domingo, 29 de noviembre de 2020

F153 - Praga (V): Una excursión kafkiana (abril 2006)

 Cualquier día puedes desaparecer. Te paras un momento a pensarlo, a desvelar el profundo significado de dicha frase y resulta aterrador, a la par de misterioso y un puntillo romántico tirando a macabro. Un día cargas tu pequeña mochila al hombro, la llenas con lo habitual, un libro, unos planos, el botellín de agua, un poquito de ilusión. Sales a la ciudad extraña, recorres sus calles, te alejas, y ¡zas! sucede algo terrible. No regresas al calor del hostal. Pierdes el avión de vuelta. Para los demás te tragó la tierra.

Pero vayamos por partes, como dicen los Estopa y Jack el Destripador.

La mañana del penúltimo día resultó agotadora. Casi siempre me sucede lo mismo. Soy un viajero tranquilo, de esos que disfrutan de lo que contemplan alrededor, sin prisas, sin listas de monumentos para tiquear. Prefiero observar lugares, gentes, catar los brebajes locales, el plato típico. Entro en éste o aquel museo por puro instinto, o tal vez guiado por el azar. Mas a última hora me entran las prisas, un cargo de conciencia cae sobre mí, abrumador, acusador. No has visto tal estatua, no visitaste aquella exposición, no te asomaste al mirador del quinto cielo. Entonces subo una marcha en mi caminar, en mi explorar. Trato de compensar mi pereza turista con un ajetreo tardío, entrando a diestro y siniestro a los lugares que aparecen en la guía que acarreo, como si portara la pulsera vip amarillo fosforito de barra libre.

Exagero, claro.

De todo aquello, más que imágenes u objetos concretos, surgen de mi memoria sensaciones. O tal vez éstas se almacenen en otro lugar del cuerpo, en el corazón, en las entrañas, bajo la piel.

Recuerdo el cansancio mental. La bruma que envolvía mi ser cuando salí de aquella casa museo. Mareado, caminando despacio como un viejo. Palpitaciones, sudores fríos. Agarrándome a las barandillas de las escaleras, sujetándome sobre las paredes. Allí dentro, perdí la noción del tiempo. Asomé mi alma a una realidad paralela. Leí, observé, admiré y continué leyendo. En inglés, gran parte de todo aquello. Tres horas, quizás más, pululando por las estancias que acogieron en vida a Franz Kafka. Cientos de manuscritos, retratos, sonidos enlatados. Sintiendo en cada poro de mi piel la vida, obra y milagros de aquel peculiar personaje. Ignoro si el mareo sufrido se debió al empacho lector, al síndrome de Stendhal, o al enorme trancazo que todavía arrastraba. Aparte de todas estas sensaciones, una nota lúgubre quedó grabada a fuego en el último cajón oscuro de mi memoria. “Kafka sentía que aquella embriagadora y tenebrosa ciudad no le dejaba escapar. Que nunca podría salir de su Praga natal”. Así me sentía yo por aquel entonces en la mágica Edimburgo, pero mi prisión era dulce y luminosa, no por desencanto o hartazgo.

Aquella tarde, cansado de la aglomeración turística, decidí lanzarme un poco a la aventura. Comencé a caminar sin rumbo fijo, mi instinto como único GPS, sin siquiera echar una ojeada al pertinente mapa. Mi viejo Nokia azul tan sólo ofrecía la opción de mensajería esemese, no me permitía llamar desde un país extranjero, y por supuesto, no estaba bajo el yugo de Bill Gates, Steve Jobs y toda aquella banda. Así que lo dejé en la taquilla.

Me fui alejando, distraído, contemplando edificios, esculturas, perritos y personas. Poco a poco las edificaciones fueron disminuyendo, el campo visual creciendo diáfano. Ni siquiera recordaba haber cruzado el río.

Ando por un camino de gravilla, paralelo a una pequeña carretera, al fondo ruge la autopista que transcurre perpendicular sobre un puente. Comienzo a preocuparme pues no tengo ni pajolera idea de donde me hallo.

