Opté por el
piso de arriba, por la última fila, el asiento más alejado del pasillo, como si
mi yo interior tratara de poner distancia con el destino inmediato, con el
frontal del autobús, que devoraba voraz el asfalto, retrasando todo lo posible
la parada final: el aeropuerto de Edimburgo.
Al fin,
rompo a llorar, tras las gafas de sol negras. Gafas fiesteras, de macarrilla de
pueblo. Unas gafas incongruentes. Cálidas lágrimas, lentas, espesas, que
desbordan arrastrando consigo la tensión acumulada durante las malditas últimas
horas. El silencioso llanto, anónimo tras la oscuridad de las lentes, logra
serenarme un poco. Cierro los párpados, mientras mi aún desconcertada mente,
rebobina la cinta grabada con los recientes acontecimientos.
Ayer, lunes,
acudí a trabajar durante el turno de mañana. Se trataba de meter unas cuantas
horas extra, tan necesarias para mi precaria economía. Algo excepcional, de
hecho, era el primer lunes sacrificado en lo que llevaba de Ayudante de Tienda.
Los dos primeros días de la semana constituían mis jornadas libres. Sin
embargo, Maggie me había pedido el favor, con aquella cara que ponía, de cordero
degollado. Sobra decir que no podía negarme. El casillero de favores concedidos
lucía un marcador claro a su favor. Por goleada. El primer lunes mancillado.
Sin duda, un mal presagio. Una broma negra del destino.
A pesar del
caluroso día, uno de los más tórridos que recuerdo en la ciudad de Edimburgo,
la clientela era escasa. Supongo que los ausentes se encontrarían disfrutando
del clima benévolo, dispuestos a recargar sus depósitos de vitamina D hasta el
borde de las cartolas, que dirían en mi pueblo.
Me hallaba
en el pasillo de las manzanas, peras, melones, y demás frutas veraniegas.
Andaba ensimismado, cavilando mis cosillas. Sin venir a cuento, de súbito,
reparé en que mi pensamiento había tomado un desvío inesperado. Un giro absurdo
y fuera de lugar. Me sorprendí pensando en mi padre, mas no en su risueña sonrisa,
no en sus manos fuertes y recias, ni siquiera en sus ánimos telefónicos (“Hijo, si tú eres feliz allá, nosotros
estaremos bien”). No. Mi cerebro arrojó una pregunta frívola y
materialista. Un caldero de agua helada sobre el rostro, en pleno invierno. ¿Qué sucederá con el piso cuando papá ya no
esté entre nosotros? Así, a bocajarro, sin anestesia. La sensación de
perplejidad duró apenas unos segundos. El tiempo que invertí en traspasar las
tres solitarias manzanas de la caja retirada a la nueva, reluciente y repleta
de sus gemelas rojas. Las coloqué despacio, entre los huecos, junto a los
bordes, debido a la falta de espacio. Mi raciocinio tratando de enfrentar
aquella pregunta absurda, una pregunta hiriente y soez, que algún ser perverso
introdujo en mi cabeza, a traición.
Me abronqué
a mí mismo. Severo, enfadado. ¿En qué
carajo estás pensando, imbécil! En ese mismo instante, apareció mi
compañero Martin, tras la esquina donde yacía uno de los refrigeradores abiertos,
repleto de champiñones empaquetados. Me miró y alzó el dedo pulgar, indicándome
que ya estaba de vuelta de su break.
Pasándome el testigo para hacer lo propio.
Mirando el reloj de la pared, me dirigí
pasillo abajo hacia la puerta que daba acceso a la cantina. Las grandes agujas
marcaban las diez y cuarto de la mañana, sobre aquel disco de fondo blanco, con
tan sólo cuatro números en color negro: 12, 3, 6 y 9.
Jamás
olvidaré aquella hora.
Reponer fuerzas,
a base de un bacon roll (pequeña
recompensa por el día extra) y un café rápido. Charlas sin fundamento, risas,
un programa de cocina en la pequeña televisión. Apenas quince minutos. Vuelta
al tajo.
El resto de
la mañana transcurrió con el freno de mano sin quitar.
