domingo, 30 de diciembre de 2018

F95 - Lanza en ristre (diciembre 2004)


Contemplo el calendario colgado en la cocina: todas las casillas numeradas, a falta de las dos últimas, tachadas con un rotulador azul. En la parte superior, un precioso paraje nevado del norte de Escocia, concretamente de Loch Lomond. Muestra una vista espectacular, con el lago casi helado y los abetos de su orilla cargados de nieve a punto de derramarse de sus cansadas ramas. La hoja, acribillada a cruces, indica el mes de diciembre. Diciembre de 2018 y no logro creerlo. No puedo creer que haya transcurrido tanto tiempo sin asomarme a este mundo virtual. Virtual y tan real al mismo tiempo. A pocas horas de nuestras sagradas campanadas, de nuestras ansiadas doce uvas, de nuestros flotantes deseos  para el año venidero. Tan cercano, casi lo podemos rozar con la yema de los dedos.

Contemplo ese paisaje escocés, como los anteriores once, que han acompañado día a día mi vida española. Mi vida tras El Retorno, hace ya más de tres años. Doce meses admirando la belleza de aquellas lejanas y añoradas tierras. Doce meses más sin charlar ni reír con sus gentes. Doce más sin  notar aquella extraña sensación de aventura diaria, de estar viviendo la vida de otra persona, de no acabar de meterme en el papel de protagonista que me fue otorgado, de levantarme cada día desconociendo el futuro lejano (¿Dónde acabaré esta historia? ¿Regresaré algún día a mi querida, y a veces odiada, España? ¿Me retiraré en plan guiri en la costa valenciana? ¿Me casaré con una oronda y risueña escocesa que me dará cuatro criaturas, noches locas y dolores de cabeza?). Doce meses más sin asomarme a esta ventana, que me comunica con todos ustedes, con los aún supervivientes escoceses, con distanciados parientes de la Argentina, foreros alemanes, amantes australianas, retornados pamploneses dados a la crianza de gallinas, perdidos y nuevos amores, oxidadas amistades… e insomnes desconocidas.

Confieso que he tratado de esconderme. De aislarme. De alejarme de esta pantalla, agujero negro que me traslada a aquel pasado. Mas su oscura atracción es poderosa e imperativa. Me llama cada día. Grita mi nombre por las noches, impidiéndome conciliar el sueño. Aúlla bajo el hechizo de la luna llena, queriéndome arrastrar a aquellos recuerdos, a aquella otra vida, a los oscuros inviernos de la embrujada capital escocesa.

Supongo que cada cual combate la rutina de la vida como desea, o como puede, o como el deber y su gente les dejan. Unos corren maratones, otros contemplan las estrellas, otras visitan catedrales, los hay que coleccionan amantes y también las que se tatúan su blanquecina piel con esquelas, o estrellas. A algunos nos atrae juntar letras, tecla a tecla, construyendo palabras, izando frases cual banderas, mostrando al mundo nuestros sueños e ideas. Desnudando nuestras almas, quitándonos la máscara –o colocándonosla ̶  exhibiendo nuestros sentimientos, nuestros logros y nuestras miserias.

Levanto la persiana del garaje, sus goznes chirrían a modo de quejido. Ahí está, impecable, tras pasar la ITV correspondiente, con el condensador de flujo preparado y el depósito hasta las cartolas de plutonio, mi viejo DeLorean, fiel y dócil como un labrador retriever, con sus puertas de apertura ascendentes elevadas y la fecha de destino, parpadeando en rojo, configurada en el indicador sobre el salpicadero: 13/12/2004.

Acelero hasta alcanzar las 88 millas por hora… y el viejo coche desaparece, dejando sobre el asfalto surcos en llamas y un tapacubos girando sobre sí mismo, cual gigante moneda a punto de mostrar la cara o la cruz de un azaroso destino… en nuestro caso, de un remoto ayer.


No conseguí el puesto de trabajo.

Recibí al cabo de un par de días la esperada, y temida, llamada telefónica. Todo fueron amabilidad y cariñosas palabras. Había sido un candidato excepcional, con buena presencia (esa camisa color salmón), correctas dotes comunicativas, actitud proactiva y sonrisa Profidén (aunque el educado señor, al otro lado de la línea, no usó precisamente dichas palabras). Mas, sintiéndolo mucho, se habían inclinado por otro aspirante con un grado de experiencia en estas lindes superior al mío (fácil, pues el mío era nulo).

Bajé la mirada al suelo, y con lentitud y mucha parsimonia, al modo de un actor de culebrón venezolano, colgué el teléfono. Cristina me miraba desde el umbral de la puerta del living, impaciente, interrogándome sin palabras.

̶  Nada. No me han cogido para guía del castillo ese  ̶  dije cariacontecido, algo herido en el orgullo, mas en el fondo disimulando el alivio que sentía. ¿Yo guía turístico de un castillo, vestido con un traje del año catapún, memorizando fechas y datos a mansalva y tratando de explicar la historia de aquellos muros a interminables grupos de sonrientes japoneses, niñatos de Erasmus, maleducados norteamericanos y escandalosos compatriotas? ¿A quién pretendes engañar, Jorgito?

Se acercó y me abrazó   ̶  qué dulce es la derrota, pensé sonriendo a sus espaldas, como un ceporro  ̶ susurró alguna palabra de consuelo, maridándola con algún cariñoso reproche. Fiel a su estilo. Pero en seguida, sonriente, arremetió, lanza en ristre, al galope contra el siguiente gigante, disfrazado de molino:

̶  No te preocupes, Jorge. En mi cuarto aún guardo un buen taco de ofertas de trabajo.