Hoy tengo
una cita. La Cita.
He pasado
las dos últimas semanas mirando el calendario. Cada noche rotulaba un aspa
sobre el número yacente. Cada cruz marcada, un puñado de nervios acumulados. Catorce días desde que supe la fecha: 27 de octubre de 2006. Catorce días, y
quinientas noches en vela, como recitaría el gran Sabina.
¿Qué me
pongo? ¿Qué viste uno para un encuentro de este calibre? Me siento como una
adolescente protagonista de una película, mezcla entre palomiteril yanqui y tragicomedia almodovariana, al borde de un ataque de nervios eligiendo vestido
para el baile de fin de curso. ¿Me disfrazo, en plan chaqueta, corbata y
zapatos relucientes? ¿O mejor soy yo mismo, consejo universal e inútil para las
citas a ciegas? Aunque no es así del todo. Yo conozco su aspecto, su edad, su
voz, el lugar donde reside, incluso algún detalle de su vida privada. Mas la
otra parte lo ignora todo de mí. Soy un ser anónimo, un soñador, un susurro
enigmático entre líneas, un fantasma que flota, un soldado con vocación de poeta,
cosido a cicatrices y complejos, un Cyrano de Bergerac.
¡Qué
nervios! Todavía no lo creo.
Llego
temprano. Quizás demasiado pronto. Sabía la ubicación exacta del lugar. Es un
modesto local situado cerca de la estación de tren Waverley. A pesar de conocer
la dirección, hace dos días me acerqué para inspeccionar la zona. Así no
encontraría ninguna sorpresa: una puerta en desuso, un cambio repentino de
domicilio, el bloque engullido por un repentino socavón en el suelo.
Todo está
estudiado. Nada puede fallar.
Son las 9:30
de la mañana. Es viernes. Todavía he de esperar media hora más. Dedico unos
minutos a pasear alrededor del moderno edificio. Desconozco si mi cita habrá
llegado ya. Quizás esté oculta, observando, comprobando; tal vez su curiosidad
iguale la mía.
El reloj no
avanza. Tal vez me hallo en un sueño de esos extraños, pero en lugar de tratar
de correr y no avanzar un metro, en mi particular pesadilla los numeritos de la
pantalla del móvil se niegan a cambiar al ritmo habitual.
Cansado de
esperar, llamo a la puerta del establecimiento. Golpeo con firmeza el cristal
un par de veces. Tras unos segundos, una señora de mediana edad se acerca. Cabello
rizado en busca de un peine, guardapolvo de trabajo con solapas sembradas de
numerosas e incongruentes chapitas y pins ochenteros. Se asoma, tras abrir un
palmo. Todavía está cerrado, dice, señalando el consiguiente cartel que reza “CLOSED”, el rostro divertido, sus ojos
chispeantes y húmedos. Como si gozara con mi angustia. La muy.
Tras la
enésima ronda, sin alejarme en exceso, retorno. Observo a otra señora
esperando. No se mueve de la puerta acristalada. Parece mayor, quizás tan sólo
trata de recuperar el resuello antes de continuar su paseo matinal. ¡Maldita
sea! Debiera ser yo quien entrase en primer lugar. ¡Tengo una cita, señora!
Llevo
conmigo la pequeña mochila. Es fiel, casi siempre me acompaña. En su interior,
una cámara digital de fotos. Nunca se sabe, tal vez mi cita esté por la labor y
deje que la retrate. Junto a ella, un libro que huele a papel, tinta y
pegamento. El Libro. También leal camarada.
Dan las 10
de la mañana.
Entro en la tienda,
al fondo hay una cafetería de casa de muñecas. Supongo que allí será el lugar
de encuentro. Ese minúsculo detalle ha quedado en el aire. Sigo a la señora,
que se empeña en caminar delante de mí, como si tuviera prisa, dejando claro
que ella traspasó primero la entrada, lanzando miraditas de reojo, a falta de
retrovisor, para comprobar que no le adelanto.
Por fin logro
divisar su figura. Al final del pasillo, junto a una mampara de aspecto frágil
que parece dividir el recinto en dos.
Me acerco,
más nervioso a cada paso.
No sé cómo
actuar. Allí de pie, frente a una mesa grande. Me tiemblan las rodillas.
Transpiro por cada milímetro de piel. Froto la palma de mi mano en los
vaqueros.
Digo buenos
días, por decir algo. Me siento observado. Casi escrutado. Escucho el saludo de
vuelta. La voz es amable, diría que se alegra de mi presencia.
