Amanezco
tarde y somnoliento. El cuerpo, siempre sabio, quiso permanecer un rato más
bajo el calor del pesado edredón. El motivo golpea mi rostro, al abrir el
balcón, en forma de gélida brisa. Mis ojos van cobrando vida ante la bella
estampa: una fina capa de nieve va deshelándose con pereza, víctima de la
fuerza de unos débiles pero insistentes rayos de sol. Mi mente, todavía abotagada,
pelea por comprender este extraño, y apocalíptico, final de marzo.
Giro sobre
mí mismo y tropiezo con una pila de periódicos pasados, que pierde su precario
equilibrio desparramando por el suelo varios ejemplares. Uno de los titulares
llama mi atención:
“La población hace acopio de
papel higiénico”
Su fugaz
lectura dibuja una sonrisa en mi cara. La frase se alía con mi sensación
térmica para conseguir tele-transportarme a aquel lejano y frío octubre
escocés.
… … … …
Stevie abrió con parsimonia la
enorme puerta del armario. Parecía una vieja despensa. Nos encontrábamos al
final del corredor, si es que podía denominarse así a los escasos metros de
moqueta de superficie fina y color mostaza caducada. El brillo de sus ojos
reflejaba la ilusión de un niño pequeño mostrando ufano los juguetes que le
habían dejado los Reyes Magos, o el gordo rojiblanco de la coca-cola en este
caso. Tal fue el gesto que al irse abriendo la puerta mi confusa mente vio una
cegadora luz saliendo a raudales del interior, augurando la presencia de un
tesoro inimaginable, algo perteneciente a otro mundo, tal vez el Arca Perdida,
quizás el sagrado Cáliz de la Última Cena, o pudiera tratarse del misterioso
contenido del maletín de Matrix. Instintivamente di un paso atrás y alcé la
mano derecha para cubrir mis ojos pecadores, ante el temor de quedarme ciego
por tal visión o convertirme en estatua de sal, o vaya usted a saber.
Stevie se hizo a un lado, y al fin
pude contemplar el contenido de aquella despensa. Abrí los ojos hasta el dolor,
la boca los imitó por voluntad propia. Ante mí vislumbré decenas y decenas de rollos
de papel higiénico, tal vez centenares, apretujados entre sí bajo el plástico
que protegía cada enorme paquete. En otra balda, botes de jabón de manos,
verdes, ámbar, blancos, rosas, rojos. De infinitas texturas y fragancias, menta,
coco, jazmín, cerezas, aloe vera, fresas con nata… Perdí la cuenta de sus
unidades, absorto ante tal abundancia higiénica. También había enormes cubos de
detergente para la lavadora, botes de suavizante, papel de cocina, paquetes de estropajos y trapos
y bayetas, incluso pastillas de jabón (por si el buen hombre se quedaba de
repente sin su pariente en estado líquido).
“¡Menudo búnker
se ha montado este tipo!”. El asombro
que se leía en mi semblante, un libro abierto en esos momentos, acabó por
satisfacer a mi recién estrenado landlord
– que es como denominábamos a tal figura por estos lares, incluso cuando
conversábamos en español entre compatriotas. Mi casero, en la noble lengua
cervantina. ̶
̶
Hilp yierself whinefa yie wont!, Yie ken?
Que me
abasteciera de cuanto necesitara, sin la obligación de pedírselo. Eso dijo, en
aquel acento cerrado de barrio escocés al que tanto me costó adaptarme. Pronto
descubriría las novelas ̶ duras, soeces, obscenas, brutales ̶ del edimburgués Irvine Welsh, las cuales se
convertirían en mi particular tutorial de dicha lengua (autor que asaltó a caballo la fama mundial con su
gran obra Trainspotting; sacándose de
la manga, años más tarde, su trasnochada precuela Skagboys (Los chicos del jaco).
Las normas de convivencia, y
condiciones monetarias, quiso dejarlas claras desde el principio. Días antes.
Tras recibirme y mostrarme su modesta propiedad. Si bien, para él su castillo. My castle, dijo literalmente, henchido
de orgullo. La fortaleza estaba situada en el barrio de Broomhouse, al oeste de
la ciudad. Consistía en el piso inferior de una casa con tejado gris a doble
agua. En la planta de arriba residía otra familia, cuya entrada estaba situada
en el lateral derecho de la edificación. Nosotros accedíamos por la entrada
principal, tras franquear una pequeña verja a la altura de la cintura y
recorrer un sendero de gravilla bordeado por un pequeño jardín frontal. A éste
se le sumaba uno más grande en la parte trasera de la casa, comunicado a través
de la puerta de la cocina. Nuestra planta contenía dos dormitorios, una pequeña
sala de estar, la cocina y un cuarto de baño. Era una estancia modesta, mas
Stevie la conservaba en perfecto estado, ordenada e impoluta.
