Confieso que
todavía me ocurre. A pesar de mi retorno a España hace ya más de cinco años. Es
como si tuviera insertado un chip británico en el cerebro. No logro anularlo,
borrar su contenido maligno, ni siquiera resetearlo.
En ocasiones, bajo somnoliento al supermercado de la esquina, con mi mente
repasando una lista imaginaria de todos los ítems necesarios, algunos de ellos
los intercalo en la lengua de Shakespeare, por pura nostalgia: bread, bananas, yogures, salad, aceite,
apples, papel higiénico, cheese…; incluso me atrevo a improvisar
algún artículo en el idioma local: garbantzuak.
Así, a lo bruto. Lo hago mentalmente, tampoco es cuestión de llamar la
atención, recitando palabras absurdas a los cuatro vientos, con riesgo de
acabar encerrado en un cuarto de paredes tan blancas como blandas.
Así acontece.
Recorro los escasos quinientos metros, dándole vueltas al juego mental y
absurdo. Debe de ser consecuencia de la falta de sueño, me digo a modo de
consuelo. La alternativa sería terrible: estás tronado de la cabeza, chaval.
Camino con la mirada hacia el suelo, tratando de burlar los rayos de sol que
buscan penetrar mis ojos, y de paso sortear alguna que otra cagarruta perruna.
Busco sombra. Otra manía personal e intransferible. Llego a la puerta de
cristal del vasto establecimiento. Salvo que ya no es de vidrio. Hoy no. Una enorme
persiana roja de hierro corrugado la sustituye. ¡Mierda, es domingo! Ha vuelto
a suceder.
No consigo
grabar tal información en mi cerebro: domingos y fiestas de guardar (como se
decía antaño) igual a: comercio cerrado. Esto no es el Reino Unido, be water my friend, que cuentan susurró
el bueno de Bruce Lee, entre patada y patada. Adáptate al entorno colega,
traducción a bote pronto. Así que, ando repitiendo esta cantinela toda la
semana: viernes santo, viernes santo, viernes santo. ¡No vaya a ser que baje al
Eroski a por cebollas ̶ onions ̶ el dichoso viernes!
No existen
los “puentes” en Escocia. Un día traté de explicar dicho concepto al bueno de
John, quien sonreía benévolo, como si lo comprendiera, haciendo el esfuerzo.
Eso es un amigo. Otro día lo hablé con Rachel, la cual me contempló como las
vacas miran al tren pasar. Bridge,
Rachel, bridge. Nada, ni por esas. Ni
en su propio idioma. ¡Qué cruz! ¡Como para explicarle lo del Viernes Santo! Oh my dear Lord!
No conocen
los puentes festivos, pero tienen sus cositas, los británicos. En su pomposo
calendario, de improviso, varias veces al año resaltan un lunes festivo. Así,
por la cara. By the face! (que dirían
los Gomaespuma). Ante mi pregunta, responden: es Bank Holiday. Quedándose
tan panchos. Y entonces yo les miro como cow
to the train. ¡Qué demonios tendrá que ver el cierre de bancos para todos
gozar de pausa laboral!
Están locos,
estos hijos de la Gran Bretaña.
Septiembre
de 2006. Domingo soleado. Sábanas pegadas. Pereza. Lavadora tardía. Bajo al
jardín trasero para tender la colada. Huele a ropa limpia y húmeda. Un puñado
de pinzas en los bolsillos. La brisa hace agradable la tarea. Supongo que
Stevie habrá salido con su chica. Gustan de hacer escapadas de fin de semana.
Lugares cercanos. Algún lago del norte. Ella conduce su pequeño utilitario. Él
habla, nervioso, de forma atropellada. No es que no confíe en sus dotes de
conductora. Tan sólo que no se fía del asiento delantero. Frena con el pie
derecho, sobre un pedal fantasma, ante cualquier imprevisto. Se agarra a la
manilla de la puerta. No es un buen copiloto. Ni siquiera lee mapas. Prefiere
apalancarse en la parte trasera de uno de esos mastodónticos taxis negros y
dejarse llevar, sin contemplar el tráfico, el potencial peligro. Jamás reunió
el valor para sacarse el permiso de conducción. No lo necesito. Se excusa.
Edimburgo posee un magnífico transporte público, añade. A ella no le importa, adora
su voz cercana y agradable, mas algo atiplada. Su parloteo incesante. Atesora,
esa muchacha, la capacidad de filtrar aquel torrente verbal, extrayendo sus posos
de cariño.
Tiendo,
respiro profundo, entorno los ojos al sol, dejo que la brisa acaricie mis
brazos desnudos. Los alzo, estirándolos, pies de puntillas, en un vano intento
de alcanzar esas nubes blancas, de puro algodón.
Es domingo.
