La solícita
señorita, tras el mostrador de Venta de Billetes, confirmó lo que ya sabía. No
existe vuelo directo que una Edimburgo con alguna ciudad cercana del norte de
España. Cercana a la mía propia, quiero decir. Debía viajar con escala en
Londres. Para más inri, sólo salía un avión a media tarde, que aterrizaría en
la capital inglesa fuera ya de horario para enlazar con otro vuelo hacia
España. Tendría que hacer noche en el aeropuerto London Stansted. Mas, no sería
la primera vez, ni la última.
Tras gastar todo el dinero del que disponía en
mi cuenta bancaria tambaleante (eran tiempos duros para mí), tuve que completar
la cantidad exigida mediante la tarjeta de crédito que atesoraba para emergencias.
Si aquello no era una urgencia, que bajase el de arriba para atestiguarlo.
Aunque, pensándolo bien, mejor que no se tomara la molestia.
̶
Good luck! ̶ fue su saludo de despedida. El de aquella
amable azafata de tierra, que supo leer en mi semblante el dolor camuflado tras
mis palabras atolondradas: “Por favor, necesito llegar al norte de España lo
antes posible. Es un asunto urgente”.
A primera hora del día siguiente,
enlazaría con un vuelo destino a Bilbao, donde me recogería mi hermano en coche,
para trasladarnos a la capital riojana, y de allí al pueblo. Funeral y entierro
tendrían lugar a mediodía.
Intenté descansar durante la primera
etapa de aquel corto, tan largo, viaje. Conocedor de las dificultades que
entraña dormir, solo, en un aeropuerto. Esto en condiciones normales; lo de
esta noche distaba años luz de tal normalidad. No pegaría ojo, me decía el
instinto premonitorio. Quizás tan sólo fuera el sentido común.
Stansted es inmenso. Al menos siempre
me lo pareció. Sin embargo, aquella larga noche sus paredes frágiles,
blanquecinas, sus grandes cristaleras, sus pasillos, sus altísimos techos,
aquellos infames focos, los malditos mensajes por megafonía tras dos o tres
estridentes pitidos para llamar nuestra atención… todo ello se cerraba a mi
alrededor, me envolvía, asfixiante, como una bolsa de plástico sobre la cabeza,
robándome el poco oxígeno que podía absorber.
La Policía Metropolitana patrullaba,
por parejas, con uniforme de verano. Camisa de manga corta blanca, impoluta,
planchada para revista; aquel siniestro chaleco negro, grueso, tosco, anti-puñaladas;
el cinturón cargado de complementos, a cual más amenazador: esposas rígidas,
porra extensible, lata de gas pimienta, pistola, cargadores; la gorra de plato,
con cinta de cuadritos de ajedrez. Todo aquello rematado con un fusil
automático, opaco como su función, culata extensible, sujeto con firme
soltura ̶ como a un bebé tétrico ̶ en
diagonal sobre el pecho, cañón amenazante hacia el suelo, mientras un dedo
índice se extendía, flaco y presto, a lo largo del guardamonte, acechante del
gatillo. Miradas profesionales, cargadas de recelo, inspeccionan, desde la
distancia, a los bastantes viajeros que todavía deambulan, ya de noche, comen o
dormitan en colchonetas dispersas por el suelo, junto al cobijo de una pared o,
los más espabilados, sobre los escasos bancos y asientos de plástico duro.
No pegué ojo. Nula sorpresa. Poco
misterio. No hay necesidad de llamar a J.J. Benítez. Pasé aquella larga noche
entre paseos en círculo, como un preso por el patio, amagos de siesta en
posición fetal, e innumerables y vanas visitas a los servicios, fruto de la
comezón que agarraba mis entrañas.
Durante aquellas horas tumbado, el
frío del suelo traspasaba mi cazadora vaquera, colocada a modo de inútil
esterilla; reposaba la cabeza sobre la bolsa de viaje, en su interior varias camisetas
que fui utilizando, una tras otra, a medida que el sudor, agrio y espeso, las
iba empapando.
