Abro la vieja caja de zapatos. En
realidad, en su día contuvo un par de zapatillas deportivas. De esos modelos
carísimos, con inclinación de talón, cámara de aire, gel amortiguador, lengüeta
aerodinámica, suela adherente, luces de posición y de frenado. Luego te las
calzas, sales a correr y el desencanto es terrible, pues has de seguir dando
zancada tras zancada. Te cansas, sudas, quieres detenerte y pimplarte una cerveza
bien fría, o dos. Ya digo, una auténtica decepción.
Las originarias deportivas, ya desechadas,
dieron paso a otro contenido. La caja, sólida, grande, de firme cartón (¡por
ese precio, faltaría más!), aloja ahora una parte del pasado, un trozo de mi
alma, un pedacito de mi corazón.
Su interior, repleto de tarjetas de
visita, carnets de todo tipo, cartoncillos de lealtad de diferentes cafeterías
(con sus circulitos en blanco y algunos ya estampados con el sellito, que
muestra una carita con guiño, o una inicial, o un simple tick), antiguas cartas, algún que otro recorte de periódico, media
docena de fotos, un cuarto de kilo de sueños, unos mililitros de lágrimas,
kilos de felicidad.
Revuelvo entre las numerosas
tarjetas y carnés. Los paso entre mis dedos, soltando un rápido vistazo a su
anverso, como cuando de críos mostrábamos nuestros cromos repes, del Álbum Liga de Fútbol Española 1980/81,
y el amiguito de turno, o compañero, con ojo de halcón seguía el rápido
movimiento, cantando de seguidillo sí le
tengo, sí-le, sí-le, sí-le,… ¡No lo tengo!, haciendo gala de un infantil
leísmo autocorregido.
Mis dedos se detienen en un pequeño
carné de color blanco, unas iniciales mayúsculas en azul marino en su parte
superior SCE, y una foto a color en la esquina izquierda de arriba.
Contemplo ensimismado la
fotografía. Mi diminuto retrato. No puedo aguantar la espontánea risa. Una
carcajada sorpresiva, limpia, honesta, sin doblez. Justo todo lo contrario de
lo reflejado en aquella instantánea. Una foto-carné tomada con testigos, con
presión ambiental, sin intimidad, sin cortinas de fotomatón (donde habitúo a auto-retratarme para estos fines). Una
imagen que muestra el rostro de un chico de joven apariencia. De falsa
juventud. De piel tersa y pálida, ojos melancólicos, marrones con un punto de
oscuridad, y sinceros. Flequillo que cae, perezoso, sobre la frente. Sonrisa
fingida, forzada, falsa como la de un político negociando los presupuestos,
pero más ingenua, amateur,
inofensiva. Una sonrisa carente de maldad, hipocresía o doblez. Tan sólo
sorprendida, nerviosa, apremiada por la incómoda presencia de observadores
(fotógrafo, tutora, compañeros). El labio alto retraído, adherido a los dientes
superiores, mostrando tan sólo la mitad de los incisivos. Los dientes
inferiores cubiertos por el labio de abajo. Un aspecto caricaturesco, ridículo,
vamos.
Río en la soledad de mi cuarto. Sin
asistentes, ahora. Río libre, sin complejos. Y las risotadas me traen a la
memoria las que creí olvidadas palabras, cantarinas, en tono ascendente, de
Cristina, cuando le mostré el documento de identidad.
̶
¿Pero qué le pasó a tu boca? Hay que ver, con la bonita sonrisa que
luces, cuando quieres ̶ aduladora y, a la vez, tirando con bala, fiel
a su estilo.
Se trataba de la tarjeta identificadora
oficial del curso, que comenzaba ese mismo día. En el Stevenson College of Edinburgh. Mucho más cercano a nuestro piso
sito en Dalry Road, que el añorado Jewel Esk Valley College, allá en Portobello, junto a la playa.
¿El curso? “Módulo de Turismo, con idioma
adicional”. La experiencia vivida tras solicitar el puesto para Guía del
castillo de Craigmillar, dejó un poso
amargo y asimismo dulce, dentro de mí. Tocó la tecla equivocada, o la adecuada,
según se mire. Mordió mi orgullo, causando sangre. Susurró en mi oído la frase
ante la cual ningún riojano queda impasible: ¿A que no hay huevos…, Jorgito?
