miércoles, 26 de mayo de 2021

F172 - Muñecas rusas

 

(En el limbo temporal)

Existen días cuando los recuerdos se amontonan. Sin orden ni concierto. Realizas esfuerzos titánicos para ubicarlos. Sin embargo, hay otros en los que unas simples imágenes por televisión te devuelven a una fecha concreta, un lugar, otra vida. Hoy es uno de estos últimos.

A veces, siento que este rinconcito, donde trato de relatar mis cuatro tonterías, se convierte en una especie de matrioska rusa. La abres y encuentras otra dentro, un poco más pequeña pero idéntica, la cual oculta a otra incluso de tamaño inferior. Así hasta llegar a una diminuta. Recuerdos dentro del propio recuerdo, nostalgia dentro de la nostalgia. Es lo que sucede cuando se va al volante de un maravilloso Delorean, con el condensador de fluzo preparado y el depósito a tope de plutonio.

Hoy es uno de esos días.

Creo reconocerlas. Un pensamiento absurdo, lo sé. La misma edad, esa adolescencia tardía. El mismo aspecto físico, una más agraciada que su amiga. Ésta última de menor estatura, con lentes quizás algo más gruesas de lo que le hubiera gustado. Ambas enfundadas en sus camisetas rojiblancas oficiales. En mi recuerdo lejano, la más agraciada se mostraba seria, estoica, un tanto enfadada. Su amiga, llorosa, desconsolada. Sin embargo, el paso de los años no perdona, a nadie. No pueden ser ellas, pero lo son para mí, en este instante televisivo. En primer plano. Con idénticas camisetas, bufandas, banderas en ristre. Mas una diferencia. Ahora ríen, saltan, gritan, cantan.

Lágrimas de alegría.

Las observo, parapetado en mi sofá. Lejos del bullicio, del humo rojo, los petardos, los pitidos provocados por las bocinas portátiles. Distante de sus cánticos, del alcohol derramado, del olor a tabaco, sudor, cerveza y pólvora. Las contemplo y sus sonrisas atraviesan la pantalla, se cuelan en mi salita, saltando hasta mi rostro y conquistándolo. Río con ellas, sonrío por ellas. El corazón me da un pequeño vuelco, salta un latido, como gusta decir en las novelas anglosajonas. Son ellas, me digo. Las chicas del metro, en Lisboa, 24 de mayo 2014, tras la derrota —Final de la Copa de Europa— de su amado equipo, a manos del mío. “No es sólo un partido de futbol”. Dijo la más guapa. Su dura mirada me retó a refutarlo. No pude. Fue su respuesta a mi frase amistosa hacia su devastada compañera, cuyas gafas el llanto empañaba: “No te lleves mal rato, tan sólo es un partido de fútbol”. Sentencia que brotó de mis labios a modo de consuelo. Afirmación estúpida, que ni yo mismo creí en aquel momento. Lo recuerdo con vergüenza, con remordimiento.

Por supuesto que es más que un partido de fútbol. Es sentimiento, arraigo. Es infancia, el escozor de rodillas peladas al correr tras un balón, luciendo los colores de tu equipo. Son noches en vela, discusiones con los compañeros de clase, enfados con tus propios familiares. No se trata sólo de fútbol. “Veintidós señoritos en pantalón corto persiguiendo un esférico de cuero”. Como tratan de burlarse aquellos que van de intelectuales, los cuales creen levitar por encima del bien y del mal. No es tan sólo un partido. Es euforia,  regocijo, emoción. Son gritos, cánticos compartidos. Abrazos con desconocidos. Es tristeza, derrota, enfado.

Es vida.

No es tan sólo fútbol. Es cuadrilla de chiquillos sudorosos. Pachanga a gol-portero en la explanada de tierra. Son porterías con piedras cual postes. Es orgullo de crío al mostrar tu primer balón de reglamento. Pedir disculpas tras una dura entrada que hace llorar a tu amigo. Es admirar a tus ídolos en acción, de la mano de tu padre. Tu primer gol en portería con red. Es el olor que lo impregnó todo, aquella primera vez que tus botas pisaron césped real, en un inmenso campo bordeado de calcáreas líneas, entre las verdes montañas del Baztán. Es botar y botar y botar en lo alto del Santiago Bernabéu enseñando la manita al F.C. Barcelona en el 95. Llorar gotas de lluvia, en las gradas del Hampden Park, Glasgow, tras la sublime chilena de Zidane…

Son lágrimas de alegría.

