Una semana después de comenzar el
curso de Turismo recibí una llamada de teléfono. El na-na-na de Kylie Minogue surgió del pequeño Nokia azul, interrumpiendo
mi concentración clavada en aquel concurso televisivo de números y letras, Countdown. Se trataba de La Llamada. La había estado
esperando con ansia, temeroso de que nunca llegara. Por fin la fortuna me
sonreía. Al fin quien maneja el tinglado se apiadaba de mí. Escuchó mis
plegarias, ruegos y algún que otro grito, y acabó compadeciéndose de esta
humilde criatura. Dios aprieta, pero no ahoga. Dicen los que saben de asuntos
celestiales, o lo suponen, o se lo inventan.
Encontré trabajo.
Una amable señorita llamó para
comunicarme que había pasado con éxito el proceso de selección, al que asistí
unos diez días antes. Superé mi cuarta entrevista laboral en Edimburgo. La quinta, si tenemos en cuenta que sufrí dos
de ellas para mi primer puesto de trabajo, en aquella cocina, de aquel
gimnasio, donde conocí a John, a Jenny, a una tal Kelly, al bueno de Paul… y a muchos otros personajes
que aún visitan mis sueños, cual fantasmas benévolos.
Fue un proceso duro. A la
entrevista personal se le añadió un par de Observaciones Grupales, como ellos
las denominaban. Reuniones en las cuales todos los candidatos quedábamos
divididos en grupos de cuatro personas y éramos sometidos a diversos juegos,
pruebas, adivinanzas y demás parafernalia selectiva. Algo muy anglosajón, muy
yanqui. Todo ello bajo los objetivos de varias cámaras visibles colocadas en el
falso techo. Aquello parecía la nueva temporada de Gran Hermano, pero sin el edredoning. Imagino tras los monitores, agazapado, un equipo de
especialistas, con sus camisas blancas y corbatas impecables, sus tarjetas
identificadoras colgadas del cuello, encargados de analizar personalidades, e
identificar entre los candidatos el prototipo correspondiente con alguno de los
perfiles que salían en sus libros de Management:
el líder, la pensadora, el escaqueado, la payasa de la clase, el listillo de
turno, la perfeccionista, el manitas, la chapucera, el que se aburre tras dos
minutos de concentración, la sindicalista, el pelota… Apurados, los encargados
de turno, observando el comportamiento individual y grupal de sus cobayas
bípedas. Rellenando organigramas y dibujando esquemas; tiqueando casillas y más casillas, mientras mordisquean su emparedado
de queso con cebolla, y dan sorbitos a su lata de Irn-Bru. Decidiendo nuestro
puesto concreto de trabajo, nuestro futuro inmediato, nuestra vida. Tal vez
echándose unas risas, comentando el último chascarrillo sobre fulanito o
menganita, sin quitar ojo de las pantallas, mirando los diversos grupúsculos de
candidatos, sin ver a las personas.
Superé las pruebas con nota,
matrícula de honor, vítores y ovación de aplausos, y salida a hombros. Llegué a
lo más alto de la cúspide. Conseguí el trabajo de mi vida, con el cual había
soñado desde la más tierna infancia, el curro para el que nací y para el cual
me preparé desde que iba a parvulitos, con las monjas de mi pueblo: “A ver
Jorge: la r con la e: re; la p con la o: po; la n con la e: ne; la d con la o y con la r : dor.
Ahora todo junto: re-po-ne-dor. Muy
bien, Jorgito, así se hace”, me animaba Sor Escolástica.
¡Nasío pa´reponé!, sería mi nuevo mantra vital.
Reponedor en un
mega-hiper-supermercado gigantesco, de apertura al público infinita y más allá:
veinticuatro horas al día, siete días a la semana. Estos herejes no respetan el
Sagrado Sabatt, ni el Domingo del
Señor, ni el Lunes de Resaca, pensé. Lo que ellos denominan: tuentifor-sefen, dicho así de
carrerilla, todo seguido, para darse importancia. Tras comunicarnos tal horario
titánico, le exclamé al responsable: “¡uf, yo tal vez necesite alguna horilla
de reposo eh!”. Mas el tipo trajeado me miró confundido, sonrió sin sonreír y
siguió con su perorata. Yo creo que no entendió la broma. Estos anglos poseen un sentido del humor
peculiar, extraño, si les sacas de él no pillan ni una.
