sábado, 17 de julio de 2021

¡Campana, y se acabó!

 Nunca me gustaron las despedidas. Siempre preferí marcharme a la francesa, en silencio, aunque fuese por la puerta de atrás. No creo hacerlo por cobardía, sino que así se da menos guerra, entrando y saliendo de la vida de otros de puntillas. “Lo tuyo es huir”, me dijo en una ocasión la persona a quién amé; dolió tal dardo, mas lo achaqué al despecho y frustración que afloran tras una ruptura. Aunque también podría haber tenido razón. Son dos, siempre, los lados de una historia. Yo me limité a contarles el mío.

Nunca me gustaron las despedidas. Si aquella lejana madrugada —ha transcurrido ya tantísimo tiempo— algún familiar, o amigo, hubiera acudido a la estación de autobuses de Logroño para despedirme —Logroño-Madrid-Edimburgo— creo que no lo habría soportado. Sin embargo, ahora no podía largarme sin más, hacer mutis por el foro dejándoles a todos ustedes con un palmo de narices, sin una triste palabra.

Llevo casi nueve años contándoles mis pequeñas aventuras y desventuras, a veces tan sólo llegaron a simples anécdotas. Casi una década peleando con la eterna decisión, qué relatar, qué ocultar, qué imaginar.

Todo comenzó en octubre de 2012. Surgió como a veces surgen estas cosas. Una proposición, un reto, un “y si…”.

Todo empezó en el ciberespacio, ese universo paralelo que nos envuelve, que incluso consigue secuestrar nuestra voluntad, robándonos el alma. Participaba yo en un foro compuesto por expatriados (los emigrantes de toda la vida). Seres, éstos y el aquí presente, de naturaleza ingenua, la cual nos llevó en su día a escapar de nuestra querida, y a veces odiada, España, con la creencia de que allende los mares encontraríamos la fórmula mágica de la Felicidad. Pensando que nuestros problemas y penas quedarían atrás, en aquella fría estación de autobús, de tren, o en aquel otro aeropuerto.

Ilusos, todos.

Escogí “Fargo” como pseudónimo, o mote (nick, en el mundillo internauta). Lo hice como modesto homenaje a una de las mejores películas jamás filmadas. En mis participaciones (comentarios, opiniones, hilos abiertos) solía, en ocasiones, venirme arriba y relataba anécdotas personales, tratando de novelarlas un poco, de darles un toque de barniz, digamos. Historias vividas en mi ya añorada Escocia.

Pronto, estas batallitas fueron bautizadas como “Fargaditas”, y yo mismo así las presentaba: “Os voy a contar otra Fargadita…”. Un buen día, uno de los foreros pata-negra (los veteranos con más solera e índice de participación), me animó a plasmar tales relatos sobre la página virtual de un blog personal, al igual que él mismo hacía. Gracias a él (JoseLondres) nació este humilde rincón de letras.

Han transcurrido casi nueve años, decenas de historietas y otras tantas que quedarán para siempre en el tintero imaginario. Así ha de ser. Recuerden, las mejores historias son aquellas que no se cuentan.

Nunca me gustaron las despedidas. Mas llega un momento en que la vida te pide elegir. Dejar una cosa si deseas alcanzar otra. Al igual que un mono suelta una liana para asirse a la siguiente. Tengo 51 tacos, he topado con dicho instante, casi he chocado con él. Debo soltar la nostálgica cuerda escocesa y agarrarme a otra.

Unas semanas atrás, me levanté de una pesada siesta, la víspera había recibido la famosa segunda dosis de la Pfeiffer. Malestar, dolor de cabeza, confusión, charquito de baba en la almohada. Una de esas cabezadas cortas en el tiempo pero sólidas, de verano, sobre la colcha, y mantita fina cubriendo el estómago. Algo me había despertado. Un ruido, dentro de mi cabeza.

Me levanté y comencé a teclear en el ordenador.

