martes, 30 de marzo de 2021

F166 - Sobre un mojón de piedra (presente y sep. 2006)

 

Confieso que todavía me ocurre. A pesar de mi retorno a España hace ya más de cinco años. Es como si tuviera insertado un chip británico en el cerebro. No logro anularlo, borrar su contenido maligno, ni siquiera resetearlo. En ocasiones, bajo somnoliento al supermercado de la esquina, con mi mente repasando una lista imaginaria de todos los ítems necesarios, algunos de ellos los intercalo en la lengua de Shakespeare, por pura nostalgia: bread, bananas, yogures, salad, aceite, apples, papel higiénico, cheese…; incluso me atrevo a improvisar algún artículo en el idioma local: garbantzuak. Así, a lo bruto. Lo hago mentalmente, tampoco es cuestión de llamar la atención, recitando palabras absurdas a los cuatro vientos, con riesgo de acabar encerrado en un cuarto de paredes tan blancas como blandas.

Así acontece. Recorro los escasos quinientos metros, dándole vueltas al juego mental y absurdo. Debe de ser consecuencia de la falta de sueño, me digo a modo de consuelo. La alternativa sería terrible: estás tronado de la cabeza, chaval. Camino con la mirada hacia el suelo, tratando de burlar los rayos de sol que buscan penetrar mis ojos, y de paso sortear alguna que otra cagarruta perruna. Busco sombra. Otra manía personal e intransferible. Llego a la puerta de cristal del vasto establecimiento. Salvo que ya no es de vidrio. Hoy no. Una enorme persiana roja de hierro corrugado la sustituye. ¡Mierda, es domingo! Ha vuelto a suceder.

No consigo grabar tal información en mi cerebro: domingos y fiestas de guardar (como se decía antaño) igual a: comercio cerrado. Esto no es el Reino Unido, be water my friend, que cuentan susurró el bueno de Bruce Lee, entre patada y patada. Adáptate al entorno colega, traducción a bote pronto. Así que, ando repitiendo esta cantinela toda la semana: viernes santo, viernes santo, viernes santo. ¡No vaya a ser que baje al Eroski a por cebollas  ̶ onions ̶  el dichoso viernes!

No existen los “puentes” en Escocia. Un día traté de explicar dicho concepto al bueno de John, quien sonreía benévolo, como si lo comprendiera, haciendo el esfuerzo. Eso es un amigo. Otro día lo hablé con Rachel, la cual me contempló como las vacas miran al tren pasar. Bridge, Rachel, bridge. Nada, ni por esas. Ni en su propio idioma. ¡Qué cruz! ¡Como para explicarle lo del Viernes Santo! Oh my dear Lord!

No conocen los puentes festivos, pero tienen sus cositas, los británicos. En su pomposo calendario, de improviso, varias veces al año resaltan un lunes festivo. Así, por la cara. By the face! (que dirían los Gomaespuma). Ante mi pregunta, responden: es Bank Holiday. Quedándose tan panchos. Y entonces yo les miro como cow to the train. ¡Qué demonios tendrá que ver el cierre de bancos para todos gozar de pausa laboral!

Están locos, estos hijos de la Gran Bretaña.

Septiembre de 2006. Domingo soleado. Sábanas pegadas. Pereza. Lavadora tardía. Bajo al jardín trasero para tender la colada. Huele a ropa limpia y húmeda. Un puñado de pinzas en los bolsillos. La brisa hace agradable la tarea. Supongo que Stevie habrá salido con su chica. Gustan de hacer escapadas de fin de semana. Lugares cercanos. Algún lago del norte. Ella conduce su pequeño utilitario. Él habla, nervioso, de forma atropellada. No es que no confíe en sus dotes de conductora. Tan sólo que no se fía del asiento delantero. Frena con el pie derecho, sobre un pedal fantasma, ante cualquier imprevisto. Se agarra a la manilla de la puerta. No es un buen copiloto. Ni siquiera lee mapas. Prefiere apalancarse en la parte trasera de uno de esos mastodónticos taxis negros y dejarse llevar, sin contemplar el tráfico, el potencial peligro. Jamás reunió el valor para sacarse el permiso de conducción. No lo necesito. Se excusa. Edimburgo posee un magnífico transporte público, añade. A ella no le importa, adora su voz cercana y agradable, mas algo atiplada. Su parloteo incesante. Atesora, esa muchacha, la capacidad de filtrar aquel torrente verbal, extrayendo sus posos de cariño.

