lunes, 29 de julio de 2019

F118 - Sin motivos para brindar (en el presente)


El insomnio golpea de nuevo. Enemigo incansable. Unas veces me impide conciliar el sueño, vuelta tras vuelta peleando con las sábanas, el edredón en el suelo. Otras martillea, pic,  pic,  pic, con sus dedos largos y huesudos mi frente, hasta lograr despertarme, en mitad de la madrugada, entonces parlotea sin parar, dentro de mi cerebro, charla, ríe, planea, amenaza, mete miedo; hasta que logro vencerlo gracias a mi fiel aliado: el agotamiento. En alguna que otra ocasión se aburre justo al borde del final de mi descanso, una o dos horas por delante a la marcada en el despertador. ¡Diana, diana, arriba recluta perezoso! Grita a pleno pulmón, el muy desgraciado.

            Esta noche tocó diana. Cinco de la mañana. Domingo, con el plan en la agenda de tocar suelo a las siete. Mas el insaciable enemigo no cesó de incordiar. Tuve que izar bandera blanca. Levantar los brazos. Abandonar la tibia sábana. Preparar un café instantáneo, unas magdalenas. Abrir el viejo portátil. Acariciar sus teclas.

            Contemplo el calendario de mesa y no puedo creerlo. Mañana (hoy cuando ustedes lean estas líneas) se cumplirán cuatro años de mi retorno a la vieja España. De nuestro retorno. Tomamos tierra a bordo de un tubo metálico con alas, de esos de Rallaner, Marina y yo, manos entrelazadas, ojos cerrados, corazones encogidos, esperando el ¡pom! de las ruedas al golpear la pista. Allá estábamos, en el pequeño aeropuerto de Parayas, Santander dándonos la bienvenida al fondo. Arrastre de enormes maletas, carga de mochilas, búsqueda de la salida. Cansancio, dolor de cabeza, oídos taponados, camisetas pegadas a la espalda, piernas adormecidas. Y allí apareció él. Surgió de la nada. Una aparición inesperada, un ángel envidado del Cielo (cómo te reirías de esto), un hado madrino, en vaqueros ajados, camisa blanca, y sandalias de cuero. Tímida sonrisa en su cara, ojos inteligentes observándonos tras unas gafas. El bueno de Ulyses, sus brazos abiertos, y un enorme coche a la espera.

            Cuatro difíciles años. Sobre todo el primero de ellos: en busca del dorado trabajo, fotocopias de currículums, planes quebrados, sueños perdidos, lágrimas en la distancia, corazones resquebrajados, trenecitos descarrilados.

Y continúan sobrándome adjetivos, como apuntaría el gran Pérez-Reverte.

            Cuatro largos años. Al fin la tierra cesó de temblar bajo mis pies. Madrugo, visto el uniforme, atravieso la noche tras el volante, cargo cajas, escaneo códigos, admiro el anaranjado cielo, saludo al pájaro de metal amarillo. Recuerdo, anhelo, sueño.

            Una ligera inquietud despierta mis neuronas. Medito con tristeza. Cada veinte de febrero, llueva, truene o caigan chuzos del cielo (que dicen en mi pueblo), sea cual fuera mi estado de ánimo, salud, cartera, acudo al pub más cercano, pido a gritos una pinta de Guinness, cierro los ojos, alzo la copa cual ofrenda a los dioses celtas, y brindo por aquel ya tan lejano día, cuando subí a lomos del avión que me trasladaría a una tierra de enigma y ventura. Escocia. Y a sus gentes. Brindo por todos sus nombres, escucho sus voces, pinto en mi mente sus miradas. Añoro sus caricias.

            Sin embargo, carezco de un ritual para conmemorar aquel veintinueve de julio. Reparo en ello desconcertado. Un frío estremecimiento recorre cada poro de mi piel, erizando el vello. Desasosiego. Nostalgia. Confusión. ¿Acaso carezco de razones para celebrar mi regreso?, ¿Quizás la rutina mató la ilusión?, ¿Por qué residiendo, al fin, en mi país me siento extranjero?,  ¿Quiénes son esos monigotes trajeados que pululan tras la pantalla de la televisión, hablando y hablando sin decir nada. Riendo ufanos y endiosados  su estupidez mundana?, (emergen del foso de mi memoria los versos de Robe Iniesta: “Estoy cansado de romper televisores / y vuelven a salir de dentro siempre los mismos señores”).

