domingo, 25 de abril de 2021

F169 - Susurros entre líneas (octubre 2006)

 

Hoy tengo una cita. La Cita.

He pasado las dos últimas semanas mirando el calendario. Cada noche rotulaba un aspa sobre el número yacente. Cada cruz marcada, un puñado de nervios acumulados.  Catorce días desde que supe la fecha: 27 de octubre de 2006. Catorce días, y quinientas noches en vela, como recitaría el gran Sabina.

¿Qué me pongo? ¿Qué viste uno para un encuentro de este calibre? Me siento como una adolescente protagonista de una película, mezcla entre palomiteril yanqui y tragicomedia almodovariana, al borde de un ataque de nervios eligiendo vestido para el baile de fin de curso. ¿Me disfrazo, en plan chaqueta, corbata y zapatos relucientes? ¿O mejor soy yo mismo, consejo universal e inútil para las citas a ciegas? Aunque no es así del todo. Yo conozco su aspecto, su edad, su voz, el lugar donde reside, incluso algún detalle de su vida privada. Mas la otra parte lo ignora todo de mí. Soy un ser anónimo, un soñador, un susurro enigmático entre líneas, un fantasma que flota, un soldado con vocación de poeta, cosido a cicatrices y complejos, un Cyrano de Bergerac.

¡Qué nervios! Todavía no lo creo.

Llego temprano. Quizás demasiado pronto. Sabía la ubicación exacta del lugar. Es un modesto local situado cerca de la estación de tren Waverley. A pesar de conocer la dirección, hace dos días me acerqué para inspeccionar la zona. Así no encontraría ninguna sorpresa: una puerta en desuso, un cambio repentino de domicilio, el bloque engullido por un repentino socavón en el suelo.

Todo está estudiado. Nada puede fallar.

Son las 9:30 de la mañana. Es viernes. Todavía he de esperar media hora más. Dedico unos minutos a pasear alrededor del moderno edificio. Desconozco si mi cita habrá llegado ya. Quizás esté oculta, observando, comprobando; tal vez su curiosidad iguale la mía.

El reloj no avanza. Tal vez me hallo en un sueño de esos extraños, pero en lugar de tratar de correr y no avanzar un metro, en mi particular pesadilla los numeritos de la pantalla del móvil se niegan a cambiar al ritmo habitual.

Cansado de esperar, llamo a la puerta del establecimiento. Golpeo con firmeza el cristal un par de veces. Tras unos segundos, una señora de mediana edad se acerca. Cabello rizado en busca de un peine, guardapolvo de trabajo con solapas sembradas de numerosas e incongruentes chapitas y pins ochenteros. Se asoma, tras abrir un palmo. Todavía está cerrado, dice, señalando el consiguiente cartel que reza “CLOSED”, el rostro divertido, sus ojos chispeantes y húmedos. Como si gozara con mi angustia. La muy.

Tras la enésima ronda, sin alejarme en exceso, retorno. Observo a otra señora esperando. No se mueve de la puerta acristalada. Parece mayor, quizás tan sólo trata de recuperar el resuello antes de continuar su paseo matinal. ¡Maldita sea! Debiera ser yo quien entrase en primer lugar. ¡Tengo una cita, señora!

Llevo conmigo la pequeña mochila. Es fiel, casi siempre me acompaña. En su interior, una cámara digital de fotos. Nunca se sabe, tal vez mi cita esté por la labor y deje que la retrate. Junto a ella, un libro que huele a papel, tinta y pegamento. El Libro. También leal camarada.

Dan las 10 de la mañana.

Entro en la tienda, al fondo hay una cafetería de casa de muñecas. Supongo que allí será el lugar de encuentro. Ese minúsculo detalle ha quedado en el aire. Sigo a la señora, que se empeña en caminar delante de mí, como si tuviera prisa, dejando claro que ella traspasó primero la entrada, lanzando miraditas de reojo, a falta de retrovisor, para comprobar que no le adelanto.

Por fin logro divisar su figura. Al final del pasillo, junto a una mampara de aspecto frágil que parece dividir el recinto en dos.

Me acerco, más nervioso a cada paso.

