jueves, 28 de noviembre de 2019

F124 - Una carta, una amenaza (julio 2005)


La intensa luz del fluorescente se filtra desde la cocina, creando un irregular rectángulo de claridad sobre el suelo del pasillo. Me acerco despacio, deteniéndome bajo el umbral de la puerta, permanentemente abierta, a falta de ventana,  salvo cuando cocinamos. El suave aroma a limón del Fairy todavía impregna el aire. El secador de platos ya recogido. Todo está impecable.

            La observo en silencio ahí sentada, en el pequeño taburete de tres patas, de color verde pistacho, a juego con la mínima mesa que se despliega de la pared. Se la ve cansada. Ojeras, pelo desarreglado mal recogido con una pinza, en pijama de felpa rosa salteado con vaquitas. La bata, sobre sus hombros, remata la faena. El día salió gris, nublado y frío. Una vez más Edimburgo burlándose del calendario. La astur, eterna friolera, pienso sin poder evitar que una ligera sonrisa cruce mi rostro.

Parece mayor, como si hubiera envejecido varios años en apenas unas horas, desde la última vez que la vi al desayuno.

            ̶  ¿Qué sucede Cris?

Apenas un leve sobresalto, del modo que despertamos tras una cabezada en el sofá, la saca de su ensoñación. Parpadea, me mira con ojos cansados. Vuelve a parpadear, tratando de situarse, de averiguar quién es el tipo bajo el quicio de la puerta. Apenas un segundo. Aterriza. Recuerda. Sonríe. Es una sonrisa triste, deslavada. Una sonrisa carente de fe. Jamás la había visto así. La imagen golpea mis retinas con fuerza amortiguada, cual puñetazo con guante de boxeo.

            ̶  Nos echan  ̶  dice, agitando sin ganas un folio de papel escrito a ordenador. Apenas vislumbro un par de párrafos, un membrete familiar en la esquina superior (un triángulo sin base, unas líneas verticales a modo de columnas. Una casita dibujada por un pre-escolar con poca imaginación. Ni chimeneíta, ni humo, ni ventanitas, ni nada). Es el logotipo de la inmobiliaria. Un sobre abierto sobre la mesa completa la escena.

            ̶ 

            ̶  Uf, no sé si voy a soportar otra mudanza. Una más.

            ̶  Venga Cris, tú puedes con lo que te echen. Jamás conocí a alguien con tu tenacidad. 

Mis palabras producen el efecto contrario a su objetivo. Cristina se echa las manos a la cara, en un vano intento de cubrir sus ojos inundados súbitamente por las lágrimas.

            ̶  Eyy, Cris… ̶  salvo la distancia que nos separa con dos torpes zancadas. Tengo miedo de empeorar la situación. Agachándome, rodeo su delgado cuerpo con mis brazos. Tiembla como un gorrioncillo bajo la lluvia. Sus brazos caídos hacia los lados. La mano derecha todavía aferrada a aquella misiva maldita. Al fin los mueve, con lentitud, pasándolos por detrás de mi nuca. La hoja arrugada me araña la piel.

Tras unos segundos, su cuerpo deja de temblar. Ya más sosegada rompe nuestro extraño achuchón. Se seca las lágrimas con un pañuelo de papel, hecho una bola, que ha surgido de la nada en su mano libre, como un truco de prestidigitación. Quizás lo ocultaba bajo la amplia manga de la bata.

            Sonrío, le doy un beso en la mejilla. Está cálida, casi febril. Mis labios se humedecen, como cuando besas la carita de un niño lloroso tras una caída. Ella, adivinando mi pensamiento, acaba de secarse con la pelotilla de papel.

            ̶  A ver, déjame leer la carta. ¿Con qué nos salen ahora esos fucking bastards? ̶  el Spanglish sale de mis labios sin intención, con rabia.

