lunes, 30 de marzo de 2020

F132 - Un búnker en Broomhouse (octubre 2005)


Amanezco tarde y somnoliento. El cuerpo, siempre sabio, quiso permanecer un rato más bajo el calor del pesado edredón. El motivo golpea mi rostro, al abrir el balcón, en forma de gélida brisa. Mis ojos van cobrando vida ante la bella estampa: una fina capa de nieve va deshelándose con pereza, víctima de la fuerza de unos débiles pero insistentes rayos de sol. Mi mente, todavía abotagada, pelea por comprender este extraño, y apocalíptico, final de marzo.

Giro sobre mí mismo y tropiezo con una pila de periódicos pasados, que pierde su precario equilibrio desparramando por el suelo varios ejemplares. Uno de los titulares llama mi atención: 

                        “La población hace acopio de papel higiénico”

Su fugaz lectura dibuja una sonrisa en mi cara. La frase se alía con mi sensación térmica para conseguir tele-transportarme a aquel lejano y frío octubre escocés.

                                                                             

            Stevie abrió con parsimonia la enorme puerta del armario. Parecía una vieja despensa. Nos encontrábamos al final del corredor, si es que podía denominarse así a los escasos metros de moqueta de superficie fina y color mostaza caducada. El brillo de sus ojos reflejaba la ilusión de un niño pequeño mostrando ufano los juguetes que le habían dejado los Reyes Magos, o el gordo rojiblanco de la coca-cola en este caso. Tal fue el gesto que al irse abriendo la puerta mi confusa mente vio una cegadora luz saliendo a raudales del interior, augurando la presencia de un tesoro inimaginable, algo perteneciente a otro mundo, tal vez el Arca Perdida, quizás el sagrado Cáliz de la Última Cena, o pudiera tratarse del misterioso contenido del maletín de Matrix. Instintivamente di un paso atrás y alcé la mano derecha para cubrir mis ojos pecadores, ante el temor de quedarme ciego por tal visión o convertirme en estatua de sal, o vaya usted a saber.

            Stevie se hizo a un lado, y al fin pude contemplar el contenido de aquella despensa. Abrí los ojos hasta el dolor, la boca los imitó por voluntad propia. Ante mí vislumbré decenas y decenas de rollos de papel higiénico, tal vez centenares, apretujados entre sí bajo el plástico que protegía cada enorme paquete. En otra balda, botes de jabón de manos, verdes, ámbar, blancos, rosas, rojos. De infinitas texturas y fragancias, menta, coco, jazmín, cerezas, aloe vera, fresas con nata… Perdí la cuenta de sus unidades, absorto ante tal abundancia higiénica. También había enormes cubos de detergente para la lavadora, botes de suavizante, papel de cocina, paquetes de estropajos y trapos y bayetas, incluso pastillas de jabón (por si el buen hombre se quedaba de repente sin su pariente en estado líquido).

“¡Menudo búnker se ha montado este tipo!”. El  asombro que se leía en mi semblante, un libro abierto en esos momentos, acabó por satisfacer a mi recién estrenado landlord – que es como denominábamos a tal figura por estos lares, incluso cuando conversábamos en español entre compatriotas. Mi casero, en la noble lengua cervantina. ̶ 

            ̶  Hilp yierself whinefa yie wont!, Yie ken?

Que me abasteciera de cuanto necesitara, sin la obligación de pedírselo. Eso dijo, en aquel acento cerrado de barrio escocés al que tanto me costó adaptarme. Pronto descubriría las novelas   ̶  duras, soeces, obscenas, brutales  ̶  del edimburgués Irvine Welsh, las cuales se convertirían en mi particular tutorial de dicha lengua (autor que asaltó a caballo la fama mundial con su gran obra Trainspotting; sacándose de la manga, años más tarde, su trasnochada precuela Skagboys (Los chicos del jaco).

            Las normas de convivencia, y condiciones monetarias, quiso dejarlas claras desde el principio. Días antes. Tras recibirme y mostrarme su modesta propiedad. Si bien, para él su castillo. My castle, dijo literalmente, henchido de orgullo. La fortaleza estaba situada en el barrio de Broomhouse, al oeste de la ciudad. Consistía en el piso inferior de una casa con tejado gris a doble agua. En la planta de arriba residía otra familia, cuya entrada estaba situada en el lateral derecho de la edificación. Nosotros accedíamos por la entrada principal, tras franquear una pequeña verja a la altura de la cintura y recorrer un sendero de gravilla bordeado por un pequeño jardín frontal. A éste se le sumaba uno más grande en la parte trasera de la casa, comunicado a través de la puerta de la cocina. Nuestra planta contenía dos dormitorios, una pequeña sala de estar, la cocina y un cuarto de baño. Era una estancia modesta, mas Stevie la conservaba en perfecto estado, ordenada e impoluta.