No sé cómo actuar. Allí de pie, frente a una mesa grande. Me tiemblan las rodillas. Transpiro por cada milímetro de piel. Froto la palma de mi mano en los vaqueros.

Digo buenos días, por decir algo. Me siento observado. Casi escrutado. Escucho el saludo de vuelta. La voz es amable, diría que se alegra de mi presencia.

Me vengo arriba.

I like your novels! — el tono de voz se me fue ligeramente alto, rozando el larguero. Suena casi a exabrupto de perturbado. Espero que no salga corriendo.

Silencio por respuesta. Sonríe, ladea un poco su rostro. Sus ojos vivaces taladran los míos. Estupendo, Jorge, tras cuatro años de residencia, estudio, trabajo; de aspirar el inglés a través de cada poro de tu cuerpo, has soltado una frase de primero de parvulitos a toda una eminencia de la literatura contemporánea escocesa.  Sólo te faltó decir “libros”, en lugar de “novelas”.

—… a lot. —añado, queriendo apuntalar el desastre.

Una risa llega a mis oídos. Es limpia, franca, pero no llega a carcajada. Sólo es un ‘chuckle’, en su pura definición. No hallo el equivalente castellano concentrado en un solo vocablo.

I hope so, pal. —responde.

Eso dijo. O quizás, eso soñé que dijo, a menos de un metro de distancia, tras un pupitre de niño grande, repleto de novelas azuladas. Eso contestó, Ian Rankin, buscando mis ojos, mientras abría el libro, estilográfica en mano.

Hubiera deseado sentarme a su vera y charlar con él, discutir la evolución de sus personajes, contarle cuándo y cómo descubrí al inspector Rebus, de qué forma me enamoré de su discípula Siobahn Clarke, confesarle mi atracción malsana por el archienemigo de John, ese magnífico “Big Ger” Cafferty. Hubiese donado mis ahorros a British Heart Foundation a cambio de ser capaz de agradecerle los ratos disfrutados, de gritarle un thanks enorme por mostrar ante mí el lado oscuro de Edimburgo, los monstruos tras la penumbra, agazapados bajo la superficie impoluta y relumbrante que fotografían visitantes y turistas. Me habría gustado decirle tantas otras cosas. Que descubriera mi admiración, el nerviosismo estúpido ante su persona, la envidia sana que genera dentro de mi alma de escritor frustrado, producto de esa capacidad suya para crear una atmósfera tan real sobre simples hojas de papel, tan palpable que provoca en mí anhelos de llamar al timbre del Nº 17 de Arden Street, buscando al policía gruñón, para que se pague un par de pintas de IPA, en el viejo pub Oxford.

Todo esto ebulló dentro de mi cabeza durante dos semanas. Durante cuatro años. Y le disparo a bocajarro una frase de primaria. I like your novels.  Creerá verse ante un tipo grandote al que le faltan un par de veranos y una primavera. ¡Genial, Jorge!

Sin embargo, tal vez haya sido lo mejor. Se me escapa la pronunciación exacta del apellido, “Rebus”. ¿Y si no me hubiera entendido? Tierra trágame. Por no hablar del nombre de pila de mi querida Clarke. ¡Qué manía la de estos herejes celtas! Escriben: S-i-o-b-a-h-n, y después leen: “Shefán”, o algo similar.

Un rápido vistazo en derredor. La fila de admiradores llega hasta la sección de papelería. Una hilera homenaje a la diversidad: edad, sexo, raza, religión. Un elemento los une, sin embargo, todos portan el último título de la saga policiaca: “The Naming of the Dead”.

Salgo a la calle alborozado. Chispea y el cielo puso la capota, mas no me importa. Mis pies levitan sobre los charcos. Bolsa al hombro. Dentro, mi ejemplar con una dedicatoria especial. Junto a él, una fotografía todavía en las entrañas digitales de la cámara.

La Foto.