El precio era razonable y justo.
Precio de amigo de amigos. Lo
acordado durante aquella inolvidable velada festiva, bajo las estrellas,
charlando como si todos nos conociéramos de otra vida. Todo ello gracias a los
milagrosos efluvios del alcohol.
̶ Yo dispongo de una habitación para ti. Te cobraré lo mismo que estés pagando actualmente, pero todo incluido. Olvídate de facturas y otros gastos.
Eso mencionó
el bueno de Stevie. Lo que yo ignoraba era que aquellos otros gastos incluirían todo lo referente a productos higiénicos, y
de limpieza, generales. En otras convivencias solíamos pagarlos a escote, o
establecíamos un sistema de hucha.
Stevie también dejó entrever su lado
oscuro. Su cara oculta de la luna. Lo hizo desde el primer día. Durante aquella
lejana presentación. Aquel Castle Tour, como
lo denominaba yo para mis adentros.
̶ Muy importante, Joorges ̶ él peleaba con mi nombre, al igual que yo lo hacía con su acento ̶ todos los enchufes DEBEN ̶ el énfasis que puso en ese MUST se convirtió en nubarrón negruzco que anunciaba tormenta ̶ quedar desconectados antes de acostarte. Todas las noches. Siempre.
Las tomas de
electricidad, en la pared, de las viviendas en Escocia suelen contar con un
pequeño interruptor. Posición roja, existe corriente. Posición blanca, o ciega,
impide el flujo de corriente aunque el enchufe del flexo, por ejemplo, esté
introducido y la palanquita de la lámpara en posición ON. Lo hacen así por
seguridad, para evitar incendios por cortocircuito. Al igual de la inexistencia
de cualquier tipo de enchufe en el cuarto de baño. La seguridad raya la
obsesión por estos lugares. Y el amigo Stevie ocupaba el número uno de la papista
promoción a Papa, en dicho asunto.
̶ Ah, y cuando uses la lavadora, debes apagarla (girando la ruletita) de forma inmediata tras acabar el ciclo.
Miro
aquellos ojos azules, limpios, sinceros, quizás un poco juntos. Contemplo a
aquel singular tipo, de corta estatura mas pesado, recio, fuerte. Su cráneo
totalmente rapado, la maquinilla aliada con la propia alopecia. Su forma de
vestir mundana, camiseta, vaqueros. Aquella gruesa cadena dorada al cuello, un
aro de tamaño medio en su lóbulo izquierdo, el tatuaje azulado, casi carcelario
̶ un alambre de espino ̶
rodeando su inflamado bíceps diestro. Lo estudio y no sé leerlo. Su
aspecto, una mezcolanza de Popeye, Sherk y Mr Proper. Le respondo a todo que
sí, que por supuesto. Su castillo, sus leyes.
Meses más tarde, visitando a mis hermanos
y demás familia en España, relataría anécdotas y chascarrillos para
divertimento de mis sobrinas que contaban por aquel entonces unos siete años de
edad. La de la lavadora las conquistó. Sus pequeños rostros rendidos a las
carcajadas, riendo y riendo hasta las lágrimas. Cuéntalo otra vez, cuéntalo
otra vez, repetían sus vocecitas agudas. Y yo, claro, cómo negarme ante
aquellas caritas, que miraban al payaso de su tío con divertida devoción.
̶ Pues eso, que cada vez que pongo la lavadora, he de sentarme en el suelo,frente a ella, sin moverme, con los ojos fijos en su portezuela transparente, mientras gira y gira y gira la ropa dentro, dispuesto, al acecho, para que en cuanto termine, lanzarme raudo y veloz a desconectarla.
Acompañaba
mis palabras con gestos exagerados, cual mimo enloquecido, girando y girando y
girando la cabeza delante de ellas, como si no hubiera un mañana. Mientras, las
peques morían de la risa, y sus padres trataban de que finalizaran la merienda,
serios y burlones al mismo tiempo.
̶ ¡Jorge, eres tú peor que ellas!
Llevo sin salir de casa, más que para comprar, desde el 17 de marzo. Creo recordar que fue sobre la siguiente semana que compré un paquete de 12 rollos de papel higiénico porque nos hacía falta y a día de hoy todavía nos queda más de la mitad... lo que hace que entienda menos todavía qué pensaba la gente que iba a pasar para necesitar tanto papel.
ResponderEliminarBesos.
Hola,
ResponderEliminarPues sí, el tema del papel higiénico (y los huevos) fue todo un misterio. Hoy decían en las noticias que ya se está pasando de la compra de supervivencia (pasta, legumbres, arroz) a la compra pro-capricho (aceitunas, crisps, cerveza). Este tipo de compra ya me cuadra más con el arresto domiciliario jaja.
Un abrazo clandestino.