viernes, 1 de febrero de 2019

F 99 - La noche me confunde (I) (2005)


Ignoro a ciencia cierta la fecha exacta en que acontecieron estas anécdotas. La presente y la venidera. Pudo ser aquel tan recordado año, pudo ser antes o quizás mucho después. Tan sólo llegan a mi recuerdo sensaciones, personas desconocidas, palabras, ruidos y lugares.

No siempre fui aquel chico guiri, de aspecto joven, con carita de niño bueno que le abría las puertas por doquier. Tuve mis días, más bien noches, de locura, jolgorio, aventura y estupidez. De alcohol a raudales, oscuridad, extraños y ambigüedades. De confusión, embriaguez, desorientación e ingravidez. Noches de farra. Noches de vergüenza. Noches de vida y supervivencia.

Llegó la hora de la retirada, de regresar al calor del hogar, de posar el último vaso vacío sobre la barra, recorrer las frías calles, apagar la luz de la luna, desear buenas noches a las estrellas, buscar el refugio de mi solitario y angosto lecho.

Camino despacio por las estrechas sendas del parque de los Meadows, el pulmón verde de Edimburgo. Pasadas ya las tres de la madrugada. El cartón que contiene la pizza hawaiana calienta mis manos, sobre él una lata fría de Irn Bru  ̶  refresco con burbujitas, anaranjado y dulce, remedio contra la venidera resaca, bebida nacional escocesa, tras el whisky y la cerveza ̶  la negra cazadora de cuero, todo cremalleras, sobre la fina camiseta roquera, apenas logra caldear mi cuerpo, las botas militares negras, algo más exitosas protegen mis agotados pies.

La naturaleza clama mi nombre con cabezona insistencia. No aguanto más. Voy a reventar.  Demasiada cerveza. En mi cabeza resuena el estribillo de uno de los cantos de aquellas locas bandas de mi adolescencia: y me echo a reír, y sale de mí una agüita amarilla, mi agüita amarilla, cálida y tibia. Me aparto del caminito de grava, fuera del alcance de las farolas. Sin testigos, no hay crimen, pienso divertido. Los imponentes árboles no son un buen objetivo, pues bordean el sendero. Me adentro en la penumbra de los vastos campos de césped, escenarios de juegos, descansos y tomas de sol en lo más cálido del verano.

Oscuridad cerrada a mi alrededor. Pitch black, que dicen por estos lares.  Sujeto la caja de pizza con la mano izquierda, la lata de refresco sobre ella, haciendo malabares mientras con la diestra trato de liberar de su jaula al canario, para cambiarle el agua. Malditos botones en los vaqueros, dónde quedaron las cremalleras. Manteniendo el equilibrio, como si estuviera realizando una prueba de alcoholemia ante un policía de carretera texano, con malas pulgas y poca paciencia. Todo un reto, no se crean. 

Oigo gritos.

Unos tipos chillan, desde la senda iluminada. Alaridos salen de sus bocas, borrachos o posesos. Dicen improperios. Me realizan preguntas, de malos modos: quién, qué, dónde, por qué. No logro comprender todo lo que mentan. Jóvenes locales, por su acento.

Yo soy el receptor de su histeria.

Una terrible incomodidad me impregna. Vergüenza, temor, cierto miedo físico, ancestral y mundano. Todo ello activa mi modo de supervivencia, siempre a punto de caramelo cuando la vida te ha acostumbrado a cazar en solitario. La adrenalina a punto de reventar mis venas. Y para colmo, no echo ni gota. Van a darme una paliza, pienso contemplando el vaso no ya medio vacío, sino con un dedo de líquido, de cerveza, supongo. Me van a patear la cabeza, entre todos, creyéndome un asaltador de caminos moderno, un violador de jovencitas, un cazador furtivo de grillos, un majara observador de la vía láctea. O aún peor, a la inversa, me atracarán, violarán, me cazarán con sus arcos y flechas. Me dejarán viendo estrellas.

(Meses más tarde, leería en el Evening News of Edinburgh que se dieron un par de casos de violación de hombres jóvenes… en ese exacto lugar).

Extraigo valor de donde no lo hay. Me meto en el papel de macarrilla de barrio conflictivo, de asiduo practicante de Taekwondo en el gimnasio Katana, curtido en mil y una trifulcas callejeras, un rol que nunca practiqué. Un órdago a la grande, con dos caballos y una sota. “Vamos Jorge, saca provecho de lo leído en tus libros, lo observado en tu bagaje de juergas nocturnas, lo visto en cientos de películas”, me digo, tratando de insuflarme valor.

Un berrido salió del centro de mi alma. En su dirección.

Lancé insultos a pleno pulmón. Lo primero que pasó por mi atolondrada cabeza. Imposté el tono más duro y quinqui del que fui capaz, cual ned de Niddrie  ̶  éste sí que es un barrio conflictivo  ̶  asqueado de su miserable vida, sin miedo a perder nada.

̶  Go to Hell! It´s not your fucking business! ̶  que, en lengua cervantina, viene a significar: ¡Iros a tomar por saco, esto no os importa un carajo! Mas subido un nivel en lenguaje marginal.

Quedaron atónitos, observando esa sombra fantasmal. Ese personaje extraño con acento guiri pero soez y virulento. Se miraron entre ellos, confusos, dubitativos e indecisos. Bajo aquel foco anaranjado, personajes de teatro de calle. Intercambiaron frases cuyo significado me robó el viento. Sus camisas blancas y ligeras  ̶  les hacen duros desde la cuna, para soportar el frío ̶  relucen bajo los faroles. Deciden lanzar un par de amenazas, sin chillidos ni aspavientos,… y se marchan. Veo alejarse sus espaldas, sus nucas rapadas. Se llevan consigo mi otro potencial y aciago destino, lleno de empujones, puñetazos, sangre y patadas. Se llevan consigo sus insultantes voces, provocaciones, amenazas y cobardes bravuconadas. Su miseria, ignorancia y borreguismo.

Me giro de espaldas. Un ligero temblor recorre mi columna. Elevo mi rostro al cielo,  con ojos húmedos, lanzo un beso dándole gracias a ella. Mi particular ángel de la guarda.  Siempre allá arriba, vigilante y protectora. Campanilla en mano, clinc clinc clinc, enseñando a leer y escribir a sus niños, que eternamente tendrán seis años, mas sin dejar de velar por mí aquí abajo.


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