Tiendo, respiro profundo, entorno los ojos al sol, dejo que la brisa acaricie mis brazos desnudos. Los alzo, estirándolos, pies de puntillas, en un vano intento de alcanzar esas nubes blancas, de puro algodón.

Es domingo. Hay carrera de Fórmula Uno, recuerdo. Un jovencísimo Fernando Alonso pelea por su segundo título mundial consecutivo, bajo la modesta escudería Renault. Es curioso, jamás fui persona de himnos ni banderas. No importa los colores: rojigualda, riojana, soviética. Sin embargo, para mi propia sorpresa, me estremezco cada vez que un deportista patrio sube a lo más alto del podio: Rafa Nadal, el mismo Alonso, los chicarrones de la Selección Nacional de Baloncesto, Lydia Valentín… Contemplo sus rostros eufóricos, mirando unos al frente, otros al cielo, gorra o mano sobre el pecho, respetuosos, soñadores, como chiquillos ganadores de su primer trofeo. Suena de fondo la Marcha Real, mientras, sobreimpresa en la pantalla, una imagen de la bandera siendo izada lentamente. Me emociono como un bobo. Como si un trocito de mi alma hubiera vencido con ellos. Debe de ser la distancia, me consuelo. La añoranza escondida tras mil novecientos dieciséis malditos kilómetros.

Tras acabar de colgar la ropa, compruebo que no tengo ni una mísera cerveza en el frigorífico. ¿¡Qué sería un emocionante Grand Prix, despatarrado sobre mi enorme cama, sin una cerveza helada con que remojar el gaznate!?

Cojo unas monedas y salgo en dirección al bazar de la esquina. El paki. Expresión que tan sólo uso, con tono cariñoso, para conmigo mismo, o con compañeros de confianza. John, en su día, me advirtió que era un término despectivo, que no debía usarlo en público.

Traspaso el umbral de la tienda. Una campanilla anuncia mi llegada. Es un recinto sombrío, pero acogedor. Se agradece el frescor de su penumbra. Una mezcolanza de aromas conquista mi olfato: dulces, especias, fruta madura, lejía.

Tras el mostrador, un tipo de unos cincuenta años. Moreno, de piel y cabello. Mostacho poblado, ropajes anchos, de lino gris. Un gorro algo aparatoso sobre su testa.

̶  Hello, my friend!  ̶  dice, afable.

Le saludo y me acerco a una nevera situada al fondo de un estrecho pasillo. Botes, latas, cajas y sacos pueblan, apretujados, cada centímetro cuadrado de baldas y estantes, incluso el suelo. Tras unos segundos de indecisión opto por una lata grande de cerveza australiana: Foster´s, la favorita del Güero Dávila. Abro la puerta acristalada y la cojo. Está muy fría. La saliva invade mi boca. Parezco el puto perro de Pavlov tras escuchar la campanita. Eso debería constar como maltrato animal. Pobre chucho. Ahora lo comprendo.

Ufano, me aproximo a la barra. La gelidez del recipiente atraviesa mi mano, el brazo, y cuando alcanza mi cara dibuja una sonrisa. Misterios de la física, me digo divertido.

̶  No alcohol, my friend  ̶  dice el señor paquistaní (seamos respetuosos, pienso).

̶ 

Quedo sin palabras. Perplejo. Me miro las zapatillas, los vaqueros, la camiseta, las gafas oscuras que cuelgan del cuello de ésta. No puede ser, dice mi voz interior. Sonrío como un estúpido. El tipo no se inmuta. No puede ser, repito. Siempre me calcularon muchos años menos, pero esto es ridículo. ¿No creerá este buen hombre que no alcanzo la mayoría de edad? Por supuesto no acarreo documentación alguna. Nuestro DNI no es reconocido para este propósito, y el pasaporte es un engorro color cárdeno.

Así que me limito a preguntar, con aire azorado.

            ̶  ¿… por qué?

            ̶  Son las doce menos cinco. No alcohol hasta las doce.

Lo dice como quien recita unos versos aprendidos en la infancia.