Continúo con ello. Trato de componer frases que sean algo más que ‘sujeto, verbo y predicado’. Incluso seguí con dicha labor a mano (rellenando fichas físicas, trazando esquemas, escuchando a personajes) durante unos días de asueto que pasé en Cantabria. Donde, por cierto, sucedió algo que me recordó que el tiempo se nos acaba. Que hoy tecleas y mañana te lloran. Tomé un baño en el día erróneo, nadé un poco, manteniéndome muy cerca de la orilla —siempre pequé más por precavido que por osado— pero me cansé bastante. La mar traviesa reía. Estaba yo solo, en las olas. Los surfistas lejísimos en otra zona. Garras invisibles tiraban de mí, hacia mar adentro. La arena desaparecía, como por ensalmo, absorbida por una gigantesca aspiradora bajo las puntas de mis pies. Me sentí Pedro Picapiedra, pedaleando en el aire. No avanzaba. Mi braceo era de broma, una caricatura. Olas que por la espalda cubrían mi cabeza. Confusión; nervios; incredulidad —“esto no me está pasando a mí”—; impotencia…; miedo. Sin bandera. Sin socorrista… Casi no salgo. Pensé que allí acababa todo, en soledad, lejos de casa y con gusto a sal marina; mis notas manuscritas encima del escritorio, perdidas en un cuartucho de hostal. Y, para colmo, sin haber finalizado “Tomás Nevinson”, de Javier Marías.

Confirmado, debo saltar a la siguiente rama.

Junto letras. No me engaño. Soy un aficionado que juega a ser otro. Esta vez, pura ficción, la cual suele ser más real que la vida misma. Llena de experiencias, sentimientos, miedos, risas y sueños. Un proyecto personal que es un barquito de papel. Tal vez llegue a buen puerto, quizás quede flotando en mar abierto: un taco de folios manchados de tinta en el fondo de un cajón. Pero me apetece completar algo que nunca me atreví.

Ha sido un honor, un placer, tener a todos ustedes como fieles lectores. Pocos, mas leales.

Les animo a continuar leyendo, continuar existiendo:

1.      El blog de JoseLondres.  Merece mucho la pena leerlo TODO desde el principio.

2.      Otros libros de “mi amiga” Louisa Waugh:

-          Selling Olga”.

-          Meet me in Gaza”.

-          Y su web-blog: The Waugh Zone.

3.      Una recomendación personal:

Ian Rankin. Comiencen la saga de John Rebus con “Knots and Crosses” y disfruten; tienen 22 títulos más por delante, a cual mejor. Escocia en estado puro, Edimburgo en particular; (mejor en inglés).

4.      Si prefieren una Edimburgo desde un punto de vista más brutal, en un tono más crudo, irreverente, salvaje, incluso soez, con mucho Scottish slang asómense al abismo creado por Irvine Welsh; (mejor en idioma original).

 Por último, y desde el minuto uno, mi agradecimiento por su lectura, por comentar, por los ánimos, por su presencia.

(Un gracias, especial, a ese puñado de incondicionales. Vosotros sabéis quiénes sois).

 Cuídense, y espero que no se me hayan dormido. Al no poder quitarme el sombrero a modo de respeto, en su lugar, deshago la máscara de “Jorge Ariz”.

 Hasta otra,

 Jaime Ruiz Mazo

 P.D.: ¡Visiten Escocia!

 That´s all folks!

 

 

sábado, 19 de junio de 2021

F173 - "Oír las aves volar"

 

       (Noviembre, 2006)

En ocasiones, conoces personas que no parecen ser de este mundo. Personas que rompen moldes, que se cargan de un plumazo todos tus esquemas mentales. Personas que te muestran todo lo que se puede hacer en esta vida. La cual, ellas estrujan como si de un limón se tratara, dejándola sin gota. Aquellas que viven cada día como si el próximo anochecer fuera a ser un adiós definitivo. Individuos cuya energía brota de una invisible batería orgánica, gracias a la cual harían claudicar al mismísimo conejito de Duracell.

Louisa resultó una de ellas.

