lunes, 25 de febrero de 2019

F105 - Una Gran Familia (febrero 2005)


Una semana después de comenzar el curso de Turismo recibí una llamada de teléfono. El na-na-na de Kylie Minogue surgió del pequeño Nokia azul, interrumpiendo mi concentración clavada en aquel concurso televisivo de números y letras, Countdown.  Se trataba de La Llamada. La había estado esperando con ansia, temeroso de que nunca llegara. Por fin la fortuna me sonreía. Al fin quien maneja el tinglado se apiadaba de mí. Escuchó mis plegarias, ruegos y algún que otro grito, y acabó compadeciéndose de esta humilde criatura. Dios aprieta, pero no ahoga. Dicen los que saben de asuntos celestiales, o lo suponen, o se lo inventan.

Encontré trabajo.

Una amable señorita llamó para comunicarme que había pasado con éxito el proceso de selección, al que asistí unos diez días antes. Superé mi cuarta entrevista laboral en Edimburgo. La quinta, si tenemos en cuenta que sufrí dos de ellas para mi primer puesto de trabajo, en aquella cocina, de aquel gimnasio, donde conocí a John, a Jenny, a una tal Kelly, al bueno de Paul… y a muchos otros personajes que aún visitan mis sueños, cual fantasmas benévolos.

Fue un proceso duro. A la entrevista personal se le añadió un par de Observaciones Grupales, como ellos las denominaban. Reuniones en las cuales todos los candidatos quedábamos divididos en grupos de cuatro personas y éramos sometidos a diversos juegos, pruebas, adivinanzas y demás parafernalia selectiva. Algo muy anglosajón, muy yanqui. Todo ello bajo los objetivos de varias cámaras visibles colocadas en el falso techo. Aquello parecía la nueva temporada de Gran Hermano, pero sin el edredoning. Imagino  tras los monitores, agazapado, un equipo de especialistas, con sus camisas blancas y corbatas impecables, sus tarjetas identificadoras colgadas del cuello, encargados de analizar personalidades, e identificar entre los candidatos el prototipo correspondiente con alguno de los perfiles que salían en sus libros de Management: el líder, la pensadora, el escaqueado, la payasa de la clase, el listillo de turno, la perfeccionista, el manitas, la chapucera, el que se aburre tras dos minutos de concentración, la sindicalista, el pelota… Apurados, los encargados de turno, observando el comportamiento individual y grupal de sus cobayas bípedas. Rellenando organigramas y dibujando esquemas; tiqueando casillas y más casillas, mientras mordisquean su emparedado de queso con cebolla, y dan sorbitos a su lata de Irn-Bru.  Decidiendo nuestro puesto concreto de trabajo, nuestro futuro inmediato, nuestra vida. Tal vez echándose unas risas, comentando el último chascarrillo sobre fulanito o menganita, sin quitar ojo de las pantallas, mirando los diversos grupúsculos de candidatos, sin ver a las personas.

Superé las pruebas con nota, matrícula de honor, vítores y ovación de aplausos, y salida a hombros. Llegué a lo más alto de la cúspide. Conseguí el trabajo de mi vida, con el cual había soñado desde la más tierna infancia, el curro para el que nací y para el cual me preparé desde que iba a parvulitos, con las monjas de mi pueblo: “A ver Jorge: la r con la e: re; la p con la o: po; la n con la e: ne; la d con la o y con la r : dor. Ahora todo junto: re-po-ne-dor. Muy bien, Jorgito, así se hace”, me animaba Sor Escolástica. 

¡Nasío pa´reponé!, sería mi nuevo mantra vital.

Reponedor en un mega-hiper-supermercado gigantesco, de apertura al público infinita y más allá: veinticuatro horas al día, siete días a la semana. Estos herejes no respetan el Sagrado Sabatt, ni el Domingo del Señor, ni el Lunes de Resaca, pensé. Lo que ellos denominan: tuentifor-sefen, dicho así de carrerilla, todo seguido, para darse importancia. Tras comunicarnos tal horario titánico, le exclamé al responsable: “¡uf, yo tal vez necesite alguna horilla de reposo eh!”. Mas el tipo trajeado me miró confundido, sonrió sin sonreír y siguió con su perorata. Yo creo que no entendió la broma. Estos anglos poseen un sentido del humor peculiar, extraño, si les sacas de él no pillan ni una.

