lunes, 18 de febrero de 2019

F103 - A Big Red Bus (III) (2005)


En otras ocasiones, el heroísmo queda a un lado, tirado de cualquier manera, como una camisa arrugada sobre la colcha. Lo que una vez fue coraje ciego y maravilloso, rozando la imprudencia, incluso la estupidez, queda convertido en parálisis, miedo, rabia y vergüenza. Te escondes, cohibido, tras las cortinas del razonamiento, de la sensatez, de tu propia supervivencia: era una locura hacerle frente; no existía necesidad; para qué complicarse uno la vida; él no tenía qué perder; viviré mañana; viviré un día más.

Sin embargo, cuando la penumbra rodea tu lecho, el fantasma de tu propia cobardía te acecha, camuflado de vigilia, corroe tu sueño, te recuerda tu infame espantada. Entonces miras al techo, y deseas con toda tu alma que el destino te brinde una segunda oportunidad en la que puedas resarcirte, vengarte, humillar, castigar, lapidar, cualquier cosa en lugar de salir corriendo. Revives la experiencia, una y otra vez. Una repetición infinita de la jugada polémica. Una moviola a cámara lenta. Diferentes pensamientos incansables, golpean tu cerebro: debía haber contestado esto; debí haberle hecho frente, gritarle, empujarle, golpearle. Al menos, amenazarle, advertirle, denunciarle.

No haber calzado botas de guerrero, ni guantes castigadores de cuero negro, causa en ti cierta zozobra, vergüenza retrospectiva, y asimismo te alegra saber que tan sólo sueñas despierto. Siendo consciente de tu propio auto-engaño, de un deseo que tan sólo es un brumoso y utópico ojalá suceda de nuevo, sabiendo, en el fondo, que volverías a actuar con idéntica prudencia, sensatez, o simple cobardía.

Al menos, ruegas, que tal vivencia se evapore para siempre del pozo de tu memoria. No sucedió; yo no fui protagonista; no estuve aquel día en dicho autobús; usted se confunde; no era yo; quizás alguien con similares rasgos y forma de vestir. Aquella mañana guardé cama, enfermo, febril, adormilado; La pereza me pudo y quedé en casa.

Supongo que todos aprendemos de nuestros errores. La vida es un larguísimo – o no tanto  ̶  ejercicio de ensayo y error. La “experiencia” vas ganándola a pulso, a base de acumular unos poquitos éxitos y un remolque lleno, hasta las cartolas, de fallos.

Con el tiempo aprendí a meter más la nariz entre las páginas del libro, a cerrar una invisible compuerta sobre mis oídos, a levantar la vista tan sólo para admirar el paisaje, comprobar que no me había saltado una, o tres paradas debido al exceso de inmersión en la historia contada (en una ocasión, el argumento de una novela, de Joël Dicker, me llevó hasta el final de la ruta del bus 33, unas ocho o diez paradas más allá de la que me correspondía).

Sin embargo, no siempre la voluntad propia, el azar o el destino juntan filas en tu bando. Alguna que otra vez una chinita de mala fortuna se cuela en el interior de tu zapatilla deportiva último modelo, arruinándote la carrera.

Es un sábado cualquiera. Un día seco, frío y luminoso. Me levanto tarde de la cama. La pereza se alió con el cansancio acumulado durante toda la semana. Encaro mi rutina habitual para los días ociosos. La soledad a veces es muy zorra y muerde dejando la marca de sus dientes, pero la mayor parte del tiempo proporciona una libertad inconmensurable, un estado mental limpio, sosegado, carente de estrés. Realizas esto o aquello, planeas lo de más allá. No debes explicaciones, justificaciones, ruegos ni agradecimientos a nadie. Absolutamente a nadie.

Mi rutina: tomar el bus número 22, tras descender a paso tranquilo una pronunciada cuesta hasta la carretera en la parte de atrás de mi casa (corrían los tiempos cuando residía en Broomhouse, con el bueno de Stevie). Apearme en Princess Street y pasear, a través de North and South Bridges, hasta alcanzar uno de mis Cafés favoritos, donde desayunar tranquilo, sito en Nicholson Street.

Algo cambió dicha rutina, modificando el inmediato destino. 

Tengo más hambre de lo habitual. La ensalada nocturna no cumplió su cometido. Decido acercarme a la tiendecita de la esquina, junto a la otra carretera que lleva a la ciudad. Compraré una muffin de chocolate, o algo por el estilo. Ya vale de tanta dieta, que será buena para el cuerpo pero destroza el alma. La comeré mientras espero al bus número 3, o al 33, o incluso al 35. Todos sirven para mi objetivo de ocio matutino.

Apenas barro las últimas migajas caídas sobre mi cazadora, aparece el 35.
El destino queda fijado. El del autobús, y el mío propio.

Me acomodo en el piso superior, hacia la mitad, junto a la ventanilla. La idea de viajar “sin conductor” continúa entusiasmándome, como a una niña pequeña subir a lomos de un unicornio rosa en el tiovivo. De acuerdo, quizás un poco menos.

Salto de cabeza, sumergiéndome en las profundas aguas negras del lago de mi nueva novela. Narra una historia, donde coinciden personajes de otra que antaño devoré con pasión. Son críos, viviendo aventuras, sudando pesadillas, aborreciendo payasos, fingiendo valentía. Es Stephen King en estado puro. El viejo King y su peculiar micro-cosmos. Los mocetes atareados, juegan a construir una presa en un riachuelo. Oigo sus chanzas y sus sanas risotadas. Contemplo sus rostros aniñados, sudorosos. Uno con gruesas lentes  ̶  sujetas con goma elástica  ̶  otro flaco, espigado y blanquecino, un tercero fuerte, de mirada decidida; el último de la cuadrilla, regordete, pecoso, pudoroso de mostrar sus pantalones cortos empapados, pegados a su entrepierna.