Apareció en mi vida como una más. Sin llamar la atención. Tan sólo se trataba de un intercambio de idiomas. Otro de los muchos en los que participé durante aquellos años.  Ella me ayudaría en la lengua de Shakespeare, con la pronunciación de las malditas vocales y traicioneras consonantes, por no mencionar los diabólicos phrasal verbs; a cambio, yo limaría las aristas de su más que decente español. Nada nuevo bajo el sol, a estas alturas. Un intercambio más…, que no fue tal.

Mientras tecleo, escuchando la tormenta al otro lado de la ventana, miro de soslayo el libro abierto por sus primeras páginas. Leo, sin necesidad, esa dedicatoria que dicta mi memoria más deprisa que los labios. Sonrío, recordando el momento en que la anotó.

Pero vayamos por partes, como dijo Jack el Destripador y cantan los Estopa.

Nuestro primer encuentro tuvo lugar en la cafetería del Filmhouse. Un pequeño cine  con alma de teatro, sin palomitas ni refrescos. Anclado en otra era, sus anacrónicas carteleras adornan, cual piezas de museo, la acera de Lothian Road, cerca del hotel Sheraton. Confieso que acudí un tanto nervioso. Las primeras citas siempre tienen ese efecto sobre mi ser, no importa su naturaleza: ordinaria, romántica, profesional, amistosa o fortuita. Poner cara a una voz, a un esemese anónimo, me impone respeto. Quedé sorprendido por la elección del lugar, acostumbrado a quedar en el viejo Elephant House.  Aquella cantina exhalaba buen gusto y elegancia. Camareros de punta en blanco, a la vieja usanza, pajarita al cuello incluida. Mesas de mármol pulido, con enormes patas de hierro forjado. Sillas acolchadas con terciopelo carmesí. Paredes repletas de cuadros, que enmarcaban fotografías en blanco y negro, donde actrices y actores de otra época compartían su melancolía con quien los contemplara. La atmósfera invitaba al sosiego, a la confidencia. Luz tenue. Voces quedas. Aroma a café recién hecho y bollo de canela.

Robé algunos minutos al reloj. Aborrezco la impuntualidad, y además, quería causar una buena impresión. Al fin y al cabo, iba a ser Profesor, a la par que alumno. Disfruto al llegar con antelación a sitios desconocidos, y aquel lo era. Me aporta cierta tranquilidad, el poder observar la escena desde lejos, parapetado en una esquinita.

Sin embargo, ella se adelantó.

Habíamos acordado una serie de señales para localizarnos. Louisa vestiría una bufanda de un rojo intenso, yo llevaría mi chaquetón tres cuartos caqui, con capucha de pelo. Ella portaría una libreta gruesa, de tapas verdes. Por mi parte, la inseparable mochilita azul al hombro, como la de la muchacha de la canción.

Me recibió con una cálida sonrisa y dulce mirada. Sus delicados dedos asomaban bajo unas manoplas recortadas. Coloradas, salteadas de topos blancos, a juego con la bufanda. Sujetaba el tazón humeante, con ambas manos, en un amago de sustraer algo del calor desprendido.

En seguida conectamos. Nos deshicimos de abrigos, guantes y bufandas. Charlábamos en un popurrí de inglés y castellano, salpicado con expresiones escocesas y algún que otro palabro importado de México, quizás fruto de un antiguo intercambio por su parte, o tal vez de algo más. Ese deje, al platicar, trajo briznas de recuerdo —pozos esmeralda, risa franca, nombre vikingo— que aparté con decisión y premura.

Me cayó genial al instante.

Rondaría mi edad, o algo menos. La experiencia me dicta lo difícil que es calcular  tal dato por estos lares. Nacida en Berlín, según me dijo, inglesa de adopción, cabello oscuro alborotado, ojos grandes, claros e inteligentes; tez blanquecina, añorante quizá, de aquellas playas del Caribe mejicano. Nubecillas de pecas salpican su rostro, confiriéndole un aspecto jovial, a la par que travieso.

