jueves, 30 de julio de 2020

F144 - Tenebrosos dulces despertares (febrero 2006)


Lista de acciones a emprender tras una ruptura o desengaño amoroso. Aunque en mi caso particular se hubiera tratado de un auto-engaño amoroso.  Lo mismo da. Para el caso, patatas. Que dicen en mi pueblo.

Cambio de look, así que decidí despeinarme el amago de cresta hacia la derecha en lugar de a la izquierda (aspecto Recién Levantado, según reza la descripción del tubo de gomina).

 Ignorar su perfil en el caralibro. Ahí lo tuve fácil, pues carecía de él. Siempre me dio mucha grima el Zuckerberry Finn ese, o como diantres se haga llamar, tan alto, tan guapo, rubio, cuidadosamente despeinado (¿utilizará el mismo fijador de pelo?), perfecto, joven, multimillonario. Algo esconde. 

 No merodear por su territorio. De modo que dejé un tanto de lado el puerto (tan sólo el aroma a barco viejo me traía su recuerdo). Y por último, algo fundamental:

Seleccionar diferente tono musical para el móvil. Los sonidos se alían con los sentimientos, creando una especie de sociedad inquebrantable. En cada ocasión que el nananá de la Minogue cortaba el silencio, una catarata de emociones me abrumaba. Es Ella. Es Erika. Aún sabiendo que aquello era ya imposible. Ante la falta de candidaturas al puesto top de sonido de llamada, debido a mi pereza depresiva, opté por dejar la melodía sosa, común y neutra. La de Nokia, que venía por defecto en el aparato. Sinfonía anómala y anónima, la cual lograba cumplir la misión asignada: no asociarla con nada al ser oída.

Y ahí estaba. Despertando mis tímpanos. ¿Quién llama a estas horas? ¿Qué día es? ¿Dónde me hallo? La confusión me anclaba al confort del colchón. Los rayos de luz atravesaban las rendijas de las cortinas, impidiéndome abrir los ojos.

̶  Hello?
̶  Hola forastero. ¿Ya me olvidaste?
Conversación que transcurre en inglés. Su acento es local, escocés. La voz femenina, un tanto grave. La risita que siguió a su presentación, inconfundible.
̶  ¿Rachel?
̶  ¡Siií, chico listo!
̶  Rachel…
Una sensación de irrealidad me envuelve. Una mezcla de alegría desbordante y cierto temor. Un miedo casi físico, un miedo de infancia. Trato de contener el escalofrío que recorre mi cuerpo. Me cubro la espalda con el edredón, sentado al borde del colchón. Mis pies descalzos agradecen la calidez de la moqueta, una suave caricia. Abro los ojos con fuerza, intentando despertar del todo. Una confusa, y rápida, mirada a la pantalla. El número es desconocido. Muy largo. Prefijo extraño.

̶  ¡Me he acordado tanto de ti! Nuestras conversaciones surrealistas. Tu inglés de recién   llegado. Por cierto, has mejorado la pronunciación. Ya no me llamas Richel.
Esa carcajada otra vez. Esa risa de muchacha traviesa. Imagen reforzada por su diente partido. Risotada de mujer joven con alma de vieja. Casi puedo verla. Sentada con las piernas cruzadas, a lo indio, sobre el sofá de nuestro living en el piso de Ashley Terrace. Algo ya imposible. Sus pies descalzos, diminutos, pies de Geisha, asomando bajo el pantalón de pijama. Aquella tobillera en su pie izquierdo. Sí, la veo y también la escucho. Incluso huelo el aroma de su té recién hecho, de camomila y canela, cuyo tazón sujeta con ambas manos, sobre su pecho. Buscando más el agradable calor que el mismo brebaje, el cual bebe a pequeños sorbos, como un pajarito. 

