sábado, 20 de febrero de 2021

F163 - Vértigo (y III): El visor mágico (julio 2006)

 

La solícita señorita, tras el mostrador de Venta de Billetes, confirmó lo que ya sabía. No existe vuelo directo que una Edimburgo con alguna ciudad cercana del norte de España. Cercana a la mía propia, quiero decir. Debía viajar con escala en Londres. Para más inri, sólo salía un avión a media tarde, que aterrizaría en la capital inglesa fuera ya de horario para enlazar con otro vuelo hacia España. Tendría que hacer noche en el aeropuerto London Stansted. Mas, no sería la primera vez, ni la última.

Tras gastar todo el dinero del que disponía en mi cuenta bancaria tambaleante (eran tiempos duros para mí), tuve que completar la cantidad exigida mediante la tarjeta de crédito que atesoraba para emergencias. Si aquello no era una urgencia, que bajase el de arriba para atestiguarlo. Aunque, pensándolo bien, mejor que no se tomara la molestia.

̶  Good luck!  ̶  fue su saludo de despedida. El de aquella amable azafata de tierra, que supo leer en mi semblante el dolor camuflado tras mis palabras atolondradas: “Por favor, necesito llegar al norte de España lo antes posible. Es un asunto urgente”.

A primera hora del día siguiente, enlazaría con un vuelo destino a Bilbao, donde me recogería mi hermano en coche, para trasladarnos a la capital riojana, y de allí al pueblo. Funeral y entierro tendrían lugar a mediodía.

Intenté descansar durante la primera etapa de aquel corto, tan largo, viaje. Conocedor de las dificultades que entraña dormir, solo, en un aeropuerto. Esto en condiciones normales; lo de esta noche distaba años luz de tal normalidad. No pegaría ojo, me decía el instinto premonitorio. Quizás tan sólo fuera el sentido común.

Stansted es inmenso. Al menos siempre me lo pareció. Sin embargo, aquella larga noche sus paredes frágiles, blanquecinas, sus grandes cristaleras, sus pasillos, sus altísimos techos, aquellos infames focos, los malditos mensajes por megafonía tras dos o tres estridentes pitidos para llamar nuestra atención… todo ello se cerraba a mi alrededor, me envolvía, asfixiante, como una bolsa de plástico sobre la cabeza, robándome el poco oxígeno que podía absorber.

La Policía Metropolitana patrullaba, por parejas, con uniforme de verano. Camisa de manga corta blanca, impoluta, planchada para revista; aquel siniestro chaleco negro, grueso, tosco, anti-puñaladas; el cinturón cargado de complementos, a cual más amenazador: esposas rígidas, porra extensible, lata de gas pimienta, pistola, cargadores; la gorra de plato, con cinta de cuadritos de ajedrez. Todo aquello rematado con un fusil automático, opaco como su función, culata extensible, sujeto con firme soltura  ̶  como a un bebé tétrico  ̶  en diagonal sobre el pecho, cañón amenazante hacia el suelo, mientras un dedo índice se extendía, flaco y presto, a lo largo del guardamonte, acechante del gatillo. Miradas profesionales, cargadas de recelo, inspeccionan, desde la distancia, a los bastantes viajeros que todavía deambulan, ya de noche, comen o dormitan en colchonetas dispersas por el suelo, junto al cobijo de una pared o, los más espabilados, sobre los escasos bancos y asientos de plástico duro.

No pegué ojo. Nula sorpresa. Poco misterio. No hay necesidad de llamar a J.J. Benítez. Pasé aquella larga noche entre paseos en círculo, como un preso por el patio, amagos de siesta en posición fetal, e innumerables y vanas visitas a los servicios, fruto de la comezón que agarraba mis entrañas.

Durante aquellas horas tumbado, el frío del suelo traspasaba mi cazadora vaquera, colocada a modo de inútil esterilla; reposaba la cabeza sobre la bolsa de viaje, en su interior varias camisetas que fui utilizando, una tras otra, a medida que el sudor, agrio y espeso, las iba empapando.