En un rincón de la librería WHSmith. La fealdad de la puerta gris del trasfondo no estropea la belleza de la instantánea. Una belleza sentimental. Sentado detrás del gran escritorio, Ian Rankin con sonrisa pícara, como si adivinara lo que supone la foto para su acompañante. Para mi yo pasado. Aquel joven con chaqueta de yayo, que decía la buena de Cris. Aro plateado en la oreja, collar de cuentas de madera, ojos con sombra de cansancio y el rostro henchido de admiración. Ligeramente encorvado, temeroso de robar plano al maestro, la vista fija en el objetivo, tratando de vislumbrar por un agujerito el futuro incierto, observando curioso a mi yo presente.

 



martes, 20 de abril de 2021

F168 - A Big Red Bus (V) (octubre 2006)

 

Me paro a cavilar y descubro que pasé media vida en un autobús. Dentro de alguno de aquellos mastodónticos vehículos con carrocería de color vino, doble altura y grandes ruedas. Colegio, trabajo, viajes, misiones de reconocimiento. No importaba el motivo, ni el destino. Incluso en ocasiones subía a bordo por el mero placer de hacerlo. A modo de  exploración del territorio. Todo ello a expensas del pase mensual que abonaba religiosamente. Dejándome llevar hasta el último punto del recorrido, bajar y tomar otro bus de retorno. Un poco a la manera que Sheldon Cooper hace con sus adorados trenes.

Aquella tarde fue una de estas ocasiones. Una expedición sin destino concreto. Una ruta sorpresa, al igual que una de esas sesiones cinematográficas en las cuales ignoras  la película que van a emitir.

El día invitaba a ello. A pesar de rondar la mitad de octubre, la temperatura se mantenía agradable. Además no llovía, que siempre es un plus para estos cometidos quijotescos. Callejeé un buen rato, por el centro de Edimburgo y sus calles adyacentes. Sin fijarme demasiado, para así desorientarme un poco. No tuve que esforzarme en exceso, debido a mi carencia de GPS interno. Así, una vez hube alcanzado el objetivo —una travesía desconocida—me dirigí a la primera marquesina que encontré. Debía pertenecer a la empresa Lothian, para poder usar la tarjeta ilimitada (sus vehículos se diferencian de los de la otra compañía —First— por los vistosos colores que decoran sus carrocerías, aunque los clásicos siguen vistiendo el tono de la casa: sobrio granate).

Saludé cordial al chofer, posé el carnet electrónico sobre el lector, la fotografía hacia arriba, y me encaminé hacia la escalera de caracol. Lo interesante siempre sucedía en el piso superior. Las mejores anécdotas acontecían en la última fila de asientos. La de los chicos malotes, como la denomina el bueno de John. Una hilera continua cuyos asientos no respetan la separación del pasillo.

Solía llevar conmigo una pequeña mochila. Lo suficientemente discreta para evitar la apariencia de turista ingenuo y desubicado. Poco a poco se aprenden estos truquillos (¡nunca despliegues un callejero en pleno centro de Niddrie!). En su interior, lo habitual: un libro, un cuaderno y bolígrafo, la botella de agua, y alguna chocolatina por si mi cuerpo entra en barrena de glucosa por vena.

Observaba pasajeros, anotaba paradas, minutos, barrios, lugares interesantes. Si alguno de estos sitios llamaba a gritos mi atención, me levantaba de un salto, pulsaba el botoncito rojo e interrumpía el trayecto para indagar de cerca. Sin embargo, lo normal era seguir el plan. Alcanzar la meta, el destino final, el último apeadero. Saber hasta dónde llegaba aquella línea. Recordemos que vivía tiempos de mapas y guías sobre papel, con sus colorines, escalas y páginas replegadas, nada de San Guguelmaps ni Tontotoms. Mi Nokia se mostraba tan sencillo cuan vanidoso por su identidad analógica.

Aquel número cuarenta y cuatro me llevó hasta Balerno.

Un lugar perdido de la mano de Dios, pensé. Aún así exploré aquel nuevo planeta de mi constelación edimburguesa. Pateé sus cuatro calles, visité un pub local. Caté una de sus cervezas autóctonas. Poco más, no había mucho que ver. Asomaba el atardecer y la vida rural desaparecía tras puertas y postigos.