La comunicación es escueta. Educada. Profesional. Mas ni siquiera se lamentan o simulan hacerlo. Sueltan la negra noticia de sopetón. Sin anestesia. Como un tortazo a mano abierta tras una sonrisa. Debido a decisión unilateral de los dueños de la vivienda, debemos desalojarla en el periodo inaplazable de un mes. El piso deberá mostrar las mismas condiciones en la que fue entregado. Cualquier daño en el inmueble y contenidos será reparado a nuestro cargo, siendo descontado el importe del depósito adelantado en su día. Esto incluye el concepto de limpieza. Vamos, dicho en cristiano, que nos echaban a la calle y que debíamos dejar todo como una patena si pretendíamos recuperar el dinero del depósito. Una carta, una amenaza.

Un mes. Agosto a la vuelta de la esquina, el peor de ellos para la búsqueda de alojamiento. El Festival Internacional Fringe  se encontrará en pleno apogeo, y a pesar de que la mayoría de visitantes partirán a sus países en Septiembre, también regresarán miles de estudiantes para comenzar el nuevo curso escolar. 

Me acuesto apesadumbrado en mi estrecha cama del living room, tras un vano intento de ver un episodio de CSI en la tele. El bueno de Horacio acaba deprimiéndome todavía más. Cristina hace rato que duerme en su cama enorme, en su habitación doble, con su gigantesco armario empotrado, revestido de amplios espejos. Una sonrisa dibuja mi cara al recordar su ofrecimiento a la hora del reparto de estancias el día que entramos en este maravilloso piso. Un piso de verdad. “Jorge, porfa…, cubriré todos tus turnos de limpieza si me dejas elegir la room”. Porque de eso se trataba, uno viviría en la habitación doble, el otro ocuparía una pequeña cama individual que nos había dejado un amigo, en la grandísima sala de estar, junto con el sofá, la mesa alta, la mesita del café, la televisión y toda la parafernalia. No pude resistirme ante su ilusión de niña caprichosa en víspera de Reyes. “No es necesario Cris, con una invitación a desayunar me conformo”.  Además, qué carajo iba a hacer yo con un armario de ese tamaño.

Me acuesto apesadumbrado en mi lecho de monje de clausura. El suave ruido del tráfico apenas altera el silencio. Los ojos abiertos, adivinando los objetos en la penumbra. El runrún de la reciente noticia impide mi desconexión. De repente, una luz proveniente de la mesilla rasga la oscuridad, confiriendo una claridad fantasmal a muebles y paredes. Es la pantalla del móvil. Ha entrado un mudo sms. Estiro el brazo para alcanzarlo. A pesar de la identidad del emisor, o quizás debido a ello, estoy tenso. Serio. Es Erika. Tan sólo tras abrir aquel pequeño sobre virtual, logro sonreír un poco. Su lectura me produce un efecto relax que se transforma en somnolencia casi al instante. Caigo en los brazos de Morfeo con una mueca bobalicona, cual muchacho enamorado de la profe de inglés.

Hola guappo, good news. Kareen está bien. Olvidó cargar su teléfono
la noche anterior y acudió a la oficina sin él. Duerme bien. Un beso.

Su amiga se encontraba sana y salva. “She’s safe and sound”, fueron sus palabras exactas.
Kareen burló el peligro aquella mañana aciaga tal vez debido al azar, siempre caprichoso, quizás por el destino. Tan sólo fue alcanzada por un par de esquirlas de metralla… que se le incrustaron en el alma.
           
           

jueves, 21 de noviembre de 2019

F123 - Más miedo (julio 2005)


̶  ¿Qué andas, españolazo?

Al instante reconocí su tono de voz, acompañando el habitual saludo. Pude imaginar la  sonrisa burlona, a miles de kilómetros, que se escondía tras aquel desconocido número con prefijo de Navarra.

