No recuerdo qué día de la semana
transcurría. Pudo ser cualquiera, viernes, sábado, martes. Las calles de esta
mágica ciudad se ven abarrotadas de gente cada noche, sobre todo por las zonas
de copas. Es un lugar de encuentro, Edimburgo, donde se juntan turistas,
locales, viajeros, mochileros, vividores y algún que otro trabajador en su rato
de ocio. Se toman muy en serio esto de la farra, y luego nos arrojan, ofendidos
y arrogantes, la fama a los españoles. Esos vagos con su siesta y su mañana, mañana. Lo afirman sin sonrojo
alguno, sin arrugarse, tiesos como con escoba insertada. Una ciudad, y país,
donde llamar un lunes por la mañana para alegar enfermedad y no acudir al lugar
de trabajo (debido, en realidad, a una resaca del treinta) es algo visto y
admitido con una normalidad apabullante. Pero luego nosotros, los españoles,
italianos, portugueses, griegos somos los holgazanes, fiesteros, los bebedores, los
absentes.
La zona de caza elegida, Cowgate. Justo debajo del puente de George IV, desde el cual, en otra
ocasión, un tipo ebrio arrojó un enorme cono de tráfico, golpeando en la cabeza
a una muchacha de dieciocho años, que se divertía con sus amigas, dejándola
malherida. Sin embargo, para la honra de aquel irresponsable, él mismo se
entregó en comisaría al día siguiente, al enterarse del estado de gravedad en
el que se encontraba la joven.
Salí del Opium, adonde había entrado víctima de un ataque nostálgico. Sí,
otro más. Buscando mi dosis rockera como un yonki la suya de heroína. En el
piso superior aún perduraba la música dura, heavy,
metal, alternativa, lejos del pop rancio, la música electrónica y el cansino y
empalagoso reggaeaton. Música
poderosa que me devolvía a mis orígenes, a aquellas juergas nocturnas por
Nájera, la calle Mayor de Logroño o cualquier otro pueblo cercano. Noches
tranquilas de cerveza en botellín y mesa de billar. De conciertos con humo y
hedor a alcohol y sudor. De saltos y cánticos en masa. Algún empujón, no más.
Viejos tiempos, antes de que el Chumi Baio, su Ujá y la mierda de pastillas de colores ̶ azules, verdes, rojos y amarillos, toma, toma
lacasitos ̶ que empezaron a meterse los críos, con
botellines de agua, se cargaran la noche de sana fiesta.
Pero me centro, que me lío.
Salí del Opium con la carga totalmente ladeada. La nostalgia cuando muerde
deja marca. A una pinta sigue otra. A una canción sigue la siguiente, a un
disco otro. No recuerdo el número de vasos de pinta que dejé abandonados a su
suerte, vacíos como cascarones. Sólo recuerdo la hermosura de aquellos sonidos,
aquellas chavalas alternativas, enemigas del vestidito sexy y, sin embargo, más
sensuales que ninguna.
Agradecí el frescor de la brisa.
Maldije el brillo de las farolas. Tentado estuve de regresar al calor oscuro de
la caverna. A aquel segundo piso, puerta del Ministerio del Tiempo, que
comunicaba con los roqueros ochenta.
Miro hacia la derecha, hacia la
izquierda. Ambos sentidos me resultan idénticos. No tengo ni pajolera idea de
hacia dónde debo dirigirme, con el digno propósito de regresar a mi casa. No me cabe ya la menor duda, en la cadena de
montaje olvidaron instalarme el GPS. Bueno, quizás la media docena de pintas,
por decir un número, que inundan mi estómago (sin un triste pincho de tortilla
para hacer masa. En esta tierra de herejes no se estila eso de acompañar el
bebercio con materia sólida. Sólo a posteriori. Cuando ya no existe remedio)
tuviera algo que ver.
Se me acercan dos tipos de frente.
Son enormes, auténticos armarios
roperos. Sus ropajes festivos me deslumbran, dañan mis adormilados ojos
chinescos. Tonos fosforito, acompañados de gorritos ridículos. Trato de ponerme
en guardia, por si se acercan con intenciones no tan ociosas. ¿Cómo era
aquello? ¿Pie izquierdo algo adelantado, encarar al rival de lado, brazos
separados y elevados? La teoría nunca llevada a la práctica es inútil. Añoro la
frescura de un viejo colega de la
capital riojana, que ante la duda provocativa, se deshacía de sus gruesas
lentes y arreaba un cabezazo directo a la nariz del incauto e invasivo
oponente. Tú hostia primero, luego
pregunta. Era su triste lema. Cómo no iba yo a huir de todo aquello. De aquel
chocar de cuernos. De aquella actitud, tan de Taller de Hombres. Como antes mencioné,
el que cortaba el bacalao se cargó el
buen rollito, la sana fiesta, allá en mi lejano país, en mi lejana otra vida.