Parlotea rápido, poniendo a examen mi comprensión del idioma,  como si se tratara de una prueba del famoso listening en los exámenes del Jewel College. Habla apenas sin pausa. Es extraño, Rachel siempre supo conversar. Para ello es necesario escuchar. Trato de decir algo, meter alguna frase como si fuera una cuña publicitaria en un programa radiofónico. No me lo permite. Habla del piso. Está muy sucio, dice. Quien tú ya sabes se fue. Me dejó tirada, sola con todo el marrón, facturas, alquiler. Llevo limpiando dos días seguidos. Rodeada de bolsas de basura, cajas de pizza, latas de refresco, contenedores de comida para llevar. ¡Maldito niñato engreído¡ ¡Qué razón tenías, Jorge, me engañó como a una pardilla! Suciedad, todo suciedad. Incluso vi ratas. ¡Qué asco! Ratas negras, gordas y peludas que me observaban, al acecho, con sus ojos rojos tan vivos y muertos al mismo tiempo. Ojillos ardientes, minúsculos rescoldos de carbón incandescente.

̶  Rachel… ¿estás bien? ¿Desde dónde llamas? ¿Puedes oírme?
̶  ¡Ah Jorge, recuerda felicitar a tu sobrinita, que cumple hoy cuatro años!
̶  Gracias. No puedo creer que recuerdes la fecha.
̶  Claro que la recuerdo. El otro día estuve charlando con tu hermana, en el bar  que regenta en Logroño. ¿El Leuven? ¿Es eso español, suena a francés? Un lugar muy acogedor, por cierto. Ella encantadora. Habla más que tú, jajaja. Tomé un plato fabuloso, Codillo a la cerveza, dijo que se denominaba. Una delicia. Oh my God! Tuve que acompañarlo con dos pintas de cerveza, para que fueran a juego. ¿Lo pillas? Jajaja. Muy maja tu hermana. Me contó que tu amiga del alma Lucía también cumple años. Party!! Party!!
Aquella risotada otra vez. Más oscura. Algo siniestra. Se aleja y acerca a intervalos. No es mi querida Rachel, es el payaso Pennywise. Miro el móvil. En la pantalla bailan los números. Emite sonidos extraños.

̶  ¿En Logroño? ¿Con mi hermana? Rachel, eso no es posible. Marga no habla inglés en absoluto. Dudo que sea capaz de recitar los días de la semana en tu idioma.
Continúa su monólogo extraño. No escucha. No atiende a mis comentarios. No es Rachel. ¿Quién demonios es? Sin embargo es su voz. Su risa. Sus coletillas entre frases.
̶  Me relató tu vida y milagros. Habló sin parar de tu infancia. ¡Eras tan mono, tan tierno, tan inocente! ¿Qué te ocurrió, Jorge? Jajaja
̶  ¡Rachel, para ya, me estás asustando! ¿Estás bien?
No logro distinguir lo último que ha dicho.
̶  … que te pusiste todo pálido, los ojos en blanco mirando al techo, como un puto zombi, y caíste como un saco de patatas de la silla al suelo. Todos comiendo juntos, en la cocina. Jajaja… Que solías correr asustado a meterte en su cama, cuando tenías pesadillas. ¿Eras un niño cagón, Jorge? ¿Eras miedica?
A pesar de la imposibilidad de que aquello sea real no puedo evitar decir:

̶  Rachel, tranquilízate. Escúchame.
Silencio espectral. Varios segundos. Eternos.
Sollozos lastimeros. Un grito atraviesa el auricular.

̶  ¡Tengo miedo, Jorge! ¡Las ratas, las putas ratas, una ha saltado. Está en mi cama, Jorge. En mi cama! ¡Ayúdame, Jorge! ¡Cázala, cázala como hiciste con el ratoncillo! ¡Ayúdame!
̶  ¡Rachel!
Algo roza mi tobillo que asoma bajo el edredón. Despierto con un grito sordo. Empapado en sudor. Miro con horror hacia mis piernas. 

̶  Shite!  ̶  maldigo, en escocés, al vacío de mi cuarto.
Un vacío ahora compartido. El gatito negro roza su piel contra los dedos de mi pie. Maulla, protestón. Es Magic, el michino de la novia de Stevie. Tiene hambre. La dulce parejita viajó al norte, a disfrutar el finde en las Highlands. Quedé a cargo de la fiera felina por un par de días. ¡Esto me pasa por dormir con la puerta entreabierta!