            Cuatro años como cuatro astados. El traje tiznado de sudor, arena y sangre. Miro al cielo altivo, chulesco, desafiante…

Aún, sin motivos para brindar.


lunes, 22 de julio de 2019

F117 - Pozos esmeralda (junio 2005)


̶  ¿Quién es Erika?  ̶  soltó mi compañera de piso según traspasé el umbral, al regreso de un recado.

Cristina sonreía picarona, apoyada sobre la ventana de nuestro living room, mirándome de soslayo, al mismo tiempo que echaba ojeadas discretas al teléfono móvil encima del alféizar, su cable se perdía tras la cortinilla en busca del enchufe. Un Nokia azul celeste. Mi móvil.

              ̶  ¡Que conste que no he cotilleado eh!, ha sonado el toc toc toc ese y el ojo se me fue a la pantalla.

Había dejado atrás el aparato al salir del piso. Olvidado. Caí en la cuenta una vez ya a bordo del autobús, camino del centro. No me importó demasiado. Nadie llamaría.

            Me acerqué y lo cogí. Observé la pequeña pantalla, con una mezcla de nervios, sorpresa y tontuna. Sobre todo de esta última. No podía levantar la mirada del cuadradito de cristal, ahora iluminado tras tocar una tecla.

                                        Tiene 1 mensaje de Erika

Proclamaba a los cuatro vientos el indiscreto teléfono. 

            ̶  Una amiga  ̶  respondí algo sonrojado, con sonrisa bobalicona, aclarando nada, diciéndolo todo.
            ̶  Sí, sí  ̶  se burlaba la asturiana, disfrutando de mi sofoco como un jabato revolcándose en una charca de gasoil.

Conocí a Erika unos pocos días antes. Sucedió a través de un anuncio que ella colocó en el panel de corcho del café Elephant House.

                               Hola, me llamo Erika, soy de Nueva Zelanda.
                              Busco alguien para intercambio de inglés / español.
                             Deseo mejorar mi castellano. Puedo ayudar tu inglés
                                 Llama a número: 0131 – 233 15 57  ¡Gracias!

Su caligrafía era nítida, redonda y ordenada, como trazada entre las líneas paralelas de un cuaderno infantil. Letra de niña aplicada en la escuela. Quedé prendado de aquel pequeño error gramatical: Puedo ayudar tu inglés.

            Marqué aquel número y éste marcó mi vida.

El café de los elefantes fue el lugar escogido. El sitio donde pude poner rostro a aquella pequeña misiva, a esa dulce voz que respondió al otro lado de la línea. Erika era una extraordinaria chica normal. Pantalones de verano blancos, blusa verde pistacho  ̶  adoraba los tonos verdosos en su indumentaria  ̶  sandalias de suela gruesa, sin tacón alguno. Ni muy alta, ni muy baja. Morena, unos enormes ojos verdes (que tornaban grisáceos los días de tormenta, como comprobaría con el tiempo). Erika poseía una sonrisa paralizante y  que al mismo tiempo te empujaba a saltar, correr, cantar, subirte a un globo estratosférico, tirarte por un barranco. Erika sonreía, me sonreía, y al instante desaparecía de mi mente cualquier nubarrón o amenaza de borrasca. Su sangre, una mezcolanza nórdica y neozelandesa. Su espíritu no conocía muros, ni vallas, ni fronteras. Viajera incansable, recorrió el mundo tras acabar la carrera y continuaba frecuentando aviones, barcos y trenes, como yo uso el autobús urbano. Su vida cabía en una mochila, su alma huía por los poros de cualquier barrera.

