miércoles, 15 de abril de 2020

F133 - Lecciones de vida (noviembre 2005)


Ante la imposibilidad del olor a tiza hube de conformarme con el aroma a café. Una vez más, aquel noble santuario se convirtió en mi centro de operaciones. El Elephant House, de aquella época, se mostraba siempre abierto a todos aquellos que buscaban un cálido cobijo por el precio de un café de filtro, o un té inglés. Todavía quedaba lejos, en tiempos venideros, la venta de su cándida alma al diablo disfrazado de libra esterlina, sus futuras colas de japoneses con ansias de fotografiar la silla de madera sobre la cual, acorde a la versión de interesadas lenguas, reposó su trasero la creadora del repelente niño mago de cuyo nombre no me da la gana acordarme.

            El pequeño cartel colocado sobre aquel mural de corcho dio sus frutos desde la primera semana. Tal y como yo había elucubrado la poderosa palabra – GRATIS  ̶  se vistió las mallas azules, su capa roja, y cumplió su labor. Pronto se acumularon en mi móvil los números de teléfono de diversas personas, y algún que otro personaje, sedientos de vocablos, reglas gramaticales y amagos de conversación en la lengua de Cervantes. 

            La memoria resulta de lo más curioso. Apenas recuerdo el aspecto de alguno de ellos. De nada me sirve mi viejo diario, donde garabateé alguno de sus nombres, junto a su nacionalidad, edad y algún que otro detalle que en su momento creí relevante:

Mónica, italiana, 26 años, vive con españoles en el barrio de Leith; João, portugués, aproximadamente de mi edad (por la voz), pendiente de quedar con él, chapurrea bien el castellano; Orla, escocesa, 22 años, Universidad Napier, quiere viajar por Sudamérica (su madre dice estar interesada también en las lecciones, pero no aceptaría que fueran gratuitas); Kristen, australiana, 25 años, muy simpática, ¡altísima!, interesada en lo básico para viajar por España. Sophie, francesa, 33 años, sólo puede quedar los jueves, originaria de Carcassonne,  dice que he de visitar su magnífico castillo…”.

Nombres, datos, retazos de vida que no me dicen nada. Cierro los ojos, trato de evocar sus rostros, sus voces, sus maneras y nada. Pantalla en blanco. De repente me sorprendo deseando haber dispuesto en aquellos momentos de las actuales tecnologías, quizás así hubiera conservado algún vídeo, algunos guasaps, o tan sólo un puñado de fotografías digitales. Mas mi Nokia de antaño a lo justo me permitía llamar, recibir llamadas e intercambiar algún que otro esemese.

            Sin embargo, los recuerdo a ellos. Aquel extraño dúo que formaban. ¡Tiene narices!, se me resiste el aspecto de aquella italiana morenaza de grandes ojos (de cuyo color ni rastro en mi disco duro) y, en cambio, puedo ver a aquellos tipos sentados junto a mí, en una de aquellas grandes mesas de variadas formas. 

            Confieso que en nuestro primer encuentro me eché las manos a la cabeza –mentalmente- y exclamé por lo bajini: “¡Madre mía, dónde me he metido!”.

Ambos eran escoceses. Born and bred in Edinburgh. Nacidos y criados en Edimburgo, como gustaban proclamar con orgullo. Acento local recio. Ninguno de ellos contaba con estudios más allá de los básicos. Los dos rondaban los cuarenta. Trabajaban a salto de mata un mes sí y cuatro no, cobraban subsidios de ayuda estatal, y se fundían su plata en tabaco, cerveza y comida para llevar. Formaban parte de aquel estrato social precario tan amplio en la ciudad, en todo el país. Y ahí acababan las similitudes.