            El precio era razonable y justo. Precio de amigo de amigos. Lo acordado durante aquella inolvidable velada festiva, bajo las estrellas, charlando como si todos nos conociéramos de otra vida. Todo ello gracias a los milagrosos efluvios del alcohol.

            ̶  Yo dispongo de una habitación para ti. Te cobraré lo mismo que estés pagando actualmente,   pero todo incluido. Olvídate de facturas y otros gastos.

Eso mencionó el bueno de Stevie. Lo que yo ignoraba era que aquellos otros gastos incluirían todo lo referente a productos higiénicos, y de limpieza, generales. En otras convivencias solíamos pagarlos a escote, o establecíamos un sistema de hucha.

            Stevie también dejó entrever su lado oscuro. Su cara oculta de la luna. Lo hizo desde el primer día. Durante aquella lejana presentación. Aquel Castle Tour, como lo denominaba yo para mis adentros.

            ̶  Muy importante, Joorges   ̶ él peleaba con mi nombre, al igual que yo lo hacía con su acento ̶  todos los enchufes DEBEN  ̶  el énfasis que puso en ese MUST se convirtió en nubarrón negruzco que anunciaba tormenta ̶  quedar desconectados antes de acostarte. Todas las noches. Siempre.

Las tomas de electricidad, en la pared, de las viviendas en Escocia suelen contar con un pequeño interruptor. Posición roja, existe corriente. Posición blanca, o ciega, impide el flujo de corriente aunque el enchufe del flexo, por ejemplo, esté introducido y la palanquita de la lámpara en posición ON. Lo hacen así por seguridad, para evitar incendios por cortocircuito. Al igual de la inexistencia de cualquier tipo de enchufe en el cuarto de baño. La seguridad raya la obsesión por estos lugares. Y el amigo Stevie ocupaba el número uno de la papista promoción a Papa, en dicho asunto.

            ̶  Ah, y cuando uses la lavadora, debes apagarla (girando la ruletita) de forma inmediata tras acabar el ciclo.

Miro aquellos ojos azules, limpios, sinceros, quizás un poco juntos. Contemplo a aquel singular tipo, de corta estatura mas pesado, recio, fuerte. Su cráneo totalmente rapado, la maquinilla aliada con la propia alopecia. Su forma de vestir mundana, camiseta, vaqueros. Aquella gruesa cadena dorada al cuello, un aro de tamaño medio en su lóbulo izquierdo, el tatuaje azulado, casi carcelario  ̶  un alambre de espino  ̶  rodeando su inflamado bíceps diestro. Lo estudio y no sé leerlo. Su aspecto, una mezcolanza de Popeye, Sherk y Mr Proper. Le respondo a todo que sí, que por supuesto. Su castillo, sus leyes.

            Meses más tarde, visitando a mis hermanos y demás familia en España, relataría anécdotas y chascarrillos para divertimento de mis sobrinas que contaban por aquel entonces unos siete años de edad. La de la lavadora las conquistó. Sus pequeños rostros rendidos a las carcajadas, riendo y riendo hasta las lágrimas. Cuéntalo otra vez, cuéntalo otra vez, repetían sus vocecitas agudas. Y yo, claro, cómo negarme ante aquellas caritas, que miraban al payaso de su tío con divertida devoción.

            ̶  Pues eso, que cada vez que pongo la lavadora, he de sentarme en el suelo,frente a ella, sin moverme, con los ojos fijos en su portezuela transparente, mientras gira y gira y gira la ropa dentro, dispuesto, al acecho, para que en cuanto termine, lanzarme raudo y veloz a desconectarla.

Acompañaba mis palabras con gestos exagerados, cual mimo enloquecido, girando y girando y girando la cabeza delante de ellas, como si no hubiera un mañana. Mientras, las peques morían de la risa, y sus padres trataban de que finalizaran la merienda, serios y burlones al mismo tiempo.

            ̶  ¡Jorge, eres tú peor que ellas!

                                   

domingo, 22 de marzo de 2020

F131 - A tu lado (en este incierto presente)

La realidad se impone durante estos días tan largos, tan tristes, tan inciertos. Desde este lado de la pantalla deseo compartir con ustedes mi carta de apoyo para pacientes ingresados en el hospital, o para aquellos que estén peleando contra el coronavirus recluidos en sus casas. Es una bella iniciativa a la cual me uní con gusto.



