Tuve que
emplear todas mis argucias y artimañas. Las buenas y las malas artes. La carita
de niño bueno que me franqueó tantas puertas y el chantaje emocional (todos
aquellos niños muriendo de hambre por el mundo). No me sentía orgulloso de mis
acciones fraudulentas, pero el objetivo era asistir a aquella marcha blanca, ir
de la mano con ella, alzar nuestros puños y voces al cielo, vivir un día más
dentro de aquella realidad irreal que yo había ido construyendo, ladrillo a
ladrillo, caricia a caricia. En el amor y en la guerra todo vale, pensé a modo
de consuelo. Erika había requerido mi presencia, mi compañía, con aquella
sonrisa limpia, aquel acento lejano, aquella mirada infantil, aquella ilusión contagiosa
cual virus tropical. Erika dijo “ven”. Y “si tú me dices ven, lo dejo todo”.
Los Panchos sabían de lo que cantaban.
La manager se rindió ante mi ataque
con artillería pesada, seguido de asalto de caballería, sable en ristre y toque
a degüello. Mas no me salió gratis la contienda, hube de comprometerme a
trabajar el domingo para recuperar las horas perdidas. “Y por favor, Jorge, esa
pulsera has de quitártela. La Compañía no puede posicionarse en ningún tema
político, o de estas características”. Así que me desprendí, momentáneamente,
de la estrecha cinta de plástico duro donde unas inútiles palabras grabadas
gritaban a nuestros sordos oídos: MAKE
POVERTY HISTORY!
Erika estaba resplandeciente.
Quedamos a
la entrada de los Meadows, cerca de la zona universitaria. La mañana de aquel
inolvidable sábado nos saludó con tímidos rayos de sol y cielo azul, como si
todavía hubiera esperanza. Erika vestía un polo deportivo, una falda ni muy
corta, ni muy larga y unas John Smith tan clásicas como planas. De blanco
impoluto, como su sonrisa que avisté desde la acera de enfrente. Levantó tímida
la mano, sus ojos brillaron, mi corazón realizó un triple salto, mis rodillas
flaquearon. Lo habitual. Allí estaba, al otro lado de la calle despejada de
tráfico. Con sus dos trenzas morenas, frente despejada, los ojos entornados más
verdes que nunca. Su aspecto de tenista extraviada, en busca del Abierto
perdido. Sólo le faltaban la raqueta y la cinta sobre la frente. Mi poster juvenil de Gabriela Sabatini hecho
carne y hueso. Alcé el rostro al cielo, dando gracias al Jefe por el milagro
concedido aunque fuese con un par de décadas de retraso. Es un tipo ocupado.
Me miré en ese espejo mental que
todos llevamos encima. Pantalones blancos desgastados que vivieron mejores
tiempos, tal vez en la guerra. Camiseta blanca sin un triste logo, ni leyenda,
ni nada. Zapatillas deportivas cuya suela pedía a gritos la extremaunción.
Madre mía, la Princesa y el Vagabundo, pensé desolado. Un pelotari de Inter-pueblos
caído en desgracia junto a una tenista recién salida de un Grand Slam. Tentado estuve de correr a la cabina más cercana, hacer
una llamada a cobro revertido al bueno de Koldo y pedirle que enviase con
urgencia uno de sus rojos fajines sanfermineros
y una txapela a juego.
Ambos en ayunas, entramos al
Starbucks que hace esquina. Justo debajo del cutre-piso donde viví las semanas
más surrealistas de mi aventura escocesa (con aquella francesa tentadora, los
punkis sin hogar, dos dóberman guardianes, la puerta atrancada… y un cuchillo
bajo la almohada). Pedimos capuchinos de tamaño industrial, espumosos y
calientes a rabiar, espolvoreados con chocolate y canela, acompañados de sendos
cinamon rolls, más canela para el
cuerpo que dicen que anima el espíritu y aviva el fuego. Nos pusimos hasta las
cartolas, como dicen en mi pueblo, en un local atiborrado de estudiantes
vestidos de marca, con sus portátiles de última generación, la beca en un
bolsillo y la visa paterna en el otro, bajo aquel circular logotipo verde y
poderoso, puro símbolo del consumismo más capitalista, para acudir a una marcha
contra la pobreza y el hambre en el mundo. Bono, su banda de amigotes y sus
millones se mostrarían orgullosos de nosotros.
El indigente
que cada mañana, aunque caigan chuzos del cielo, se sienta a mitad de North
Bridge, entonando su incansable letanía –spare
some change, please. Have a nice day!– a cada uno de los viandantes que
pasamos a su vera, con prisas, mirando a las nubes, al tráfico, al suelo, por
no asomarnos al abismo tras sus ojos… pide sus monedas en un vaso de plástico
transparente y sucio, un vaso con el circular y verde logotipo de Starbucks.
La vida, qué
contradicción, qué paradoja, qué mierda.
Sin embargo,
allá me hallaba yo. Feliz como un cochino en un lodazal. De blanco reluciente
cual protagonista de anuncio de Colón, puño en alto, soltando proclamas
inútiles a unos líderes reunidos cerca en su G7 o G8 o G88, tan cercanos y a
mil millones de años luz de las calles. Presidentes poderosos, charlando, riendo,
alrededor de largas mesas rebosantes de deliciosos manjares. Allá estaba yo,
satisfecho por el pequeño gesto, nuestro granito de arena, y con mala conciencia, del brazo de la que creí amada, conocedor en
el fondo de lo absurdo de todo aquello, sabiendo que el mañana borraría
cualquier atisbo de triunfo, cualquier esperanza.
Nunca regresé a aquel Starbucks.
Entiendo tu mala conciencia.
ResponderEliminarBesos.
Sólo tienen mala conciencia aquellos que poseen conciencia.
ResponderEliminarConforme leía me adelanté al "si tu me dices ven" de Erika. Y de hecho la conclusión es esa, que te dijo ven.
ResponderEliminarBastante absurdo, sí, pero seguramente su compañía era La causa. Lo otro, en general, mucho blabla pero ná. Hace poco con lo de la niña esa se manifestaron creo que suelen ser los viernes, y ese mismo día dejaron perdido de botellones y plástico una playa. Pero bueno, la conciencia, que parece ha de pesar, queda absuelta con esos ratillos de protestas de salón.
Saludos, Ava
Hola Ava. Al fin pudiste comentar.
ResponderEliminarPues sí, claramente Ella era La Causa. Nunca he sido de manifestaciones. Y con la edad, la cosa empeora. Es todo fachada.
Lo de la niña esa. Sin comentarios. Es Lo Politicamente Correcto llevado al extremo.
Reciclamos religiosamente (al menos aquí en el norte), plástico, vidrio, orgánicos, papel, etc... y luego las grandes empresas, los grandes países, se pasan por el arco de triunfo todo. Es deprimente.
Hoy en el Eroski: la cajera me ofrece una bolsa, pagando claro, es una bolsa ridícula. Plástico tan fino que se rompe con la mirada. Casi transparente a pesar de ser una bolsa blanca. Una bolsa inútil. No la puedes ni reutilizar como basura pues el líquido llega a atravesarla a la mínima. Usas dos, claro. Miro a la cajera, miro a mi alrededor, los pasillos, todos los productos... TODO envuelto en mil y un plásticos duros. Hasta lo más insignificante.
La cajera lee mi mirada, suspira, casi se disculpa.
Yo le devuelvo la mirada, suspiro, no es tu culpa, bonita.
Un saludo, Ava.