En uno de esos amagos de relajación,
me sorprendí sonriendo. Fue como un juego infantil, recuperado de lo más hondo
de mi alma-cerebro. Párpados bajados. Un pañuelo cubriendo mis ojos, en un
intento de bloquear la intensa luz. Imágenes, escenas, sensaciones desfilaban
ante mí, como por ensalmo, sin orden alguno. Al igual que con aquel pequeño souvenir, que nos dejaba boquiabiertos
de críos, el visor de fotografías, una pequeña caja de plástico, en forma de
televisor. Mirabas con un ojo por un orificio, su gemelo guiñado, y
contemplabas un paisaje nevado, un monumento histórico, un tigre de bengala…;
accionabas una palanquita en el lateral, y a cada clic,
aparecía otra instantánea, luminosa, mágica como las anteriores, real para tus
ojos de niño…
Clic
Viajamos todos en el utilitario
familiar. Padres, hermanos, yo mismo. El bochorno atraviesa la chapa azul
celeste del Citroën setentero. Vamos de veraneo. A ver el mar. El calor es
asfixiante, a pesar del aire que entra por las ventanillas entreabiertas. Huele
a emparedados de huevo y tomate.
El coche detenido en una extensión del
arcén. La puerta trasera abierta. Me hallo afuera, inclinado hacia adelante, mi
cuerpecito forma un ángulo de noventa grados, para no salpicarme las
zapatillas. La palma de su mano, grande, fuerte, áspera y reconfortante, sujeta
mi frente, perlada de sudor. Mi padre me sostiene mientras vomito. Es un
momento desagradable que quisiera no acabara nunca. Me siento seguro, en flotante
abrazo, nada ni nadie de este mundo puede causarme el más mínimo daño.
Clic
Me levanto del suelo, dolorido, tras
la dura entrada del bruto de Juanma.
Sacudo la tierra húmeda del uniforme blanco. Manga larga, nueve a la espalda,
escudo coronado sobre el pecho. Silbidos lejanos, mi nombre vociferado llega hasta
mí. Mi padre asomado a la ventana de la cocina. Gritos, aspavientos. “Chicos he
de irme. Me llaman desde casa”. El disgusto inicial torna en feliz sorpresa.
“¿Hijo, quieres que vayamos a ver a tu querido Real Madrid contra el Logroñés
ahora mismo? Ambos disputan la Copa del Rey, en Las Gaunas”. Mi carita se
ilumina anticipando el momento. Primera línea de campo. Mis ídolos trotando,
golpeando la pelota que se desplaza veloz y susurrante por la alfombra verde.
Juanito, Del Bosque, Cunningham, Stielike… Santillana.
Clic
Las gradas del polideportivo escolar están
abarrotadas. Ceremonia Fin de Curso. Padres, madres, familiares diversos, compañeros,
profesores y algún que otro fraile. Ensordecedores aplausos. Una cálida sonrisa
irradia su rostro. Su presencia se me hace extraña y excitante. Ojos que atraen,
reflectantes de orgullo. Me acerco a él, cartulina en mano. Su limpia mirada
contempla el enésimo Diploma de Honor que acabo de
recoger, de manos del venerable rector del colegio baztanés.
Clic, clic, clic.
El carrusel de instantáneas gira sobre
sí mismo, infinito, eterno, apaciguador.
Ya en el avión. Despegamos con
puntualidad británica, 6:25 de la mañana. Tras atender las explicaciones de
seguridad, por parte del personal de cabina, mis párpados ceden su resistencia.
Por un par de horas, Morfeo, uniendo
filas con el agotamiento, vence al miedo.
Bilbao. Atravieso la puerta
acristalada de Salidas. Golpe de calor. Hilera de taxis. Maletas, gafas de sol,
risas, familiares que esperan, besos, chiquillos risueños, viajeros que se van.
Taxistas fumando, junto a la portezuela de sus autos. Vida mundana. La bolsa me
pesa.
Mi hermano se acerca por la vasta
acera. Nuestras miradas se encuentran. Apretón de manos. Un dubitativo abrazo,
de torpe factura. Abrazo de hombres.
̶ Vamos, nos da tiempo de pasar por casa. Así
podrás asearte, y te dejo una camisa nueva. ¿Comiste algo?
De este modo comenzó el resto de mi vida.