Lágrimas de tristeza.

Aquella muchacha quedó corta en su respuesta: “No es tan sólo un partido de fútbol, imbécil”.

Contemplo las imágenes y siento inmenso alborozo por ellas. Sincero, de aquel que surge a chorros del corazón. Es obvio que una esquinita de éste queda anegada bajo la penumbra, al fin y al cabo mi equipo acaba de ceder al eterno rival la corona de La Liga. No obstante, al verlas, dicha oscuridad queda arrinconada, reducida. Un foco alógeno que lo alumbra todo la empuja al olvido. Lo merecían, ellas, su equipo guerrero, ese entrenador chillón, gesticulante y supersticioso, que lejos de ser santo de mi devoción también es receptor de mi enhorabuena. Lo merece esa afición de bandera. Ese Atleti.

Ya lo canta el gran Sabina:

No me habléis de resistir

Es mi Atleti de Madrid

No me vengan con lamentos

Hablo de sobrevivir

 

Entonces me acuerdo de él. Cómo hubiera disfrutado del triunfo de su Atleti, puro y cubata en mano. Cómo me habría vacilado: ”¡Merengón, segundón!”.

Una ligera sombra cruza mi entusiasmo. No puedo evitarlo. Consciente de que a pesar de pilotar tan maravillosa máquina del tiempo, sólo se me permite visitar el pasado para observar, tomar notas, relatar. No dispongo de medios para cambiarlo. Una nube de arrepentimiento encapota mí ánimo. Sentimiento de culpa. De remordimiento. Modificar parte de la huella marcada, ese utópico deseo. Retornar atrás, para mostrarte más comprensivo, más empático… más humano.

El exhausto DeLorean bloquea sus puertas en destino. No existe manera de izarlas. Desde el asiento de cuero, a través del parabrisas, observas el pasado, tomas notas, cuentas tu versión de la historia. Escoges verbo, adjetivos, algún que otro sinónimo. Sin embargo, no puedes apearte y modificar los hechos.

Has de vivir con tus errores, tus miserias, tus pecados.

Pero hoy es un día de éxito. Un día para la alegría compartida.

Sigo mirándolas, sus sonrisas han conquistado el primer plano. Reportero, micrófono en mano, humo colorado. Preguntas que no alcanzo a escuchar. Respuestas que el ruido ambiental secuestra. Las contemplo y no logro evitar las palabras en voz alta: “Ya lo habéis conseguido, queridas rivales mías. La próxima, la Champions”.

Ante la imposibilidad de reformar el pasado, sólo queda levantar al cielo mi propia copa de gin-tonic, entrecerrar los ojos y susurrar: ¡va por vosotras, va por ti, F, hermano!

¡Aupa Atleti!


                        
 

Nota: las chicas de la fotografía son ajenas al relato.


jueves, 20 de mayo de 2021

F171 - Locura sobre papel cuché

                                             (El presente / noviembre 2006)

No me reconozco. Ese no soy yo.

Sin embargo, su cuerpo se asemeja al mío, al igual que su cabello corto y descuidado, la media sonrisa entre burlona y escéptica, el brillo aún juvenil que brota de sus ojos, las manos tímidas que buscan su espacio…

Observo la fotografía. Las fotografías. Las vuelvo a mirar por enésima vez. Paso con cuidado cada página de papel estucado. Los colores van perdiendo su brillo original con el transcurso de los años. Mas la ilusión permanece impregnada sobre aquellos rostros que surgen del pasado.

No me reconozco. Ese no soy yo.

Orgullo, rubor, fascinación.