̶  ¿Qué pasa, Koldo Kabrón?  ̶  respondí, imprimiendo un amistoso reproche cargado de nostalgia en cada una de las kas. Muy a mi pesar, añoraba a aquel navarro fanfarrón, con pinta de italiano, Rey del Reciclaje Responsable y Presidente de los Amigos del Ecosistema y la Sostenibilidad, quien afirmaba ser más vasco que el mismísimo Arzallus, vecino de un pueblo que levantó un pequeño dúplex en mi corazón en otro tiempo, durante otra vida: Elizondo.

            Apresuradamente me puso al día de su vida, “perdona si hablo a toda prisa, pero mi vieja amenaza con echarme a la calle cada vez que llega la factura de teléfono”, su retorno al hogar materno, con sus aitas, tras culminar su enésimo intento de independizarse, su cuarto contrato basura consecutivo, de apenas un mes de duración, “¡Que puto país éste, tío, no vuelvas jamás!”, sus planes de conquista por asalto, “ando metiéndole fichas a la hija de la charcutera, ¡no veas qué viaje tiene la moceta!”. Mas el verdadero objetivo de su llamada era doble: pedirme un pequeño favor y, por el mismo precio, ponerme los dientes largos. Lo primero, una nimiedad, esperaba una carta importante de la Universidad de Napier, donde estudió, en su antigua dirección de Edimburgo. “Tranquilo, yo me encargo de pedírsela a los nuevos inquilinos y te la reenvío al Baztán ”. En cuanto a lo segundo…

̶  Chaval, que mañana voy a Pamplona, esta mañana vi el txupinazo en la tele, con toda esa peña en la plaza del Ayuntamiento y he experimentado el efecto llamada.

̶  ¿Efecto llamada?, menuda jeta tienes tú.

̶  Oye, que si quieres te esperamos eh, ya sabes, sacas el dedito y en unas veinte horas y con mucha suerte tal vez llegues jaja.

Esto es lo que sucede cuando cuentas tu vida y milagros a los que crees amigos, tras la ingesta de unas cuantas pintas de cerveza y derivados. Pienso divertido y un tanto avergonzado. Koldo se refiere a mi primera escapada a los Sanfermines, con diecisiete años, cuando un amigo y yo acudimos a la fiesta de la capital navarra en tren, quinientas pesetas en el bolsillo y un billete de mil duros en el calcetín, temerosos de ser saqueados por el camino (¡menuda pareja de pánfilos!). Un tren que quedó averiado en Castejón (¡gracias Renfe, por la aventurilla edificante!), dejándonos tirados en tierra de nadie y sin más remedio que recurrir al más antiguo y barato de los transportes públicos: hacer dedo, es decir el autostop (nota aclaratoria para los escasos lectores millennials que pueda tener: es como el blablacar pero gratis y a ciegas. No tienes ni pajolera idea de quién puede recogerte en mitad de una carretera perdida de la mano de Dios).

Tras agradecer la llamada corté la comunicación, abstraído, con una sonrisa tristona en el rostro. Había olvidado por completo el comienzo de unas fiestas a las que tantas veces acudí desde mi vecina ciudad. No insinúo un olvido de fechas, era plenamente consciente de hallarme a seis de julio, mas el día siguiente, jueves, tan sólo era eso en mi mente pseudo-escocesa, Thursday, un anodino jueves más, como otro cualquiera. Lo venía padeciendo desde hace un tiempo, el olvido de fiestas, puentes, y santos celebrados en mi país. Estos herejes británicos hacen borrón y cuenta nueva con sus festividades. De vez en cuando colocan un Bank Holiday, siempre en lunes, en un mes perdido y con ello se dan por satisfechos. El concepto de bridge escapa a sus mentes protestantes, o luteranas, o lo que sean: trabajo, sudor, sacrificio… todo ello regado con unas buenas pintas, por supuesto, la popular after work pint, que nunca acaba haciendo buenas migas con su número “singular”. Vamos, que no es una sino X.

