lunes, 23 de septiembre de 2019

F120 - ¡Y volver, volver, volver! (en el presente)


“Me quedé realmente triste, viendo partir tu tren. Te añoro, hermano”

Leo una y otra vez el breve mensaje. La pantallita del móvil se oscurece, se emborrona. Trato de convencerme de que es debido a la escasez de batería, nada que ver con la cortina acuosa que cubre mis ojos. Acabo de recibirlo, un guasap de John.

Habían transcurrido ya dos años desde la última escapada a mi adorada Edimburgo.  A pesar de la promesa que me hice a mí mismo, la de acudir al menos una vez al año. La vida, con sus rutinas y sus quehaceres, sus palos y sus recompensas, suele establecer su propio calendario. La vida no entiende de nostalgias, de promesas, de sueños rotos, de hermanos extranjeros. La vida va a lo suyo, cual rodillo de apisonadora, inmutable ante sentimentalismos y ñoñerías. ¡Levanta el trasero de la cama, apaga el despertador, lava tus legañas, ponte el uniforme, produce, come y calla, no te enamores, no pienses, mata tus ensoñaciones, no te ilusiones, cesa de leer ridículas historias, para de escribir tus chorradas!

Dos años. Todo continúa igual. Todo ha cambiado. Encontré una ciudad moderna, casi futurista (ese autobús que une la capital con el aeropuerto, twenty-four seven, siete días a la semana, veinticuatro horas diarias, entusiasmaría al propio Marty McFly). Una ciudad hambrienta de turistas, de popularidad, de dinero. Una ciudad más anónima que nunca, empeñada en finiquitar su magia, su misterio, su esencia, día a día, libra a libra. Sin complejos. Sin vergüenza.

Conviví con mis propios fantasmas. Eché mano de mis viejos rincones, aquellos que agazapados tratan de salvarse de la maquinaria pesada que monta hoteles y destruye sueños. No fue sencillo, pero algunos quedan. Acudí a mi Manual de Nostalgia Personal: tomé un café sentando en aquel sofá de bar, testigo de tantos arrumacos, besos y caricias, entre Marina y yo; paseé bordeando el canal  ̶ Water of Leith  ̶  como si tuviera a Erika a mi lado, su eterna sonrisa, su español salpicado de preciosas incorrecciones; el tren me llevó a un pueblecito, a sentir el cariño de Jennifer y John y su preciosa pequeña, él me recibió con su imborrable sonrisa de pillastre, besos y cálido abrazo;  de regreso a la capital tampoco faltó la hamburguesa, con su inseparable pinta de cerveza tostada en el viejo pub The Abbey, donde la camarera me guiñó el ojo, reconociéndome, como si hubiera transcurrido tan sólo una semana en lugar de veinticuatro meses; rodeé la vieja escuela, donde trabajé los últimos años, con sus murales infantiles decorando los tabiques del patio, silencioso, triste y siniestro, sin los gritos, voces y risas de sus pequeños moradores; me asomé a la inmensa puerta del Templo, con sus majestuosas columnas, sin intención alguna de entrar a consumir, devolviéndoles con rencor su arresto y orden de alejamiento; me acerqué al viejo hospital, tan grande y apartado, un remanso de paz con sus inmensos jardines, lo contemplé desde la lejanía de la carretera, sonreí recordando a mis abueletes, tan mayores y tan chiquillos, no pude evitar que mi sweet Sally me susurrara al oído dulces recuerdos; visité la torre de apartamentos en Leith Links, donde compartí aventuras y disgustos con la alocada Esmeralda, lo hice a media noche, atajando por el camino que atraviesa el cementerio, retando a las leyendas, mordiéndome el miedo.

Una mañana, tras visitar la Biblioteca Central de George Bridge, tantas horas sobre sus viejas mesas, leyendo, investigando para mis trabajos escolares, no pude evitar detenerme ante el Elephant House. La casa de los elefantes, fuente de numerosos recuerdos y vivencias. No salía de mi asombro. Una marabunta de gente, fuera y adentro. Una especie de altar tras el escaparate, proclamando una medio mentira a diestro y siniestro: aquí nació Harry Potter, cuando su autora comenzó la mastodóntica obra en otro anónimo pub, y que así lo testimonia una pequeña placa en plena calle. El lugar se vendió al vil metal, desterrando para siempre esa magia que tuvo y que, paradójicamente, desea poseer.

Allí estaba yo, con mi mochilita a la espalda y esa sonrisa que invade a los que viven en otro mundo. Curioso, caminé paralelo a la fila de potenciales clientes, detenidos tras el cartel: “Espere a ser acomodado”. Un joven camarero salió a mi paso, cual bandolero de Curro Jiménez impidiendo mi avance. Sonriente, uniforme impecable, a falta de navaja de siete muelles en la faja.

̶  Disculpe, debe situarse en la fila de espera  ̶  dijo, con acento latino, probablemente italiano.
̶  Tan sólo quiero echar un vistazo.
̶  ¿Sabe usted que para echar un vistazo debe pagar una libra para caridad?  ̶  el muchacho dijo en inglés “for the charity”, delatando su origen foráneo, pues la expresión correcta es “for charity”. Y señaló una urna transparente, llena de monedas y billetes, en lugar de inútiles papeletas de votos para impresentables candidatos.