Y entonces caigo en la cuenta. Esa norma ridícula. Ley contra el alcoholismo. Limitando el horario de venta la mañana del domingo: muerto el perro, se acabó la rabia, creen los muy ingenuos gobernantes. Me disculpo, repitiendo la palabra ‘sorry’ media docena de veces. Acompañándola con aspavientos. Todo muy Spanish, muy Ibérico. Devuelvo la bebida al refrigerador y abandono el local.

Reposo mi trasero en un mojón de piedra, al otro lado de la calle, bajo la sombra de un árbol.  Móvil en mano. Cuando los números agrandados sobre la pantalla muestran: 12:00, me levanto como un resorte y corro hacia la tienda, algo encorvado, frotándome las manos; susurro hechizado, a la par que enfervorecido, emulando al bicho feo ese, Gollum, reclamo mi tesoro: my precious, my precious!

¡Ni el pobre perro de Pavlov sufrió tal padecimiento!

 

domingo, 21 de marzo de 2021

F165 - Un monstruo acecha en la penumbra (sep. 2006)

 

Nadie me lo advirtió. Nadie se acercó con sigilo para susurrarme al oído la más mínima amenaza, ni siquiera un aviso. Juraría que tras leer la descripción de tareas, al rellenar la pertinaz solicitud de trabajo, no constaba ningún plus de peligrosidad. Tonto de mí. Toda la vida fui un ingenuo. ¿Quién diría que ejerciendo de vulgar reponedor mi vida estuviera en juego?

Todo comenzó con miradas torvas, gruñidos animales, palabras ininteligibles y toscas maneras.

Todo se engendró en el lugar más oscuro y peligroso de aquel enorme hipermercado: un rincón apartado donde se situaban los machacadores de plástico y cartón. Dos enormes bocas gigantescas,  de mandíbulas metálicas con restos de un sarro herrumbroso, goteantes de jugos y almíbares putrefactos.

Como parte de nuestro trabajo, debíamos acumular grandes cantidades de material reciclable, sobre todo cartón, plástico, y algo de papel; y restos orgánicos que apartábamos en otro contenedor (fruta pasada de fecha que era aprovechada como alimento en granjas locales). Cada dos por tres, acudíamos con una carretilla manual, o una jaula, repletas de dichos residuos.

Aquel cuarto cerrado impresionaba. En la penumbra de su interior volvía a ser un crío de ocho años, asustado, retornando a casa por aquel camino, de tierra, charcos y piedras, mal alumbrado; balón de reglamento bajo el brazo, puños prietos y la férrea voluntad de no echar a correr, ni mirar atrás. “No corras. No seas cagueta”. El mantra se repetía en mi mente de chiquillo asustadizo con vocación de valiente. Sin embargo, aquí de pie, con pelo en pecho y vistiendo el uniforme del supermercado, caes en la cuenta de que los mantras son un invento inútil, unas frases estúpidas paridas por un sobrevalorado creador publicitario, destinadas a decorar mugs para café. Con asombrosa frialdad, comprendes que el monstruo puede acabar con tu vida en cuestión de segundos. Maldices tus pensamientos de cenizo y tratas de no invocar su presencia.

Por fortuna, en esta ocasión me hallo solo, a mi vera una enorme pila de cajas aplanadas, en precario equilibrio sobre la transpaleta. Me lo tomo con calma, la jornada se antoja larga como un partido entre dos equipos de mitad de la tabla escocesa: Patadón pa´rriba, patadón pa´bajo, que ni el mismísimo Clemente, oiga.

Huele a cartón y a fruta podrida. Algún listillo ha tirado una caja sin vaciarla del todo. Presiono el botón de triturar, ya no cabe ni un mísero tetrabrik de zumo para niños. Aún debo arrojar la mitad de la torre de cartón. Las tripas de la bestia de acero rugen agradecidas, mas jamás satisfechas.

Un gruñido tras de mí.

Los pelos de mi nuca se erizan. Madre mía, ¿será un oso perdido, un jabalí hambriento, un zorrito juguetón? Trato de templar los nervios. No hay osos en Edimburgo, ni jabalíes. Me digo, infundiéndome valor. Sin embargo los zorros suelen acudir al olor de la basura; alguno ya vi por mi barrio periférico.

O quizás pueda ser peor todavía. Podría ser él, mi monstruo.

Me giro despacio. “No corras. No seas cagueta. Dice la vocecita socarrona. Vaya, y yo que creí haber enterrado el obsoleto mantra de Todo a Un Euro.

