lunes, 30 de diciembre de 2019

F126 - Una carta, una despedida (agosto 2005)


No lo supe en ese momento, pero aquella carta de la inmobiliaria cerraba otra etapa más en Edimburgo. Lo que en ese instante tan sólo parecía una futura mudanza adicional, otro piso a compartir, otra zona que explorar, se convirtió en un adiós, en un hasta pronto, en un ven a verme, en una despedida.

Unos pocos días antes del vencimiento del contrato, recibimos la visita esperada del inspector de la agencia. Venía a echar un vistazo, dijo en tono amistoso. Vestía un traje barato, corbata fea y ancha, zapatos con lustre pero algo desgastados. Sus lentes a media nariz; su mirada gris acero acechando por encima, buscaba desperfectos, suciedades, cadáveres en los armarios. Sus manos sujetaban un portafolios, negro y siniestro, junto a una estilográfica con la que tomaba pequeñas notas, invisibles a nuestros ojos, acompañadas de breves e ininteligibles murmullos. 

El piso estaba impoluto, como para una exposición. Tuvimos la víspera un zafarrancho de limpieza que hubiera sonrojado al mismísimo Mr. Proper. Salón, baño, cocina, pasillo, dormitorio. Cris se afanó en territorio de cazuelas y electrodomésticos, yo me jugué el tipo haciendo equilibrios con el limpiacristales en una mano, el trapo en la otra. Cristina fue la principal artífice y directora de la operación, yo tan sólo un torpe pero fiel escudero.

El tipo, tras una inspección ocular alrededor de la cocina, se agachó, abrió el horno, puso cara de sorpresa exagerada, como uno de esos emoticonos de ojos muy abiertos que por entonces aún no existían. Lo cerró con cuidado, como con miedo a dañar  la puertecilla o quizás, a quebrar algún tipo de encantamiento. Se irguió, giró sobre sus talones despacio, y ajustándose las lentes sobre el puente de la nariz, nos miró todo misterioso y dijo:

            ̶  ¿No han usado ustedes nunca el horno?

Ante tal pregunta Cris y yo reímos y respondimos al unísono:

            ̶  Claro que sí, en numerosas ocasiones.

El señor no salía de su asombro. No había visto un horno tan limpio e impoluto en toda su carrera profesional de inspector de limpieza, localizador de desperfectos y buscador de cadáveres en los armarios. Así nos lo confesó, aunque tal vez usó otras palabras. Y es que Cristina cuando se ponía en modo profesional, era un portento. ¿Ustedes desean una cocina limpia?, pues yo les dejaré ésta dispuesta para Expo-Cocinas-Edimburgo-2006. 

Ya más relajado, el buen hombre nos relató anécdotas varias que le habían sucedido con otros arrendatarios. La gente es muy guarra. Nos decía, riendo bajito, como si la risa no le resultara profesional. Lo dejan todo patas arriba, las paredes con chorretones, el baño maloliente, los muebles rayados, la cocina con platos grasientos y restos de moho. Incluso, en una ocasión, halló un objeto sólido quemado e irreconocible dentro del horno. No quiso ni preguntarse qué demonios sería aquello, el equipo de limpieza ya se encargaría del tema. Él, afirmaba orgulloso, trabajaba con los ojos, no con las manos. Simplemente, concluyó, asumen que perderán el dinero del depósito, y se limitan a arrojar las llaves, a través de la apertura del buzón de la puerta. Ni siquiera dan la cara, puntualizó herido, como si aquello fuera una afrenta personal.

            Cristina y yo ya llevábamos un tiempo buscando nuevas alternativas de alojamiento. Algo relajados, sin agobios todavía. Ella tenía un runrún en la cabeza, que ya me explicaría, dijo. Yo consultaba en el supermercado, en el cole, en los bares a los que acudía. También le eché un par de fichas, así como no queriendo la cosa, a Erika, le ponía carita de cachorro abandonado en gasolinera: “por favor, darling, soy un pobre homeless, un exiliado forzoso, un paria de la tierra”, ella sonreía divertida y negaba con suave firmeza: “no es una buena idea Jorge, ya lo sabes”. 