Aunque puedas llegar a intuir algo peculiar, a sentir buenas vibraciones con alguien desconocido, nunca podrás saber que tal persona grabará una huella imborrable en tu disco duro. Allí sentados, frente a frente, cuadernos abiertos, ella tras su infusión de hierbas, tú con el habitual café en tazón desproporcionado. Escuchas, observas, haces alguna observación: una erre menospreciada, un tiempo verbal incorrecto, un chascarrillo que conceda cuartelillo. Otra lección más, piensas. Sin embargo, te encuentras más a gusto de lo habitual. Eso es bueno, te dices. Sonríes al imaginar una clase grupal, esta chica, fina, educada, culta, junto a la pareja de adorables monstruos, Hugh y Shean, con los que continúas quedando de vez en cuando. Mismo idioma, diferente planeta.

Con el tiempo hicimos buenas migas. Incluso me ayudó en un difícil episodio, cuando extravié a una amiga. Visita a comisaría, e “interrogatorio”, incluidos. Tal vez, algún día lo relate, quizás no. Dialogamos acerca de nuestros trabajos, inquietudes, desamores, aventuras y sueños. Me contó cómo resultó la experiencia de vivir un año en Mongolia. Integrarse con sus gentes, adoptando las costumbres, aprendiendo su idioma. Penurias vividas, crudeza día a día. La supervivencia sin envoltorio ni lacito; por ejemplo, cómo debía perforar un agujero en el hielo, para extraer agua cada mañana. Me describió el frío paralizante, la soledad, el silencio atronador, las muestras de cariño de aquellos extraños, algún capítulo de miedo, la añoranza, los ruidos nocturnos, las lágrimas, la cúpula negra plagada de estrellas…, el “oír las aves volar”.

Sabiéndome lector, un día me obsequió su libro. Añadiendo sonrisa y guiño a la entrañable dedicatoria.

—Toma, mejor lees la historia, porque mi español es muy malo — dijo, en perfecto castellano.

Observé aquella portada, la misma que contemplo al borde del ordenador mientras escribo estas líneas. Muestra un pastor mongol, en primer plano, junto a su hijo pequeño de cabello rapado. Ambos miran al objetivo, éste con ceño fruncido, reflejando cierto recelo, apoyando su manita sobre la pierna protectora; aquél, pipa en boca, sentado sobre una piedra a ras de suelo, quizás intentando transmitir serenidad a su vástago. Al fondo, un yak, de generosa cornamenta, pasta sobre la hierba, indiferente a la escena. El cielo aparece uniforme, de un azul puro, como recién pintado, sin una mota blanca.

Releo el título de la edición traducida al español:

   Bajo un Cielo Azul Cobalto

(En las estepas de Mongolia)

    Premio Ondaatje 2004

 

Pronto comprobé que aquella mujer escribía mejor aún que hablaba. Relata de tal forma sus andanzas que te transporta en el tiempo y espacio; rehaces junto a ella su viaje, sientes la gelidez del lugar, la soledad; su miedo aporrea tu puerta; las carcajadas resuenan entre las paredes de tu cuarto; sorprende su coraje, su sinceridad; pasas hoja tras hoja, mientras respiras hondo bajo aquel cielo inmaculado; pierdes la mirada, ensimismado al vislumbrar el fulgor de un millón de estrellas.

Así conocí a Louisa Waugh, escritora, periodista, espíritu libre…, amiga.



                                       

miércoles, 26 de mayo de 2021

F172 - Muñecas rusas

 

(En el limbo temporal)

Existen días cuando los recuerdos se amontonan. Sin orden ni concierto. Realizas esfuerzos titánicos para ubicarlos. Sin embargo, hay otros en los que unas simples imágenes por televisión te devuelven a una fecha concreta, un lugar, otra vida. Hoy es uno de estos últimos.

A veces, siento que este rinconcito, donde trato de relatar mis cuatro tonterías, se convierte en una especie de matrioska rusa. La abres y encuentras otra dentro, un poco más pequeña pero idéntica, la cual oculta a otra incluso de tamaño inferior. Así hasta llegar a una diminuta. Recuerdos dentro del propio recuerdo, nostalgia dentro de la nostalgia. Es lo que sucede cuando se va al volante de un maravilloso Delorean, con el condensador de fluzo preparado y el depósito a tope de plutonio.

Hoy es uno de esos días.