Alcanzo el túnel bajo la autopista. Está entre penumbras. Un silencio pesado me envuelve, brutalmente roto por el estruendo de un camión pasando por encima. Huele mal. Me asomo un poco más, con la intención de atravesar el pasadizo, tan similar a los vistos en barrios chungos periféricos de Edimburgo, como Niddrie o Wester Hailes. Algo impide mi avance. Ese hedor insoportable enciende una luz roja en mi salpicadero interno. Mis ojos se van acostumbrando a la oscuridad, ayudados de la luz que entra por ambos lados del túnel. Observo las paredes, llenas de extraños grafitis y dibujos obscenos. Hay basura acumulada por doquier. Levanto la vista, escudriño unas formas al fondo. Redondeadas, no parecen personas, mas toda mi piel se eriza enviando un S.O.S. a mi cerebro. Angustia que invade mi cuerpo. Al fin caigo en la cuenta, identificando aquellos objetos.

Son tiendas de campaña.

Unas sombras se mueven en su interior.

La angustia torna en miedo. Un miedo físico, palpable, pegajoso. Un miedo infantil. Un miedo de meter la cabeza bajo las sábanas y rezar un padrenuestro.

Giro sobre mis talones, despacio, tratando de no hacer ruido. Camino paso a paso, mirando al suelo. La luz de la tarde me sirve de guía pero temo que me ciegue y tropiece con algo. Alcanzo, a paso ligero, la boca del túnel por la que entré. Un nivel más y alcanzaría lo que en la mili denominaban “a la puta carrera”.

Aire, luz, cielo azul, nubes blancas.

Respiro hondo, como si emergiera del fondo de una piscina.

Echo a correr.

 

jueves, 26 de noviembre de 2020

F152 - Praga (IV): Un avión biplano sobre un campo de amapolas (abril 2006)

 

Existen personas, y ciertos personajes, que se repiten a lo largo de tu vida, que te persiguen allá donde vas, como si su única misión fuera tratar de entretenerte, o al menos distraer tu rutina, despejar la soledad que llevas siempre en la mochila. La tercera noche apareció uno de ellos: Fabio. Italiano, flequillo negro, delgado y puro nervio. Un guindilla, que decimos en mi pueblo. Fabio era la copia barata de mi querido Koldo, el vasco-navarro rey del reciclaje, quien supo ganarse mi confianza, y mi afecto, a pesar de sus excentricidades y su verborrea pseudo-histórica. El bueno de Koldo.

Lo nuestro era un cóctel lingüístico, un buen chorro de inglés nivel intermedio, acompañado de una dosis generosa de español y, antes de agitarlo, añadíamos unas gotas de italiano. Mas bien, Fabio lo hacía, yo me limitaba a saborearlas y extraer su significado dentro de aquella coctelera verbal.

Fabio era un tipo simpático. Hablador, risueño y algo fantasma. Fabio era un italiano de cómic. Una caricatura con patas. Poseía esa cualidad hipnótica. Hablaba y hablaba y hablaba, mirándote a los ojos. De vez en cuando, su mano izquierda barría de una rápida pasada el largo flequillo que a ratos ocultaba uno de sus ojos. Koldo registró la patente de aquel tic. A la segunda pinta y quinto o sexto gesto, tentado estuve de preguntarle si tenía un hermano gemelo en Elizondo.

̶  Jorge, my friend, esta noche te voy a presentar a unas pibitas checas.

No fueron sus exactas palabras. Mi memoria es un saco agujereado. Ciertos recuerdos son tan diminutos que se cuelan por los agujeros del fondo. Mas fue una expresión similar, o así me gusta recordarla.

Fabio cortaba el bacalao en Praga. Conocía los mejores bares de copas, sabía de memoria todas las triquiñuelas burocráticas, las argucias legales  ̶  o casi  ̶  para sobrevivir en aquella capital centroeuropea con un idioma extraño y una mezcolanza ciudadana. Al menos así lo creía él, en su cabecita alocada. Koldo hubiera hecho buenas migas con este individuo, pensé, o se hubieran liado a cabezazos, entrechocando sus respectivas cornamentas de machos alfa. Me quedé con las ganas de preguntarle si reciclaba.

