En otras ocasiones, el heroísmo
queda a un lado, tirado de cualquier manera, como una camisa arrugada sobre la
colcha. Lo que una vez fue coraje ciego y maravilloso, rozando la imprudencia,
incluso la estupidez, queda convertido en parálisis, miedo, rabia y vergüenza.
Te escondes, cohibido, tras las cortinas del razonamiento, de la sensatez, de
tu propia supervivencia: era una locura hacerle frente; no existía necesidad;
para qué complicarse uno la vida; él no tenía qué perder; viviré mañana; viviré
un día más.
Sin embargo, cuando la penumbra
rodea tu lecho, el fantasma de tu propia cobardía te acecha, camuflado de
vigilia, corroe tu sueño, te recuerda tu infame espantada. Entonces miras al
techo, y deseas con toda tu alma que el destino te brinde una segunda
oportunidad en la que puedas resarcirte, vengarte, humillar, castigar, lapidar,
cualquier cosa en lugar de salir corriendo. Revives la experiencia, una y otra
vez. Una repetición infinita de la jugada polémica. Una moviola a cámara lenta.
Diferentes pensamientos incansables, golpean tu cerebro: debía haber
contestado esto; debí haberle hecho frente, gritarle, empujarle, golpearle.
Al menos, amenazarle, advertirle, denunciarle.
No haber calzado botas de guerrero,
ni guantes castigadores de cuero negro, causa en ti cierta zozobra, vergüenza
retrospectiva, y asimismo te alegra saber que tan sólo sueñas despierto. Siendo
consciente de tu propio auto-engaño, de un deseo que tan sólo es un brumoso y
utópico ojalá suceda de nuevo,
sabiendo, en el fondo, que volverías a actuar con idéntica prudencia, sensatez,
o simple cobardía.
Al menos, ruegas, que tal vivencia
se evapore para siempre del pozo de tu memoria. No sucedió; yo no fui
protagonista; no estuve aquel día en dicho autobús; usted se confunde; no era
yo; quizás alguien con similares rasgos y forma de vestir. Aquella mañana
guardé cama, enfermo, febril, adormilado; La pereza me pudo y quedé en casa.
Supongo que todos aprendemos de
nuestros errores. La vida es un larguísimo – o no tanto ̶
ejercicio de ensayo y error. La “experiencia” vas ganándola a pulso, a
base de acumular unos poquitos éxitos y un remolque lleno, hasta las cartolas,
de fallos.
Con el tiempo aprendí a meter más
la nariz entre las páginas del libro, a cerrar una invisible compuerta sobre
mis oídos, a levantar la vista tan sólo para admirar el paisaje, comprobar que
no me había saltado una, o tres paradas debido al exceso de inmersión en la
historia contada (en una ocasión, el argumento de una novela, de Joël Dicker,
me llevó hasta el final de la ruta del bus 33, unas ocho o diez paradas más
allá de la que me correspondía).
Sin embargo, no siempre la voluntad
propia, el azar o el destino juntan filas en tu bando. Alguna que otra vez una
chinita de mala fortuna se cuela en el interior de tu zapatilla deportiva
último modelo, arruinándote la carrera.
Es un sábado cualquiera. Un día
seco, frío y luminoso. Me levanto tarde de la cama. La pereza se alió con el
cansancio acumulado durante toda la semana. Encaro mi rutina habitual para los
días ociosos. La soledad a veces es muy zorra y muerde dejando la marca de sus
dientes, pero la mayor parte del tiempo proporciona una libertad
inconmensurable, un estado mental limpio, sosegado, carente de estrés. Realizas
esto o aquello, planeas lo de más allá. No debes explicaciones, justificaciones,
ruegos ni agradecimientos a nadie. Absolutamente a nadie.
Mi rutina: tomar el bus número 22,
tras descender a paso tranquilo una pronunciada cuesta hasta la carretera en la
parte de atrás de mi casa (corrían los tiempos cuando residía en Broomhouse, con el bueno de Stevie).
Apearme en Princess Street y pasear,
a través de North and South Bridges,
hasta alcanzar uno de mis Cafés favoritos, donde desayunar tranquilo, sito en Nicholson Street.
Algo cambió dicha rutina,
modificando el inmediato destino.
Tengo más hambre de lo habitual. La
ensalada nocturna no cumplió su cometido. Decido acercarme a la tiendecita de
la esquina, junto a la otra carretera que lleva a la ciudad. Compraré una muffin de chocolate, o algo por el
estilo. Ya vale de tanta dieta, que será buena para el cuerpo pero destroza el
alma. La comeré mientras espero al bus número 3, o al 33, o incluso al 35.
Todos sirven para mi objetivo de ocio matutino.
Apenas barro las últimas migajas
caídas sobre mi cazadora, aparece el 35.
El destino queda fijado. El del
autobús, y el mío propio.
Me acomodo en el piso superior,
hacia la mitad, junto a la ventanilla. La idea de viajar “sin conductor”
continúa entusiasmándome, como a una niña pequeña subir a lomos de un unicornio
rosa en el tiovivo. De acuerdo, quizás un poco menos.
Salto de cabeza, sumergiéndome en
las profundas aguas negras del lago de mi nueva novela. Narra una historia,
donde coinciden personajes de otra que antaño devoré con pasión. Son críos,
viviendo aventuras, sudando pesadillas, aborreciendo payasos, fingiendo
valentía. Es Stephen King en estado puro. El viejo King y su peculiar
micro-cosmos. Los mocetes atareados, juegan a construir una presa en un
riachuelo. Oigo sus chanzas y sus sanas risotadas. Contemplo sus rostros aniñados,
sudorosos. Uno con gruesas lentes ̶
sujetas con goma elástica ̶
otro flaco, espigado y blanquecino, un tercero fuerte, de mirada
decidida; el último de la cuadrilla, regordete, pecoso, pudoroso de mostrar sus
pantalones cortos empapados, pegados a su entrepierna.
