaba tras el teléfono.
            ̶  No, pero me fío de tu buen gusto.
            ̶  El caso es que eeh…
            ̶  Va, suéltalo. ¿Qué pasa?
            ̶  Es un sitio gay, en el triángulo rosa de la ciudad… ¿Te importa?
            ̶  La duda ofende, Vera. Soy un tipo moderno, urbanita e inmigrante  ̶  afirmo, tratando de que mi voz no traicionara mi pensamiento pueblerino: ¡Un bar gay! Recordando la absurda desazón que me invadió la primera vez que unas amigas me llevaron a un garito de este tipo en el madrileño Chueca, allá por el pleistoceno, ellas tan rústicas como yo mismo, escandalizadas, sonrojadas y bulliciosas, como en una película barata, de director de barrio con ínfulas de grandeza, cual un principiante Almodóvar. Jorge, has de abrir el melón que tienes por mente. Me reprocho en silencio.

            La comida resultó espectacular. Al menos todo lo espectacular que pueden mostrarse unos nachos con carne, queso, salsa guacamole y rodajas de jalapeños crudos. Todo ello regado con un par de pintas de cerveza belga, fría y espumosa, como recién importada del tan cercano y lejano continente. Los camareros, de una amabilidad radiante. Todo fueron sonrisas y buenas maneras. El establecimiento acogedor, con sus velitas, su música tranquila de fondo, sus parejitas de todos los palos de la baraja, sus mantelitos adornados con motivos navideños y sus lavabos con olor a vainilla y pequeñas cestas, sobre una mesita a la entrada, repletas de preservativos de todos los colores, marcas, tamaños y sabores.

            La oscuridad nos recibe seria y gélida a nuestra salida. A pesar de que a penas son las cuatro de la tarde. Ya noche cerrada. Noche invernal en Edimburgo. El blanco de la nieve, ya dura, refleja el tono anaranjado de las farolas. Caminamos despacio, charlando, sonriendo al recordar nuestra peculiar velada. Vera habla, yo escucho. Subimos la empinada cuesta de Broughton Street y giramos a la derecha, cruzando el doble semáforo frente a uno de los iconos entre todos los pubs de la capital, el Conan Doyle. Enfilamos York Place, a continuación Queen Street y descendemos por una calle perpendicular hacia George Street, agarrados del brazo, más por combatir el frío que por costumbre. Al pasar junto al Temple, lo observo de soslayo con aprehensión, vergüenza y rencor. No escupo al suelo por la presencia de una señorita, y porque nunca fui machote de juramento contra Dios, escupitajo y toque de huevos. Casi al final de la calle, giramos a la izquierda y bordeamos la Charlotte Square. No hay demasiada gente. Deben de estar todos en las mil y una tiendas de Princess Street, comprando y comprando, como si no hubiera un mañana. Navidad, dulce Navidad, Navidad, visa Navidad. Andamos distraídos, ahora más sonriendo que charlando. Cansados ya del nocturno paseo.

            Entonces lo vemos.

            Es un bulto sobre la acera. Un bulto grande. Al principio pienso que se trata de algún paquete enorme, o unas cajas de cartón desparramadas. Mas a medida que nos acercamos nos damos cuenta de lo que es. Se trata de una persona. Un hombre tirado en medio de la acera, junto a la verja negra, con sus afilados pinchos de metal. Se encuentra cerca de los Servicios Públicos del pequeño parque, dentro de la plaza. Unos servicios negros, herméticos, de aspecto moderno y limpio, al menos todo lo limpio que pueden mostrarse este tipo de baños.

            No se mueve.

            El tipo está completamente inmóvil. Tumbado boca arriba. Nos acercamos a la carrera. En seguida, Vera se acuclilla. Le coge la muñeca, parece tomarle el pulso. Le da pequeños golpes en la mejilla. Rostro blanquecino, con tintes azulados. Párpados cerrados. No responde. No reacciona. Yo tan sólo observo, de pie. Sin palabras.

            ̶  Are you ok, sir? Can you hear me, sir?  ̶   Vera repite las frases, y el golpeteo de mejillas en varias ocasiones. Recuerdo su acento británico, profesional, la ese larga y la erre potente sseerr. Me sorprendo, absurdo, admirando su fonética, su pronunciación.

            Vera se levanta, móvil en mano y marca el 999, número de emergencias. Resume la situación a la voz que le interroga al otro lado de la línea. Hombre, mediana edad, bien vestido, inconsciente, sí, tiene pulso. Ojos cerrados. No reacciona.

            Al momento llega el paramédico. Viene a lomos de una poderosa moto blanca, con la luz azul tiñendo con su tono la blanca nieve alrededor. El médico es la avanzadilla que suelen usar en casos de emergencia. Rápido, eficiente, profesional. Primera evaluación del herido, primeros auxilios. Más tarde traerán la ambulancia grande, medicalizada.

            Es un uniformado alto, fuerte, ronda los cincuenta. Erguido, tras haber comprobado el estado de la víctima, con su casco blanco todavía puesto, el visor levantado. Nos interroga. Datos básicos. Un atestado mínimo. Nos agradece la llamada, el gesto, la humanidad, la diligencia.  Ante nuestra pregunta, dirigida con pocas palabras y mucho respeto. Nos mira, serio, calculando cuanto puede o debe decir. Profesional pero humano.

            ̶  Sobredosis. Heroína. Si no es por su llamada, tal vez…

            Nos miramos, Vera y yo, cariacontecidos, tristes y alegres al mismo tiempo.
            Heroína. Aquí continúan en los ochenta con la dama blanca. Heroína, tan doña, tan puta.