            Congeniamos al instante. Su español poseía un encanto poco habitual, con aquel ligero acento de las apartadas islas. Pronto sustituimos los cuadernos, diccionarios y bolígrafos por paseos, charlas, miradas y silencios. Ella contaba y contaba, sus escapadas, aquellos exóticos países, aventuras desnortadas, personajes de novela, peligros al acecho, fiestas de playa con velas y baños nocturnos, amores con billete de ida y vuelta, lágrimas de recuerdo. Yo, yo escuchaba y escuchaba. Atontado, boquiabierto, celoso de aquellos afortunados, mi mente flotando sobre aquellos parajes, mis ojos arrojando chiribitas sobre los suyos, con una sonrisa anonadada, el corazón ladera abajo galopando, sin bridas, silla, ni espuelas.

            No te ilusiones demasiado. Eso dijo, casi desde la casilla de salida. Estoy aquí de paso. Regresaré a mi amado país, a mi gente, a mis islas lejanas. No te ilusiones, como pedir a un chaval de dieciocho años, al que acabas de regalar un Lamborghini Countach: no corras.

            ¿Qué sería la vida sin ilusión? ¿Cómo levantarte cada mañana pensando en el final que llegará? ¿Por qué contemplar el alba obsesionado con la oscuridad del anochecer? Preferí ignorar su señal de peligro. Saltarme el límite de velocidad. Ignorar el ámbar, incluso el rojo. Perderme en su risa de muchacha rebelde. Sumergirme en aquellos pozos de cálida profundidad esmeralda. Escuchar su flauta de Hamelín en forma de susurro,  como un niño camino de la perdición.

            Marqué con ilusión de adolescente aquel número local, y mi mundo quedó patas arriba. El supermercado se convirtió en un balneario de aguas termales, los kilos pasaron a gramos, la jefa, hasta hace poco un tanto ogro, amaneció cual amable hada madrina, los clientes a menudo tan serios y tiquismiquis, bailaban por los pasillos, unos con otros, al son de la música que amenizaba su compra semanal, ¿o quizás al de mi banda sonora particular? Una sonrisa de ceporro se hizo fuerte en mi rostro, levantó muretes, cavó fosos y trincheras. No se rendiría ante ningún invasor. Nunca permitiría que tocara suelo la bandera.

viernes, 19 de julio de 2019

F116 - En el auto de papá, nos iremos a pasear (y VI) (mayo 2005)


Ya entrada la noche, las cercanas luces de Edimburgo nos daban una silenciosa bienvenida. Los cuatro correspondimos con nuestro propio silencio, rostros cansados y espíritu abatido. Atrás quedaban días de aventura y evasión, de bronca y desengaño.

            Sin necesidad de compartirlo, todos supimos que algo especial se había quebrado. Aquel curioso lazo de unión ligado a base de cafés, risas y confidencias en el Elephant House se deshizo para siempre. En la penumbra del pequeño coche, tan sólo rota por la tenue luz del salpicadero y por las ráfagas que proyectaban los vehículos que nos cruzábamos, tuvimos la certeza de que aquellas luces próximas serían la meta. Nuestra meta. El final de una singular amistad, trabada desde la soledad compartida, la dureza de vivir lejos de los tuyos, el clima adverso, las costumbres añoradas. La parejita se despeñó por el barranco del engaño pasional, así Moisés volvería a su vida de eterno soltero, la jovencita atolondrada seguiría en sus mundos de Yupi; Úrsula retornaría a sus revoluciones proletarias respaldadas con la visa oro en el bolsillo trasero de los vaqueros de diseño y yo, yo regresaría a mis libros, a mis solitarios cafés, a mis ensoñaciones.

            La penúltima parada  ̶  nunca la última, pues no sabes qué te espera en la próxima curva  ̶  de aquella loca carrera tuvo tintes surrealistas. Luego de perdernos, por enésima vez, por las oscuras carreteras secundarias de aquella Escocia escondida, terminamos visitando a unos amigos del primo del cuñado de Úrsula, quien nos aseguró que se trataba de “unos tíos de puta madre”, y claro, ante tales referencias tuvimos que rendirnos sin oponer resistencia.