Sus ojos brillan en la oscuridad, reflejan la luz de la luna. Extraño, estamos en el interior de la nave.

Sus dientes amarillentos y puntiagudos asoman entre labios retraídos. Un hilo de saliva resbala por su hocico, perdón, su barbilla.

Es él. Mi futuro asesino. El monstruo. Un nuevo encuentro, idénticas maneras. (SSDD: Same Shit, Different Day,  que dirían los buenos muchachos de King).

̶  Grrrrrr.

Gruñe de nuevo. Dice algo en un escocés hermético. Apuesto mi salario semanal a que no encontraría el significado en ningún diccionario al uso. Sin embargo, basta con interpretar el contexto. Bendito contexto, cuántas veces nos saca de apuros psico-lingüísticos. Traduzco para mis adentros:

̶  ¡Vamos. Acaba ya de una puta vez!

Supongo que habla un dialecto indígena, como si se tratara de un siux escocés. El vocablo solitario, disfrazado de bufido, esconde toda una frase, o dos. Tal vez pertenezca a un clan de las Highlands, mas en lugar de vestir kilt éste debería utilizar taparrabos.

Contemplo su ceja poblada y única. Los pómulos salientes. Su aspecto simiesco. Las manos enormes y coloradas, como si viniera de dar bofetones a una vaca peluda. Quedo embobado. Voy a morir. Ya está. La palmaré aquí, a manos del eslabón perdido.

Un gesto familiar me saca del ensimismamiento. Gira el cuello de toro hacia arriba. Mira el techo y masculla. Jura por lo bajini, como los pelotaris de mi pueblo cuando su pelotazo golpea la chapa. Pero el mostrenco lo hace con menos adorno, escasa gracia y nula imaginación.

Acabo la tarea a toda prisa. No es cuestión de sacrificar mi joven vida por un sueldo mediocre.

Con el tiempo llegué a conocer a la persona oculta tras el personaje. De vista y de oídas.  Incluso intercambié palabras, gruñidos y chascarrillos con él. Tan sólo es un mocetón huraño, serio, con niveles altos de bravuconería. Supongo que utiliza la agresividad pasiva como escudo protector. Necesita amedrentar porque siente miedo. Es un crío atrapado en un corpachón. Has de hablarle despacio, con gestos lentos, sonriendo, sin retar sus ojos asilvestrados. Tal y como te acercarías a un lobo ibérico.

Aunque todo eso lo aprendí más adelante. Aquella noche la cosa pintaba fatal.

Antes de salir yo del recinto, dijo algo que tampoco alcancé a comprender. Me detuve, y mirándole a los ojos  ̶  no corras, no seas cagueta  ̶  le pregunté a qué se refería. El tipo señaló el suelo, sucio y pegajoso, indicando un pequeño envoltorio de plástico que debió caerse de mi carga. O quizás no. Tal vez ya estaba allí abandonado.

Miré aquel despojo transparente. Posé mis ojos sobre los suyos. Y solté lo que tenía agarrado a las tripas, sin filtrarlo a través del cerebro.

̶  Yo ya terminé. ¿No tenías tanta prisa, tú?

Acompañé mis palabras con un gesto distraído, alzando un hombro.

Sus ojos grisáceos se juntaron formando uno solo, enorme bajo la única ceja, clavado en mí cual broca vibratoria, taladrándome. Un cíclope Black & Decker.

Sus labios, apenas separados, dejaban ver los dientes manchados y espumosos.

̶  F**k off!!  ̶  el exabrupto brotó de su interior, húmedo, espeso como el vómito falso en una película mala. No fue un juramento cualquiera, como los habituales. Fue un tiro a la diana, apuntando, fijando el objetivo a través de una mira telescópica.

Ya está. Estoy muerto. Como diría el amigo Reverte, me pican el billete. Puedo leer los titulares en The Scottish Sun: “El cuerpo de un joven español aparece destrozado en el interior de una trituradora de cartón”.

No corras. No seas cagueta.

Aguanto su mirada. Trato de que no huela el miedo. Todavía temblando por dentro, giro sobre mis talones rumbo a la salida. Sin embargo, el último vistazo esboza una sonrisa en mi rostro.

El tipo, agachado, recoge el pedazo de plástico.