            Llegó la temida fecha. 

Cristina me esperaba en el salón. La televisión mostraba algún culebrón británico, tal vez Eastenders, con el volumen a cero, los subtítulos únicos emisores de sus habituales discusiones y gritos barriobajeros. Había preparado café, con su pequeña cafetera italiana, acompañado de un plato de galletas de chocolate Mcvitie’s. Otro sobre, sin abrir, con un membrete ya conocido, reposaba entre las humeantes tazas.

            Lo abrimos. Sin nervios. Ya habíamos tomado la decisión de separarnos. De emprender la búsqueda de piso cada uno por su cuenta.

            ̶  Nos conceden otro año de alquiler ̶  dijo ella, tras leer en silencio la misiva.

Nuestras miradas, cansadas, se encontraron. Sonreímos, compartiendo un único pensamiento: ¡a buenas horas mangas verdes!, que usábamos en otros tiempos.

            Al fin se decidió a comunicarme la noticia que ya intuía. Ese plan había estado en su cabecita desde el principio. Mas no por conocida dolía menos.

            ̶  Me voy a Londres.

El silencio se apoderó de la estancia. Los brutos del barrio londinense continuaban gritándose y jurando en hebreo a través de los pobres subtítulos.

No hubo tristeza, no corrieron las lágrimas. Tan sólo un vacío que dejaba sin oxígeno aquella enorme sala. Miré alrededor, la gran mesa, mi pequeña cama junto a la pared, las fotos, la ventana que daba a Gorgie Road. Traté de sonreír. Cristina me imitó. Nos incorporamos como autómatas, midiendo cada movimiento. Salvamos la mínima distancia que nos separaba. Y llegó el abrazo.

Un abrazo más. Como tantos otros. Un abrazo que me arrojaba, de nuevo, a la soledad. A la incertidumbre. A esperar la siguiente curva. Un entrañable abrazo como el que compartí con Lucía, frente al Dominó, o tal vez el Junco, allá en mi querida Logroño, hace mil años, previa huída a Escocia. Otro abrazo con Álvaro, con David, con  Bea…,  con todos los que partieron.
Por aquel entonces, desconocía que aún me esperaban muchos más abrazos largos, cálidos. Abrazos de despedida.

lunes, 23 de diciembre de 2019

F125 - A Big Red Bus (IV) (agosto 2005)


Esta mañana la bolita aterrizó en rojo y par. El sol luce orgulloso, casi ufano, y arroja con desdén sus escasos rayos sobre la ciudad festiva. Pasen a cobrar su premio por ventanilla. El tiempo en Agosto, en la vieja Edimburgo, es una enorme ruleta de la fortuna: lluvia, sol, viento, nieve, granizo. Hagan juego señores. Todo depende de la casilla donde pare la bolita caprichosa.

            Por fin, alcanzo la gran avenida, Princes Street. Mi paseo de regreso desde mi café bar favorito, en Nicolson Street, se convirtió en un auténtico calvario. Atravesar North Bridge fue como tratar de cruzar el mar Rojo a saco, sin la ayuda de Moisés y su cayado mágico, o divino. Decenas, cientos, miles, millones de personas abarrotan las aceras, la calzada, incluso hacen extraños equilibrios sobre el murete del puente. Algún día la desgracia se hará viral en ese engendro del maligno, recién creado, llamado yutub. Decenas, cientos, miles, millones de turistas y una docena de lugareños recorren cada metro cuadrado de la milla de oro, la Royal Mile. Fotos, risas, gritos, teatrillos de calle, magia en directo, tragedias en diferido. Es el Festival, damas y caballeros, niños y niñas. Edimburgo está de fiesta. Acudan al gran espectáculo. Visítennos desde cualquier lugar del mundo, por remoto que quede. Si nuestras aceras no dan abasto, no se preocupen, invadan la calzada, escalen el castillo, súbanse a las barras de nuestros pubs, caminen entre los estancados coches.

            ¡Váyanse ya a su puñetero país!