De fondo todavía suena la melodía común y anodina de Nokia. Era el despertador. Las 7:30 de la mañana. Lunes veinte de febrero de 2006. Cuatro años en la Bonnie Scotland. Lo apago. Me levanto y cojo en brazos al cabroncete.

̶  Vamos a ver si encontramos algo de leche, Magic.
La realidad es más dura que las pesadillas. No entiende de romanticismos. De llamadas deseadas que nunca serán recibidas. La realidad es más oscura. Nunca tuve noticias de Rachel, desde nuestro abrazo de despedida frente al McEwans hace tres años.

Jorge, mira el lado brillante de las cosas, como decía la canción en aquella película de encantadores chiflados, “La vida de Brian”. Olvida las sombras. Contempla la luz: ¡Hoy tuviste tu primer sueño en inglés!


domingo, 26 de julio de 2020

F143 - Me declaro culpable (en el presente)


Leer es envidiar. Se trata de una certeza que corroboro día a día, novela tras novela. Cada libro leído despierta en mí dicho pecado venial, o mortal, ya no recuerdo su grado en la escala pecaminosa. El internado, el catecismo y los curas quedan muy lejanos en el espacio y tiempo. Allá por el hiperespacio, antes del big bang. Más o menos. O tal vez sólo la sienta con buenas obras, aquellas que pasan con éxito la prueba del algodón, la prueba de las cincuenta páginas. Si tras dicha barrera numérica la historia no cala mis huesos, no me obliga a pasar hoja tras hoja, a preguntarme qué sucederá en el próximo capítulo o, a veces más importante, cómo me lo contarán, la devuelvo al trastero, a una enorme caja de cartón, fea y arrinconada, con un grueso rótulo que reza: “El pozo del olvido”. Por fortuna, esto rara vez sucede, procuro afinar la puntería a la hora de elegir cada lectura.

Me declaro culpable.

Leer es envidiar. Acabo un párrafo, un episodio, un diálogo. Me detengo un instante. Bloqueo el ansia de continuar devorando letras, líneas, páginas. Saboreo el momento. Paro y pienso, anhelo, deseo: me encantaría escribir algo así, o simplemente de esta manera. Envidio las dotes ajenas. Ese talento que parece innato, y no lo es. Es fruto del duro trabajo, las lecturas, los estudios, las aventuras, el valor. Nace de las miserias, de la alegría, del hambre, de la ambición, de la vida. Huelga decir que se trata de la más benigna de las envidias, más cercana a la virtud que al pecado. Quizás tan sólo sea simple admiración.

Cuánta razón lleva el bueno de Juan José Millás, en su última obra, un maravilloso batiburrillo en forma de diario novelado, quizás una novela autobiográfica. “La vida a ratos”. En ella, el personaje principal, el narrador, quizá el autor mismo, imparte clases de escritura creativa a un pequeño grupo de futuros Zafones. Afirma algo así: “mis estudiantes no quieren escribir, desean haber escrito”. Cómo se puede resumir una realidad tan grande en ocho palabras. Magnífico. Y sigo leyendo, sonrío, incluso me carcajeo. Este señor cuenta que se ha levantado tarde, ha dado un paseo, se ha sentado a escribir, se ha tomado no sé qué pastilla, ha conversado con una desconocida a través de una ventana abierta, a media tarde se ha pimplado un reparador gintonic… y deseo continuar leyéndole. Mundano y surrealista. Ansío pasar página tras página. Incluso calibro la idea de prepararme un combinado. Incluso de acompañarlo con un Lexatin. Lo describe todo con tal sencillez que abruma. Te dices, ¡bah, esto es fácil! ¡Esto está chupado!, que exclamábamos antaño. Lo practicaba yo hace unas décadas, de pipiolo, antes de acostarme, vaso de leche caliente, pijama de franela a cuadros, flexo que rompe la oscuridad de mi cuarto, olor a radiador, letra redondeada, lenta redacción: “Querido Diario, hoy, por fin, reuní el valor para mirar a los ojos a la muchacha de la que te hablé…”. ¡Venga, denme un taco de folios y un boli. Acérquenme el portátil. Se van a enterar, el Millás éste, el Reverte, Gómez-Jurado e incluso el mismísimo Javier Marías! ¡Lo de besseler  va a quedar obsoleto cuando publiquen mi novela de novecientas páginas. Van a tener que acuñar un anglicismo nuevo! Y no. No sucede. No es tarea sencilla. Es jodidamente difícil, redactar con esa claridad, esa aparente soltura. Sencillamente magistral. Por supuesto, entre pastilla y pastilla, visita a la psicoanalista, sueño angustioso, y vespertino gintonic, Juanjo Millás retrata la vida, el mundo, todo el maldito universo, ahí, entre líneas, como quien no quiere la cosa. Pura maestría. El cabrón.