Allí nos encontrábamos, de pie, en círculo, los afortunados que habíamos recibido La Llamada. Era el llamado Induction Day, una toma de contacto con compañeros, jefes y resto de personal, un tanteo del terreno físico y la omnipresente explicación de las normas de emergencia y seguridad. En el centro de aquella circunferencia humana: él. Nuestro jefazo. El líder por excelencia. El Comandante en Jefe.

Al finalizar su exposición, nos miró uno a uno y dijo:
̶  Welcome to our Family! Welcome to Tesda!  ̶  y, sin pizca de pudor, añadió: Ahora formáis parte del mejor supermercado de todo el Reino Unido.

Todos comenzaron a aplaudir y a emitir ruiditos guturales de euforia: yeaahh!, eeeh haaa! wow! Aquello parecía una película hollywoodiense de bajo presupuesto, donde los estadounidenses impedían la Madre de Todas las Catástrofes, en el último segundo, logrando salvar al resto de la Humanidad, ellos solitos, una vez más.

Aquel grupo de extraños aplaudía y sus miembros de diferente sexo, edad, raza y condición, entusiasmados, se abrazaban a su manera (torpes enlaces a medio camino, sin apenas rozarse), en un estado de éxtasis pseudoreligioso.

Todos aplaudieron.
Yo me eché a temblar.

Formamos un gran equipo: vosotros, vuestros supervisores, los managers y yo mismo, había dicho aquel señor tan risueño y optimista. Todos somos iguales, aunque ocupemos diferentes cargos o posiciones. Todos somos colegas. Añadió, mas yo tenía la ligera sospecha de que aquel tipo de traje caro y sonrisa Profidén, quien trataba de vendernos una Caddy de 49 C.C. de cuarta o quinta mano (eso sí, trucada a 75 C.C.) cobraría un salario diez veces el nuestro, tomaría durante sus breaks café directamente importado de Colombia, en su vasto despacho  ̶  cuero negro, madera noble y grandes ventanales  ̶   y no levantaría, en toda la jornada, un peso superior a los ciento cincuenta gramos de su calculadora electrónica. O, quizás, yo acudía demasiado a las salas de cine.

Su discurso fue claro, locuaz, positivo, animoso y embriagador. Este tipo es caballo ganador, pensé. Sabe hablar, mirar, convencer. Este sujeto sería capaz de vender radiadores, en agosto, en pleno Madrid, si conociera nuestro idioma. 

Es curioso lo  de aprender un lenguaje. Sobre todo la forma de comprenderlo. A veces entiendes el mensaje que te envían, aunque no comprendas todas las palabras que lo componen. En aquella reunión de bienvenida aprendí una nueva palabra en inglés. No necesité buscarla en mi libro gordo de petete, English-Spanish, más adelante. El contexto, los gestos de nuestro anfitrión, su entusiasmo, su mirada de encantador de serpientes, obraron el milagro. Aquella nueva palabra, repetida en varias ocasiones a lo largo de su soliloquio, fue: strive.

No necesité conocer su etimología, ni su significado concreto, para adivinar lo que aquel sonriente y trajeado señor solicitaba de nosotros, en cuanto a nuestra futura actitud como trabajadores en aquella empresa, como miembros de aquella gran familia. Como protagonistas de aquella infame frasecita: “Todos somos iguales, todos formamos un equipo”. El mensaje llegó claro y conciso a mi aparato receptor: “Chicos y chicas, a partir de hoy debéis dejaros la piel por esta Compañía”.

Y yo, Jorge Ariz, junto con el resto de iniciados, respondí mentalmente, con sonrisa tontuna y mirada perdida: ¡sí, mi amo y señor! ¡a vos me entrego!

miércoles, 20 de febrero de 2019

F104 - ¡Va por ustedes! (20 febrero 2019)


La pinta de Guinness está fría. Así la prefiero, denominada Extra Cold, más agradable a su paso por la lengua, el paladar y la garganta. Fría y negra, como noche invernal allá en la bella y misteriosa Edimburgo. Fría, negra y coronada por un dedo de blanquecina espuma, pálida corona que alivia el amargo sabor, logrando una mezcla suave y agradable al cielo de la boca, un bálsamo para el alma, un revulsivo para el corazón.