Quedaban
diez minutos para mi hora de salida cuando le vi. Al principio pensé que no se
trataba de él, que debía de ser algún chico también calvo y bajito. Su espalda
no me daba muchas más pistas. Me acerqué para comprobarlo. Como si hubiera
notado mi aproximación, giró sobre sus talones. En efecto, sí era Stevie, mi
compañero de piso. Me saludó algo azorado. Incluso aprecié tenues manchas rojas
que encendían sus mejillas. Asombrado por su presencia, no era habitual, solía
hacer la compra semanal los sábados, le interrogué al respecto.
̶
Nada, a por un par de cosillas antes de recoger a Lucy. Comemos en su
piso.
Su respuesta
me resultó simulada, de cartón piedra, como si recitara su solitaria línea en
una obra de teatro amateur.
̶
Ah, por cierto ̶
añadió nervioso ̶ tienes un mensaje en el contestador
automático de casa.
Ante mi cara de sorpresa, seguida de
un incómodo silencio (yo nunca utilizaba el teléfono fijo, una factura menos),
completó su contestación:
̶ Es de voz masculina, habla un inglés básico ̶ broken English, fue su expresión ̶ Dice que llames a España por un asunto
urgente.
A la salida,
contemplé como el autobús número 35 escapaba ante mis ojos. Ni siquiera a la
carrera lo hubiera alcanzado. El próximo venía en veinte minutos. Eché a caminar.
Demasiado nervioso para tal espera. Me acercaría a la carretera general, donde
podría coger el bus 25 o el 3, que también me llevaban al barrio del extrarradio.
Andaba y rumiaba. No lo podía evitar. Asunto urgente. Asunto urgente. Mi cerebro,
un disco rayado. Caras y nombres flotando ante mí.
El sol
pegaba con fuerza. El aroma a césped recién segado me embriagaba. Mientras
caminaba, a paso ligero, comía sin ganas unos pequeños pancakes que solía comprar. Tortitas, con sabor a limón, y pasas
enterradas en su masa. Aquel sabor, por mí adorado, quedó grabado en el cajoncito
de gustos al fondo de mi memoria. Nunca pude volver a probarlo.
Por fin,
llego a la casa solitaria. Recuerdo que Stevie debía recoger a su chica. Me
dirijo directo al living. Continúo de
uniforme. Amplias manchas de sudor se extienden bajo mis axilas. Apesto a ansiedad.
Sobre una mesita, en la esquina cerca de la ventana, descansa el aparato de
teléfono. Rojo, de góndola. Algo obsoleto. Lo contemplo con aprensión, como si
tuviera dientes estrechos y afilados. Mi rostro torna más serio, si cabe. Al
fin, reúno el coraje suficiente para acercarme y descolgar. Marco el código para
escuchar el contenido del buzón de voz.
En efecto,
escucho una voz masculina. El comunicante habla despacio, tratando de
pronunciar de forma adecuada las pocas palabras en inglés. Lo reconozco de
inmediato. Se trata de mi cuñado. Mi
casi hermano hablando un idioma que no le corresponde. El marido de mi hermana
diciendo mi nombre, seguido de un puñado de palabras en un lenguaje que, de
pronto, me resulta extraño. De otro planeta. ¡Es mi cuñado, joder!
La moqueta,
bajo mis pies, se mueve. Convertida en arenas movedizas. Pienso en mi tata y siento que me sobreviene un
ligero mareo. Tienes que calmarte, me digo sujetándome al respaldo del sofá.
Visualizo a mi hermana, a mi hermano, a mi padre. Veo jugar a las peques, justo
ahí mismo, ante mí, sobre el suelo alfombrado…
Regresa el
vértigo.
Recupero la
entereza y entro en mi cuarto. Mi pequeño Nokia azul reposa sobre la mesita de
noche. Nunca lo llevo al trabajo. Lo cojo, sin atreverme a mirar la pantalla.
Por algún motivo, que no alcanzo a comprender, regreso a la sala de estar. Allí
tomo asiento en el borde del sofá y fijo mis ojos en la pantalla del móvil.