Un nuevo tesoro entre mis manos. Sus hojas se adhieren a la yema de mis dedos. No consigo levantar la vista de sus líneas. A punto de traspasar su ecuador, confirmo que se trata de uno de los títulos cuya firma hubiera canjeado por mi alma. El suspense, los personajes, el misterio,  el paisaje, el ritmo, su estilo algo fuera de lo convencional. Un tipo joven, vitoriano, quien responde al nombre de Álvaro Arbina. Su última creación – aunque mi primer descubrimiento ̶ : “Los solitarios”. Soberbia.

Quizás me sucede como a los alumnos del taller de escritura que describe Millás. Tal vez, bajo mi ajada piel se esconde un millennial de esos entradito en años, sobrado de ellos. Me fascina contemplar cada entrada publicada en el blog. El entusiasmo desborda las cartolas al comprobar que algo salido del clic clac de mis dedos sea leído, o visitado, en Argentina, USA, Alemania, Rusia, Nueva Zelanda, Malasia… ¿quién carajo puede leer mis tonterías desde Malasia? 

Escribir es una cura de humildad, un agachar la cabeza ante aquellos que tanto admiras. Escribir es pelear, es dolor de espalda, es hormigueo de piernas. Un diminuto recuerdo acude a mi mente. Lucecita roja en el panel de mandos. Una bobería, una mísera anécdota. En ocasiones tan sólo un retazo, que se ha estancado en los entresijos de la memoria. Tras tantos años. Entonces decido relatarlo, darle forma física, volcarlo en el folio luminoso. Letra a letra, tecleo tras tecleo. Las imágenes, los aromas extinguidos, los ya olvidados sonidos. Rostros, nombres, lugares, miradas, diálogos, sensaciones. La dificultad de la tarea aplasta. Es una montaña que se desprende sobre ti. Un corrimiento de tierras. Coges la pala, te acomodas el casco, comienzas a dar paletadas, chasc, chasc, chasc,  desenterrándote poco a poco. La cantidad de escombro es inmensa. Un monstruo. “You´re gonna need a bigger boat!”; en mi terrestre caso: ¡Vas a necesitar una pala más grande! Una excavadora. Visualizando, recordando, imaginando, creando. Alguien especial aseguraba que mentía como un bellaco, que todo me lo inventaba. Imposible, decía, con esa memoria de colibrí que tienes, Jorge.

Quizás llevara razón. Tal vez un día despierte y ya no rememore nada. Edimburgo, su majestuoso castillo, el puente de las almas perdidas North Bridge, Broomhouse, el barrio de Leith… mi hermano John, el bueno de Stevie, la gran familia Tesda, Marina y lo que pudo ser, Koldo, mi dulce Sally, los viejecitos, Erika junto al puerto, Cris, los ojos de Luna… las risas, el miedo, la excitación, las lágrimas, las borracheras, los sueños. Mi vida escocesa.

Es posible que todo sea mentira.

sábado, 18 de julio de 2020

F142 - La historia que no contaré (febrero 2006)


Febrero comenzaba a abrir los ojos. Febrero, un mes de celebraciones, el cual con el tiempo se convertiría en el mes de la nostalgia. En unas pocas semanas se juntarían tres aniversarios en un solo día. Tres efemérides que marcarían a fuego el día veinte en lo más profundo de mi memoria. Una de las pequeñajas cumpliría ocho añazos, a mi amiga, y unediana, Lucía le caerían unas cuantas castañas más (festejadas quizás en el piso superior del Parlamento, botella helada de Heineken en mano, compartiendo su alocada risa con otro, un vulgar sustituto; ojalá fuera así; Dios quiera que no), y yo mismo alcanzaría la barrera de los cuatro años en Edimburgo, a partir de la cual empezaba la locura, según palabras del bueno de Koldo.