En uno de esos amagos de relajación, me sorprendí sonriendo. Fue como un juego infantil, recuperado de lo más hondo de mi alma-cerebro. Párpados bajados. Un pañuelo cubriendo mis ojos, en un intento de bloquear la intensa luz. Imágenes, escenas, sensaciones desfilaban ante mí, como por ensalmo, sin orden alguno. Al igual que con aquel pequeño souvenir, que nos dejaba boquiabiertos de críos, el visor de fotografías, una pequeña caja de plástico, en forma de televisor. Mirabas con un ojo por un orificio, su gemelo guiñado, y contemplabas un paisaje nevado, un monumento histórico, un tigre de bengala…; accionabas una palanquita en el lateral,  y a cada clic, aparecía otra instantánea, luminosa, mágica como las anteriores, real para tus ojos de niño…

Clic

Viajamos todos en el utilitario familiar. Padres, hermanos, yo mismo. El bochorno atraviesa la chapa azul celeste del Citroën setentero. Vamos de veraneo. A ver el mar. El calor es asfixiante, a pesar del aire que entra por las ventanillas entreabiertas. Huele a emparedados de huevo y tomate.

El coche detenido en una extensión del arcén. La puerta trasera abierta. Me hallo afuera, inclinado hacia adelante, mi cuerpecito forma un ángulo de noventa grados, para no salpicarme las zapatillas. La palma de su mano, grande, fuerte, áspera y reconfortante, sujeta mi frente, perlada de sudor. Mi padre me sostiene mientras vomito. Es un momento desagradable que quisiera no acabara nunca. Me siento seguro, en flotante abrazo, nada ni nadie de este mundo puede causarme el más mínimo daño.

Clic

Me levanto del suelo, dolorido, tras la dura entrada del bruto de Juanma. Sacudo la tierra húmeda del uniforme blanco. Manga larga, nueve a la espalda, escudo coronado sobre el pecho. Silbidos lejanos, mi nombre vociferado llega hasta mí. Mi padre asomado a la ventana de la cocina. Gritos, aspavientos. “Chicos he de irme. Me llaman desde casa”. El disgusto inicial torna en feliz sorpresa. “¿Hijo, quieres que vayamos a ver a tu querido Real Madrid contra el Logroñés ahora mismo? Ambos disputan la Copa del Rey, en Las Gaunas”. Mi carita se ilumina anticipando el momento. Primera línea de campo. Mis ídolos trotando, golpeando la pelota que se desplaza veloz y susurrante por la alfombra verde. Juanito, Del Bosque, Cunningham, Stielike… Santillana.

Clic

Las gradas del polideportivo escolar están abarrotadas. Ceremonia Fin de Curso. Padres, madres, familiares diversos, compañeros, profesores y algún que otro fraile.  Ensordecedores aplausos. Una cálida sonrisa irradia su rostro. Su presencia se me hace extraña y excitante. Ojos que atraen, reflectantes de orgullo. Me acerco a él, cartulina en mano. Su limpia mirada contempla el enésimo Diploma de Honor que acabo de recoger, de manos del venerable rector del colegio baztanés.

Clic, clic, clic.

El carrusel de instantáneas gira sobre sí mismo, infinito, eterno, apaciguador.

Ya en el avión. Despegamos con puntualidad británica, 6:25 de la mañana. Tras atender las explicaciones de seguridad, por parte del personal de cabina, mis párpados ceden su resistencia.

Por un par de horas, Morfeo, uniendo filas con el agotamiento, vence al miedo.

Bilbao. Atravieso la puerta acristalada de Salidas. Golpe de calor. Hilera de taxis. Maletas, gafas de sol, risas, familiares que esperan, besos, chiquillos risueños, viajeros que se van. Taxistas fumando, junto a la portezuela de sus autos. Vida mundana. La bolsa me pesa.

Mi hermano se acerca por la vasta acera. Nuestras miradas se encuentran. Apretón de manos. Un dubitativo abrazo, de torpe factura. Abrazo de hombres.

̶  Vamos, nos da tiempo de pasar por casa. Así podrás asearte, y te dejo una camisa nueva. ¿Comiste algo?