El viaje de regreso siempre resulta más sosegado y veloz. La relatividad del tiempo, supongo. Al conocer el camino, se te hace más corto, a pesar de ser idéntico. Me limité a descansar, la mirada perdida en el paisaje exterior, difuminado tras el cristal empañado de la ventana. Había elegido, esta vez, uno de los asientos de la penúltima fila. El piso superior iba casi vacío. Tan sólo un par de adolescentes, acomodado tras el hueco de la escalerilla: un enredo de brazos, lenguas y piernas. La parejita y yo mismo. Nadie más.

O eso creía.

Hasta que escuché un chistar. Éste no procedía de la tórrida pareja. Provenía de atrás. De la última fila, la cual habría jurado desierta.

̶ Chst, chst, hey, mate!

La curiosidad mató al orgullo. No soy un chucho, pensé, sin embargo miré hacia atrás. Un joven gesticulaba desde el otro extremo de la última hilera de asientos. Debió de subir en la última parada sin percatarme de ello. Lo supuse de procedencia inglesa, o quizás australiana. Pronunció ‘mait’, en lugar de la manera escocesa ‘meit,’ o de su equivalente más probable por estos lares: ‘pal‘.

Se le veía un tipo normal. En sus treinta y tantos. Arreglado de aspecto: corte de pelo a la última moda —cuidadosamente despeinado—, vaqueros tan desgarrados como nuevos, camisa blanca por fuera de los pantalones. Incluso emanaba una tenue fragancia varonil de perfume caro. Lucía un tatuaje en el brazo izquierdo, a la altura del bíceps: un alambre espino alrededor del músculo. Mi mente absurda lo asoció con una corona de espinas destocada.

Me pidió, con educación, un cigarrillo. Le ofrecí la usual negativa, añadiendo la innecesaria disculpa: perdón, no fumo. El omnipresente ‘sorry’ no podía faltar. Me limité a eso. Libré una batalla interior con el objeto de mantener cerrada la bocaza —que más de un disgusto me ha dado—, y no recordarle la consabida prohibición de fumar a bordo. Justo en aquel instante, el autocar se detuvo y la pareja de tortolitos descendió por la escalerilla, cortando en seco el amago de levantarse de mi interlocutor para solicitar el ansiado pitillo. No le dio tiempo ni a incorporarse del todo.

Aquel tipo me pidió tabaco y me regaló conversación.

Desvariaba un tanto. Hablaba de esto y de lo otro. Sin orden ni concierto. Más monólogo que conversación. Trataba yo de introducir alguna que otra cuña publicitaria, con escaso acierto. Debo admitir que también yo perdía información, se evaporaba en el aire debido a mi flojo ‘listening’. No terminaba de pillarle el acento. ¿Birmingham? ¿Manchester? Ni pajolera idea. Estos ingleses pronuncian todo muy raro, me dije. Parloteó sobre las pibas de Glasgow, así lo expresó ‘the Glasgow´s birds’, sobre la caballerosidad del rugby frente a la bajeza futbolera; relató con fervor etapas  de su vuelta al mundo que llevó a cabo mochila al hombro, cuando fue joven. Eso dijo, aquel sujeto que no llegaría a los treinta y cinco. Casi de mi quinta. Me sentí un viejo a su lado. Esta es tu vuelta al mundo, me dije con injusta dureza. Edimburgo y sus alrededores. Sin embargo, reflexioné, si no hubiera osado escapar, continuaría estancado en mi pueblo, acudiendo a la pequeña capital riojana a trabajar, beber y llorar, y de regreso al pueblo para soñar. Semana tras semana. Y en cambio, aquí me encontraba, charlando con un caballero de las Inglaterras, que parecía tan perdido como yo mismo.

Sobra decir que supo mi condición de extranjero desde el minuto cero de la conversación. Mas el muchacho era amable, y prosiguió el intercambio de vocablos sin darle importancia. No obstante, la tentación debió de ser feroz, y al final sucumbió, arrancando un mordisco a la manzana con la pregunta obligada:

            ̶ Where are you from, mate?

̶  I´m from Spain.