Sí, lo sé, resulta curioso, un guiri, un extranjero, un inmigrante gritando a pleno pulmón a la marabunta humana que regrese ya a sus respectivos hormigueros de origen. Al menos, gritándolo con el megáfono mental. Harto ya de tanta gente. De tanta risa. De tanto grito. De tanto teatro de calle. De tanta cámara de fotos con patas.

            ¡Quiero tomar un café, sin pasar dos horas de pie esperando turno, en mi bar preferido!

Ya agotado, tras una mañana festiva, un sábado de asueto, lejos del gran supermercado, decido visitar al bueno de John. Su casa en el barrio Broomhouse, más allá de las líneas del mapa turístico. En el cuarto oscuro de la ciudad famosa. Fuera incluso de la contraportada de los magacines propagandísticos, llenos de fotos de gaiteros, pubs tradicionales, bellas escocesas con generoso escote y enormes jarras de cerveza y vacas peludas de largos cuernos y mirada aburrida.

            Otra fila, la enésima cola a guardar en la acera izquierda de Princes Street. A la espera del autobús número 3, que me dejará frente al pequeño Scotmid, junto al paso subterráneo que cruza la circunvalación colindante con Stevenson College

Ella llamó mi atención de inmediato.

Una mujer de edad indefinida. No es ninguna jovencita, tampoco una señora de mediana edad. Se mueve constantemente. Mueve los labios, sin emitir sonido alguno, como si hablara para sí misma. Ríe. Se pone seria. Vuelve a reír. Viste extraño, una blusa de un color rosa estridente, fucsia eléctrico. Una minifalda ajustada, pasada de moda, de tela vaquera ajada. Zapatos de tacón bajo. Una especie de pañuelo multicolor sujeta su cabello enmarañado. Rizado, oscuro, y por su aspecto, temeroso del agua. Su muñeca derecha, cubierta por un sinfín de pulseras ligeras, metálicas, que emiten un desagradable tintineo. Un sonajero oxidado. Una puerta de tienda de antigüedades que se abre ante su único cliente de la década. Unas gafas de sol oscuras, tipo las Ray-Ban que usaba Sonny Crockett cuando cazaba malos en Miami Beach, rematan el retrato robot.

Llamó mi atención al instante.

           Problemas, Jorge. Cuanto más lejos, mejor.

Rebusco, sin ganas, mi tarjeta de Lothian Buses. Al fin la localizo, entre unos papelajos en el bolsillo trasero de mis pantalones piratas. Tengo a dos personas por delante, esperando su turno para pagar el fare al conductor. Éste los mira de soslayo, distraído. Quizás cansado, o aburrido, de tanto saludo, de tanto pasajero, de tanto kilómetro repetido. No presta demasiada atención. La mayoría pagamos mediante el Pase Mensual, o tarjeta. El resto introduce el importe justo en una pequeña caja metálica, fea y obsoleta, de color rojo. Moneda metida, moneda que ya no puedes recuperar. Ni siquiera el chofer tiene acceso al artilugio recaudatorio. Importe exacto, no se dan cambios. Numerosos carteles advierten del asunto. Si el ticket cuesta una libra cincuenta y tan sólo posees una moneda de dos libras. La empresa autobusera se embolsa tu generosa propina involuntaria de cincuenta céntimos, sin pestañear. Cada año obtiene ganancias asombrosas gracias a este simple, sencillo y ruin sistema de atraco al ciudadano.

Ya sólo me precede un tipo. Busca monedas sueltas en su bolsillo. Habla solo, o quizás con el chofer que mira absorto algo en el salpicadero. Quizás el reloj, cuyos números se declararon en huelga, haciendo una sentada de protesta. No se mueven, los jodidos. Piensa el pobre hombre. En estas, la chica-señorita-señora nos hace un adelantamiento por la derecha, sin intermitentes ni nada, que ni el mismísimo Fernando Alonso en sus tiempos en Renault. Pasa estirada, mirando hacia adelante, como si todo aquello no fuera con ella. No hace amago de echar mano al monedero. Carece de bolso. No muestra ningún day-ticket, ninguna Tarjeta Mensual. Vamos, que la agente de Anticorrupción de Miami se ha hecho un sin-pa en toda regla. El conductor sigue empujando el minutero mentalmente. La telequinesia no funciona. Es una patraña novelera del cara-loco ése de Stephen King, piensa con desánimo.