Para mi sorpresa, Fabio dijo llevar en la República Checa desde febrero del 2002. Lo miré con asombro. Por favor, dime que no aterrizaste el día 20. La frase escapó de mis labios, a pesar de haber sido diseñada para permanecer en el interior de mi cerebro. Quedó callado. Algo casi milagroso. Inclinó ligeramente la cabeza, ayudando a despejar su ojo izquierdo, el flequillo colgando cual cortinón desencajado. Respondió con una negativa. Aclaró que no recordaba el día exacto, pero que fue a principios de mes.

̶  Esa fecha es capicúa  ̶  añadió, lleno de misterio.

̶  Lo es. Fue cuando yo llegué a Edimburgo.

̶  Mamma mia, you lucky bastard! Las estrellas están en tu bando.

Eso exclamó, aquel italiano desubicado, mientras pedía a gritos dos chupitos para celebrarlo.

Aquella noche, por fin, logré catar un poco el ambiente nocturno de la ciudad. The night scene, como lo denominaba Erika, tal vez un deje neozelandés o australiano para referirse a The night life, que dicen en Escocia. Bares, discotecas denominadas clubs, gente por las callejuelas a pesar del frío, puestos callejeros de perritos calientes, risas, algún que otro chillido, adrenalina, juventud, olor de motocicleta.

El malestar me concedió un pequeño break a base de voluntad, ilusión y algo de química. Ésta de la legal, adquirida con tique al amparo de la cruz verde. Nunca fui amigo, ni siquiera conocido, de la otra categoría. Bastante pedrada llevo en la cabeza, que dicen en mi pueblo, como para aliarme con Darth Vader en su lado oscuro.

Aun así, me acosté a una hora prudencial. La cerveza y sus parientes próximos comenzaban a reprochar mi conducta. La química izó bandera blanca hace rato. Los temblores ganaban terreno, palmo a palmo.

Oscuridad. Silencio, tan sólo roto por algún que otro grito procedente de la calle, o un petardazo de tubo de escape. Aroma a radiador caliente. Sopor febril. Soledad embriagadora. Las yankees todavía de picos pardos. Divina salud, bendita adolescencia, quien las pillara. Brazos sobre el pecho, cual muerto vivo. Toneladas de mantas. Calcetines gruesos. Pantalón de chándal poligonero. Camiseta ajada.  Los párpados, pesadas persianas metálicas que caen mientras el dueño en el interior hace caja. El sueño echa un pulso con el pensamiento. Planes para mañana, rutas, monumentos, cementerio judío, casa museo de Kafka. Las notas mentales, nubes bajas. La niebla extiende sus garras. Paseo de la mano con Erika, un campo de amapolas, un avión biplano vuela raso, su pelo alborotado, sus manos, sus labios, su risa clara de muchacha traviesa…

He debido de caer dormido.

 

domingo, 22 de noviembre de 2020

F151 - Praga (III): Una pócima mágica (abril 2006)

 

̶  ¿Hola, adivina desde dónde llamo?

̶  ¡Hombre, qué sorpresa! Pues no lo sé, ¿no estás en Edimburgo?

̶  ¡No! Vine a Praga. Nieva con ganas. Como tú sueles decir, caen copos como   boinas. Y hace un frío del carajo.

Su corta carcajada llegó lejana, a través de la línea telefónica. Su voz protectora caldeó mi entumecido cuerpo. Por un instante sentí su serena presencia en aquel minúsculo cubículo. Casi podía observar su rostro impreso sobre la capa de vaho que se formaba en el cristal de la cabina. Su sonrisa jugando al escondite con su tristeza.

̶  Estás como una jaula, hijo. Aprovecha, tú que puedes.    

Lo visualicé inclinado sobre el viejo aparato de teléfono, que reposa en el aparador del pasillo, con su camisa de franela a cuadros, el sempiterno cigarrillo descansando entre la comisura de sus labios.