Hoy es veinte de febrero. Otro que tacho del almanaque. Ojalá alcance muchos más. Cierro mis cansados ojos, tras horas de lectura de The Penguin Book of Scottish Short Stories (J.F. Hendry)  ̶  obsequio de despedida por parte  de mis queridos John y Jenny  ̶  bebo un pequeño sorbo, agarrando el alto vaso con ambas manos, concentrado en el gesto, como cuando siendo crío pedía un vaso de agua fresca en el cercano bar, junto a la plazoleta donde jugaba con los amigos, buscando aliviar la sed provocada por tanta carrera tras el balón de cuero, de reglamento lo llamábamos con orgullo, enfundado con la merengue camiseta, 9 a la espalda, como un enclenque, y rubio, Santillana, con gotas de sudor recorriendo mi pequeño encendido rostro, aún ingenuo, inocente y puro; con cuidado, centrado en la tarea, tratando de no derramar ni una gota del refrigerio que casi rebosaba el borde, ante la sonrisa amable y tierna de la señora Charo, dueña del establecimiento, la cual nos trataba como una madre.

Vuelvo a dar otro pequeño trago, mantengo los párpados y los oídos sellados. ¡Va por ustedes!, tal como diría el amigo Steban, allí abajo, en su añorada Sevilla. Va por ustedes, repito en un susurro. Un nudo en la garganta dificulta el paso de la cerveza. No deseo abrir los ojos, no quiero mostrar mis lágrimas, todavía anónimas. No quiero contemplar el careto del camarero, tan español, tan incongruente con mis pensamientos, con el sabor del líquido negro. Black gold, que lo apodarían los siniestros personajes de Irvine Welsh, eternos perdedores con nada más que perder. Fantasmas andantes, por su querido, asimismo repudiado, y peligroso barrio de Leith, territorio de los católicos Hibs. Oro negro, el veneno más suave en su larga lista de vicios y toxinas. Por siempre yonquis, delincuentes, almas perdidas, forever Skagboys, los chicos del caballo. Los esclavos de la heroína. La cara fea de una ciudad escaparate. La bella y la bestia, juntos, inseparables, indivisibles. La vida misma.

Me niego a abrir los ojos, los oídos, la mente, a este aburrido y predecible presente. Huyo de la mera idea de vislumbrar el estúpido concurso que muestran en la media docena de televisores, última generación,  que abarrotan las paredes. No quiero escuchar la salsa, el merengue, el reggeaton, o lo que demonios sea esa empalagosa melodía, acompañada de insoportables voces, que derrama almíbar a través de los bafles, desde las esquinas del techo de este infame tugurio, que tiene la osadía de autocalificarse como Pub Irlandés. ¡Un carajo, pub irlandés! Deberían prohibirles tal denominación, reventarles los grifos de caña, hacer rodar por una ladera sus barriles de cerveza. Ahorcarlos en la plaza pública al amanecer, como hacían hace doscientos años con los criminales (asesinos, brujas, ladrones de cadáveres) frente al edimburgués pub The Last Drop, en pleno Grassmarket. Menuda infamia,  servir Guinness en este cuchitril, mezcla de casino, discoteca latina y taberna de barrio. Tan sólo hubiera faltado que me ofrecieran unas aceitunas para acompañar la oscura birra.

Bebo y bebo y vuelvo a beber, como los malditos peces en el revuelto río navideño, de papel de aluminio. ¡Va por ustedes!, claro que sí. Va por ti, mi entrañable y pícaro John, hermano mío. Va por ti, Jennifer, corazón inmenso. Var por todos ellos, nombres ficticios o reales que atestan una interminable lista, grabada a fuego en mi memoria y que cada noche puebla los recovecos de mis sueños.

Va por ti, Koldo, mi irreductible vasco-navarro, el rey del reciclaje, futuro Lehendakari. Va por Cristina, ambición, tesón y un corazoncito que no conseguía ocultar del todo, Marta, su dulzura gallega y bondad, Luna, su frescura y su risa sensual; Erika, mi amor vikingo, kiwie e imposible;  Sally ,mi dulce Sally, Tobbie, mi payaso favorito, carcajadas compartidas,  Juliette, romance, sueño, manta y Titanic; Esmeralda, su coraje, su hambre de vida, Marina,  lo que no pudo ser y el trenecito de juguete; David, eterno David, Bea, mamá incansable a jornada completa, apoyo y cariño sinceros; Álvaro, risas, carreteras secundarias, forito blanco; Lailai, exótica, tímida y risueña, Rachel, mi querida Rachel, su sonrisa ladeada, diente mellado, y su risotada de muchacho. Clara, su simétrico rostro, ojos de gata, sexy y parlanchina, en su universo paralelo con aroma a Chanel; Hans, hola mi amigo,  descansa, mein freund, descansa. Vera, simpatía y lealtad a raudales, amistad sincera y duradera. Va por todos ellos y tantos más, vivientes, finados, o imaginarios, que cambiaron por siempre mi vida. Abrieron mi pueblerina mente, me descubrieron mundos paralelos, pecaminosos placeres,  me mostraron qué había más allá del pequeño pueblo, más allá de la modesta región norteña. Colmaron mi corazón con su cariño, vivencias, apoyo y compañía.