Me vengo
arriba.
—I like your novels! —
el tono de voz se me fue ligeramente alto, rozando el larguero. Suena casi a
exabrupto de perturbado. Espero que no salga corriendo.
Silencio por
respuesta. Sonríe, ladea un poco su rostro. Sus ojos vivaces taladran los míos.
Estupendo, Jorge, tras cuatro años de residencia, estudio, trabajo; de aspirar
el inglés a través de cada poro de tu cuerpo, has soltado una frase de primero
de parvulitos a toda una eminencia de
la literatura contemporánea escocesa. Sólo te faltó decir “libros”, en lugar de
“novelas”.
—… a lot. —añado,
queriendo apuntalar el desastre.
Una risa
llega a mis oídos. Es limpia, franca, pero no llega a carcajada. Sólo es un ‘chuckle’, en su pura definición. No
hallo el equivalente castellano concentrado en un solo vocablo.
—I hope so, pal. —responde.
Eso dijo. O
quizás, eso soñé que dijo, a menos de un metro de distancia, tras un pupitre de
niño grande, repleto de novelas azuladas. Eso contestó, Ian Rankin, buscando mis ojos, mientras abría el libro,
estilográfica en mano.
Hubiera
deseado sentarme a su vera y charlar con él, discutir la evolución de sus
personajes, contarle cuándo y cómo descubrí al inspector Rebus, de qué forma me
enamoré de su discípula Siobahn Clarke, confesarle mi atracción malsana por el
archienemigo de John, ese magnífico “Big Ger” Cafferty. Hubiese donado mis ahorros
a British Heart Foundation a cambio
de ser capaz de agradecerle los ratos disfrutados, de gritarle un thanks enorme por mostrar ante mí el
lado oscuro de Edimburgo, los monstruos tras la penumbra, agazapados bajo la
superficie impoluta y relumbrante que fotografían visitantes y turistas. Me
habría gustado decirle tantas otras cosas. Que descubriera mi admiración, el nerviosismo
estúpido ante su persona, la envidia sana que genera dentro de mi alma de
escritor frustrado, producto de esa capacidad suya para crear una atmósfera tan
real sobre simples hojas de papel, tan palpable que provoca en mí anhelos de llamar
al timbre del Nº 17 de Arden Street,
buscando al policía gruñón, para que se pague un par de pintas de IPA, en el
viejo pub Oxford.
Todo esto
ebulló dentro de mi cabeza durante dos semanas. Durante cuatro años. Y le
disparo a bocajarro una frase de primaria. I
like your novels. Creerá verse ante
un tipo grandote al que le faltan un par de veranos y una primavera. ¡Genial,
Jorge!
Sin embargo,
tal vez haya sido lo mejor. Se me escapa la pronunciación exacta del apellido,
“Rebus”. ¿Y si no me hubiera entendido? Tierra trágame. Por no hablar del
nombre de pila de mi querida Clarke. ¡Qué manía la de estos herejes celtas!
Escriben: S-i-o-b-a-h-n, y después leen: “Shefán”,
o algo similar.
Un rápido
vistazo en derredor. La fila de admiradores llega hasta la sección de
papelería. Una hilera homenaje a la diversidad: edad, sexo, raza, religión. Un
elemento los une, sin embargo, todos portan el último título de la saga policiaca:
“The
Naming of the Dead”.
Salgo a la
calle alborozado. Chispea y el cielo puso la capota, mas no me importa. Mis
pies levitan sobre los charcos. Bolsa al hombro. Dentro, mi ejemplar con una
dedicatoria especial. Junto a él, una fotografía todavía en las entrañas
digitales de la cámara.
La Foto.
En un rincón
de la librería WHSmith. La fealdad
de la puerta gris del trasfondo no estropea la belleza de la instantánea. Una
belleza sentimental. Sentado detrás del gran escritorio, Ian Rankin con sonrisa
pícara, como si adivinara lo que supone la foto para su acompañante. Para mi yo
pasado. Aquel joven con chaqueta de yayo, que decía la buena de Cris. Aro
plateado en la oreja, collar de cuentas de madera, ojos con sombra de cansancio
y el rostro henchido de admiración. Ligeramente encorvado, temeroso de robar
plano al maestro, la vista fija en el objetivo, tratando de vislumbrar por un
agujerito el futuro incierto, observando curioso a mi yo presente.