Aquella mañana desperté temprano. Tras una ducha caliente me vestí, procurando no hacer ruido. Las jóvenes americanas dormían como sacos de patatas. Sus fuertes respiraciones llegaban sincronizadas. ¡Madre mía, incluso su roncar es sexy! Para mi sorpresa, me encontraba bastante mejor. Afortunadamente, anoche pude dar esquinazo a los ebrios alemanes, contándoles una milonga sobre una novia que esperaba impaciente mi compañía. La realidad, más mundana y ordinaria, un concierto de bombo y platillos se celebraba dentro de mi cabeza, dos trozos de carbón incandescente agazapados tras mis ojos, un sudor frío recorría mi nuca. Alcancé el hostal dando tumbos, más sobrio que nunca. Me quité la ropa entre temblores. A falta de pijama, una camiseta, un pantalón de chándal. Tragué a duras penas la pastilla. Me zambullí bajo el grato peso de las mantas. El olor del cercano radiador me envolvió. Caí en un sopor febril que pronto se convirtió en dulce sueño. Pasaban unos minutos de las nueve de la noche. Bienvenido a Praga, chaval.

Me juré a mí mismo no rendirme. Un catarrillo de nada no podría conmigo, aunque viniera escoltado por fiebre y tiriteras nocturnas. Aprovecharía los días, desde temprano, hasta que mi cuerpo dijera basta, entonces me recogería a mis aposentos.

El paseo, a orillas del río Moldava, ayudó a bajar el desayuno. Crucé el Puente Charles, en dirección al castillo. Elegí la visita de dos horas. Había tanto que ver. No pude evitar el recuerdo de otro castillo, aquel que se alzaba, orgulloso y magnífico, sobre una cima volcánica, velando por todos nosotros allá en mi amada Edimburgo. A media mañana, la garganta gritaba sus protestas, cabezota y malcriada, no conformándose con caramelos de miel y agua templada. Me dirigí hacia aquella pizarra que había llamado mi atención. Gruesos trazos de tiza, diferentes colores. Desayunos variados, ofertas, recomendaciones. En inglés. ¡No saben estos checos ni nada! Leí varias veces aquella lista de brebajes calientes y caprichos dulces y salados. Una relectura innecesaria, rutinaria. Unas pocas palabras, color amarillo, secuestraron mis ojos desde el primer vistazo.

Hot Chocolate + Rum, with our special Praha Ball

El precio carecía de interés. Algo intranscendente, trivial, mediocre, rayano lo soez. Aquella era la cura necesaria. La poción mágica del sabio Panoramix. La bola en cuestión resultó ser una trufa de chocolate, nevada de coco. Aquel manjar rellenó todos los palitos de mi barra de energía. Al fin y al cabo, quedaba mucho que contemplar, callejuelas que recorrer, fotos que disparar, sueños que codiciar. Lo próximo, un crucero por el río.

Contemplo la fotografía, abierta en otra ventana paralela sobre la pantalla, tomada a contraluz. Observo al joven que fui. A bordo de aquel barco turístico. Al fondo, uno de los numerosos puentes que atraviesan el río Vltava. En cubierta, sentado en una esquina apartada. Visto una vieja guerrera color caqui, con la capucha bordeada por una cálida piel de zorro venido a menos. Una braga roja abriga mi maltrecha garganta. La penumbra camufla la palidez de mi rostro. El atardecer comienza a traer cansancio, temperatura, malestar. Miro fijamente a la cámara, quizás observándome a mí mismo, a este futuro yo contemplativo, preguntándome qué será de mí en años venideros, cuánto tiempo continuaré mi aventura escocesa, cuándo aparecerá una Esmeralda, Marina, Erika en mi vida. Mi rostro sereno, apacible, remueve ajadas imágenes almacenadas en mi mente. Evoca la cara de mi padre, refleja una falsa tranquilidad, una aceptación del presente y del cercano futuro, una resignación madura, en su caso,  quizás un tanto precoz conformismo en el mío.

Aquella tempranera llamada concluyó de la manera usual. Él siempre se despedía con la misma coletilla, llena de sinceridad y apoyo moral.