Veinte de febrero, indeleble efemérides en mi invisible calendario interno. Tatuada a fuego en el reverso del alma. Diecisiete años ya, desde aquella mágica fecha capicúa 20/02/2002, cuando subí a aquel enorme avión blanco, con la maleta abarrotada de ropas, sueños, viandas del terruño, y algún kilo de miedo, que burló mi vigía y se coló adentro.

Veinte de febrero, el cumple de la nena, de mi bichito, que ya no es tan nena. Veintiún inviernos, ese especial aniversario por aquellas verdes tierras (veo ahí mismo a Vicky, preciosa, exultante, irradiando entusiasmo con su vestidito de Princesa de cuento rosa, en la vieja Inglaterra). Felicidades, cariño, ojalá halles tu propio sueño, tu camino, tu particular mágica y hermosa Escocia.

Y va por ti, como no, Lucía, también cumpleañera. Mil besos, mil gracias por aquella electrónica carta, tus animosas y consoladoras palabras, tus buenos deseos y por las risas compartidas, ante heladas Heinecken  en verde botella (con colorada servilleta de papel rodeando el gollete), entre las paredes del piso superior del unediano Bar Parlamento, y por aquel cálido y último abrazo, frente al café Junco, o quizás fue junto al bar Dominó, en vísperas de la capicúa fecha, del viaje vespertino a bordo del autobús VIP (cuero, azafata, prensa y café con pasiegos) a la capital del Reino (Madrid, la de la canción de Sabina, la de mi equipo de infancia),  en vísperas del emocionante vuelo a aquel, por entonces para mí, lejano, romántico e incluso exótico país. 

¡Va por ustedes, queridos lectores!




¡Va por ti, mi Bonnie Scotland!

lunes, 18 de febrero de 2019

F103 - A Big Red Bus (III) (2005)


En otras ocasiones, el heroísmo queda a un lado, tirado de cualquier manera, como una camisa arrugada sobre la colcha. Lo que una vez fue coraje ciego y maravilloso, rozando la imprudencia, incluso la estupidez, queda convertido en parálisis, miedo, rabia y vergüenza. Te escondes, cohibido, tras las cortinas del razonamiento, de la sensatez, de tu propia supervivencia: era una locura hacerle frente; no existía necesidad; para qué complicarse uno la vida; él no tenía qué perder; viviré mañana; viviré un día más.

Sin embargo, cuando la penumbra rodea tu lecho, el fantasma de tu propia cobardía te acecha, camuflado de vigilia, corroe tu sueño, te recuerda tu infame espantada. Entonces miras al techo, y deseas con toda tu alma que el destino te brinde una segunda oportunidad en la que puedas resarcirte, vengarte, humillar, castigar, lapidar, cualquier cosa en lugar de salir corriendo. Revives la experiencia, una y otra vez. Una repetición infinita de la jugada polémica. Una moviola a cámara lenta. Diferentes pensamientos incansables, golpean tu cerebro: debía haber contestado esto; debí haberle hecho frente, gritarle, empujarle, golpearle. Al menos, amenazarle, advertirle, denunciarle.

No haber calzado botas de guerrero, ni guantes castigadores de cuero negro, causa en ti cierta zozobra, vergüenza retrospectiva, y asimismo te alegra saber que tan sólo sueñas despierto. Siendo consciente de tu propio auto-engaño, de un deseo que tan sólo es un brumoso y utópico ojalá suceda de nuevo, sabiendo, en el fondo, que volverías a actuar con idéntica prudencia, sensatez, o simple cobardía.

Al menos, ruegas, que tal vivencia se evapore para siempre del pozo de tu memoria. No sucedió; yo no fui protagonista; no estuve aquel día en dicho autobús; usted se confunde; no era yo; quizás alguien con similares rasgos y forma de vestir. Aquella mañana guardé cama, enfermo, febril, adormilado; La pereza me pudo y quedé en casa.