Decidido. Me convertiría en guía turístico
profesional. Recorrería los recovecos del mismísimo castillo de Edimburgo y del
Palacio de Hollyrood, explicando la
historia oculta tras aquellos centenarios muros, relatando anécdotas curiosas,
descubriendo sus misterios, todo ello marinado con graciosos y oportunos
chascarrillos, que provocarían risotadas entre el grupo de visitantes.
Realizaría mis monólogos ̶ preguntas después, por favor ̶ en un
perfecto alemán, con ligero acento bávaro, un seguro francés, un básico
japonés, y con alguna noción del lenguaje de signos. Bueno, de momento al
matricularme marqué la casilla correspondiente al italiano, como idioma
obligatorio. Sí, lo sé, muy similar al español, pero no era cuestión de
comenzar abusando o alardeando de mis dotes lingüísticas.
El aula era una sala de reuniones de tamaño
medio. En el centro, una enorme mesa ovalada, de madera oscura (y cara
apariencia), rodeada de una docena de sillas altas. ¿Aquí vamos a estudiar, o a
emular la Última Cena?, pensé con blasfema extrañeza.
La siguiente visión me sacó de dudas, bajó mi
pensamiento a la Tierra, despertó mi curiosidad al mismo tiempo que provocaba
un ligero temblor en mis rodillas: frente al lateral derecho de la mesa, se
alzaba un trípode de largas patas negras; sobre él, nos observaba, oscuro y
amenazante, el enorme objetivo de una cámara de vídeo. Una cámara de aspecto
profesional. Una cámara con la que podría filmarse Trainspotting II. Al fondo, tras ella, una enorme pantalla de
televisión con plasma. Una maravilla de la tecnología audiovisual. Un sueño,
hecho realidad, para un futbolero de sofá, bocata y birra. Un escándalo
orgásmico para una adicta a los culebrones venezolanos.
El tembleque de mis piernas se trasladó a mi
interior. ¿No irán a filmarnos en clase, así, de buenas a primeras, de sopetón,
sin avisar, a traición, sin calentar siquiera, sin anestesia?
En aquel mismo instante, fui consciente de dónde
me había metido. Yo solito. Sin retadores, sin presiones. Con ausencia de
pistola, amartillada, apuntando a la sien. Yo, Jorge Ariz, incapaz de posar
frente a un público desconocido para una mísera fotografía de carné. En pocas
semanas me veré aquí, rodeado de espabilados jovencitos, que irradian inteligencia,
frescura, belleza… y fotogenia. Aquí, en pie, folio en mano, powerpoint a la espalda, cámara al
frente, tratando de analizar, y explicar, el apresamiento, encierro, juicio y
ejecución de Mary, Queen of Scots,…
en italiano.
Recuerdo contemplar, aquel primer lunes, la fachada
del colegio. El enorme letrero con su nombre. Otra señal, pensé. Me gustan las
señales. Son cual mensajes enviados desde una realidad paralela. Pistas que nos
alcanzan nuestros seres queridos, ya ausentes (como aquel tintineo de monedas,
cual campanilla escolar, aquella señal
del cielo). O quizás sean los ángeles, los emisores de tales etéreas misivas, o
las ninfas, los duendes, alienígenas, o la señora esa, que aparece en la caja
tonta, en horario de Teletienda, con
mala leche, y amenazantes negras velas.
Otra señal, pensé. El primer libro que jamás
leí en inglés (con la historia reducida, simplificada para principiantes
estudiantes), unos meses antes de mi aventura escocesa, allá por el dos mil dos,
alumno ya de aquella academia de idiomas, sita en la logroñesa y peatonal Calvo Sotelo, bajo las enseñanzas y los
sabios consejos de aquella profesora guiri,
que nos forzaba a parlotear durante todo el rato en la lengua de Churchill. Mi
primera novela en tal idioma, elegida al azar, más guiado mi ojo elector por el
numerito colorado, que indicaba el nivel de aprendizaje (3), que por título,
autor o género.
Mi primera anglicana historia. La isla del tesoro, por Robert Louis Stevenson (Edimburgo, 1850 –
Samoa, 1894).
Y aquí me hallo, frente al Stevenson College of Edinburgh, construido
en honor al hijo predilecto, en busca de mi propio tesoro. Ese tesoro oculto,
enterrado, olvidado. Ese tesoro desconocido.
¿Acaso otra Señal del Cielo?
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