Me quedé atónito, mirándole a los ojos. El tipo no se inmutó, echando por tierra mi ligera esperanza de que se tratara de una broma.

̶  ¿En serio?
̶  Sí, en serio.
̶  Pues gracias, adiós muy buenas  ̶  giré sobre mis talones y me alejé de ese antro pintado de oro.

Una inmensa tristeza me abruma con sólo imaginar qué encontraré en mi próxima visita. Están demoliendo hasta los cimientos un lugar entrañable, una ciudad que me hizo soñar, en la que floté por sus calles empedradas, donde reí y lloré bajo su acogedora y dura mirada. Se están cargando mi querida Edimburgo. Bastards!

miércoles, 4 de septiembre de 2019

F119 - La puerta del Cielo (junio 2005)


Erika vivía frente al canal, a su paso por Leith. Su pequeño piso rodeado de pubs modernos, los cuales poco a poco fueron desplazando a las viejas tascas marineras. El mal llamado progreso devoraba, sin contemplaciones nostálgicas, los últimos rincones con encanto de la vieja ciudad. Esta zona se convirtió, de la noche a la mañana, en el punto de encuentro vip, donde se reunían jóvenes trajeados, acompañados de señoritas disfrazadas de damas, con ostentosos vestidos, bolsos de famosas iniciales y sobre vertiginosos tacones que no sabían manejar. Todo un batiburrillo neo-pijo, con sus mejores galas de bodorrio cutre-choni, como si en lugar de un alcoholizado brunch aquello fueran las carreras en el hipódromo de Ascot, entre risas, copas, apuestas y pamelas.

            Erika, desde su ventana, contemplaba las aguas calmadas de aquel trozo de río domesticado. Sobre su mansa superficie descansaban pequeños botes, junto a embarcaciones de paseo y algún que otro velero. Amarrado a uno de los noráis, un barco restaurante. Grande, blanco, todo luces de colores y banderines, como si quisiera llamar la atención, arrogante, ante sus más mundanos compañeros. Al observarlo, mientras paseaba durante aquellas cálidas noches veraniegas,  siempre me imaginaba al mafioso de turno  ̶  tipo Big Ger Cafferty  ̶  en su interior, compartiendo mantel con sus secuaces, planeando fechorías y vendettas, poniendo fecha de caducidad a sus rivales más próximos. Entonces apresuraba el paso, agachando la cabeza, temeroso de ver o escuchar algo terrible. Algo que condenara mi alma, pusiera precio a mi cabeza. Acabara con mi cuerpo en el fondo del canal, los pies amarrados a un enorme bloque de hormigón. Tal vez debiera dejar de leer a Ian Rankin, me decía al cabo de un rato, ahogado en mi propia vergüenza.

            En realidad, aquel barco restaurante acogía cenas íntimas a la luz de las velas, aburridas reuniones de negocios de empresarios locales y foráneos, y alguna que otra despedida de soltero, donde en más de una ocasión alguno de los festejantes, henchido de euforia y vapores etílicos, terminaba chapoteando en las oscuras aguas del río, entre las risas y burlas de sus camaradas de juerga.

            Pulsé el botón marcado 2F2, como tantas otras veces. Un pequeño temblor recorría todo mi cuerpo, desde la ceja izquierda hasta el dedo gordo del pie derecho. Mi estómago se quejaba, protestón, por la escasez de alimento al que últimamente lo sometía. Lo normal, cada vez.

            ̶  Hello?  ̶  esa dulce voz.
            ̶  Soy yo.

Un corto y familiar sonido, que en otras circunstancias hubiera sido desagradable, prrrrr  prrrr llegó a mis oídos como el trino de un pajarillo. Un pequeño empujón franqueó mi entrada a su portal. Subí despacio aquellos escasos tramos de escaleras. Me tomé mi tiempo en cada descansillo, homenajeando su denominación. No por falta de ganas de verla, sino para disfrutar de cada escalón, de cada segundo que me acercaban a ella. Deseaba grabar a fuego en mi recuerdo cada sensación, saborear cada bocanada de oxígeno, rozar con mis dedos cada centímetro de aquella pulida barandilla.

            Sólo enfrentar su puerta. Blanca, impoluta, anónima. Ésta se abrió. En el quicio, una  tímida sonrisa, unos enormes ojos verdes  ̶  esos pozos esmeralda  ̶  .

            ̶  ¡Hola guappo!  ̶  aquel exótico acento.
Un beso, un roce de sus dedos sobre mi rostro, un giño. El Cielo.
            ̶  Pasa carinio

Sabina, ese viejo perro sabio, me susurraba al oído, riendo entre dientes como un gánster cansado, socarrón, disfrutándolo: “Cuidado chaval, te estás enamorando”. Yo lo ignoré, despectivo, soñador, altivo, suicida.

            En cada una de mis visitas, el mismo recibimiento, idéntica dulzura, misma mirada imantada, ese tacto que se ríe de la seda, aquella puerta blanca. Impoluta y anónima. La puerta del Cielo.