Supongo que todos aprendemos de nuestros errores. La vida es un larguísimo – o no tanto  ̶  ejercicio de ensayo y error. La “experiencia” vas ganándola a pulso, a base de acumular unos poquitos éxitos y un remolque lleno, hasta las cartolas, de fallos.

Con el tiempo aprendí a meter más la nariz entre las páginas del libro, a cerrar una invisible compuerta sobre mis oídos, a levantar la vista tan sólo para admirar el paisaje, comprobar que no me había saltado una, o tres paradas debido al exceso de inmersión en la historia contada (en una ocasión, el argumento de una novela, de Joël Dicker, me llevó hasta el final de la ruta del bus 33, unas ocho o diez paradas más allá de la que me correspondía).

Sin embargo, no siempre la voluntad propia, el azar o el destino juntan filas en tu bando. Alguna que otra vez una chinita de mala fortuna se cuela en el interior de tu zapatilla deportiva último modelo, arruinándote la carrera.

Es un sábado cualquiera. Un día seco, frío y luminoso. Me levanto tarde de la cama. La pereza se alió con el cansancio acumulado durante toda la semana. Encaro mi rutina habitual para los días ociosos. La soledad a veces es muy zorra y muerde dejando la marca de sus dientes, pero la mayor parte del tiempo proporciona una libertad inconmensurable, un estado mental limpio, sosegado, carente de estrés. Realizas esto o aquello, planeas lo de más allá. No debes explicaciones, justificaciones, ruegos ni agradecimientos a nadie. Absolutamente a nadie.

Mi rutina: tomar el bus número 22, tras descender a paso tranquilo una pronunciada cuesta hasta la carretera en la parte de atrás de mi casa (corrían los tiempos cuando residía en Broomhouse, con el bueno de Freddie). Apearme en Princess Street y pasear, a través de North and South Bridges, hasta alcanzar uno de mis Cafés favoritos, donde desayunar tranquilo, sito en Nicholson Street.

Algo cambió dicha rutina, modificando el inmediato destino. 

Tengo más hambre de lo habitual. La ensalada nocturna no cumplió su cometido. Decido acercarme a la tiendecita de la esquina, junto a la otra carretera que lleva a la ciudad. Compraré una muffin de chocolate, o algo por el estilo. Ya vale de tanta dieta, que será buena para el cuerpo pero destroza el alma. La comeré mientras espero al bus número 3, o al 33, o incluso al 35. Todos sirven para mi objetivo de ocio matutino.

Apenas barro las últimas migajas caídas sobre mi cazadora, aparece el 35.
El destino queda fijado. El del autobús, y el mío propio.

Me acomodo en el piso superior, hacia la mitad, junto a la ventanilla. La idea de viajar “sin conductor” continúa entusiasmándome, como a una niña pequeña subir a lomos de un unicornio rosa en el tiovivo. De acuerdo, quizás un poco menos.

Salto de cabeza, sumergiéndome en las profundas aguas negras del lago de mi nueva novela. Narra una historia, donde coinciden personajes de otra que antaño devoré con pasión. Son críos, viviendo aventuras, sudando pesadillas, aborreciendo payasos, fingiendo valentía. Es Stephen King en estado puro. El viejo King y su peculiar micro-cosmos. Los mocetes atareados, juegan a construir una presa en un riachuelo. Oigo sus chanzas y sus sanas risotadas. Contemplo sus rostros aniñados, sudorosos. Uno con gruesas lentes  ̶  sujetas con goma elástica  ̶  otro flaco, espigado y blanquecino, un tercero fuerte, de mirada decidida; el último de la cuadrilla, regordete, pecoso, pudoroso de mostrar sus pantalones cortos empapados, pegados a su entrepierna.

Oigo el ruido que el torrente produce.

Escucho la pequeña cascada, que desborda con timidez la incompleta y precaria presa infantil. Es un minúsculo chorreo, continuo e imparable.

Logro incluso olerlo.

Este Stephen King es la leche. Pienso. El tipo es un monstruo narrativo. Capaz de lo imposible: que los malos olores, y los ruidos, traspasen los límites de la ficción a la realidad.Huele fuerte. Como a amoniaco. A medicina tal vez. O quizás a lejía caducada, si es que ésta llega a caducar.

Ese sonido, tan real.
Ese hedor, tan vívido.