Mas, por fortuna, no era el caso.
La pareja disfrazada traía buenas intenciones. Supongo que deseaba adjuntarme
para su causa. Alguna fiesta de empresa, o stag
party, que es como denominan por estos lares a nuestras despedidas de
soltero. Las de ellas, lo indico por eso de la paridad y el buen rollito (no se
rían, que no está bien) las llaman hen
party (sí, sí, nosotros los poderosos ciervos altivos con esa pedazo de cornamenta,
ellas las gallinas,… y me ahorro el
símil. Para que luego hablen del sexismo del lenguaje español).
Abandono la ridícula postura, o su
amago, ataque/defensiva, y apoyo mi mano izquierda en la pared, pues ésta tiene
clara intención de caer sobre mí. No para quieta, la jodía. La acera es bastante estrecha, espero no trastabillar y caer
a la calzada. Menudo cachondeo provocaría en la pareja carnavalesca.
Ya están frente a mí.
No sonríen demasiado. Mira que son
sosos, estando de despedida de soltero y con esos caretos. Sólo os falta la
goma, de oreja a oreja.
̶
Are you ok, Sir? ̶ dice uno de los bigardos, el más cercano. El
otro le respira a su derecha, sobre la nuca. Su tono es serio, sobrio y educado.
Nada juerguista, ni siquiera provocador, ni ofensivo.
Miro sus chalecos brillantes, esos extraños
sombreros. Malditas y estúpidas stag
parties ̶
susurro para mí ̶ chicarrones del norte como vosotros vestidos
como mamarrachos, para despedir la soltería de algún compañero. Os vais a
cargar esta maravillosa zona de asueto alcohólico, del mismo modo que vuestros afines se
cargaron la calle Laurel.
̶ Are you ok, Sir? ̶
repite su gemelo, cual papagayo de pelaje amarillo chillón. Es otro
pedazo de morlaco. ¿Qué desayuna esta gente, porridge como aquella chiguita de las Highlands?
̶ ¿Recuerda
usted la dirección donde se aloja? ̶ continúa el interrogatorio en un
inglés-escocés férreo, marcando con dureza las erres.
̶
¿Desea usted que le acerquemos en nuestro vehículo, señor?
Tanta sobriedad, educación y amabilidad por parte
de estos parranderos nocturnos comienza a mosquearme. Nadie resulta tan amable
cuando, se supone, lleva una importante dosis de veneno en vena. Nadie se
muestra tan serio en el último homenaje al amigo que pronto perderá su
soltería, libertad y cordura.
Esa seriedad me confunde. La noche y la seriedad
me confunden.
Mis aletargadas neuronas comienzan a
sujetarse, unas a otras, al igual que yo continúo haciéndolo con el rebelde
muro a mi izquierda, empeñado en sepultarme. Mis ojos realizan un esfuerzo más
allá de lo posible. ¿Necesitaré una visita a General Ópticas? Ya no estoy
seguro si ante mí posan dos o cuatro reflectantes maromos. Respiro hondo, trato
de serenarme. Me concentro. Keep talking,
you just keep talking. Musita, surrealista, en mi oído mi vieja profesora
del Jewel Esk Valley College, con su
fuerte acento de Glasgow.
Sacudo la cabeza para alejar lo absurdo. Para centrarme.
Miro y remiro a los tipos que siguen hablando con sus extrañas voces. Una ráfaga
de lucidez me azota de lleno. Contemplo, por enésima vez, a la pareja. Los
observo de abajo arriba. Botas negras relucientes e impolutas, pantalones de
faena negros, impecables. Grueso cinturón, negro también, repleto de colgantes
artilugios, envueltos en fundas o carteras de duro plástico, o quizás de cuero.
Uno de los colgantes objetos, sospechosamente similar a una porra. Los
reflectantes chalecos rígidos y abultados. Las gorras son de plato ancho… y en
la pechera, sobre el corazón, un rectángulo azul oscuro, con una palabra
sobreimpresa en blanco, en mayúsculas: POLICE.
Trago saliva. Bajo el brazo izquierdo. Miro de
soslayo, sorprendido, pues la pared ha decidido no aplastarme hoy, tal vez
mañaaaana. Adapto la posición de firmes, como lo hiciera antaño ante la figura
del temido Teniente Montes, en mis tiempos de guerra. El taconeo me lo ahorro,
no quiero parecerles un insensato.
̶ Sir, yes,
Sir! I´m fine, Sir! I know my way home! (Y no, muchas gracias por su ofrecimiento, no deseo
que ustedes me lleven a ningún sitio, en su deslumbrante coche patrulla). Esto
último, confieso, lo menciono con la boca pequeña, en español de pueblo, y al
cuello de mi punkarra camiseta, con
legendaria leyenda: God Save the Queen!
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