Ante la
imposibilidad del olor a tiza hube de conformarme con el aroma a café. Una vez
más, aquel noble santuario se convirtió en mi centro de operaciones. El Elephant
House, de aquella época, se mostraba siempre abierto a todos aquellos que
buscaban un cálido cobijo por el precio de un café de filtro, o un té inglés. Todavía
quedaba lejos, en tiempos venideros, la venta de su cándida alma al diablo
disfrazado de libra esterlina, sus futuras colas de japoneses con ansias de fotografiar
la silla de madera sobre la cual, acorde a la versión de interesadas lenguas,
reposó su trasero la creadora del repelente niño mago de cuyo nombre no me da
la gana acordarme.
El pequeño cartel colocado sobre
aquel mural de corcho dio sus frutos desde la primera semana. Tal y como yo
había elucubrado la poderosa palabra – GRATIS ̶ se vistió las mallas azules, su capa roja, y
cumplió su labor. Pronto se acumularon en mi móvil los números de teléfono de
diversas personas, y algún que otro personaje, sedientos de vocablos, reglas
gramaticales y amagos de conversación en la lengua de Cervantes.
La memoria resulta de lo más
curioso. Apenas recuerdo el aspecto de alguno de ellos. De nada me sirve mi
viejo diario, donde garabateé alguno de sus nombres, junto a su nacionalidad,
edad y algún que otro detalle que en su momento creí relevante:
“Mónica,
italiana, 26 años, vive con españoles en el barrio de Leith; João, portugués, aproximadamente de mi edad (por la voz), pendiente de
quedar con él, chapurrea bien el castellano; Orla, escocesa, 22 años,
Universidad Napier, quiere viajar por Sudamérica (su madre dice estar
interesada también en las lecciones, pero no aceptaría que fueran gratuitas);
Kristen, australiana, 25 años, muy simpática, ¡altísima!, interesada en lo
básico para viajar por España. Sophie, francesa, 33 años, sólo puede quedar los
jueves, originaria de Carcassonne, dice
que he de visitar su magnífico castillo…”.
Nombres,
datos, retazos de vida que no me dicen nada. Cierro los ojos, trato de evocar
sus rostros, sus voces, sus maneras y nada. Pantalla en blanco. De repente me
sorprendo deseando haber dispuesto en aquellos momentos de las actuales
tecnologías, quizás así hubiera conservado algún vídeo, algunos guasaps, o tan sólo un puñado de
fotografías digitales. Mas mi Nokia de antaño a lo justo me permitía llamar,
recibir llamadas e intercambiar algún que otro esemese.
Sin embargo, los recuerdo a ellos.
Aquel extraño dúo que formaban. ¡Tiene narices!, se me resiste el aspecto de
aquella italiana morenaza de grandes ojos (de cuyo color ni rastro en mi disco
duro) y, en cambio, puedo ver a aquellos tipos sentados junto a mí, en una de
aquellas grandes mesas de variadas formas.
Confieso que en nuestro primer
encuentro me eché las manos a la cabeza –mentalmente- y exclamé por lo bajini: “¡Madre
mía, dónde me he metido!”.
Ambos eran escoceses. Born and bred in Edinburgh. Nacidos y criados en Edimburgo, como gustaban proclamar con
orgullo. Acento local recio. Ninguno de ellos contaba con estudios más allá de
los básicos. Los dos rondaban los cuarenta. Trabajaban a salto de mata un mes
sí y cuatro no, cobraban subsidios de ayuda estatal, y se fundían su plata en
tabaco, cerveza y comida para llevar. Formaban parte de aquel estrato social
precario tan amplio en la ciudad, en todo el país. Y ahí acababan las
similitudes.
