̶ ¿Quién es Erika? ̶
soltó mi compañera de piso según traspasé el umbral, al regreso de un
recado.
Cristina sonreía picarona, apoyada sobre la ventana de
nuestro living room, mirándome de
soslayo, al mismo tiempo que echaba ojeadas discretas al teléfono móvil encima
del alféizar, su cable se perdía tras la cortinilla en busca del enchufe. Un Nokia azul celeste. Mi móvil.
̶ ¡Que conste que no he cotilleado eh!, ha
sonado el toc toc toc ese y el ojo se
me fue a la pantalla.
Había dejado atrás el aparato al
salir del piso. Olvidado. Caí en la cuenta una vez ya a bordo del autobús,
camino del centro. No me importó demasiado. Nadie llamaría.
Me acerqué y
lo cogí. Observé la pequeña pantalla, con una mezcla de nervios, sorpresa y
tontuna. Sobre todo de esta última. No podía levantar la mirada del cuadradito
de cristal, ahora iluminado tras tocar una tecla.
Tiene
1 mensaje de Erika
Proclamaba a los cuatro vientos el indiscreto teléfono.
̶
Una amiga ̶
respondí algo sonrojado, con sonrisa bobalicona, aclarando nada,
diciéndolo todo.
̶
Sí, sí ̶ se burlaba la asturiana, disfrutando de mi
sofoco como un jabato revolcándose en una charca de gasoil.
Conocí
a Erika unos pocos días antes. Sucedió a través de un anuncio que ella colocó
en el panel de corcho del café Elephant House.
Hola,
me llamo Erika, soy de Nueva Zelanda.
Busco
alguien para intercambio de inglés / español.
Deseo
mejorar mi castellano. Puedo ayudar tu inglés
Llama
a número: 0131 – 233 15 57 ¡Gracias!
Su caligrafía era
nítida, redonda y ordenada, como trazada entre las líneas paralelas de un
cuaderno infantil. Letra de niña aplicada en la escuela. Quedé prendado de
aquel pequeño error gramatical: Puedo
ayudar tu inglés.
Marqué aquel número y éste marcó mi
vida.
El café de los
elefantes fue el lugar escogido. El sitio donde pude poner rostro a aquella
pequeña misiva, a esa dulce voz que respondió al otro lado de la línea. Erika
era una extraordinaria chica normal. Pantalones de verano blancos, blusa verde
pistacho ̶ adoraba los tonos verdosos en su indumentaria
̶
sandalias de suela gruesa, sin tacón alguno. Ni muy alta, ni muy baja.
Morena, unos enormes ojos verdes (que tornaban grisáceos los días de tormenta,
como comprobaría con el tiempo). Erika poseía una sonrisa paralizante y que al mismo tiempo te empujaba a saltar,
correr, cantar, subirte a un globo estratosférico, tirarte por un barranco.
Erika sonreía, me sonreía, y al instante desaparecía de mi mente cualquier
nubarrón o amenaza de borrasca. Su sangre, una mezcolanza nórdica y
neozelandesa. Su espíritu no conocía muros, ni vallas, ni fronteras. Viajera
incansable, recorrió el mundo tras acabar la carrera y continuaba frecuentando
aviones, barcos y trenes, como yo uso el autobús urbano. Su vida cabía en una
mochila, su alma huía por los poros de cualquier barrera.
Congeniamos al instante. Su español
poseía un encanto poco habitual, con aquel ligero acento de las apartadas islas.
Pronto sustituimos los cuadernos, diccionarios y bolígrafos por paseos, charlas,
miradas y silencios. Ella contaba y contaba, sus escapadas, aquellos exóticos
países, aventuras desnortadas, personajes de novela, peligros al acecho,
fiestas de playa con velas y baños nocturnos, amores con billete de ida y
vuelta, lágrimas de recuerdo. Yo, yo escuchaba y escuchaba. Atontado,
boquiabierto, celoso de aquellos afortunados, mi mente flotando sobre aquellos
parajes, mis ojos arrojando chiribitas sobre los suyos, con una sonrisa anonadada,
el corazón ladera abajo galopando, sin bridas, silla, ni espuelas.
No te ilusiones demasiado. Eso dijo,
casi desde la casilla de salida. Estoy aquí de paso. Regresaré a mi amado país,
a mi gente, a mis islas lejanas. No te ilusiones, como pedir a un chaval de
dieciocho años, al que acabas de regalar un Lamborghini Countach: no corras.
¿Qué sería la vida sin ilusión?
¿Cómo levantarte cada mañana pensando en el final que llegará? ¿Por qué
contemplar el alba obsesionado con la oscuridad del anochecer? Preferí ignorar
su señal de peligro. Saltarme el límite de velocidad. Ignorar el ámbar, incluso
el rojo. Perderme en su risa de muchacha rebelde. Sumergirme en aquellos pozos de
cálida profundidad esmeralda. Escuchar su flauta de Hamelín en forma de susurro,
como un niño camino de la perdición.
Marqué con ilusión de adolescente
aquel número local, y mi mundo quedó patas arriba. El supermercado se convirtió
en un balneario de aguas termales, los kilos pasaron a gramos, la jefa, hasta
hace poco un tanto ogro, amaneció cual amable hada madrina, los clientes a
menudo tan serios y tiquismiquis, bailaban por los pasillos, unos con otros, al
son de la música que amenizaba su compra semanal, ¿o quizás al de mi banda
sonora particular? Una sonrisa de ceporro se hizo fuerte en mi rostro, levantó
muretes, cavó fosos y trincheras. No se rendiría ante ningún invasor. Nunca
permitiría que tocara suelo la bandera.
¡Me encanta!
ResponderEliminarEs un verdadero gusto recibir un elogio de una desconocida. Gracias por leerme, y por comentar.
ResponderEliminarA veces uno decae, piensa en dejar de juntar letras, pero mensajes como el tuyo, o comprobar que te leen desde remotos lugares, animan a continuar.
Un saludo.
Buenos días,
ResponderEliminarBonito arranque de la que promete ser una saga cuanto menos divertida de leer... aunque me parece que el final ya lo conozco con antelación.
Pero no voy a hacer ningún sopiler.
Antxon Urrutia.
Cuánto tiempo Antxon. Ignoro si habrá saga, como tu dices, o tan sólo un par de entradas. Nunca lo sé con antelación. Me alegro tenerte de vuelta.
ResponderEliminarGracias por pasarte, y por comentar.
Un saludo