De este modo comenzó el resto de mi vida.


sábado, 13 de febrero de 2021

F162 - Vértigo (II): Una fotógrafa viajera (julio 2006)

 

El tiempo se detiene por un instante. Igual que en una película de ciencia ficción, donde todos los personajes quedan petrificados, salvo el protagonista, y cuantos objetos existen alrededor parecen flotar en el aire, ingrávidos, a la espera. Excepto que yo soy el único actor en escena, sentado al borde del tresillo, en un sobre-iluminado living-room. Principal estrella de un cortometraje que nunca deseé rodar.

El sol entra a raudales, a través del ventanal. Caldea mi rostro, por el efecto lupa ejercido por el cristal. Cielo totalmente despejado, nubecillas blancas de puro algodón, las copas de los árboles cercanos inmóviles, ni una pizca de aire en la ciudad del viento. Como si el decorador de paisajes al cargo aquella mañana se burlara, carente de compasión y empatía, desconocedor de la palabra respeto.

¿Por qué no llueve? ¿Por qué no amaneció una de esas mustias mañanas grises y desapacibles, más habituales de lo esperado en verano, por estos lares? ¿Cómo puede mostrar un aspecto tan radiante y agradable uno de los días más funestos de mi vida?

Vuelvo la mirada a la mesita, donde dejé caer el móvil. Lo recupero; tras escuchar por enésima vez aquel terrible mensaje de voz, confirmo que es real. No es una pesadilla de la que acabaré despertando, encharcado en un sudor rancio. Es la realidad, mordiendo con ímpetu y desdén mi última defensa, mi último apoyo en esta perra vida. Ya está, me digo. Quedé solo. El vértigo se transformó en vacío.

Fundido a negro.

Llamo a mi hermana.

Intercambiamos saludos tristes, cariño envuelto en papel sin brillo. Le interrogo sobre lo sucedido. ¿Cuándo; cómo; dónde? Sabiendo que no podría darme una respuesta satisfactoria, ella ni nadie, a la cuarta pero principal pregunta, que abrasa mis entrañas, llegando hasta el pecho, retenida por mí a duras penas, sin llegar a alcanzar mis labios: ¿Por qué? No era tan mayor, hacía ejercicio con sus perros, disfrutaba de la felicidad mansa que proporciona una segunda vida. Mi hermana trató de calmar mi ansia de información. Respuestas claras y concisas, sin aliñarlas con excesiva emoción, aunque por dentro ésta la ahogara sin remedio: Esta misma mañana; Conduciendo; Cerca ya de casa, a escasos trescientos metros. Información en pequeños cubitos de hielo.

̶  ¿Esta mañana, a qué hora?

Tras pensarlo un momento, apunta una hora aproximada.

̶  Sobre las once y cuarto, más o menos. Empezó a sentirse mal, tras el volante de su furgoneta; la detuvo junto al arcén. Tan cerca de su hogar, y tan lejos. Fue rápido. Estate tranquilo.

Escucho los datos, las circunstancias, y caigo en la cuenta de la hora estimada.  Las 11,15 en España fueron las 10,15 en Escocia…  manzanas rojas, brillantes, impecables. El saludo amistoso de Martin. Las agujas del gran reloj, fondo blanco, circular, con sólo cuatro números negros: 12, 3, 6, 9.

Tras la sorpresa, llega la desazón. Decido relatarle el episodio matinal. Mi solitario pensamiento-pregunta, absurdo, frívolo, soez. Out of the blue, que dicen aquí, salido de la nada. Mi auto-bronca severa.

Silencio en la línea.

̶  Marga, ¿sigues ahí?

̶  Sí, sí. Uf me has puesto la piel de gallina  ̶  eso respondió, mi hermana; algo que quedó grabado, como eterno audio, en mi disco duro.

Tras varios segundos mudos, añadió:

̶  ¿Sabes una cosa, tato, eso significa que en sus últimos instantes, sabiéndose ya en despedida, papá se acordó de ti. Su hijo pequeño. “El nene”, allá lejos, solo, buscándose las alubias por “Inglaterra”. Ten esto siempre presente.

Y entonces, a través del hilo invisible, mi hermana me transmitió todo su amor, envuelto en un gemelo y estremecedor tembleque, en forma de piel de gallina.