̶  Cuídate, papa, ¿estarás bien?  ̶  suprimiendo la tilde, convertida en ‘llana’ la palabra, como era costumbre en nuestra casa.

̶  Hijo, yo estoy bien si tú lo estás.

 Cierta congoja acecha mi garganta al escribir estas últimas líneas. Mas no se trata de mi talón de Aquiles dando guerra. Una lámina acuosa y cálida anega mis ojos. Esta vez no necesito caramelos de menta.

                          


 

                    

miércoles, 4 de noviembre de 2020

F150 - Praga (II): Reglas no escritas (abril 2006)

  

El hostal exhibía con orgullo su mejor cualidad. Su precio económico no andaba de guerrillas con el buen gusto. Discreto, cómodo, limpio, tranquilo, y en pleno casco viejo de la capital checa. Tal vez fuera debido a la climatología adversa, pero apenas había inquilinos en sus escasas habitaciones. Todas ellas mixtas y funcionales: literas, taquillas, decoración minimalista (en lugar de cuadros, paredes pintadas por algún artista callejero que pasaba por allí). Temática diversa en cada una de ellas. Pude vislumbrar, asomándome a otros cuartos: playas paradisiacas; castillos medievales; planetas y naves espaciales.

 La room asignada presentaba en sus paredes vehículos y personajes de tribus urbanas ancladas en los años sesenta del siglo pasado. Sobre la más amplia, un tipo con tupé, chupa de cuero y gafas de sol negras, se apoyaba con desgana disfrazada de chulería sobre el capó de un Cadillac color naranja psicodélico estilo auto de choque. El personaje parecía un doble de Elvis una mañana de resaca. Constaba de tres literas, con sus respectivas taquillas de gimnasio (podías solicitar un candado en recepción, bajo el depósito del equivalente a una libra, en coronas).

Las camas de una de las literas, sendos revoltijos de sábanas y colchas. Dos enormes mochilas rojas, idénticas, posaban de pie contra el muro decorado. Así que escogí la cama inferior de la tercera litera. La más alejada. Preferí no distanciarme mucho del suelo, pues intuía que mi cuerpo no iba a estar como para retar a la fuerza de la gravedad.

Pronto descubrí a las responsables de tal desorden de lienzos. Dos muchachas  estadounidenses, como me explicaron más adelante. Aunque ellas afirmaron ser americanas, sin más, con esa tendencia tan común que muestran los ciudadanos de aquel país a identificarse como dueños de todo un continente. Venían de California, me contaron. No, no somos hermanas, afirmaban entre risas probadas ya en tubo de ensayo. Lo parecían, rubias, sonrisas perfectas de anuncio Profidén, simpáticas, un punto ingenuas y modeladas a lo Barbie Excursionista. Mi mente calenturienta no pudo evitar imaginar la escena: ambas corriendo, escasas de ropa, a través de un frondoso bosque. Gritos bajo la luna llena. Huida desesperada. El enmascarado de Viernes-13 persiguiéndolas. Chicas, espero que el bueno de Jason no aparezca esta noche, hacha en mano. Me confiscaron el bate de beisbol en el aeropuerto, pensé de forma descabellada.

Paseé por la parte vieja de la ciudad. Despacio, disfrutando de aquellas calles de película medieval. Observando a la gente. Eligiendo postales. Vamos, el típico turisteo del recién aterrizado. Y entre vista y vista, acudí a la sección farmacéutica de un supermercado. Como perro viejo, supe al instante que los caramelitos traídos conmigo no bastarían esta vez. El frío paralizante no ayudaba. Todavía crujía la nieve bajo mis botas.

Presupuesto. Esa odiosa palabra. En boca de nuestros inútiles políticos es vomitiva. Dicha por mi voz interior, torna patética a la par que hilarante. Presupuesto. Lo digo por lo bajini y no puedo evitar la carcajada. Tal palabra siempre fue insultante en mis viajes. Lo puesto, unos billetes, y poco más. Siempre quedaba como último recurso una tarjeta de crédito, siempre escondida, prohibida. Su uso reservado para una Emergencia, así, con mayúscula: me emborracho con las americanas la última noche y pierdo el vuelo; me dicen en el hostal que no tienen ni pajolera idea de quién soy y he de buscar un hotel cinco estrellas para compensar el disgusto; soy secuestrado por una banda de albanokosovares en paro y he de pagar mi propio rescate; me cruzo por la acera con Elsa Pataky que cae rendida a mis pies, suplicando, con ojos de cachorrito Scottex que la lleve al fin del mundo… Ese tipo de Emergencias.