̶  Gotcha, motherf***er!  ̶  digo, por lo bajini, como los pelotaris de mi pueblo.

domingo, 7 de marzo de 2021

F164 - Palabras que el viento no lleva (sep. 2006)

 

Agosto pasó ante mis ojos como un largometraje mudo. Una sucesión de imágenes en blanco y negro. Compañeros de trabajo afanados en sus labores, clientes que ya no hacían ruido, miles de turistas participantes de un festival callejero cuyos colores se deslavaron. Cafés amargos en lugares que mi memoria registró en alguna ocasión como favoritos, de repente tan grises y ajados. Tan sólo las historias de las novelas leídas conseguían transportarme a otros mundos paralelos, donde un atisbo de color iluminaba mis horas.

Llegó Septiembre anunciando un nuevo curso. Todos los septiembres de mi vida significan lo mismo. Comienzo, ilusión, aroma de libros nuevos; el ritual de forrarlos, tijera en mano, celo y rollo de plástico trasparente. Septiembre, el inicio de curso para un eterno estudiante que ya no estudia. Y con él llegaron las palabras. O su recuerdo. Palabras anglosajonas, cuyo significado desconocía antaño y aprendí durante los años transcurridos. Resulta misterioso el cerebro. Usa estúpidos trucos para distraer, para engañar el recuerdo, para esquivar la pena tras el burladero, y así provocar una cándida sonrisa  en un rostro que perdió el hábito.

Palabras tontas, absurdas, que trae a la orilla el río de la memoria. ¿Cuándo descubrí el significado de sink? Quizás el bueno de John me lo enseñó, entre platos y cacerolas, a base de gestos, sonrisas de pillastre y palabrejas sueltas en castellano guiri. ¡Quién diría que casi quince años después, un maldito fregadero me arrancara una lagrimilla!

Todavía resuenan en mi cabeza las carcajadas vacilonas de los compañeros españolitos, allá en el Jewel Esk Valley College, ante mi pregunta tempranera: ¿Qué es snake? La profe, Wendy, acudiendo a mi rescate. “Vamos, chicos, seguro que Jorge conoce otras muchas palabras que vosotros no comprendéis. Somos un equipo, recordad”

Palabras que el viento no lleva.

Palabras que el tiempo no vuela.

Mi voz interior pronuncia ‘absolutly’ y contemplo su sonrisa, con el incisivo mellado; minúsculos hoyuelos escoltando sus labios. Sentada, a lo indio, sobre el sofá, taza humeante sujetada entre las manos, olor a camomila con canela. Sus pies descalzos, pequeños y blanquecinos, indefensos cual gorriones, una fina tobillera adorna el izquierdo. Rachel y su sempiterna coletilla, ‘absolútly’.

Seguimos con adverbios. Este provoca temblores dentro de mí. Doblega mis rodillas, sacude mi alma. ‘Exactly’. Con su dulce acento perfecto. De niña bien aplicada. Currículum de universidad privada. “Exác’ly”, decía a menudo, ignorando con desprecio esa ‘t’ entrometida. Mi, querida, amada y añorada, Erika. Tanto –ada. Hada madrina. Jamás mía.

¡No más adverbios cuya traducción al castellano termina en –mente, por favor! Como asevera  el genio de la narrativa, gurú de la fantasía, rey del terror, Stephen King: “La carretera al infierno está pavimentada con adverbios”.

Una vez abierta la ventana al recuerdo, Erika entra en mi cuerpo, ella y sus vocablos, cual vampiresa tras ser invitada. La primera vez que escuché de sus labios, ’sleepover’, no tuve duda alguna sobre su significado, a pesar de lo novedoso. Cual si portara un mini-diccionario Collins incorporado, en lo más profundo de mis entrañas.

Palabras que flotan. Mundanas, absurdas, tan simples que acarrean cierta dosis de vergüenza, a estas alturas.

Flatmate, de las primeras. Siempre presente en nuestras conversaciones en castellano. Como otras tantas, que incorporas, componiendo ese maravilloso Spanglish que dejó un poso amargo y melancólico en mi recuerdo. Palabras en la lengua de Shakespeare que metíamos, con cuña, en nuestras parrafadas españolas. ¡Si Cervantes levantara la cabeza  ̶  pensé en más de una ocasión  ̶  o mi admirado Reverte nos oyera! Money, payslip, coffee time, break, teacher, interview (la cual dibujaba una bobalicona sonrisa en mi cara, la calenturienta mente retrata mozas pechugonas vestidas de enfermera), college, boss, supervisor (pronunciado ‘superfaisor’, el colmo del absurdo), essay, exam, snack, breakfast, lunch, dinner-lady, la prohibida: benefits y cientos más.