La contemplación del colorido tesoro confirma mi vieja teoría. Al emigrar, cuando vives en país extraño durante un cierto periodo de tiempo, un ente posee tu alma, o quizás se trate de una energía que toma los mandos de tu mente. Haces cosas que jamás te hubieras planteado y, por tanto,  nunca habrías llevado a cabo en tu país nativo. Experimentas una curiosa sensación, igual que si vivieras una vida prestada, como si el cuerpo que habitas no te perteneciera. De hecho, existen ocasiones que te observas a ti mismo desde fuera, te ves ahí, charlando con un grupo de escoceses frente a un montón de pintas de cerveza, o acudiendo a una entrevista para ser guía turístico de un castillo, o tratando de convencer a una desconocida para que te acepte como compañero de piso, o plantándote al frente de una clase y relatar, en inglés, la bonita leyenda que se esconde tras un entrañable festejo de tu pueblo. Incluso llega el día en que cometes una pequeña locura junto a un puñado de compañeros, por una hermosa causa.

Se acercaba la gran fecha. Cada año la empresa lanza una campaña para recaudar dinero con el que combatir esa terrible y extendida enfermedad: cáncer de mama. El objetivo de la misión: batallar contra lo oscuro esgrimiendo humor y diversión como únicas armas. Con este propósito fue bautizada como Tickled Pink. Todos los departamentos se involucran, de una forma u otra. Pasillos decorados, huchas recolectoras, concursos, rifas, disfraces, guerra con globos de agua, lavado manual de vehículos… Todo bajo el amparo de un color amable, un color de esperanza, de ilusión, de fe; pero un color poderoso, guerrero: el rosa.

Los clientes adoraban dicha fecha, cual navidades anticipadas,  participando en cada evento y mostrando una generosidad y buen humor que iban más allá del mero compromiso. Pura Escocia, puro Reino Unido.

Todo comenzó como una broma compartida entre dos o tres colegas. El pícaro de Craig, a la cabeza de la gracia. Este año el departamento de Produce lo tenía que petar. Debíamos arrebatar el trono a las chicas, y chicos, de Barclay, que llenaron decenas de huchas, mediante sonrisas jolibudienses y parloteo hipnótico la edición anterior. Llenos de energía e impecables, siempre fieles a su eslogan: “Barclay: more than just clothes”.

Teníamos que hallar la manera de sobresalir y convertirnos en lo inaudito. Aparte del prestigio, de sobra era conocida  la tradición de conceder un regalo sorpresa —bonos/días libres/cesta con productos—, lacito rosado incluido, a la idea que lograse la mayor recaudación.

Todo comenzó con un reto envuelto en risas. Un challenge, que dicen por estos lares. Extrapolado a España, hubiera sido consecuencia de nuestro tan patrio: “¿A que no hay huevos?”.

Carcajadas que mutaron a murmullos. Éstos volaron de boca en boca. La curiosidad pudo con la prudencia. La ilusión venció la timidez. La locura secuestró la razón.

¡Haríamos un calendario… en pelota picada!

El trío emprendedor se dedicó a reclutar voluntarios. Cada día se sumaban un par de nombres a la lista de valientes. Al llegar mi turno dije sí, tras meditarlo un par de segundos. Cuando te asomas al vacío desde un trampolín a diez metros de altura, tienes dos segundos para pensártelo. Al tercero te rajas. Yo (mi yo poseído) no quería achantarme por nada. Así que cerré bajo llave mi natural pudor, en un cuartito mental, dejé caer la toalla que me cubría y salté.

Tras el salto al vacío, ya no existía retorno posible.

Después del fichaje inesperado de dos compañeros pertenecientes a otras secciones, logramos la docena necesaria. Un mes por barba. Para nuestra propia sorpresa, los jefazos dieron luz verde, siempre que no traspasáramos la delgada línea roja del buen gusto. Así que nos lanzamos al desafío, dispuestos a lograr el mejor evento de la campaña. Llevamos a cabo una tormenta de ideas, algo también muy British por aquel entonces. Nos repartimos los meses, por cumpleaños, superstición o antojo. Adoptaríamos sus nombres: Mr January, Mr February, Mr March… Decidimos improvisar complementos para simular un poco nuestras partes pudendas. Se trataba de un calendario que provocara sonrisas, no alaridos. Y qué mejor opción que utilizar frutas y verduras para ello. Un racimo de uvas aquí, media sandía mostrando su tajo bermellón acá, un ramillete de plátanos acullá.