Oigo el ruido que el torrente produce.
Escucho la pequeña cascada, que desborda con
timidez la incompleta y precaria presa infantil. Es un minúsculo chorreo,
continuo e imparable.
Logro incluso olerlo.
Este Stephen King es la leche. Pienso. El tipo
es un monstruo narrativo. Capaz de lo imposible: que los malos olores, y los
ruidos, traspasen los límites de la ficción a la realidad.Huele fuerte. Como a amoniaco. A medicina tal
vez. O quizás a lejía caducada, si es que ésta llega a caducar.
Ese sonido, tan real.
Ese hedor, tan vívido.
No, Jorge, no lo hagas. Por favor, te lo
ruego, no lo hagas. Me digo, me suplico. Mas la curiosidad humana es poderosa,
insaciable, a menudo ingobernable. La muy perra ha pasado por la quilla a miles
de gatos. Y los que todavía caerán.
No logro vencerla. Abandono la lectura. Giro
el cuello hacia atrás, temeroso de convertirme en estatua de sal. Hay un tipo
dos o tres filas más allá. Nadie más en todo el segundo piso. Tiene mala pinta.
Tiene la peor pinta posible. Se encuentra semi-sentado, casi tumbado.
Despatarrado sobre su asiento. De medio lado.
El acuoso ruido continúa. La pestilencia todo
lo embarga.
Sin poder evitarlo me fijo en su postura, en
su gesto adormilado, en sus brazos delgados, desnudos, todo piel, venas y
nervios, caídos sobre su regazo, o entrepierna. Invisible entrepierna, debido a
los asientos anteriores. Doy gracias, a todos los dioses, por esos vacíos
sillones.
El chorro amarillento no escapa a la vista.
Golpea, cual cascada enferma, el suelo del vehículo.
Me levanto indignado, anonadado, abrumado, y
todo lo que indique sorpresa y enfado, con terminación –ado. Guardo el libro en mi pequeña mochila y antes de encarar las
escaleras ̶ que conducen al piso inferior, a la salida,
al aire puro y fresco de la calle, cualquiera que fuera la parada ̶ le
digo:
̶ That´s
just disgusting, man! ̶ qué ascazo, tío.
Bajo los pocos escalones sin mirar en su
dirección, pero lo veo. No miro, mas observo que el chaval se incorpora,
tambaleante. Shite!, pienso en lengua
escocesa.
Alguien más solicitó parada, desde el piso
inferior. Tres personas hacen cola junto a la puerta delantera, junto a la
portezuela del conductor, esperando a que éste detenga por completo el vehículo
y abra.
La puerta se abre, con sonido neumático.
Una mujer desciende.
¡Vamos, vamos!, pienso, intranquilo.
Se apea el segundo pasajero, con un educado cheers, driver!, como es usual por estos
lares.
Quedamos dos en la fila. El chofer a lo suyo,
mirando hacia adelante.
El tipo me alcanza antes de que el viajero,
que me precede, baje a la acera.
̶ Wot did
yi sei to me? ̶
me pregunta, con inconfundible acento escocés, de calle, de barrio bajo,
de gueto.
Le miro a los ojos. Las palabras no alcanzan
mis labios. El cerebro las retiene, pasándoles un control de aduana portuaria.
Mi corazón sube y sube, de revoluciones por minuto.
̶ Wot did
yi sei to me? ̶
repite, con idéntica pose. Idéntica dicción.
No consigo apartar la vista de su mirada. Me
mira sin verme. Mira a través de mí. Como esos soldados que regresan del frente
portando esa “mirada de las mil yardas”. Un yonqui
en eterna guerra con el caballo. Sus ojos turbios, borrosos, de vidrio
translúcido; sus párpados a media asta; viste un chándal gris, un par de
lamparones en la pechera; los pantalones algo caídos; un par de zapatillas de
marca, blancas, impecables, novísimas, completan, incongruentes, su uniforme.
Su mano derecha cobijada en el interior del bolsillo de la sudadera.
Su mano derecha nunca abandonó su escondrijo.
Agujas infectadas, sucias jeringuillas,
relucientes navajas desfilan por la antesala de mi imaginación. Sida,
infección, herida, sangre, ambulancia, hospital.
Angustia. Miedo. Mareo.
El zombi repite su pregunta, por tercera vez.
Miro de soslayo al autobusero, buscando un apoyo que sé improbable, más bien
imposible.
Emulo a San Pedro negando tres veces. Las dos
primeras lo hice en silencio. La tercera con una sola palabra. Siete letras.
̶ Nothing ̶ digo,
odiándome por ello al instante. Odiando todas y cada una de esas malditas siete
letras.
Miro de nuevo al driver. Sus ojos no observaron nada, sus oídos no escucharon nada,
sus malditas y omnipresentes cámaras de circuito cerrado no grabaron nada. Miro
al suelo, al escalón, a la acera.
La puerta cierra tras de mí. El viento fresco
acaricia mi cara. Miro por encima del hombro. Allá está aquel muerto viviente,
con la frente apoyada sobre el cristal. Allá se halla mi fantasma particular.
Mira a través de la ventana, en mi dirección. Mira pero no ve. Tan sólo
contempla, presiente, prevé, adivina su miserable vida y su perro destino, mil
yardas a mi través.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Su opinión me interesa