No lo supe
en ese momento, pero aquella carta de la inmobiliaria cerraba otra etapa más en
Edimburgo. Lo que en ese instante tan sólo parecía una futura mudanza
adicional, otro piso a compartir, otra zona que explorar, se convirtió en un adiós,
en un hasta pronto, en un ven a verme, en una despedida.
Unos pocos días antes del vencimiento del contrato, recibimos
la visita esperada del inspector de la agencia. Venía a echar un vistazo, dijo
en tono amistoso. Vestía un traje barato, corbata fea y ancha, zapatos con lustre
pero algo desgastados. Sus lentes a media nariz; su mirada gris acero acechando
por encima, buscaba desperfectos, suciedades, cadáveres en los armarios. Sus
manos sujetaban un portafolios, negro y siniestro, junto a una estilográfica
con la que tomaba pequeñas notas, invisibles a nuestros ojos, acompañadas de breves
e ininteligibles murmullos.
El piso estaba impoluto, como para una exposición. Tuvimos la
víspera un zafarrancho de limpieza que hubiera sonrojado al mismísimo Mr. Proper.
Salón, baño, cocina, pasillo, dormitorio. Cris se afanó en territorio de
cazuelas y electrodomésticos, yo me jugué el tipo haciendo equilibrios con el
limpiacristales en una mano, el trapo en la otra. Cristina fue la principal
artífice y directora de la operación, yo tan sólo un torpe pero fiel escudero.
El tipo, tras una inspección ocular alrededor de la cocina,
se agachó, abrió el horno, puso cara de sorpresa exagerada, como uno de esos
emoticonos de ojos muy abiertos que por entonces aún no existían. Lo cerró con cuidado,
como con miedo a dañar la puertecilla o
quizás, a quebrar algún tipo de encantamiento. Se irguió, giró sobre sus
talones despacio, y ajustándose las lentes sobre el puente de la nariz, nos
miró todo misterioso y dijo:
̶
¿No han usado ustedes nunca el horno?
Ante tal
pregunta Cris y yo reímos y respondimos al unísono:
̶
Claro que sí, en numerosas ocasiones.
El señor no
salía de su asombro. No había visto un horno tan limpio e impoluto en toda su
carrera profesional de inspector de limpieza, localizador de desperfectos y
buscador de cadáveres en los armarios. Así nos lo confesó, aunque tal vez usó
otras palabras. Y es que Cristina cuando se ponía en modo profesional, era un portento.
¿Ustedes desean una cocina limpia?, pues yo les dejaré ésta dispuesta para
Expo-Cocinas-Edimburgo-2006.
Ya más
relajado, el buen hombre nos relató anécdotas varias que le habían sucedido con
otros arrendatarios. La gente es muy guarra. Nos decía, riendo bajito, como si
la risa no le resultara profesional. Lo dejan todo patas arriba, las paredes
con chorretones, el baño maloliente, los muebles rayados, la cocina con platos
grasientos y restos de moho. Incluso, en una ocasión, halló un objeto sólido
quemado e irreconocible dentro del horno. No quiso ni preguntarse qué demonios
sería aquello, el equipo de limpieza ya se encargaría del tema. Él, afirmaba
orgulloso, trabajaba con los ojos, no con las manos. Simplemente, concluyó,
asumen que perderán el dinero del depósito, y se limitan a arrojar las llaves,
a través de la apertura del buzón de la puerta. Ni siquiera dan la cara,
puntualizó herido, como si aquello fuera una afrenta personal.
Cristina y yo ya llevábamos un
tiempo buscando nuevas alternativas de alojamiento. Algo relajados, sin agobios
todavía. Ella tenía un runrún en la cabeza, que ya me explicaría, dijo. Yo
consultaba en el supermercado, en el cole, en los bares a los que acudía.
También le eché un par de fichas, así como no queriendo la cosa, a Erika, le
ponía carita de cachorro abandonado en gasolinera: “por favor, darling, soy un pobre homeless, un exiliado forzoso, un paria
de la tierra”, ella sonreía divertida y negaba con suave firmeza: “no es una
buena idea Jorge, ya lo sabes”.
Llegó la temida fecha.
Cristina me
esperaba en el salón. La televisión mostraba algún culebrón británico, tal vez Eastenders, con el volumen a cero, los
subtítulos únicos emisores de sus habituales discusiones y gritos
barriobajeros. Había preparado café, con su pequeña cafetera italiana,
acompañado de un plato de galletas de chocolate Mcvitie’s. Otro sobre, sin
abrir, con un membrete ya conocido, reposaba entre las humeantes tazas.
Lo abrimos. Sin nervios. Ya habíamos
tomado la decisión de separarnos. De emprender la búsqueda de piso cada uno por
su cuenta.
̶
Nos conceden otro año de alquiler ̶ dijo ella, tras leer en silencio la misiva.
Nuestras
miradas, cansadas, se encontraron. Sonreímos, compartiendo un único
pensamiento: ¡a buenas horas mangas verdes!, que usábamos en otros tiempos.
Al fin se decidió a comunicarme la
noticia que ya intuía. Ese plan había estado en su cabecita desde el principio.
Mas no por conocida dolía menos.
̶
Me voy a Londres.
El silencio
se apoderó de la estancia. Los brutos del barrio londinense continuaban
gritándose y jurando en hebreo a través de los pobres subtítulos.
No hubo tristeza, no corrieron las lágrimas. Tan sólo un
vacío que dejaba sin oxígeno aquella enorme sala. Miré alrededor, la gran mesa,
mi pequeña cama junto a la pared, las fotos, la ventana que daba a Gorgie Road.
Traté de sonreír. Cristina me imitó. Nos incorporamos como autómatas, midiendo
cada movimiento. Salvamos la mínima distancia que nos separaba. Y llegó el
abrazo.
Un abrazo
más. Como tantos otros. Un abrazo que me arrojaba, de nuevo, a la soledad. A la
incertidumbre. A esperar la siguiente curva. Un entrañable abrazo como el que
compartí con Lucía, frente al Dominó, o tal vez el Junco, allá en mi querida
Logroño, hace mil años, previa huída a Escocia. Otro abrazo con Álvaro, con
David, con Bea…, con todos los que partieron.
Por aquel
entonces, desconocía que aún me esperaban muchos más abrazos largos, cálidos.
Abrazos de despedida.
Ay, qué pena las despedidas. A mí me afectan mucho, de siempre.
ResponderEliminarBuen relato. Un abrazo,
viki
Hola viki.
ResponderEliminarSí. Es una de las cosas más duras de estar fuera. Con el tiempo te vas cerrando y tienes a no implicarte tanto con las nuevas amistades, sobre todo con españoles porque al final todos acaban (acabamos) yéndose (yéndonos).
Gracias por comentar.
Un abrazo y feliz año.
ResponderEliminarNo me gustan las despedidas, y me cuesta mucho dar abrazos.
ResponderEliminarPor suerte al final siempre aparece alguien que va llenando poco a poco esa soledad, y por desgracia siempre llega otra despedida.
Besos.
Lees mi blog y parece que voy todo el día dando abrazos. Pero no es el caso. No me cuesta, pero los reservo para gente/ocasiones especiales. Quizás por eso recuerdo algunos.
ResponderEliminarEl tema de la soledad... para otro día. :-)