Creo reconocerlas. Un pensamiento absurdo, lo sé. La misma edad, esa adolescencia tardía. El mismo aspecto físico, una más agraciada que su amiga. Ésta última de menor estatura, con lentes quizás algo más gruesas de lo que le hubiera gustado. Ambas enfundadas en sus camisetas rojiblancas oficiales. En mi recuerdo lejano, la más agraciada se mostraba seria, estoica, un tanto enfadada. Su amiga, llorosa, desconsolada. Sin embargo, el paso de los años no perdona, a nadie. No pueden ser ellas, pero lo son para mí, en este instante televisivo. En primer plano. Con idénticas camisetas, bufandas, banderas en ristre. Mas una diferencia. Ahora ríen, saltan, gritan, cantan.

Lágrimas de alegría.

Las observo, parapetado en mi sofá. Lejos del bullicio, del humo rojo, los petardos, los pitidos provocados por las bocinas portátiles. Distante de sus cánticos, del alcohol derramado, del olor a tabaco, sudor, cerveza y pólvora. Las contemplo y sus sonrisas atraviesan la pantalla, se cuelan en mi salita, saltando hasta mi rostro y conquistándolo. Río con ellas, sonrío por ellas. El corazón me da un pequeño vuelco, salta un latido, como gusta decir en las novelas anglosajonas. Son ellas, me digo. Las chicas del metro, en Lisboa, 24 de mayo 2014, tras la derrota —Final de la Copa de Europa— de su amado equipo, a manos del mío. “No es sólo un partido de futbol”. Dijo la más guapa. Su dura mirada me retó a refutarlo. No pude. Fue su respuesta a mi frase amistosa hacia su devastada compañera, cuyas gafas el llanto empañaba: “No te lleves mal rato, tan sólo es un partido de fútbol”. Sentencia que brotó de mis labios a modo de consuelo. Afirmación estúpida, que ni yo mismo creí en aquel momento. Lo recuerdo con vergüenza, con remordimiento.

Por supuesto que es más que un partido de fútbol. Es sentimiento, arraigo. Es infancia, el escozor de rodillas peladas al correr tras un balón, luciendo los colores de tu equipo. Son noches en vela, discusiones con los compañeros de clase, enfados con tus propios familiares. No se trata sólo de fútbol. “Veintidós señoritos en pantalón corto persiguiendo un esférico de cuero”. Como tratan de burlarse aquellos que van de intelectuales, los cuales creen levitar por encima del bien y del mal. No es tan sólo un partido. Es euforia,  regocijo, emoción. Son gritos, cánticos compartidos. Abrazos con desconocidos. Es tristeza, derrota, enfado.

Es vida.

No es tan sólo fútbol. Es cuadrilla de chiquillos sudorosos. Pachanga a gol-portero en la explanada de tierra. Son porterías con piedras cual postes. Es orgullo de crío al mostrar tu primer balón de reglamento. Pedir disculpas tras una dura entrada que hace llorar a tu amigo. Es admirar a tus ídolos en acción, de la mano de tu padre. Tu primer gol en portería con red. Es el olor que lo impregnó todo, aquella primera vez que tus botas pisaron césped real, en un inmenso campo bordeado de calcáreas líneas, entre las verdes montañas del Baztán. Es botar y botar y botar en lo alto del Santiago Bernabéu enseñando la manita al F.C. Barcelona en el 95. Llorar gotas de lluvia, en las gradas del Hampden Park, Glasgow, tras la sublime chilena de Zidane…

Son lágrimas de alegría.

Lágrimas de tristeza.

Aquella muchacha quedó corta en su respuesta: “No es tan sólo un partido de fútbol, imbécil”.

Contemplo las imágenes y siento inmenso alborozo por ellas. Sincero, de aquel que surge a chorros del corazón. Es obvio que una esquinita de éste queda anegada bajo la penumbra, al fin y al cabo mi equipo acaba de ceder al eterno rival la corona de La Liga. No obstante, al verlas, dicha oscuridad queda arrinconada, reducida. Un foco alógeno que lo alumbra todo la empuja al olvido. Lo merecían, ellas, su equipo guerrero, ese entrenador chillón, gesticulante y supersticioso, que lejos de ser santo de mi devoción también es receptor de mi enhorabuena. Lo merece esa afición de bandera. Ese Atleti.