Entonces hizo algo que me dejó en fuera de juego posicional. Más que sus gestos, las palabras que pronunció a continuación. Abrió mucho los ojos, hizo un movimiento extraño con los brazos (quizá trataba de imitar un baile flamenco, no podría jurarlo pero rogué a Dios que no fuera así), permaneció callado durante un par de segundos, ceño fruncido y punta de la lengua asomando entre los labios, como un mocete que trata de recordar la lección… para disparar a bocajarro, en correcto castellano con fina capa de barniz guiri:

̶  ¡Viva España; sí; servessa por favor; Despeñaperros!

Tan sólo le faltó el olé.

Sin dar tiempo a recomponerme, disparó el tiro de gracia:

̶  ¡Por los klavos de Kristo!

Y visualicé, otra vez, la corona de espinas.




A Big Red Bus (IV)



domingo, 11 de abril de 2021

F167 - Mensajero del futuro (octubre 2006)

 

Allí estaba de nuevo. No era la primera vez que lo veía, ni la tercera. Tampoco sería la última. Sin embargo, su presencia resultaba extraordinaria, más allá de la rutina de la zona, lejos de ser algo habitual. Cuando tropezaba con su visión, las dudas acudían al asalto. ¿Lo verán los demás también? ¿Será una aparición, una especie de espectro que tan sólo yo puedo contemplar? ¿Estaré perdiendo la chaveta? Dichas sospechas se desvanecían al instante, gracias a los pitidos de los vehículos, algún grito o quizás un juramento lanzado al viento viciado con humo de tubo de escape.

Ante la sorpresa inicial, tras tropezar con el personaje, detengo mi marcha, e incrédulo, observo: Esquiva los coches con gracia de torero joven. Mirando al frente, altivo, gira sobre sí mismo, ejecutando chicuelinas de cara al tendido, y torna sus ojos claros al cielo gris, que clemente, deja pasar un hilo de sol. ¡Va por ustedes!, parecía decir.

Se trataba de un tipo peculiar. Hubiera llamado la atención de cualquier manera. Mediante su actitud, su mirada, su tamaño. Habría reparado en él aunque lo encontrase sentado sobre el bordillo, pidiendo, como cualquier homeless. Mas el muchacho no pertenece al grupo de los sin techo. No reclama dinero. Tampoco muestra carencia alguna. Se limita a caminar entre el tráfico, charlar consigo mismo y amenizar el día a los curritos, oficinistas con prisa y café para llevar, chavales ociosos y algún que otro mirón vocacional, como yo mismo.

Todo ello, semidesnudo.

Grados centígrados, Fahrenheit u hoja del calendario carecen de importancia. Su look permanecía invariable. Torso desnudo, pantaloncitos vaqueros cortos y apretados. Pies descalzos.

Los tatuajes brillaban por su ausencia. Me sentía defraudado. Siempre lo hubiera imaginado con algún grabado corporal de carácter presidiario, tono azul ajado, de trazo grueso y zafio. Describirlo como un hombre fuerte no le hace justicia. Era un superhéroe atravesando una mala racha, antifaz y mallas cedidos al prestamista o quizás un vendedor de enciclopedias a domicilio, con el termostato interno averiado, quien presa de un insomnio atroz  ̶  debido a la invasión barbárica de Wikipedia  ̶  se machaca noche tras noche en su pequeño apartamento, donde los obsoletos tomos de la Britannica y Larousse disputan su espacio con pesas, mancuernas y potros de auto-castigo.

 Rozaría el metro noventa. De hombro a hombro un largo trayecto. Pectorales cuasi obscenos de tan voluminosos. Tableta para lavar ropa a mano por abdomen, un ‘six pack’ lo denominan por estos lares (emulando al paquete de seis birras). Popeye tosería el humo de su pipa al contemplar aquellos bíceps de acero para barcos de Bilbao. El mismísimo Roberto Carlos  ̶  véanse anales del Real Madrid  ̶  borraría su sempiterna sonrisa envidiando los muslos del chicarrón. Sin esfuerzo, pude visualizarlo: a cuatro patas, una gruesa maroma entre los dientes, su tenso cuello de toro a punto de reventar, arrastrando un Scania dieciocho ruedas.