En todo lo demás eran totalmente opuestos. Los observabas y parecían el Gordo y el Flaco, Obélix con su inseparable Astérix, o quizás Goliat haciendo las paces con David. Hugh, enorme, tanto de estatura como de masa corporal. Frente despejada, cabello escaso, saltones ojos azules, y grandes, que a veces parecían cansados, como adormilados (más adelante me explicó que tenía algún problemilla y se medicaba. Acudía a terapia psicológica). Vestía correcto pero con desgana de parado español desanimado. En más de una ocasión, su abundante barriga vencía la resistencia de la pobre camiseta. Se mostraba tranquilo, de movimientos sosegados, sonreía constantemente salvo cuando todavía estaba bajo el efecto de la última ola de alguna pastilla. Siempre amable conmigo, según tomaba asiento preguntaba sobre mi trabajo en el supermercado y mi estado anímico. Al mismo tiempo, colocaba una enorme y rudimentaria cafetera de filtro recién pedida en la barra –se debía bajar manualmente un émbolo para que el café fuera haciéndose  ̶  en el centro de la mesa, invitándome a servirme cuanto quisiera (pronto aprendí que más de dos tazas de aquel brebaje hacían subir las acciones del dueño del perrito de Scottex). 

Por otro lado, Shean era bajito pero de complexión robusta. Gozaba de una abundante cabellera morena y vigorosa, cuyo flequillo proporcionaba algo de parapeto a su tímida mirada. Boca estrecha, con dientes diminutos como los de un niño pequeño, ojos oscuros, a su vez de tamaño reducido, redondos, con un brillo inteligente. Nervioso como una lagartija con el rabo recién cercenado. Se mostraba igualmente educado, todo serio dándome un trato de profesor de academia del cual yo huía a base de sonrisas y pequeños chascarrillos. Empleaba yo esta argucia con el objetivo de relajar un poco su entrecejo, que aparecía constantemente fruncido. 

        A pesar de mi primera impresión, con el tiempo aquella extraña pareja me demostró lo equivocado que estaba. Una vez más, tuve que rendirme a la sabiduría de nuestros dichos populares, y en particular a la de aquel que aconsejaba no fiarse de las apariencias. Hugh y Shean, a pesar de sus limitaciones académicas y de su lento aprendizaje, exhibieron una conducta entrañable, unas ganas de aprender unas pocas palabras en otro idioma dignas de escolares de primaria; hicieron gala de un respeto hacia mi papel de profesor impropio del lugar y las circunstancias.

       Aquella primera tarde, acomodados al fondo, junto al calor del radiador, sentados a  la mesa más amplia y de forma redondeada, el aroma procedente de ese curioso termo de café nos envolvía, sobrepuesto ya a la primera impresión, y a modo de romper el hielo, les pregunté si conocían alguna palabra o eran capaces de enunciar alguna frase en español. Shean bajó, con cierto pudor, la mirada hacia la taza todavía vacía, negando con la cabeza. Hugh, a su vez,  me miró con esos ojos azulones, que querían escapar de aquel rostro de luna, sonrió cual colegial aplicado, tomó aire y tras un breve momento de concentración, en el que su mirada atravesó mi persona, abrió los labios, sus ojos encontraron los míos y soltó de carrerilla:

 ̶  ¡Buenoss ddías un heladdo senioritta por favoor!

Tal inocencia brotando del cuerpo de aquel gigantón me arrancó un pedacito de alma.

2 comentarios:

  1. A veces no llegamos nunca a encontrar la razón de por qué nos acordamos de ciertas cosas, o de ciertas personas, en este caso 😊

    Besos.

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  2. Buenos días Devoradora,

    Hay personas que llegan a tocarte por dentro, unas veces por lo bueno, otras pocas por lo negativo. Sin embargo, otras pasan por tu vida sin apenas rozarte, aunque las hayas tenido igualmente cerca. Ley de vida, supongo.

    Gracias por seguir leyendo mis atolondradas batallitas.
    ¡Ánimo en estos días duros!

    Un abrazo, virtual, pero de aquellos que sí tocan.

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