El insomnio
golpea de nuevo. Enemigo incansable. Unas veces me impide conciliar el sueño,
vuelta tras vuelta peleando con las sábanas, el edredón en el suelo. Otras
martillea, pic, pic, pic, con sus dedos largos y huesudos mi
frente, hasta lograr despertarme, en mitad de la madrugada, entonces parlotea
sin parar, dentro de mi cerebro, charla, ríe, planea, amenaza, mete miedo;
hasta que logro vencerlo gracias a mi fiel aliado: el agotamiento. En alguna
que otra ocasión se aburre justo al borde del final de mi descanso, una o dos
horas por delante a la marcada en el despertador. ¡Diana, diana, arriba recluta
perezoso! Grita a pleno pulmón, el muy desgraciado.
Esta noche tocó diana. Cinco de la
mañana. Domingo, con el plan en la agenda de tocar suelo a las siete. Mas el
insaciable enemigo no cesó de incordiar. Tuve que izar bandera blanca. Levantar
los brazos. Abandonar la tibia sábana. Preparar un café instantáneo, unas
magdalenas. Abrir el viejo portátil. Acariciar sus teclas.
Contemplo el calendario de mesa y no
puedo creerlo. Mañana (hoy cuando ustedes lean estas líneas) se cumplirán
cuatro años de mi retorno a la vieja España. De nuestro retorno. Tomamos tierra
a bordo de un tubo metálico con alas, de esos de Rallaner, Marina y yo, manos entrelazadas, ojos cerrados, corazones
encogidos, esperando el ¡pom! de las
ruedas al golpear la pista. Allá estábamos, en el pequeño aeropuerto de
Parayas, Santander dándonos la bienvenida al fondo. Arrastre de enormes
maletas, carga de mochilas, búsqueda de la salida. Cansancio, dolor de cabeza,
oídos taponados, camisetas pegadas a la espalda, piernas adormecidas. Y allí
apareció él. Surgió de la nada. Una aparición inesperada, un ángel envidado del
Cielo (cómo te reirías de esto), un hado
madrino, en vaqueros ajados, camisa blanca, y sandalias de cuero. Tímida
sonrisa en su cara, ojos inteligentes observándonos tras unas gafas. El
bueno de Ulyses, sus brazos abiertos, y un enorme coche a la espera.
Cuatro difíciles años. Sobre todo el
primero de ellos: en busca del dorado trabajo, fotocopias de currículums, planes quebrados, sueños
perdidos, lágrimas en la distancia, corazones resquebrajados, trenecitos descarrilados.
Y continúan sobrándome adjetivos, como apuntaría el gran Pérez-Reverte.
Cuatro largos años. Al fin la tierra
cesó de temblar bajo mis pies. Madrugo, visto el uniforme, atravieso la noche
tras el volante, cargo cajas, escaneo códigos, admiro el anaranjado cielo,
saludo al pájaro de metal amarillo. Recuerdo, anhelo, sueño.
Una ligera inquietud despierta mis
neuronas. Medito con tristeza. Cada veinte de febrero, llueva, truene o caigan
chuzos del cielo (que dicen en mi pueblo), sea cual fuera mi estado de ánimo,
salud, cartera, acudo al pub más cercano, pido a gritos una pinta de Guinness, cierro los ojos, alzo la copa
cual ofrenda a los dioses celtas, y brindo por aquel ya tan lejano día, cuando
subí a lomos del avión que me trasladaría a una tierra de enigma y ventura.
Escocia. Y a sus gentes. Brindo por todos sus nombres, escucho sus voces, pinto
en mi mente sus miradas. Añoro sus caricias.
Sin embargo, carezco de un ritual
para conmemorar aquel veintinueve de julio. Reparo en ello desconcertado. Un
frío estremecimiento recorre cada poro de mi piel, erizando el vello.
Desasosiego. Nostalgia. Confusión. ¿Acaso carezco de razones para celebrar mi
regreso?, ¿Quizás la rutina mató la ilusión?, ¿Por qué residiendo, al fin, en
mi país me siento extranjero?, ¿Quiénes
son esos monigotes trajeados que pululan tras la pantalla de la televisión,
hablando y hablando sin decir nada. Riendo ufanos y endiosados su estupidez mundana?, (emergen del foso de
mi memoria los versos de Robe Iniesta: “Estoy
cansado de romper televisores / y vuelven a salir de dentro siempre los mismos
señores”).
Cuatro años como cuatro astados. El
traje tiznado de sudor, arena y sangre. Miro al cielo altivo, chulesco,
desafiante…
Aún, sin
motivos para brindar.