            Los individuos en cuestión, cuyas mamás las supongo santas, vivían en una gigantesca caravana, varada frente a la bahía, en la hermosa ciudad portuaria de Oban. Aquel desvencijado armatoste, con costras de óxido por doquier, se sostenía sobre ruedas pinchadas y pequeños bloques de hormigón armado. Compartían espacio con dos enormes perros dóberman, un gato blanco con ojeras negras cual mapache y tres conejos que corrían como locos ante cualquier amago de caricia. El interior del habitáculo olía a sudor, alubias dulces recalentadas y marihuana. Sobre todo olía a marihuana. La neblina flotante se aclaraba , abriendo la pequeña portezuela y un gran ventanal, cuando alguno de los habitantes tropezaba con uno de los conejos y se daba algún coscorrón. Nunca supe el número de personas que allí cohabitaban. Llegué a contar cuatro chicos y cinco chavalas, todos en plena ibérica adolescencia, ya saben, de la veintena a los treinta y cinco, o más. Allí nadie madrugaba, ninguno parecía tener prisa. Su vida transcurría entre la playa, un diminuto huerto y aquella casona móvil que ya jamás se movería. Todo ello convenientemente gaseado por aquella niebla de dulce aroma, que provocaba en ellos risas colectivas, enajenadas, monólogos frente al espejo del baño y diálogos de besugos hasta altas horas de la madrugada.

            Dormir no fue tarea sencilla.

Al fin se hizo el silencio. Dejaron entreabierta una pequeña escotilla, para que el humo saliera a tomar el fresco. Todos nos tumbamos donde pudimos. Mezclados, algunos revueltos. Yo recuerdo hallarme en un colchón, cuyo aspecto elegí no escrutar, con una moceta a un lado y un bigardo al otro. Sin edredón alguno, pues el calor encerrado era insoportable.  Dormité a ratos, de puro agotamiento, un ojo cerrado y el otro sobre los canes, que vigilaban la puerta con formalidad castrense, y de vez en cuando controlaba la distancia que me separaba del joven adolescente, rondaba los treinta y cuatro, pues como dicen en mi pueblo, amigos sí, pero mariconadas las justas.

            La presencia de aquellos guardianes caninos me hizo sentir un déja vù,  transportándome a otra ciudad, otro colchón, otra insólita noche, en la cual dormí asiendo un cuchillo bajo la almohada, por primera vez en mi vida. Aquí ya estaba escoltado, por uno y otro extremo. Hubiera preferido “un sándwich de enfermeras”, como decía el bueno de John, pero nunca se puede tener todo.

            Miranda y Moisés chocaron con su muro en aquella casa rodante. Mimo saltó en mil pedazos. Esa última noche, tras compartir cigarrillos trucados, carcajadas, besos y caricias quedaron rendidos sobre un estrecho colchón. Mas él, ya de madrugada, sintió frío y al tratar de acurrucarse al calor de su amada halló un vacío que apenas desprendía tibieza. Preocupado se levantó frotándose las legañas y la entrepierna, deambuló buscando a la tenue luz del amanecer a su joven amante. La halló en uno de los pequeños cuartos, sobre una colchoneta a medio inflar, amarilla con pequeñas anclas azules, junto a un chicarrón australiano, cuyo nombre no logré memorizar, cuyos bronceados brazos rodeaban su pecho y su vientre y piernas abrigaban la pálida desnudez de ella.

            Una gran rotonda nos dio la bienvenida. Edimburgo se extendía tras ella más mágica y enigmática que nunca. Al fondo, el majestuoso castillo nos guiñaba el ojo de su inexistente torre.
            Por fin en casa, pensé agotado, soportando el peso de una nostalgia imposible de acumular en tan pocos días. Es extraño, ya desde mi primera escapada a España con tan sólo seis meses de estancia en la capital escocesa, cada retorno a Edimburgo poseía aquella sensación de paz interior, de relajación. Atravesaba los estrechos pasillos del aeropuerto, camino de la zona donde recogíamos el equipaje y leía distraído en sus paredes aquel viejo eslogan turístico, el cual bordaba una sonrisa en mi cara, sabiéndome ya en el hogar.

            “Welcome to Scotland, The Best Small Country in the World!”

El Ford Ka se detuvo frente al portal del edificio en Dalry Road. Las ventanas del segundo piso permanecían oscuras. Cristina ya acostada.

Por fin en casa.