domingo, 29 de noviembre de 2020

F153 - Praga (V): Una excursión kafkiana (abril 2006)

 Cualquier día puedes desaparecer. Te paras un momento a pensarlo, a desvelar el profundo significado de dicha frase y resulta aterrador, a la par de misterioso y un puntillo romántico tirando a macabro. Un día cargas tu pequeña mochila al hombro, la llenas con lo habitual, un libro, unos planos, el botellín de agua, un poquito de ilusión. Sales a la ciudad extraña, recorres sus calles, te alejas, y ¡zas! sucede algo terrible. No regresas al calor del hostal. Pierdes el avión de vuelta. Para los demás te tragó la tierra.

Pero vayamos por partes, como dicen los Estopa y Jack el Destripador.

La mañana del penúltimo día resultó agotadora. Casi siempre me sucede lo mismo. Soy un viajero tranquilo, de esos que disfrutan de lo que contemplan alrededor, sin prisas, sin listas de monumentos para tiquear. Prefiero observar lugares, gentes, catar los brebajes locales, el plato típico. Entro en éste o aquel museo por puro instinto, o tal vez guiado por el azar. Mas a última hora me entran las prisas, un cargo de conciencia cae sobre mí, abrumador, acusador. No has visto tal estatua, no visitaste aquella exposición, no te asomaste al mirador del quinto cielo. Entonces subo una marcha en mi caminar, en mi explorar. Trato de compensar mi pereza turista con un ajetreo tardío, entrando a diestro y siniestro a los lugares que aparecen en la guía que acarreo, como si portara la pulsera vip amarillo fosforito de barra libre.

Exagero, claro.

De todo aquello, más que imágenes u objetos concretos, surgen de mi memoria sensaciones. O tal vez éstas se almacenen en otro lugar del cuerpo, en el corazón, en las entrañas, bajo la piel.

Recuerdo el cansancio mental. La bruma que envolvía mi ser cuando salí de aquella casa museo. Mareado, caminando despacio como un viejo. Palpitaciones, sudores fríos. Agarrándome a las barandillas de las escaleras, sujetándome sobre las paredes. Allí dentro, perdí la noción del tiempo. Asomé mi alma a una realidad paralela. Leí, observé, admiré y continué leyendo. En inglés, gran parte de todo aquello. Tres horas, quizás más, pululando por las estancias que acogieron en vida a Franz Kafka. Cientos de manuscritos, retratos, sonidos enlatados. Sintiendo en cada poro de mi piel la vida, obra y milagros de aquel peculiar personaje. Ignoro si el mareo sufrido se debió al empacho lector, al síndrome de Stendhal, o al enorme trancazo que todavía arrastraba. Aparte de todas estas sensaciones, una nota lúgubre quedó grabada a fuego en el último cajón oscuro de mi memoria. “Kafka sentía que aquella embriagadora y tenebrosa ciudad no le dejaba escapar. Que nunca podría salir de su Praga natal”. Así me sentía yo por aquel entonces en la mágica Edimburgo, pero mi prisión era dulce y luminosa, no por desencanto o hartazgo.

Aquella tarde, cansado de la aglomeración turística, decidí lanzarme un poco a la aventura. Comencé a caminar sin rumbo fijo, mi instinto como único GPS, sin siquiera echar una ojeada al pertinente mapa. Mi viejo Nokia azul tan sólo ofrecía la opción de mensajería esemese, no me permitía llamar desde un país extranjero, y por supuesto, no estaba bajo el yugo de Bill Gates, Steve Jobs y toda aquella banda. Así que lo dejé en la taquilla.

Me fui alejando, distraído, contemplando edificios, esculturas, perritos y personas. Poco a poco las edificaciones fueron disminuyendo, el campo visual creciendo diáfano. Ni siquiera recordaba haber cruzado el río.

Ando por un camino de gravilla, paralelo a una pequeña carretera, al fondo ruge la autopista que transcurre perpendicular sobre un puente. Comienzo a preocuparme pues no tengo ni pajolera idea de donde me hallo.

Alcanzo el túnel bajo la autopista. Está entre penumbras. Un silencio pesado me envuelve, brutalmente roto por el estruendo de un camión pasando por encima. Huele mal. Me asomo un poco más, con la intención de atravesar el pasadizo, tan similar a los vistos en barrios chungos periféricos de Edimburgo, como Niddrie o Wester Hailes. Algo impide mi avance. Ese hedor insoportable enciende una luz roja en mi salpicadero interno. Mis ojos se van acostumbrando a la oscuridad, ayudados de la luz que entra por ambos lados del túnel. Observo las paredes, llenas de extraños grafitis y dibujos obscenos. Hay basura acumulada por doquier. Levanto la vista, escudriño unas formas al fondo. Redondeadas, no parecen personas, mas toda mi piel se eriza enviando un S.O.S. a mi cerebro. Angustia que invade mi cuerpo. Al fin caigo en la cuenta, identificando aquellos objetos.

Son tiendas de campaña.

Unas sombras se mueven en su interior.

La angustia torna en miedo. Un miedo físico, palpable, pegajoso. Un miedo infantil. Un miedo de meter la cabeza bajo las sábanas y rezar un padrenuestro.

Giro sobre mis talones, despacio, tratando de no hacer ruido. Camino paso a paso, mirando al suelo. La luz de la tarde me sirve de guía pero temo que me ciegue y tropiece con algo. Alcanzo, a paso ligero, la boca del túnel por la que entré. Un nivel más y alcanzaría lo que en la mili denominaban “a la puta carrera”.

Aire, luz, cielo azul, nubes blancas.

Respiro hondo, como si emergiera del fondo de una piscina.

Echo a correr.

 

6 comentarios:

  1. A ver si se anima ya la cosa, vaya viajecito más triste.

    Un buen meneo de lo que sea pa dar alegría, ¡ya!, por favor :)

    xx

    viki

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    1. Hola viki,

      Me temo que lo que mal empieza, mal acaba jaja.

      Fue un viaje curioso, con experiencias diferentes, unas gratas otras menos.

      Ya sabes que nunca relato todo, ni mucho menos. Me gusta dejar ahí un halo de misterio jaja. Que cada uno imagine lo que quiera.

      Incluso podría ser todo mentira...

      Un beso,

      Cuídate.

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  2. Qué angustia! De noche, solo y paseando en tierra extraña.
    Hay que ver qué poco arraigado tienes el sentido de la supervivencia..
    Venga, próxima entrega con final feliz, por fa.
    Saludos!
    Eva

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  3. Hola Eva,

    No era de noche, todavía. Fue por la tarde, después sí que comenzó a atardecer. Pero eso para la próxima.

    Lo que le mencioné a viki, a veces los finales felices sólo suceden en Disney Channel. Pero creo que la próxima hará sonreír un poco más. Poco más eh, no te hagas ilusiones jaja.

    Voy a tener que ir cerrando el viajecito, que esto parece Fargaditas en Praga.

    Un saludo

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  4. Uno sabe que está en un lugar interesante cuando, caminando por una ciudad, de pronto los edificios se desvanecen y aparecen tiendas de campaña :-))

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  5. Así es Paquito, y si ya ve indios con arcos y flechas ni te cuento jaja

    Gracias por comentar

    Un saludo

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