(Carta borrada)



                                                                                 

sábado, 14 de marzo de 2020

F130 - Polvo de tiza (octubre 2005)


No tuve la suerte de ser bendecido con una vocación. A simple vista puede parecer una tontería mas no lo es. Es un hecho que te empuja a dar tumbos, día a día, año tras año, en busca de una idea, un aliciente, una ilusión. En busca de algo que te remueva por dentro, te arrastre cada mañana fuera de la cama, ponga una sonrisa en tu rostro. No es sencillo, tampoco grato. Te descubres a ti mismo envidiando a aquellos afortunados que lo tuvieron claro desde el principio, desde críos: “Yo seré médico, yo abogado, pues yo quiero ser policía para coger a los malos”. Nunca tuve respuesta para aquella terrible pregunta disparada a bocajarro, sin piedad, por tías, abuelos y demás parentela: “¿Y tú, cariño, qué deseas ser de mayor?”. Y mientras tu mente queda en blanco, tu cara se enciende roja como un pimiento riojano. A lo justo te atreves a encoger los hombros, mirar con timidez el mantel, los platos todavía vacíos, los cubiertos ordenados cual soldados en formación, apretujar con manos temblorosas la servilleta, rogar su intervención al dios moderador de conversaciones para que dirigiera aquella hacia otros asuntos de interés general; o al menos, que saltaran los plomos y quedáramos a oscuras.

¿Qué deseas ser de mayor? 

            Un día despiertas, te desperezas, frotas tus ojos desprendiendo a duras penas las legañas. Caminas sobre el suelo de madera, sintiendo su agradable frescor sobre las plantas de tus pies. En el cuarto de baño te detienes frente al espejo, observas a ese tipo con el cabello revuelto, la barba de cuatro días, las prominentes ojeras, un par de arrugas enmarcan sus ojos. Caes en la cuenta de que ya eres mayor. Ya alcanzaste esa categoría en la cual se suponía encontrarías la respuesta al misterio. Mas abres el sobrecito, sacas la cartulina, te dispones a leer el nombre del ganador, y para tu horror descubres que está en blanco. Cuartilla en blanco. Aunque ya tu rostro no torna colorado. 

            Lo más parecido a una vocación que jamás rozó mi piel fue la de ser maestro. Pero a la vieja usanza. Maestro de pueblo, como lo fue mi madre. Cierro los ojos y me veo ayudándola a recoger el aula, concluidas ya las clases. Con mis ocho años, borrando el gigantesco encerado, dando saltitos para alcanzar la parte superior, cubriéndome de aquel polvo blanco. Cierro los párpados y huelo el aroma a tiza, escucho el silencio de la clase vacía, contemplo la hermosa sonrisa de mi madre, mirando de soslayo, con orgullo, a su retoño menor, tal vez soñando con que un lejano día fuera yo quien ocupase su silla, quien manejara la campanilla pidiendo un imposible silencio total a los pequeños discípulos de apenas seis años. Esa campanilla que un ya distante día hizo sonar desde el cielo, advirtiéndome contra una elección errónea. Indicándome el camino correcto, el desvío en el próximo cruce, con destino a Edimburgo.

            Quizás por este motivo, debido a esta vaga vocación de maestro imposible en nuestros tiempos, puse el anuncio sobre el panel de corcho en el Elephant House. Una ficha de cartón sencilla, tamaño mayor que una tarjeta de visita, algo menor que el de medio folio, blanquecina, escrita a mano. La dispuse en la esquina superior izquierda, junto a un vistoso cartel que anunciaba la celebración de un ceiligh –baile tradicional escocés  ̶ en una antigua edificación, que en su día albergó una iglesia protestante del barrio de Leith. El escueto texto rezaba así:

                               ¿Te gusta viajar a España?
                      ¿Estudias español en la universidad?
                ¿Desearías mejorar tu gramática, practicar conversación?
                         Llámame, te ayudaré GRATIS
                            Phone: 0131-353 21 57

Sobra aclarar que la palabra subrayada, y en mayúsculas, figuraba a modo de cebo, cual trocito de queso a la vista, sobre un oculto cepo para ratones. El móvil que me impulsaba no era en absoluto altruista, al contrario, se trataba de un plan trazado por puro egoísmo con el objeto de conocer gente local y de otros países, practicar mi inglés (normalmente para enseñar castellano a un guiri has de usar la lengua de Shakespeare), quizás encontrar el verdadero amor (el pequeño bote en el que Erika y yo navegábamos, a golpe de remo, hacía ya más agua que el Titanic);  y, desde luego, a algún café que otro sería convidado (a falta de la clásica manzana). Sin embargo, por encima de todo, mi deseo era rozar con los dedos esa vocación perdida en el tiempo. Emular aquella profesión de formas tan tradicionales como obsoletas. Escribir con letra redondeada “Mi mamá me mima” sobre una enorme pizarra imaginaria. Empuñar con delicadeza una campanilla solicitando un utópico silencio. Cerrar los ojos y contemplar su eterna sonrisa. Sentir su presencia cercana, protectora, cariñosa.

Cerrar los ojos y sentir el aroma del polvo de tiza.