Hay carrera de Fórmula Uno, recuerdo. Un jovencísimo Fernando Alonso pelea por
su segundo título mundial consecutivo, bajo la modesta escudería Renault. Es
curioso, jamás fui persona de himnos ni banderas. No importa los colores:
rojigualda, riojana, soviética. Sin embargo, para mi propia sorpresa, me
estremezco cada vez que un deportista patrio sube a lo más alto del podio: Rafa
Nadal, el mismo Alonso, los chicarrones de la Selección Nacional de Baloncesto,
Lydia Valentín… Contemplo sus rostros eufóricos, mirando unos al frente, otros
al cielo, gorra o mano sobre el pecho, respetuosos, soñadores, como chiquillos
ganadores de su primer trofeo. Suena de fondo la Marcha Real, mientras, sobreimpresa
en la pantalla, una imagen de la bandera siendo izada lentamente. Me emociono
como un bobo. Como si un trocito de mi alma hubiera vencido con ellos. Debe de
ser la distancia, me consuelo. La añoranza escondida tras mil novecientos
dieciséis malditos kilómetros.
Tras acabar
de colgar la ropa, compruebo que no tengo ni una mísera cerveza en el frigorífico.
¿¡Qué sería un emocionante Grand Prix,
despatarrado sobre mi enorme cama, sin una cerveza helada con que remojar el gaznate!?
Cojo unas
monedas y salgo en dirección al bazar de la esquina. El paki. Expresión que tan sólo uso, con tono cariñoso, para
conmigo mismo, o con compañeros de confianza. John, en su día, me advirtió que
era un término despectivo, que no debía usarlo en público.
Traspaso el
umbral de la tienda. Una campanilla anuncia mi llegada. Es un recinto sombrío,
pero acogedor. Se agradece el frescor de su penumbra. Una mezcolanza de aromas
conquista mi olfato: dulces, especias, fruta madura, lejía.
Tras el
mostrador, un tipo de unos cincuenta años. Moreno, de piel y cabello. Mostacho
poblado, ropajes anchos, de lino gris. Un gorro algo aparatoso sobre su testa.
̶ Hello,
my friend! ̶
dice, afable.
Le saludo y
me acerco a una nevera situada al fondo de un estrecho pasillo. Botes, latas,
cajas y sacos pueblan, apretujados, cada centímetro cuadrado de baldas y
estantes, incluso el suelo. Tras unos segundos de indecisión opto por una lata
grande de cerveza australiana: Foster´s, la favorita del Güero
Dávila. Abro la puerta acristalada y la cojo. Está muy fría. La saliva invade
mi boca. Parezco el puto perro de Pavlov tras escuchar la campanita. Eso
debería constar como maltrato animal. Pobre chucho. Ahora lo comprendo.
Ufano, me
aproximo a la barra. La gelidez del recipiente atraviesa mi mano, el brazo, y
cuando alcanza mi cara dibuja una sonrisa. Misterios de la física, me digo
divertido.
̶
No alcohol, my friend ̶ dice el señor paquistaní (seamos respetuosos,
pienso).
̶ …
Quedo sin palabras. Perplejo. Me miro
las zapatillas, los vaqueros, la camiseta, las gafas oscuras que cuelgan del
cuello de ésta. No puede ser, dice mi voz interior. Sonrío como un estúpido. El
tipo no se inmuta. No puede ser, repito. Siempre me calcularon muchos años
menos, pero esto es ridículo. ¿No creerá este buen hombre que no alcanzo la
mayoría de edad? Por supuesto no acarreo documentación alguna. Nuestro DNI no es
reconocido para este propósito, y el pasaporte es un engorro color cárdeno.
Así que me limito a preguntar, con
aire azorado.
̶ ¿… por qué?
̶ Son las doce menos cinco. No alcohol hasta
las doce.
Lo dice como quien recita unos versos
aprendidos en la infancia.
Y entonces caigo en la cuenta. Esa
norma ridícula. Ley contra el alcoholismo. Limitando el horario de venta la mañana
del domingo: muerto el perro, se acabó la rabia, creen los muy ingenuos
gobernantes. Me disculpo, repitiendo la palabra ‘sorry’ media docena de veces. Acompañándola con aspavientos. Todo
muy Spanish, muy Ibérico. Devuelvo la
bebida al refrigerador y abandono el local.
Reposo mi trasero en un mojón de piedra,
al otro lado de la calle, bajo la sombra de un árbol. Móvil en mano. Cuando los números agrandados
sobre la pantalla muestran: 12:00,
me levanto como un resorte y corro hacia la tienda, algo encorvado, frotándome
las manos; susurro hechizado, a la par que enfervorecido, emulando al bicho feo
ese, Gollum, reclamo mi tesoro: my
precious, my precious!
¡Ni el pobre perro de Pavlov sufrió
tal padecimiento!