Bajo nuestra manga, ocultábamos un as de corazones: contábamos con Ewan; división de lácteos; estudiante de postgrado en Fotografía. Aportaría su equipo profesional: cámara de última generación con trípode, focos, paraguas difusor, mamparas opacas. A todo ello, añadiría una pizca de magia virtual, creando fondos exóticos, eliminando objetos molestos. Sólo una condición: los modelos no seríamos retocados.

Sobra decir que fue todo un éxito. Vendimos cientos de ejemplares. Conseguimos el galardón correspondiente, y nuestros diez minutos de fama.

Desde la exposición de los primeros ejemplares, las risitas, silbidos y vaciles por parte de las compañeras formaron parte del juego. Craig se convirtió en el Beckham de Produce. Alto, fino, la cresta de colores, ojos verdes de cocodrilo hambriento y aquella sonrisa, escoltada por hoyuelos, que hacía temblar las rodillas de las chavalas. El tipo se hartó a firmar autógrafos, lanzar guiños y pasar algún que otro papelito —con maneras de camello— que contenía nueve cifras prometedoras de pasión desatada y pactos de amor eterno.

Un día más. Me hallo peleando con las cajas repletas de plátanos. Vaciándolas, una por una, construyo una descomunal montaña del producto canario, tratando de apilarlo de forma accesible a la par que compacta. Tampoco es cuestión de que algún curioso quede sepultado por un desprendimiento bananal.

Una voz a mi espalda quiebra mi concentración.

Excuse me!

Giro sobre los talones, que emiten un ruido desagradable sobre el suelo pulido: niiiiik. Ante mí, una mujer de edad indefinida, mas yo apostaría la paga semanal que ya no vuelve a soplar cuarenta velas. Sus ojos subrayados, tras unas largas pestañas tuneadas, buscan los míos.  Son oscuros, pero curiosos, vivaces. Mueve las manos con cierto nerviosismo, sus dedos diestros juguetean con las pulseras de la muñeca izquierda, éstas emiten un sonido metálico. Algo dentro de mi cabeza indica que no busca los malditos paquetes de champiñones, siempre escondidos sobre unas baldas en la cercana esquina y cuya ubicación suele brotar de mis labios, en perfecto Scottish, de tan manida: “Jist arund thi corna”. No, esta clienta no anhela champiñones, ni tampoco tomates murcianos.

Ehhh —dice, a modo de arranque—, are you Mr June? —acento de Glasgow. Tono grave, meloso, sensual, de locutora nocturna.

Intuida sorpresa. El reconocimiento me abruma. Su voz me arrulla. Asiento, con un tímido movimiento de cabeza. Entonces, la mujer extrae uno de los calendarios de su bolsa, pasa con nerviosismo varias páginas, y una vez alcanzado el mes de San Juan (patrón de mi pueblo), lo acerca, junto a un rotulador grueso que ha surgido de la nada. El gesto provoca un suave movimiento del aire que nos separa, trayendo consigo una embriagadora fragancia de crema de coco.

— ¿Serías tan amable de firmarme un autógrafo?

Y así es como mi otro yo robó la única dedicatoria de mi vida.

 

sábado, 1 de mayo de 2021

F170 - Brujillas bajo la nieve

                                                             (Octubre, 2006)

Resulta una carrera tan dura como gratificante. Me encanta trotar bajo la nieve. Dar pequeñas zancadas sobre el manto primerizo, antes de que el frío lo convierta en capa de hielo. Profanar la suave superficie que brilla impoluta. Adivinar las huellas que van grabando mis zapatillas deportivas. No estorbaron las mallas largas ni los guantes de lana, pero tras romper a sudar tuve que retirar la braga que cubría mi cuello, para anudarla alrededor de la muñeca.