Aquel jueves siete de julio acudí  temprano al Tesda en turno de tarde. Trabajar de noche se había acabado desde hace unos meses, para mi desgracia, para mi fortuna. Prometo esclarecer esta contradicción en un futuro cercano, es decir cuando las dos neuronas dejen de pegarse entre ellas y me pongan un post-it amarillo en el tablero de recordatorios mental.

Entré en la cantina del supermercado sonriente, optimista muy a pesar mío. Tratando de ser positivo ante las diez horas laborales que tenía ante mí. Olía a picante y especias, “otra vez curry”, pensé, la boca producía saliva sin mi permiso. Caras serias a mi alrededor. Un corrillo en los pocos sofás frente al televisor. Un par de compañeras cajeras, jóvenes, apenas adolescentes, llorando a moco tendido. Todas las miradas unidas, enfocadas en el mismo punto, hipnotizadas por el run run de una voz en inglés. Un inglés impecable, estándar, de BBC News. Todas ensimismadas y fijas en las imágines que vomitaba el televisor.

Había vuelto a suceder.

El horror.

La barbarie.

El miedo.

Los trenes.

El autobús.

El dolor.

Las bombas en el metro de la capital metropolitana. La estación de King´s Cross y aledaños.
London under attack! Exclama el subtítulo, letras negras en fondo rojo, que se desliza constante e incansable de derecha a izquierda del borde inferior de la pantalla. Fracasando en el intento de poner nombre a las imágenes horrendas que escupe el plasma.

El nananá de Kylie Minogue me da un empujón, sacándome de mi ensimismamiento. Miro la pantalla. Un nombre. Un presentimiento. Un temblor en mis dedos.

Erika está llamando…

Presiono el botón verde, acercando el aparato a mi oreja. Lágrimas, balbuceo. Respiración entrecortada.

̶  Erika, sosiégate, respira hondo, y cuéntamelo.

Unos segundos, que son minutos. Silencio en forma de hipidos, inspiraciones y expiraciones. Por fin habla, en su idioma, su voz trémula.

̶  No localizo a mi amiga Kareen, la de Londres. Siempre coge el metro a esa hora desde la estación de King’s Cross. La he llamado varias veces, su móvil tan sólo dice: 

              El número al que llama se encuentra apagado o fuera de cobertura.

La incertidumbre.

Los nervios.

Más miedo.

lunes, 4 de noviembre de 2019

F122 - ¡Ponga canela en su vida! (julio 2005)


Tuve que emplear todas mis argucias y artimañas. Las buenas y las malas artes. La carita de niño bueno que me franqueó tantas puertas y el chantaje emocional (todos aquellos niños muriendo de hambre por el mundo). No me sentía orgulloso de mis acciones fraudulentas, pero el objetivo era asistir a aquella marcha blanca, ir de la mano con ella, alzar nuestros puños y voces al cielo, vivir un día más dentro de aquella realidad irreal que yo había ido construyendo, ladrillo a ladrillo, caricia a caricia. En el amor y en la guerra todo vale, pensé a modo de consuelo. Erika había requerido mi presencia, mi compañía, con aquella sonrisa limpia, aquel acento lejano, aquella mirada infantil, aquella ilusión contagiosa cual virus tropical. Erika dijo “ven”. Y “si tú me dices ven, lo dejo todo”. Los Panchos sabían de lo que cantaban.

            La manager se rindió ante mi ataque con artillería pesada, seguido de asalto de caballería, sable en ristre y toque a degüello. Mas no me salió gratis la contienda, hube de comprometerme a trabajar el domingo para recuperar las horas perdidas. “Y por favor, Jorge, esa pulsera has de quitártela. La Compañía no puede posicionarse en ningún tema político, o de estas características”. Así que me desprendí, momentáneamente, de la estrecha cinta de plástico duro donde unas inútiles palabras grabadas gritaban a nuestros sordos oídos: MAKE POVERTY HISTORY!

            Erika estaba resplandeciente.