La señorita extraña sube al piso superior del vehículo. Paso mi Tarjeta por el lector y, venciendo un primer impulso de ascender por las escaleras, descanso mis posaderas en un asiento cerca del conductor, en la parte izquierda, junto a la ventanilla. Problemas, Jorge, cuanto más lejos, mejor. Saco un libro de mi mochila.

La puerta se cierra, emitiendo un quejido, como si el chofer hiciera sus pinitos de ventrílocuo y aquella fuera su muñeco parlanchín. 

           El vehículo rueda. Alcanza ya cierta velocidad.

           Trato de sumergirme en la historia que cuenta, con maestría, el viejo loco de Maine. No recuerdo el título de la novela. Disculpen, no siempre recuerdo todo, no siempre me lo invento todo. No lo consigo. No me centro. No soy capaz de ver y sentir a los personajes, de situarme en el escenario. De oler la sangre. De sentir el miedo. De temblar ante el monstruo. De reír con risa enajenada, cual protagonista del Resplandor. Quizás fuera ese título. Tal vez no.

Algo impide mi concentración. Un presentimiento. Una espera acordada. Un algo va a ocurrir. Un hormigueo en el estómago. Una corazonada negra, espesa, viscosa.
Regreso al párrafo anterior. Lo releo por tercera vez, sin éxito.

Se escuchan voces altas.
Provienen del piso de arriba.

Un vocerío incomprensible, al menos para mí. Es una voz de mujer. Casi un grito.

Al instante, la chica de las gafas de sol baja de dos en dos la empinada escalera. No se despeña, a pesar de la torpeza de sus pasos. Grita al conductor. Le dice que pare. Que esa era su parada. Todavía continuamos en la larguísima Princes Street. Alcanza la cabina de conducción. El chofer, tranquilo, le explica el funcionamiento básico del asunto. Usted, debe pulsar el botoncito rojo para solicitar su parada con la suficiente antelación para que el que conduce pueda reaccionar y detener el autobús a tiempo. Lo dice del tirón, en un inglés lo más estándar posible, pese al marcado acento escocés, de Fife, si mi oído no me engaña. Ella no oye, no escucha. Se adivina una mirada perdida tras los oscuros cristales. Balbucea palabras ininteligibles, inconexas.

Lo que sucede a continuación lo observo como si ocurriera a cámara lenta. Mas todo transcurre en unos segundos.

La chica se gira. Levanta su brazo derecho, de puntillas. Con la mano alcanza un tirador de emergencia. Las puertas se abren. El conductor la contempla de reojo, escandalizado. Trata de reducir un poco la velocidad del gran vehículo, pero sin dar un frenazo en medio del tráfico rodado. Vamos bastante rápido. La corriente de aire entra por asalto en el autobús, removiendo las páginas de mi libro.
            ̶  Are you mad!?  ̶  ¿Estás loca? Grita el conductor, más asustado que enfadado.

La señorita de edad indefinida salta.

Más que saltar, baja del autobús. Da un paso con su pie derecho hacia la distante acera…
Miro hacia la izquierda. Un maniquí, con forma de mujer de edad indefinida, pasa volando al otro lado de la ventanilla. En una postura rara, horizontal, la cabeza por delante. El conductor da un frenazo. Abre la portezuela. Está blanco como una hoja virgen. 

            ̶  Por favor, que alguien me diga que ha sido testigo de esto  ̶  suplica.

Varios pasajeros se levantan, avanzan por el pasillo, para sosiego del driver.
Una joven pasajera, traje pantalón gris marengo, maquillaje discreto, cabello rubio recogido en un moño abultado, saca un móvil enorme. Llama al número de emergencias.

Las risas, los gritos, la música procedente del escenario de los jardines de Princes, se cuelan en el interior del autobús. La brisa trae olor a verano. La bolita aterrizó en rojo y par. Hace calor en el interior del enorme vehículo.

¡Damas y caballeros. Niños y niñas. Bienvenidos sean todos al mejor Festival de Arte Callejero del mundo!