Tras cortar la comunicación, me incorporo. Estiro los músculos. Entumecidos como si hubiera corrido una maratón y, tras finalizar ésta, disputado un combate de boxeo ante el mismísimo Mike Tyson.

De acuerdo. Ahora céntrate. Baja una persiana metálica, gruesa, chirriante. Cierra el departamento sentimental de tu cabeza. Sólo mantén el racional abierto al cliente. Concéntrate. Piensa. Pasos a seguir: ducha; zapatos; tarjetas de crédito; pasaporte; llamadas; Bus Aeropuerto.

Redacto la lista mental como un autómata. Mientras, voy desvistiéndome, arrojando de cualquier manera las piezas del uniforme sobre la cama, ya en mi cuarto.

Tras realizar las indispensables llamadas (a Maggie, del Tesda y a Stevie), opto por enviar un esemeese a mi querido David, en España. No logro juntar el coraje suficiente como para trasmitirle la noticia de viva voz.  Sé que lo comprenderá, y apreciará el gesto.

Debo señalar que mi supervisora mostró una disposición ejemplar para conmigo. Al igual que mi acompañante de piso. Todo fueron consuelos, comprensión y ofertas de ayuda. No te preocupes en absoluto, Jorge, tómate los días que sean necesarios, la una. Lo siento mucho, camarada. Aquí espera tu casa, regresa cuando gustes, el otro.

Y aquí me hallo. En el piso superior del autobús, entrando en el aeropuerto. Zona de Salidas.

Me apeo. Pequeña bolsa sobre el hombro. Atravieso con prisa la puerta de grandes cristaleras. Entre la muchedumbre, alguien posa su mirada en mí. Sonríe abiertamente. Es una sonrisa de pura felicidad, como si el optimismo gobernara siempre el rumbo de su portadora. Y así es. La reconozco de inmediato. Compañera de más de un café y grata conversación en las frías noches de invierno, al amparo de las velas que reposan sobre las mesas del Beanscene, otro de mis templos. Vallisoletana, treintañera, atractiva y despierta. Se busca la vida mediante sus reportajes gráficos, de freelance, como dice ella. Revistas de viajes, periódicos digitales. Veterana emigrante, escasa familia dejó tras ella.

Es curioso, todavía conservo su tarjeta  de visita. Gabriela Ysla. Fotógrafa y Viajera. Encuadra Tus Sueños y Anhelos. Después de tantos años. Supongo que lo hago por tratarse de un objeto más que une mi alma con la vieja Edimburgo, al igual que guardo, prisionero de una goma elástica, un puñado de cartulinas de fidelidad a diversos locales cafeteros, “Tu décima consumición será gratuita”: Caffè Nero, Coffe Angel, Costa Coffee Club, Beanscene… Pero no me desvíe del relato.

Gabriela me aborda tras cuatro largas zancadas. Saluda eufórica, jovial, como es lo habitual en ella. Dos besos. Otra sonrisa. Dispuesta para otro de sus viajes, me cuenta. Croacia, una maravilla. Calas paradisiacas de aguas cristalinas. Miles de islas (aquí, divertida, todo el semblante resplandeció). Lagos cual espejos. Ciudades medievales. Montaña. Pura magia fotogénica… De pronto, detiene su exposición a mitad de frase. A pesar de las oscuras gafas que porto, intuye que algo no va bien. No aguanto la emoción y, con voz quebrada, le comunico el motivo de mi viaje, con esa fluidez y alivio que tan sólo un cuasi desconocido te propicia.

Un largo y confortante abrazo impulsa mi cuerpo hacia el mostrador de Ventas.

martes, 9 de febrero de 2021

F161 - Vértigo (I): Tortitas con sabor a limón (julio 2006)

 

Opté por el piso de arriba, por la última fila, el asiento más alejado del pasillo, como si mi yo interior tratara de poner distancia con el destino inmediato, con el frontal del autobús, que devoraba voraz el asfalto, retrasando todo lo posible la parada final: el aeropuerto de Edimburgo.