Así que el primer día tocó bocata en papel de aluminio. El menú estándar del pobre.

A media tarde decidí que era un pecado no catar el brebaje local. Si no pecado, falta de cortesía como visitante. Me topé con una cervecería enorme, luz tenue, música moderna, jolgorio, risas y algún que otro grito. No era lo que buscaba, lo que tenía en mente, mas mi cabeza ya comenzaba a lanzarme mensajes de ligero malestar. Todavía en código Morse, punto, raya, raya, punto. Aún no a cañonazos.

Optamos por una mesa tranquila, al fondo. Mi pinta y yo. El primer trago me supo a trago de alcohólico anónimo que rompe su record de abstinencia. Traté de disfrutar aquel pequeño descanso. Los pies no utilizaban código Morse, ni braille, ni cualquier otra sutileza. Chillaban su dolor como gorrinos en matanza. La espalda, se solidarizaba con ellos. Todos y cada uno de mis músculos secundaban aquel boicot corporal. Cerré los ojos. Bebí sorbito a sorbito, aquel jarabe con espuma.

 Finalizada la bebida hice amago de levantarme. No pude. Tres chicarrones del norte, rubios, altos como torres de Pisa (emulando ya su inclinación), me hablaban en inglés estropeado. Acento marcado. Identifiqué su procedencia de inmediato. Alemanes. Se sientan, requiriendo permiso. Gestos, más que palabras. Por supuesto, yo ya me iba y tal. No, no, please. Incómodos. Malinterpretan que están forzando mi marcha. Lo leo en sus ojos incrédulos, que contemplan el solitario vaso ante mí, con rastros de espuma. ¿Americano? No, no. Español. Vine desde Escocia. La incredulidad crece en sus beodos rostros. Da igual. Les da lo mismo. Podría haber respondido que venía del planeta Raticulín, formando un triángulo con mis dedos y soplando a su través fiu, fiu, fiu como Carlos Jesús frente a Pepe Navarro. Hubieran revelado las mismas caras.

Entonces la cara de asombro la pongo yo.

            ̶  Amigo espaniol tú no vas. Yo nofia ispaniola. Fiffa Kádiss. Olé.

Dijo el rubio que llevaba la voz cantante, acompañando la última palabra con un giro rápido de su mano derecha, sobre su cabeza, dedos abiertos hacia arriba, como Raphael enroscando una bombilla. Entretanto uno de sus compinches coloca cuatro pintas de cerveza sobre la mesa, la espuma desbordante forma un pequeño charco blanquecino. Como diría el Reverte, hay reglas y códigos no escritos. Así que, sonreí, cogí una jarra y la choqué contra las suyas.

            ̶  Sláinte!

lunes, 2 de noviembre de 2020

F149 - Praga (I): Un caramelo mentolado para Aquiles (abril 2006)

 La ilusión siempre vence al miedo. Como mínimo lo camufla. Subir a un avión, sin más compañía que un par de panfletos turísticos (todavía no contaba con San Google Maps), rumbo a un país desconocido, impone cierto respeto. No pude evitar recordar mi primera aventura, cuando abordé aquel gigante blanco, en Barajas, que me trajo hasta la bella Escocia, cuatro años atrás, aquella emoción acompañada de temor.

Al desconocimiento del país, debía añadir la dificultad del idioma. Un rápido vistazo a un minúsculo diccionario básico (que también llevaba conmigo) me bastó para saber que jamás de los jamases podría hablar o comprender aquella lengua. Tuve que dar gracias al dios de turno por manejar con cierta soltura el inglés que, según indicaba el manual, utilizaban como segundo lenguaje en la capital checa. Es lo que tiene constar como un punto turístico por excelencia.