Palabras que reconfortan, dando calorcillo. Algunas quedan para siempre, reacias a escapar de mi léxico confundido. Duvet. Cierro los ojos y recuerdo su descubrimiento. Sentado en el asiento trasero del deportivo rojo. Pequeño, ruidoso y llamativo. Un grito ególatra con ruedas. Mi trasero deslizándose de lado a lado, en cada curva, sobre aquel cuero negro. Pope, gallego, flaco, chulo y treintañero, al volante. “Madrugar es de pobres”, su eslogan. Una mulata de escándalo por copiloto. Seria y sexi, a partes iguales. “Jorge, hacemos una paradiña en el TK-Maxx de Meadowbank, compro un duvet para tu cama, y te acerco al piso de Easter Road”, dijo con acento cantarín de Costa da Morte, o alrededores. Rumbo al cutre-Palace, donde fui feliz.

Palabras, también, cuyo significado conocía, sin embargo su correcta pronunciación vino con retraso, tomándose su tiempo: unas, meses; otras, incluso años. Castle, a pesar de poder contemplar a diario la majestuosidad de su significado materializado, frente a los jardines de Princes Street, brotaba de mis torpes labios como ‘kástel’, hasta que un día amanecí diciendo: ‘kássel’. Al igual que el omnipresente minute, el cual salía de serie como ‘mínut’, y tardé siglos en grabar mínit en el disco duro, como si lo hiciera sobre una lámina de piedra, a golpe de martillo y cincel.

Otros términos cobran vida, personalidad, consistencia. El sustantivo: pal, se convirtió en nombre propio. Ganándose, para siempre, la honorífica mayúscula inicial, mi Pal. David.

Por último, un rinconcito para una peculiar expresión entre las centenas que aprendí, e incluso llegué a utilizar. Escenario: mi lugar de trabajo, un enorme hipermercado de cuyo nombre no quiero acordarme, y llamo con cariño, Tesda.

Es domingo, diez y cuarto de la mañana. La tienda está tranquila. Escasos clientes. Un día radiante asoma por las enormes cristaleras. Compañeros uniformados recorren pasillos. Cajeras aburridas charlan, cuentan dinero, limpian la cinta.

Deambulo distraído. Atravieso la zona del pan. Cientos de paquetes con rebanadas moldeadas. Pan moderno, pan veneno. Hoy me designaron este destino. De refuerzo. Me cruzo con dos compañeras. Una jovencita, la otra ya veterana, de esas con medallas de guerra.  Cuchichean, ríen y saludan. Risueñas, jubilosas. Encantadas de poder disfrutar de una hermosa mañana de domingo reponiendo aquí y allá. Debe de ser el azúcar en su dieta, me digo. Este dichoso sucedáneo de pan. Les saludo, cortés y valiente.

De repente, una voz atruena por los altavoces. Esa expresión novedosa para mí. El encargado del micrófono la pronuncia de forma lenta, alargando las vocales, con voz ronca. Más que dar una instrucción a la plantilla parece presentar a los contendientes de un combate de boxeo.

̶  ¡Vamos compañeros, hace un domingo espectacular! ¡Demostremos que somos la Gran Familia Tesda!  ̶  dice en inglés, a modo de introducción, para a continuación acentuar la gravedad de su voz, emulando al dicho speaker pugilístico y añadir ̶  Leeet´s geet reeeaady toooo ruuumble!!!

Las dos compañeras, y todos y cada uno de los integrantes del staff, se lanzan a los pasillos y, henchidos de entusiasmo, comienzan a ordenar las baldas como si no hubiera un mañana. Acercando los productos hacia el borde, colocándolos mostrando la etiqueta, recogiendo los continentes de cartón vacios.

Mi nefasto oído registra algo que suena a ‘Rambo’. Así que saco del bolsillo trasero un pañuelo colorado, que siempre llevo para tales emergencias, lo anudo alrededor de mi cabeza; a falta de puñal con filo serrado, sujeto entre mis dientes el cutter, y salto hacia una fila, desorganizada y rebelde, de paquetes Bimbo.

A la  noche, diccionario en mano, descubro que ’rumble’ significa luchar… no anduve descaminado.