Sin embargo, febrero tan sólo desperezaba...

Algunas veces, escribir estas líneas, volcar sobre el blanco de la pantalla mis recuerdos, provoca dolor. Más que dolor, digamos ansiedad, duda, incluso un sentimiento de culpa anticipada. ¿Qué decir, qué callar? ¿Hasta dónde relatar? ¿Quién me dio autorización para revelar ciertos secretos? ¿Cuánto tormento pudiera causar? Por eso me concedo la licencia de trastocar hechos, disfrazar personajes, manipular fechas, mudar lugares. Tan sólo espero, deseo, que estos torpes filtros amortigüen el golpe si alguno de los protagonistas salta del folio luminoso a la vida real.

Aquel febrero...

Una sensación de caída al vacío hace que abra los ojos. Trato de reponerme del sobresalto. Estiro  los brazos, bostezando de forma ruidosa. La fina manta resbala hasta el suelo. Me incorporo despacio, quedando sentado en el sofá de cuero. Frente a mí, el plasma del televisor exhibe un concurso de dardos; en una de las esquinas superiores, el símbolo de volumen apagado. Stevie no se encuentra en casa.

Suena el móvil, que descansa sobre la mesita de café. Se desplaza, despacio, haciendo vibrar el cristal de la superficie. Lo cojo de manera automática, sin comprobar la pantalla, todavía bajo el sopor del sueño.

̶  Hola Jorge.
Reconozco de inmediato la voz. No es necesario que se presente. Pertenece a una persona cercana, a su vez tan lejana. Una voz del pasado. Un fantasma que acude a visitar al jefe. Mas yo no soy jefe. No soy nada. Sin embargo me telefonea a mí. Acude a mi persona antes que a sus padres, hermanos, amigos, pareja. No soy nadie. Lo soy todo en ese instante.

Es una llamada incómoda. Una de esas que nunca deseas recibir, ni emitir. A su vez es grata. Me hace sentir mal y bien al mismo tiempo. Es una llamada extraña. Una persona, a quien has querido, a la cual sigues estimando, se acuerda de ti en la distancia. Alguien que ha sufrido un trauma, una experiencia nefasta. Alguien que ha conocido el horror de primera mano. Un terror anónimo. Una locura sin firma. Su voz llega, de forma milagrosa, desde un universo paralelo, desde el otro lado del túnel. Una llamada del más acá. Adivinas lágrimas ya enjugadas. Intuyes el pánico del momento, el pavor a sucumbir a la obscuridad, el desamparo en soledad. Darías tu alma por haber podido estar allí. Abrazando, dando consuelo, siendo escudo y lanza. Defendiendo, quizás peleando. Tal vez, incluso matando.

La impotencia te oprime, agarrota tu mano que oprime el teléfono haciéndolo crujir. Sin embargo, no permites que la rabia contagie tu ánimo. Debes silenciar tus pensamientos inmediatos, candentes, peligrosos, temerarios. Debes escuchar esa voz afligida, temerosa, valiente. Esa voz que a punto estuvo de no ser.

Las mejores historias son aquellas que no se pueden contar. Tan sólo puedes mostrarlas de refilón. Su recuerdo trae pena, su relato esconde angustia bajo las teclas. Sufro viendo unas imágenes que nunca observé. Me siento culpable al destapar un malestar ya olvidado.

̶  Cuando todo acabó, al dejar aquello atrás, y en la seguridad del hogar, me acordé de ti. Fuiste la primera persona que asomó a mi mente. No me preguntes el porqué.
̶  ¿De mí? Pero…
̶  Gracias por estar ahí, Jorge
Colgó y el silencio se hizo atronador. Delante de mí, un obeso lanzador de dardos apuntaba a la diana, concentrado, con un ojo entornado, asomando la punta de su lengua entre los labios.
La vida continuaba sin inmutarse, ajena al horror, ignorante de la aflicción.

Las mejores historias son aquellas que no se pueden contar.