Al fin, rompo a llorar, tras las gafas de sol negras. Gafas fiesteras, de macarrilla de pueblo. Unas gafas incongruentes. Cálidas lágrimas, lentas, espesas, que desbordan arrastrando consigo la tensión acumulada durante las malditas últimas horas. El silencioso llanto, anónimo tras la oscuridad de las lentes, logra serenarme un poco. Cierro los párpados, mientras mi aún desconcertada mente, rebobina la cinta grabada con los recientes acontecimientos.

Ayer, lunes, acudí a trabajar durante el turno de mañana. Se trataba de meter unas cuantas horas extra, tan necesarias para mi precaria economía. Algo excepcional, de hecho, era el primer lunes sacrificado en lo que llevaba de Ayudante de Tienda. Los dos primeros días de la semana constituían mis jornadas libres. Sin embargo, Maggie me había pedido el favor, con aquella cara que ponía, de cordero degollado. Sobra decir que no podía negarme. El casillero de favores concedidos lucía un marcador claro a su favor. Por goleada. El primer lunes mancillado. Sin duda, un mal presagio. Una broma negra del destino.

A pesar del caluroso día, uno de los más tórridos que recuerdo en la ciudad de Edimburgo, la clientela era escasa. Supongo que los ausentes se encontrarían disfrutando del clima benévolo, dispuestos a recargar sus depósitos de vitamina D hasta el borde de las cartolas, que dirían en mi pueblo.

Me hallaba en el pasillo de las manzanas, peras, melones, y demás frutas veraniegas. Andaba ensimismado, cavilando mis cosillas. Sin venir a cuento, de súbito, reparé en que mi pensamiento había tomado un desvío inesperado. Un giro absurdo y fuera de lugar. Me sorprendí pensando en mi padre, mas no en su risueña sonrisa, no en sus manos fuertes y recias, ni siquiera en sus ánimos telefónicos (“Hijo, si tú eres feliz allá, nosotros estaremos bien”). No. Mi cerebro arrojó una pregunta frívola y materialista. Un caldero de agua helada sobre el rostro, en pleno invierno. ¿Qué sucederá con el piso cuando papá ya no esté entre nosotros? Así, a bocajarro, sin anestesia. La sensación de perplejidad duró apenas unos segundos. El tiempo que invertí en traspasar las tres solitarias manzanas de la caja retirada a la nueva, reluciente y repleta de sus gemelas rojas. Las coloqué despacio, entre los huecos, junto a los bordes, debido a la falta de espacio. Mi raciocinio tratando de enfrentar aquella pregunta absurda, una pregunta hiriente y soez, que algún ser perverso introdujo en mi cabeza, a traición.

Me abronqué a mí mismo. Severo, enfadado. ¿En qué carajo estás pensando, imbécil! En ese mismo instante, apareció mi compañero Martin, tras la esquina donde yacía uno de los refrigeradores abiertos, repleto de champiñones empaquetados. Me miró y alzó el dedo pulgar, indicándome que ya estaba de vuelta de su break. Pasándome el testigo para hacer lo propio.

 Mirando el reloj de la pared, me dirigí pasillo abajo hacia la puerta que daba acceso a la cantina. Las grandes agujas marcaban las diez y cuarto de la mañana, sobre aquel disco de fondo blanco, con tan sólo cuatro números en color negro: 12, 3, 6 y 9.

Jamás olvidaré aquella hora.

Reponer fuerzas, a base de un bacon roll (pequeña recompensa por el día extra) y un café rápido. Charlas sin fundamento, risas, un programa de cocina en la pequeña televisión. Apenas quince minutos. Vuelta al tajo.

El resto de la mañana transcurrió con el freno de mano sin quitar.

Quedaban diez minutos para mi hora de salida cuando le vi. Al principio pensé que no se trataba de él, que debía de ser algún chico también calvo y bajito. Su espalda no me daba muchas más pistas. Me acerqué para comprobarlo. Como si hubiera notado mi aproximación, giró sobre sus talones. En efecto, sí era Stevie, mi compañero de piso. Me saludó algo azorado. Incluso aprecié tenues manchas rojas que encendían sus mejillas. Asombrado por su presencia, no era habitual, solía hacer la compra semanal los sábados, le interrogué al respecto.