En todo lo demás eran totalmente opuestos. Los observabas y
parecían el Gordo y el Flaco, Obélix con su inseparable Astérix, o quizás
Goliat haciendo las paces con David. Hugh, enorme, tanto de estatura como de
masa corporal. Frente despejada, cabello escaso, saltones ojos azules, y
grandes, que a veces parecían cansados, como adormilados (más adelante me
explicó que tenía algún problemilla y se medicaba. Acudía a terapia
psicológica). Vestía correcto pero con desgana de parado español desanimado. En
más de una ocasión, su abundante barriga vencía la resistencia de la pobre
camiseta. Se mostraba tranquilo, de movimientos sosegados, sonreía
constantemente salvo cuando todavía estaba bajo el efecto de la última ola de
alguna pastilla. Siempre amable conmigo, según tomaba asiento preguntaba sobre
mi trabajo en el supermercado y mi estado anímico. Al mismo tiempo, colocaba
una enorme y rudimentaria cafetera de filtro recién pedida en la barra –se
debía bajar manualmente un émbolo para que el café fuera haciéndose ̶ en el centro de la mesa, invitándome a
servirme cuanto quisiera (pronto aprendí que más de dos tazas de aquel brebaje
hacían subir las acciones del dueño del perrito de Scottex).
Por otro
lado, Shean era bajito pero de complexión robusta. Gozaba de una abundante
cabellera morena y vigorosa, cuyo flequillo proporcionaba algo de parapeto a su
tímida mirada. Boca estrecha, con dientes diminutos como los de un niño
pequeño, ojos oscuros, a su vez de tamaño reducido, redondos, con un brillo
inteligente. Nervioso como una lagartija con el rabo recién cercenado. Se
mostraba igualmente educado, todo serio dándome un trato de profesor de
academia del cual yo huía a base de sonrisas y pequeños chascarrillos. Empleaba
yo esta argucia con el objetivo de relajar un poco su entrecejo, que aparecía
constantemente fruncido.
A pesar de
mi primera impresión, con el tiempo aquella extraña pareja me demostró lo
equivocado que estaba. Una vez más, tuve que rendirme a la sabiduría de
nuestros dichos populares, y en particular a la de aquel que aconsejaba no
fiarse de las apariencias. Hugh y Shean, a pesar de sus limitaciones académicas
y de su lento aprendizaje, exhibieron una conducta entrañable, unas ganas de
aprender unas pocas palabras en otro idioma dignas de escolares de primaria;
hicieron gala de un respeto hacia mi papel de profesor impropio del lugar y las
circunstancias.
Aquella
primera tarde, acomodados al fondo, junto al calor del radiador, sentados a la mesa más amplia y de forma redondeada, el
aroma procedente de ese curioso termo de café nos envolvía, sobrepuesto ya a la
primera impresión, y a modo de romper el hielo, les pregunté si conocían alguna
palabra o eran capaces de enunciar alguna frase en español. Shean bajó, con
cierto pudor, la mirada hacia la taza todavía vacía, negando con la cabeza. Hugh,
a su vez, me miró con esos ojos
azulones, que querían escapar de aquel rostro de luna, sonrió cual colegial
aplicado, tomó aire y tras un breve momento de concentración, en el que su
mirada atravesó mi persona, abrió los labios, sus ojos encontraron los míos y
soltó de carrerilla:
̶ ¡Buenoss ddías un heladdo senioritta por favoor!
Tal
inocencia brotando del cuerpo de aquel gigantón me arrancó un pedacito de alma.
A veces no llegamos nunca a encontrar la razón de por qué nos acordamos de ciertas cosas, o de ciertas personas, en este caso 😊
ResponderEliminarBesos.
Buenos días Devoradora,
ResponderEliminarHay personas que llegan a tocarte por dentro, unas veces por lo bueno, otras pocas por lo negativo. Sin embargo, otras pasan por tu vida sin apenas rozarte, aunque las hayas tenido igualmente cerca. Ley de vida, supongo.
Gracias por seguir leyendo mis atolondradas batallitas.
¡Ánimo en estos días duros!
Un abrazo, virtual, pero de aquellos que sí tocan.