Allí nos encontrábamos, de pie, en
círculo, los afortunados que habíamos recibido La Llamada. Era el llamado Induction Day, una toma de contacto con
compañeros, jefes y resto de personal, un tanteo del terreno físico y la omnipresente
explicación de las normas de emergencia y seguridad. En el centro de aquella
circunferencia humana: él. Nuestro jefazo. El líder por excelencia. El
Comandante en Jefe.
Al finalizar su exposición, nos
miró uno a uno y dijo:
̶ Welcome
to our Family! Welcome to Tesda! ̶
y, sin pizca de pudor, añadió: Ahora formáis parte del mejor
supermercado de todo el Reino Unido.
Todos comenzaron a aplaudir y a emitir
ruiditos guturales de euforia: yeaahh!,
eeeh haaa! wow! Aquello parecía una película hollywoodiense de bajo
presupuesto, donde los estadounidenses impedían la Madre de Todas las
Catástrofes, en el último segundo, logrando salvar al resto de la Humanidad,
ellos solitos, una vez más.
Aquel grupo de extraños aplaudía y sus
miembros de diferente sexo, edad, raza y condición, entusiasmados, se abrazaban
a su manera (torpes enlaces a medio camino, sin apenas rozarse), en un estado
de éxtasis pseudoreligioso.
Todos aplaudieron.
Yo me eché a temblar.
Formamos un gran equipo: vosotros, vuestros
supervisores, los managers y yo mismo, había dicho aquel señor tan risueño y
optimista. Todos somos iguales, aunque ocupemos diferentes cargos o posiciones.
Todos somos colegas. Añadió, mas yo tenía la ligera sospecha de que aquel tipo
de traje caro y sonrisa Profidén, quien trataba de vendernos una Caddy de 49
C.C. de cuarta o quinta mano (eso sí, trucada a 75 C.C.) cobraría un salario diez
veces el nuestro, tomaría durante sus breaks
café directamente importado de Colombia, en su vasto despacho ̶
cuero negro, madera noble y grandes ventanales ̶ y
no levantaría, en toda la jornada, un peso superior a los ciento cincuenta
gramos de su calculadora electrónica. O, quizás, yo acudía demasiado a las
salas de cine.
Su discurso fue claro, locuaz, positivo,
animoso y embriagador. Este tipo es caballo ganador, pensé. Sabe hablar, mirar,
convencer. Este sujeto sería capaz de vender radiadores, en agosto, en pleno
Madrid, si conociera nuestro idioma.
Es curioso lo de aprender un lenguaje. Sobre todo la forma
de comprenderlo. A veces entiendes el mensaje que te envían, aunque no
comprendas todas las palabras que lo componen. En aquella reunión de bienvenida
aprendí una nueva palabra en inglés. No necesité buscarla en mi libro gordo de
petete, English-Spanish, más
adelante. El contexto, los gestos de nuestro anfitrión, su entusiasmo, su
mirada de encantador de serpientes, obraron el milagro. Aquella nueva palabra,
repetida en varias ocasiones a lo largo de su soliloquio, fue: strive.
No necesité conocer su etimología, ni su
significado concreto, para adivinar lo que aquel sonriente y trajeado señor
solicitaba de nosotros, en cuanto a nuestra futura actitud como trabajadores en
aquella empresa, como miembros de aquella gran familia. Como protagonistas de
aquella infame frasecita: “Todos somos iguales, todos formamos un equipo”. El
mensaje llegó claro y conciso a mi aparato receptor: “Chicos y chicas, a partir
de hoy debéis dejaros la piel por esta Compañía”.
Y yo, Jorge Ariz, junto con el
resto de iniciados, respondí mentalmente, con sonrisa tontuna y mirada perdida:
¡sí, mi amo y señor! ¡a vos me entrego!
jajajaja, parece una secta!!
ResponderEliminarHola maja. Bueno, ya sabes que peco un poquitiño de exagerado. ;-)
ResponderEliminarGracias por comentar.
Un saludo.