Los primeros copos de la temporada despiden el mes de octubre con flotante mansedumbre. En el trayecto de regreso cesa de nevar. Está anocheciendo con rapidez. Señal evidente de la proximidad del invierno. El cansancio se acumula, disminuyo la marcha y llego a detenerme para cruzar la carretera general. Hay una pequeña curva cerrada, justo antes de la marquesina de la línea veintidós, la cual une el barrio de Broomhouse con el centro de la ciudad, y conecta éste con Leith. Está desamparada. Al otro lado de la calzada un empinado repecho  me espera. Acostumbro a subirlo a buen ritmo, la mejor manera de fortalecer un poco las piernas. Sin embargo, tendré que extremar las precauciones, tal vez haya helado en alguna zona sombría.

Me dispongo a atravesar la calzada, brazos en jarras como si fuera a tirar un penalti, miro repetidas veces a ambos lados para cerciorarme de que no viene ningún vehículo. Las bocanadas de vaho que expiro crean la confusa imagen de un corredor insensato que realiza una pausa para echar un pitillo. Me río de tan absurda visión. La satisfacción es inmensa. El chute de endorfinas agudiza mi mente. Ya vislumbro la ducha. Huelo los radiadores caldeados. Siento el agua muy caliente sobre mi cuerpo exhausto. “Hoy premio, chaval, una cervecita fresca, que te lo has currado”, pienso, y la sonrisa interior asoma.

En ese instante, un niño de unos ocho o diez años cruza el asfalto en sentido contrario al mío. Desde la base de la rampa, rumbo a la parada de autobús. Viste una camiseta de fútbol, luciendo los colores del Celtic de Glasgow (rayas anchas y horizontales; verdes y blancas), de manga corta, conjuntada con una pantaloneta oscura que le queda un poco grande. Sus piernas y brazos se adivinan delgados y blanquecinos a la luz de las farolas. Tirito con sólo verlo. Cubre su cabeza con una gorra de beisbol de color rojo, la visera me impide ver su rostro inclinado hacia el suelo. Sin embargo, de alguna forma, lo que más llama mi atención es que una de sus zapatillas, la del pie derecho, lleva los cordones sueltos.

Una expresión del pueblo acude a mi recuerdo, envuelta en una nube de nostalgia: “estos chiguitos escoceses son más duros que los grijos. Espero que tenga buenos amigos por la zona, pienso. Deambular a semejantes horas con la zamarra del Celtic (equipo católico de Glasgow) por este barrio donde veneran a los Hearts (conjunto protestante de la capital), es como pasear por el puente de Vallecas vistiendo el uniforme recién lavado del Real Madrid: temerario.

Mientras acelero cuesta arriba, escucho a un grupo de críos —junto a una puerta entreabierta que vomita luz amarillenta sobre la acera—; recitan la cantinela que toca esta noche. Caritas maquilladas y disfraces en miniatura: una brujilla con sombrero puntiagudo y escoba, un par de zombis que producen más ternura que miedo, otra silueta negra con blanca osamenta pintada a modo de esqueleto y un diminuto fantasma de sábana blanca agujereada a la altura de los ojos. Éste último evoca la entrañable película “E.T.

Trick or treat!? —amenazan los monstruitos, exigiendo con voz aguda sus golosinas o dinero.

A pesar de que nunca me gustó esta absurda tradición anglosajona no puedo evitar que aflore una sonrisa en mi semblante.

Justo culminar la pendiente giro hacia la izquierda. Ya caminando, encaro la recta que me separa de casa.

Entonces lo veo.

Casi me doy de bruces con él. Camina mirando al suelo, un niño de unos diez años con  camiseta verdiblanca, pantalones cortos y holgados, y gorra colorada. La impresión me golpea el pecho, al igual que una onda expansiva. Sin embargo, no me empuja, al contrario, quedo quieto cual figura de madera, como si mi imagen se hubiera congelado en una gigantesca pantalla virtual. Entonces, incrédulo, enfoco la vista hacia abajo…

Y echo a correr.