La primera señal de que algo no iba del todo bien la aprecié sentado en aquel asiento 14F, junto a la ventanilla. No sentía demasiado frío, tampoco excesivo calor. Sin embargo, me encontraba lejos de la comodidad.Según mi experiencia, algunas veces a bordo de esos tubos huecos de metal, a los que cariñosamente denominamos aviones, o te pelas de frío o te cueces a fuego lento, como canta Robe Iniesta. Por lo tanto, todo se encontraba dentro del umbral de normalidad, salvo un pequeño e insignificante detalle: un picorcillo que rondaba, cantándole rancheras, mi garganta. Ahí saltaron todas las lucecitas rojas, naranjas, e incluso las fucsias, en mi cuadro de mandos interno. Acompañadas por un pitido estridente de alarma de bunker anti-ataque nuclear: miiic, miiic, miiic. La laringe es mi talón de Aquiles, herencia de una maestra de escuela.

No me considero una persona hipocondriaca. Bueno, quizás tan sólo un poquito. Mas, en mi defensa, debo indicar que conozco mi cuerpo (y mente) como si me hubiera parido (que dicen, a lo bruto, en mi pueblo). Lo que comienza con un ligero escozor de garganta, a veces se convierte en una molestia, a la que sigue el dolor y el trancazo total. En otras ocasiones acabo venciéndolo con unos pocos caramelos de miel y limón, acompañados con la ingesta de mucho líquido (a poder ser sin demasiado porcentaje de alcohol). Ya no quedaba más que jugármela, no tenía otra salida. Es lo que sucede cuando estás atado a una butaca, en el interior de un tubo metálico presurizado, a doce mil metros de altura.

Traté de relajarme, cerré los párpados, el libro guardado en la redecilla del respaldo anterior. Mas el runrún interior me impedía conciliar siquiera uno de aquellos micro-sueños. ¿Me habré quedado frío corriendo? ¿Tal vez me pasé con mi restricción alimenticia? ¿Quizás la visita al pub fue un error?

Dichas preguntas taladraban mi cerebro, cual docena de pájaros picatroncos en huelga a la japonesa. Interrogantes nacidas como consecuencia del plan estricto que seguí estas últimas tres semanas. Dieta, carreras de cinco kilómetros y abstinencia total de grasas, dulces y alcohol. Meta que cruzar: “quedarme fino” para la aventura checa. Objetivo logrado. Perdí dos kilos y medio. Recompensa disfrazada de refuerzo positivo: visita al Pub Oxford y dos pintas de IPA Deuchars, la tostada favorita del inspector Rebus, a la salud del bueno de Ian Rankin (a quien tendría el placer de conocer, en dicho pub, años más tarde. Una foto que atesoro lo atestigua: Marina y yo, sonrientes, flanqueando al gran escritor).

Como resultado, mi autoestima se contempló en el espejo inflándose cual bizcocho al horno con exceso de levadura. Me sentía genial… hasta subir a aquel autobús aéreo.

El agotamiento cobró su presa. Caí dormido.

El ruido del impacto de las ruedas con la pista al aterrizar, poom, me despertó. Un frenazo provocó que mi cabeza se inclinara hacia adelante, como si hiciera una reverencia de saludo oriental. Despierta y céntrate, Jorge, que esto es la República Checa, no el Japón. El pasajero sentado a mi izquierda, junto al pasillo  ̶  una butaca vacía nos separaba  ̶  me miró con cierto desdén, o quizás sólo indiferencia. Lo ignoré girando el rostro hacia la ventanilla, mientras soltaba distraído la hebilla metálica del cinturón.

Afuera nevaba copiosamente.

El avión rodaba despacio por la pista, buscando una plaza libre en aquel gigantesco parking para aeronaves.

¡Voy a tener que comprar gorro y bufanda!

Por si acaso, aterrado, comencé a buscar en el mini-diccionario, con dedos temblorosos: bufanda… šálu; gorro… čepice.

¡Madre mía, espero que el dependiente hable inglés!