̶  Nada, a por un par de cosillas antes de recoger a Lucy. Comemos en su piso.

Su respuesta me resultó simulada, de cartón piedra, como si recitara su solitaria línea en una obra de teatro amateur.

̶  Ah, por cierto  ̶  añadió nervioso  ̶  tienes un mensaje en el contestador automático de casa.

Ante mi cara de sorpresa, seguida de un incómodo silencio (yo nunca utilizaba el teléfono fijo, una factura menos), completó su contestación:

̶  Es de voz masculina, habla un inglés básico  ̶  broken English, fue su expresión  ̶ Dice que llames a España por un asunto urgente.

A la salida, contemplé como el autobús número 35 escapaba ante mis ojos. Ni siquiera a la carrera lo hubiera alcanzado. El próximo venía en veinte minutos. Eché a caminar. Demasiado nervioso para tal espera. Me acercaría a la carretera general, donde podría coger el bus 25 o el 3, que también me llevaban al barrio del extrarradio. Andaba y rumiaba. No lo podía evitar. Asunto urgente. Asunto urgente. Mi cerebro, un disco rayado. Caras y nombres flotando ante mí.

El sol pegaba con fuerza. El aroma a césped recién segado me embriagaba. Mientras caminaba, a paso ligero, comía sin ganas unos pequeños pancakes que solía comprar. Tortitas, con sabor a limón, y pasas enterradas en su masa. Aquel sabor, por mí adorado, quedó grabado en el cajoncito de gustos al fondo de mi memoria. Nunca pude volver a probarlo.

Por fin, llego a la casa solitaria. Recuerdo que Stevie debía recoger a su chica. Me dirijo directo al living. Continúo de uniforme. Amplias manchas de sudor se extienden bajo mis axilas. Apesto a ansiedad. Sobre una mesita, en la esquina cerca de la ventana, descansa el aparato de teléfono. Rojo, de góndola. Algo obsoleto. Lo contemplo con aprensión, como si tuviera dientes estrechos y afilados. Mi rostro torna más serio, si cabe. Al fin, reúno el coraje suficiente para acercarme y descolgar. Marco el código para escuchar el contenido del buzón de voz.

En efecto, escucho una voz masculina. El comunicante habla despacio, tratando de pronunciar de forma adecuada las pocas palabras en inglés. Lo reconozco de inmediato.  Se trata de mi cuñado. Mi casi hermano hablando un idioma que no le corresponde. El marido de mi hermana diciendo mi nombre, seguido de un puñado de palabras en un lenguaje que, de pronto, me resulta extraño. De otro planeta. ¡Es mi cuñado, joder!

La moqueta, bajo mis pies, se mueve. Convertida en arenas movedizas. Pienso en mi tata y siento que me sobreviene un ligero mareo. Tienes que calmarte, me digo sujetándome al respaldo del sofá. Visualizo a mi hermana, a mi hermano, a mi padre. Veo jugar a las peques, justo ahí mismo, ante mí, sobre el suelo alfombrado…

Regresa el vértigo.

Recupero la entereza y entro en mi cuarto. Mi pequeño Nokia azul reposa sobre la mesita de noche. Nunca lo llevo al trabajo. Lo cojo, sin atreverme a mirar la pantalla. Por algún motivo, que no alcanzo a comprender, regreso a la sala de estar. Allí tomo asiento en el borde del sofá y fijo mis ojos en la pantalla del móvil. Indica que hay tres llamadas perdidas, dos mensajes de texto y uno de voz. Leo de seguido los esemeeses. Dicen básicamente lo mismo. Son de mi hermana (un primer alivio): “Llama cuando leas esto. Es urgente”.

Respiro profundamente, cierro los ojos y me llevo el dispositivo a la oreja para escuchar el mensaje hablado.

La voz de mi hermana. Suave, cariñosa, taciturna. Dos frases, separadas por un breve y eterno silencio.

 Dos frases, una puñalada en el corazón.

̶  Cariño, llámame, por favor.

̶  Papá ha muerto.