Caminaba medio en pelotas. A su bola, como si la carretera, las aceras, conductores y peatones no existieran. Todo a su alrededor, un moderno decorado de cartón piedra mejorado. La gente, meros figurantes de a cuarenta libras la jornada. Él, protagonista absoluto de aquel largometraje eterno, llamado vida, con su monólogo improvisado, la banda sonora atronando dentro de la cabeza y alguna melodía nostálgica que huía de su armónica, buscando quizás llegar a oídos de una Olivia tan delgada como cuerda.

Así es, dos objetos permanentes ocupan sus enormes manos: una armónica que sustrae rayos al sol y una gran botella de plástico con dos litros de agua a medio consumir. De vez en cuando, da largos tragos al recipiente. Bebe como un chiquillo sediento tras una pachanga futbolera. El líquido transparente desborda por las comisuras de sus labios. Yo lo observaba atónito, y rezaba por que aquello no fuera agua de fuego camuflada en recipiente de apariencia inofensiva, vamos, el vodka de toda la vida.

No se trataba de alcohol. Tan sólo agua, quizás del propio grifo. El gigante refrigeraba así su maquinaria muscular. Un tipo sano, saltaba a la vista. Tal vez, su cuadro de mandos mostraba el cuentarrevoluciones algo pasado de vueltas, mas se notaba inofensivo. De esos que ayudan a una ancianita cruzar la carretera.

Su recuerdo lo asocio con el Cowboy estadounidense. Un señor con perilla que pasea en tanga y sombrero su vieja guitarra, animando las gélidas mañanas a los neoyorkinos. Sin embargo, nuestro vaquero particular tenía aspecto de provenir de algún país del Este de Europa. Un rostro que refleja dureza aniñada. Ojos de un azul deslavado. Ningún sombrero protegiendo su cabello rapado, el cual se adivina rubio canario. Las botas camperas debió de venderlas para comprar el reluciente instrumento.

Una cuadrilla de adolescentes autóctonas  ̶  moños altos, maquillaje de a kilo, botas rodilleras, grandes aros plateados por pendientes  ̶  atraviesan la acera, a lo Alejandro Sanz, pisando fuerteee, pisando fueerte; cargan amplias bolsas de papel semivacías pero con el todopoderoso logo de la tienda de moda. Silban, vitorean, gritan al frío viento vocablos para mí indescifrables, versos de periferia cargados de voluptuosidad. Ye´re so hot! Alcanzo a entender. Continúan su camino, risitas nerviosas, brazos entrelazados, el pavimento les pertenece, juegan a ser las chicas de ‘Sex and the City’, todo glamur y bolsos Chimmi Chu, tratando de olvidar que al anochecer, cual modernas Cenicientas, subirán a la carroza granate número 16 con destino a Oxgangs, donde les espera la soledad en penumbra, cena al microondas y un capítulo de EastEnders.

El cowboy descamisado sigue un ritual en su libro de texto. Recorre uno de los lados de North Bridge, el que asoma al Castillo, en dirección sur. Alcanza la altura del Hotel Carlton, cruza la carretera. Esquiva los coches cual promesa del toreo bielorruso. Frente a la fonda de renombre, da un largo trago y toca una melodía que rebosa melancolía. Quizás su particular Olivia escapó de sus brazos, pienso, y buscó refugio en una lujosa habitación. Entonces mi mente hace un clic, salta hacia adelante en el tiempo un puñado de años, y me contemplo paseando frente a la fastuosa pensión, manos enlazadas, luna lechosa por testigo, con ella, una ex-recepcionista de ojos melancólicos, quien raptará mi alma para llevarla consigo a orillas de un viejo Mediterráneo cuyas aguas concibieron su nombre, Marina. Entonces, el ucraniano mira al frente, en mi dirección, detiene su melodía, sonríe, de alguna forma conocedor del futuro que me espera, alza su poderosa testa al cielo, mano derecha levantando la botella, cual simbólica montera:

̶  ¡Va por ustedes, mi arma!, parece exclamar, el Chiquito del Volga.