No, Jorge, no lo hagas. Por favor, te lo ruego, no lo hagas. Me digo, me suplico. Mas la curiosidad humana es poderosa, insaciable, a menudo ingobernable. La muy perra ha pasado por la quilla a miles de gatos. Y los que todavía caerán.

No logro vencerla. Abandono la lectura. Giro el cuello hacia atrás, temeroso de convertirme en estatua de sal. Hay un tipo dos o tres filas más allá. Nadie más en todo el segundo piso. Tiene mala pinta. Tiene la peor pinta posible. Se encuentra semi-sentado, casi tumbado. Despatarrado sobre su asiento. De medio lado. 

El acuoso ruido continúa. La pestilencia todo lo embarga.

Sin poder evitarlo me fijo en su postura, en su gesto adormilado, en sus brazos delgados, desnudos, todo piel, venas y nervios, caídos sobre su regazo, o entrepierna. Invisible entrepierna, debido a los asientos anteriores. Doy gracias, a todos los dioses, por esos vacíos sillones.

El chorro amarillento no escapa a la vista. Golpea, cual cascada enferma, el suelo del vehículo.

Me levanto indignado, anonadado, abrumado, y todo lo que indique sorpresa y enfado, con terminación –ado. Guardo el libro en mi pequeña mochila y antes de encarar las escaleras  ̶  que conducen al piso inferior, a la salida, al aire puro y fresco de la calle, cualquiera que fuera la parada  ̶  le digo:

̶  That´s just disgusting, man!  ̶  qué ascazo, tío.

Bajo los pocos escalones sin mirar en su dirección, pero lo veo. No miro, mas observo que el chaval se incorpora, tambaleante. Shite!, pienso en lengua escocesa.

Alguien más solicitó parada, desde el piso inferior. Tres personas hacen cola junto a la puerta delantera, junto a la portezuela del conductor, esperando a que éste detenga por completo el vehículo y abra. 

La puerta se abre, con sonido neumático.
Una mujer desciende.
¡Vamos, vamos!, pienso, intranquilo.
Se apea el segundo pasajero, con un educado cheers, driver!, como es usual por estos lares.
Quedamos dos en la fila. El chofer a lo suyo, mirando hacia adelante.

El tipo me alcanza antes de que el viajero, que me precede, baje a la acera.

̶  Wot did yi sei to me?  ̶  me pregunta, con inconfundible acento escocés, de calle, de barrio bajo, de gueto.

Le miro a los ojos. Las palabras no alcanzan mis labios. El cerebro las retiene, pasándoles un control de aduana portuaria. Mi corazón sube y sube, de revoluciones por minuto. 

̶  Wot did yi sei to me?  ̶  repite, con idéntica pose. Idéntica dicción.

No consigo apartar la vista de su mirada. Me mira sin verme. Mira a través de mí. Como esos soldados que regresan del frente portando esa “mirada de las mil yardas”. Un yonqui en eterna guerra con el caballo. Sus ojos turbios, borrosos, de vidrio translúcido; sus párpados a media asta; viste un chándal gris, un par de lamparones en la pechera; los pantalones algo caídos; un par de zapatillas de marca, blancas, impecables, novísimas, completan, incongruentes, su uniforme. Su mano derecha cobijada en el interior del bolsillo de la sudadera.

Su mano derecha nunca abandonó su escondrijo.

Agujas infectadas, sucias jeringuillas, relucientes navajas desfilan por la antesala de mi imaginación. Sida, infección, herida, sangre, ambulancia, hospital.

Angustia. Miedo. Mareo.

El zombi repite su pregunta, por tercera vez. Miro de soslayo al autobusero, buscando un apoyo que sé improbable, más bien imposible.

Emulo a San Pedro negando tres veces. Las dos primeras lo hice en silencio. La tercera con una sola palabra. Siete letras.

̶  Nothing  ̶  digo, odiándome por ello al instante. Odiando todas y cada una de esas malditas siete letras.

Miro de nuevo al driver. Sus ojos no observaron nada, sus oídos no escucharon nada, sus malditas y omnipresentes cámaras de circuito cerrado no grabaron nada. Miro al suelo, al escalón, a la acera.

La puerta cierra tras de mí. El viento fresco acaricia mi cara. Miro por encima del hombro. Allá está aquel muerto viviente, con la frente apoyada sobre el cristal. Allá se halla mi fantasma particular. Mira a través de la ventana, en mi dirección. Mira pero no ve. Tan sólo contempla, presiente, prevé, adivina su miserable vida y su perro destino, mil yardas a mi través.