Indica que hay tres llamadas perdidas, dos mensajes de texto y uno de voz. Leo de
seguido los esemeeses. Dicen básicamente
lo mismo. Son de mi hermana (un primer alivio): “Llama cuando leas esto. Es urgente”.
Respiro
profundamente, cierro los ojos y me llevo el dispositivo a la oreja para
escuchar el mensaje hablado.
La voz de mi
hermana. Suave, cariñosa, taciturna. Dos frases, separadas por un breve y eterno silencio.
Dos frases, una puñalada en el corazón.
̶
Cariño, llámame, por favor.
…
̶
Papá ha muerto.
Qué decir, amargo trago el plasmar en palabras ese episodio de tu vida.
ResponderEliminar"El tiempo todo lo cura" dicen, aprendes a vivir a pesar de ello, y a seguir adelante.
Me reconforta pensar que siguen ahí, echándonos un ojo de vez en cuando, cuidándonos de alguna manera y orgullosos de que sigamos con nuestra vida, sin importar el camino que hayamos tomado.
A cuidarse,
Eva
Gracias, Eva.
Eliminar😢
ResponderEliminarUn saludo, maja.
ResponderEliminarJolines...
ResponderEliminarUn abrazo.
Gracias.
Eliminar...
ResponderEliminarUn fuerte abrazo.
viki
Thanks, viki.
ResponderEliminarEl tiempo ayuda, cubre la herida. Te quedas con el cariño y los buenos recuerdos. Sabes,sientes,que ellos están al otro lado,vigilantes,protegiéndote.
ResponderEliminarMas es duro plasmarlo sobre el papel, o pantalla. Es difícil y sencillo al mismo tiempo. Lo último porque está tan grabado en el fondo de mi mente, que acude a mis dedos con un mínimo esfuerzo. Como si lo hubiera vivido hace menos tiempo. Y pasaron ya más de catorce años.
Gracias por vuestro cariño y respeto.
La llamada que, sobre todo para aquellos que estamos lejos, tenemos muy en cuenta que un día sucederá.
ResponderEliminarEsto es algo que me lleva dando vueltas a la cabeza un tiempo: el hecho de estar fuera y de que, poco a poco, mis padres son un más viejitos.
La pandemia ha acelerado mi nivel de paranoia normal: si sucede, no podré llegar a tiempo...
Sí, es uno de los peores "contras" de la elección de emigrar (y permanecer durante años).
ResponderEliminarHola Jorge, me he leído todas tus fargaditas y que casualidad que llegó a este capitulo y leo sobre el fallecimiento de tu padre el mismo día que mi padre, también fallecido, habría cumplido años.. El mío se murió en 1995 de un cáncer cuando yo tenía 25 años y estaba en Cambridge, uk, y nunca dejo de pensar en él. Llegué hasta tu blog a través de spaniards, ahora lo visito muy de vez en cuando, soy de la quinta del 2007-2009, aunque nunca participe mucho, me gustaba más leer a los demás que por aquellos tiempos eran Currilon, Gabacha, Reena, Noemí, Delfinita, Bonnie.. Por cierto, tenemos algo más en común, yo viví en Logroño desde 1978 hasta 1985 (yo soy de Donostia, y de Logroño nos fuimos a Málaga, aunque ahora vivo en Cartagena), y te podrás creer que nunca regresé a visitar Logroño, hay algo que me dice que mejor que permanezca en mis recuerdos como era entonces, es tal y como dices en uno de tus fargaditas, si fuiste feliz mejor no vuelvas.. pero sé que un día volveré y visitaré el café Leuven de tu hermana, como agradecimiento por todas las sensaciones que me has hecho sentir con tus fargaditas.
ResponderEliminarSaludos y ánimo para seguir escribiendo.
Silvia
Hola Silvia.
ResponderEliminarMuchas gracias y perdón pues acabo de ver tu comentario. No entro todos los días en el blog o su cuenta.
Ahora no puedo, pero luego te respondo más largo. Es increíble en otro dato que coincidimos y te diré.
Silvia, mejor te mandaré email.
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