Corro. Bloqueo el descabellado pensamiento. Corro a toda la velocidad que me permiten  los doloridos músculos de mis piernas, los cuales gritan su protesta en forma de quemazón. Gélido sudor recorre mi espalda. Un escalofrío me invade la nuca. La última imagen contemplada nubla mi mente, anula cualquier temor a una caída. Abre un agujero negro en mi realidad.

 Esa zapatilla derecha arrastrando los cordones sueltos.

Tras descorrer el cerrojo de la verja negra, con manos temblorosas, llego a la puerta principal. Por fortuna, ésta se abre al bajar la manilla, ahorrándome el buscar la llave que guardo en el bolsillo trasero de las mallas. Ni siquiera me quito los guantes.

Tras franquear la entrada, cierro con la llave que guardamos en el diminuto zaguán. Se advierten luces encendidas, a través del cristal traslúcido de la puerta que separa el hall del pasillo. Nunca me alegré tanto de la naturaleza casera de Stevie. Me descalzo con premura, sustituyendo las húmedas deportivas por unas pantuflas.

Lo encuentro en el living, viendo un concurso por televisión, en el cual los participantes deben escoger entre un puñado de cajas rojas numeradas, desconociendo la cantidad de dinero que ocultan en su interior.

Stevie pulsa el botón de silencio en el mando a distancia.

Ar ye awrite, buddy? —pregunta al verme quieto bajo el quicio de la puerta.

Doy un paso al frente y le relato atropelladamente lo ocurrido. Replicando su razonamiento. “Sí, estoy seguro, claro que estoy seguro. El mismo niño. No, imposible que haya subido la cuesta corriendo, lo hubiera visto. Y un rodeo por la otra calle queda descartado por la enorme distancia”.

—¿Cómo dices que vestía? —dice en su idioma, más interesado ahora.

Le amplío la descripción. Tan sólo le había mencionado que iba en pantalón corto. Cito lo de la gorra, la sudadera del Celtic, los cordones…

Me observa con rictus serio. Acto seguido, apaga el televisor y se incorpora, acercándose al mueble-bar. Extrae una botella de whisky que guarda para las visitas —un Glengoyne de doce años— y dos vasos anchos de vidrio tallado, impolutos.

—Te cruzaste con ‘Wee’ Callum. — dice, sin girarse.

—¿Quién es “El Pequeño” Callum?

Dándose la vuelta, me mira fijamente. Sus ojos reflejan un gris acero nuevo para mí. Toma asiento y con un gesto de su mano me invita a hacer lo mismo. Obedezco como un autómata.

—El nieto de los vecinos de enfrente. ¿Sabes ese matrimonio que pasa horas y horas cuidando el jardín delantero? Se mudaron desde Glasgow hará unos diez años, cuando él se jubiló. Callum solía venir a Edimburgo a pasar las vacaciones estivales con ellos, concediendo así un descanso a la madre, que permanecía en su modesto piso en Paisley—y añadió, a modo de información adicional—; madre-soltera, de unos veinticinco años de edad, verano, festival de rock T-in the Park, un poco de libertad, bueno ya sabes.

—Pero… —Stevie me interrumpe, mostrándo la palma abierta.

—A ‘Wee’ Callum le atropelló un coche, mientras cruzaba la carretera para coger el autobús número veintidós, una tarde de julio hace cuatro o cinco años. El conductor se dio a la fuga —a hit and run, dijo—. Nunca lo encontraron. Chavales con auto robado —joyriders— supongo. Por desgracia, algo bastante habitual hoy en día —y añadió un rotundo— Fucking scum, ye ken! —¡puta gentuza, sabes!—.

—…

—Jorge, Callum murió en la ambulancia, camino del hospital.

Contemplo la botella medio llena, que reposa sobre la mesita de té, junto a los dos vasos con una generosa medida del licor nacional.

—No me gusta el whisky, Stevie. —digo.

—Lo sé

Sin dejar de mirarme, alza su vaso.

— ¡Por “El Pequeño” Callum!

Imito el gesto, y ambos bebemos en silencio.

El timbre causa tal estruendo que nos sobresalta. Un lejano sonido de risitas nerviosas llega hasta nosotros.




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