Quedamos a la entrada de los Meadows, cerca de la zona universitaria. La mañana de aquel inolvidable sábado nos saludó con tímidos rayos de sol y cielo azul, como si todavía hubiera esperanza. Erika vestía un polo deportivo, una falda ni muy corta, ni muy larga y unas John Smith tan clásicas como planas. De blanco impoluto, como su sonrisa que avisté desde la acera de enfrente. Levantó tímida la mano, sus ojos brillaron, mi corazón realizó un triple salto, mis rodillas flaquearon. Lo habitual. Allí estaba, al otro lado de la calle despejada de tráfico. Con sus dos trenzas morenas, frente despejada, los ojos entornados más verdes que nunca. Su aspecto de tenista extraviada, en busca del Abierto perdido. Sólo le faltaban la raqueta y la cinta sobre la frente.  Mi poster juvenil de Gabriela Sabatini hecho carne y hueso. Alcé el rostro al cielo, dando gracias al Jefe por el milagro concedido aunque fuese con un par de décadas de retraso. Es un tipo ocupado.

            Me miré en ese espejo mental que todos llevamos encima. Pantalones blancos desgastados que vivieron mejores tiempos, tal vez en la guerra. Camiseta blanca sin un triste logo, ni leyenda, ni nada. Zapatillas deportivas cuya suela pedía a gritos la extremaunción. Madre mía, la Princesa y el Vagabundo, pensé desolado. Un pelotari de Inter-pueblos caído en desgracia junto a una tenista recién salida de un Grand Slam. Tentado estuve de correr a la cabina más cercana, hacer una llamada a cobro revertido al bueno de Koldo y pedirle que enviase con urgencia uno de sus rojos fajines sanfermineros y una txapela a juego. 

            Ambos en ayunas, entramos al Starbucks que hace esquina. Justo debajo del cutre-piso donde viví las semanas más surrealistas de mi aventura escocesa (con aquella francesa tentadora, los punkis sin hogar, dos dóberman guardianes, la puerta atrancada… y un cuchillo bajo la almohada). Pedimos capuchinos de tamaño industrial, espumosos y calientes a rabiar, espolvoreados con chocolate y canela, acompañados de sendos cinamon rolls, más canela para el cuerpo que dicen que anima el espíritu y aviva el fuego. Nos pusimos hasta las cartolas, como dicen en mi pueblo, en un local atiborrado de estudiantes vestidos de marca, con sus portátiles de última generación, la beca en un bolsillo y la visa paterna en el otro, bajo aquel circular logotipo verde y poderoso, puro símbolo del consumismo más capitalista, para acudir a una marcha contra la pobreza y el hambre en el mundo. Bono, su banda de amigotes y sus millones se mostrarían orgullosos de nosotros.

            El indigente que cada mañana, aunque caigan chuzos del cielo, se sienta a mitad de North Bridge, entonando su incansable letanía –spare some change, please. Have a nice day!– a cada uno de los viandantes que pasamos a su vera, con prisas, mirando a las nubes, al tráfico, al suelo, por no asomarnos al abismo tras sus ojos… pide sus monedas en un vaso de plástico transparente y sucio, un vaso con el circular y verde logotipo de Starbucks. 

La vida, qué contradicción, qué paradoja, qué mierda.

          Sin embargo, allá me hallaba yo. Feliz como un cochino en un lodazal. De blanco reluciente cual protagonista de anuncio de Colón, puño en alto, soltando proclamas inútiles a unos líderes reunidos cerca en su G7 o G8 o G88, tan cercanos y a mil millones de años luz de las calles. Presidentes poderosos, charlando, riendo, alrededor de largas mesas rebosantes de deliciosos manjares. Allá estaba yo, satisfecho por el pequeño gesto, nuestro granito de arena,  y con mala conciencia,  del brazo de la que creí amada, conocedor en el fondo de lo absurdo de todo aquello, sabiendo que el mañana borraría cualquier atisbo de triunfo, cualquier esperanza.

            Nunca regresé a aquel Starbucks.