Oigo el ruido que el torrente produce.

Escucho la pequeña cascada, que desborda con timidez la incompleta y precaria presa infantil. Es un minúsculo chorreo, continuo e imparable.

Logro incluso olerlo.

Este Stephen King es la leche. Pienso. El tipo es un monstruo narrativo. Capaz de lo imposible: que los malos olores, y los ruidos, traspasen los límites de la ficción a la realidad.Huele fuerte. Como a amoniaco. A medicina tal vez. O quizás a lejía caducada, si es que ésta llega a caducar.

Ese sonido, tan real.
Ese hedor, tan vívido.

No, Jorge, no lo hagas. Por favor, te lo ruego, no lo hagas. Me digo, me suplico. Mas la curiosidad humana es poderosa, insaciable, a menudo ingobernable. La muy perra ha pasado por la quilla a miles de gatos. Y los que todavía caerán.

No logro vencerla. Abandono la lectura. Giro el cuello hacia atrás, temeroso de convertirme en estatua de sal. Hay un tipo dos o tres filas más allá. Nadie más en todo el segundo piso. Tiene mala pinta. Tiene la peor pinta posible. Se encuentra semi-sentado, casi tumbado. Despatarrado sobre su asiento. De medio lado. 

El acuoso ruido continúa. La pestilencia todo lo embarga.

Sin poder evitarlo me fijo en su postura, en su gesto adormilado, en sus brazos delgados, desnudos, todo piel, venas y nervios, caídos sobre su regazo, o entrepierna. Invisible entrepierna, debido a los asientos anteriores. Doy gracias, a todos los dioses, por esos vacíos sillones.

El chorro amarillento no escapa a la vista. Golpea, cual cascada enferma, el suelo del vehículo.

Me levanto indignado, anonadado, abrumado, y todo lo que indique sorpresa y enfado, con terminación –ado. Guardo el libro en mi pequeña mochila y antes de encarar las escaleras  ̶  que conducen al piso inferior, a la salida, al aire puro y fresco de la calle, cualquiera que fuera la parada  ̶  le digo:

̶  That´s just disgusting, man!  ̶  qué ascazo, tío.

Bajo los pocos escalones sin mirar en su dirección, pero lo veo. No miro, mas observo que el chaval se incorpora, tambaleante. Shite!, pienso en lengua escocesa.

Alguien más solicitó parada, desde el piso inferior. Tres personas hacen cola junto a la puerta delantera, junto a la portezuela del conductor, esperando a que éste detenga por completo el vehículo y abra. 

La puerta se abre, con sonido neumático.
Una mujer desciende.
¡Vamos, vamos!, pienso, intranquilo.
Se apea el segundo pasajero, con un educado cheers, driver!, como es usual por estos lares.
Quedamos dos en la fila. El chofer a lo suyo, mirando hacia adelante.

El tipo me alcanza antes de que el viajero, que me precede, baje a la acera.

̶  Wot did yi sei to me?  ̶  me pregunta, con inconfundible acento escocés, de calle, de barrio bajo, de gueto.

Le miro a los ojos. Las palabras no alcanzan mis labios. El cerebro las retiene, pasándoles un control de aduana portuaria. Mi corazón sube y sube, de revoluciones por minuto. 

̶  Wot did yi sei to me?  ̶  repite, con idéntica pose. Idéntica dicción.

No consigo apartar la vista de su mirada. Me mira sin verme. Mira a través de mí. Como esos soldados que regresan del frente portando esa “mirada de las mil yardas”. Un yonqui en eterna guerra con el caballo. Sus ojos turbios, borrosos, de vidrio translúcido; sus párpados a media asta; viste un chándal gris, un par de lamparones en la pechera; los pantalones algo caídos; un par de zapatillas de marca, blancas, impecables, novísimas, completan, incongruentes, su uniforme. Su mano derecha cobijada en el interior del bolsillo de la sudadera.

Su mano derecha nunca abandonó su escondrijo.

Agujas infectadas, sucias jeringuillas, relucientes navajas desfilan por la antesala de mi imaginación. Sida, infección, herida, sangre, ambulancia, hospital.

Angustia. Miedo. Mareo.

El zombi repite su pregunta, por tercera vez. Miro de soslayo al autobusero, buscando un apoyo que sé improbable, más bien imposible.

Emulo a San Pedro negando tres veces. Las dos primeras lo hice en silencio. La tercera con una sola palabra. Siete letras.

̶  Nothing  ̶  digo, odiándome por ello al instante. Odiando todas y cada una de esas malditas siete letras.

Miro de nuevo al driver. Sus ojos no observaron nada, sus oídos no escucharon nada, sus malditas y omnipresentes cámaras de circuito cerrado no grabaron nada. Miro al suelo, al escalón, a la acera.

La puerta cierra tras de mí. El viento fresco acaricia mi cara. Miro por encima del hombro. Allá está aquel muerto viviente, con la frente apoyada sobre el cristal. Allá se halla mi fantasma particular. Mira a través de la ventana, en mi dirección. Mira pero no ve. Tan sólo contempla, presiente, prevé, adivina su miserable vida y su perro destino, mil yardas a mi través.







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