Ya lo canta el gran Sabina:

No me habléis de resistir

Es mi Atleti de Madrid

No me vengan con lamentos

Hablo de sobrevivir

 

Entonces me acuerdo de él. Cómo hubiera disfrutado del triunfo de su Atleti, puro y cubata en mano. Cómo me habría vacilado: ”¡Merengón, segundón!”.

Una ligera sombra cruza mi entusiasmo. No puedo evitarlo. Consciente de que a pesar de pilotar tan maravillosa máquina del tiempo, sólo se me permite visitar el pasado para observar, tomar notas, relatar. No dispongo de medios para cambiarlo. Una nube de arrepentimiento encapota mí ánimo. Sentimiento de culpa. De remordimiento. Modificar parte de la huella marcada, ese utópico deseo. Retornar atrás, para mostrarte más comprensivo, más empático… más humano.

El exhausto DeLorean bloquea sus puertas en destino. No existe manera de izarlas. Desde el asiento de cuero, a través del parabrisas, observas el pasado, tomas notas, cuentas tu versión de la historia. Escoges verbo, adjetivos, algún que otro sinónimo. Sin embargo, no puedes apearte y modificar los hechos.

Has de vivir con tus errores, tus miserias, tus pecados.

Pero hoy es un día de éxito. Un día para la alegría compartida.

Sigo mirándolas, sus sonrisas han conquistado el primer plano. Reportero, micrófono en mano, humo colorado. Preguntas que no alcanzo a escuchar. Respuestas que el ruido ambiental secuestra. Las contemplo y no logro evitar las palabras en voz alta: “Ya lo habéis conseguido, queridas rivales mías. La próxima, la Champions”.

Ante la imposibilidad de reformar el pasado, sólo queda levantar al cielo mi propia copa de gin-tonic, entrecerrar los ojos y susurrar: ¡va por vosotras, va por ti, F, hermano!

¡Aupa Atleti!


                        
 

Nota: las chicas de la fotografía son ajenas al relato.


jueves, 20 de mayo de 2021

F171 - Locura sobre papel cuché

                                             (El presente / noviembre 2006)

No me reconozco. Ese no soy yo.

Sin embargo, su cuerpo se asemeja al mío, al igual que su cabello corto y descuidado, la media sonrisa entre burlona y escéptica, el brillo aún juvenil que brota de sus ojos, las manos tímidas que buscan su espacio…

Observo la fotografía. Las fotografías. Las vuelvo a mirar por enésima vez. Paso con cuidado cada página de papel estucado. Los colores van perdiendo su brillo original con el transcurso de los años. Mas la ilusión permanece impregnada sobre aquellos rostros que surgen del pasado.

No me reconozco. Ese no soy yo.

Orgullo, rubor, fascinación.

La contemplación del colorido tesoro confirma mi vieja teoría. Al emigrar, cuando vives en país extraño durante un cierto periodo de tiempo, un ente posee tu alma, o quizás se trate de una energía que toma los mandos de tu mente. Haces cosas que jamás te hubieras planteado y, por tanto,  nunca habrías llevado a cabo en tu país nativo. Experimentas una curiosa sensación, igual que si vivieras una vida prestada, como si el cuerpo que habitas no te perteneciera. De hecho, existen ocasiones que te observas a ti mismo desde fuera, te ves ahí, charlando con un grupo de escoceses frente a un montón de pintas de cerveza, o acudiendo a una entrevista para ser guía turístico de un castillo, o tratando de convencer a una desconocida para que te acepte como compañero de piso, o plantándote al frente de una clase y relatar, en inglés, la bonita leyenda que se esconde tras un entrañable festejo de tu pueblo. Incluso llega el día en que cometes una pequeña locura junto a un puñado de compañeros, por una hermosa causa.

Se acercaba la gran fecha. Cada año la empresa lanza una campaña para recaudar dinero con el que combatir esa terrible y extendida enfermedad: cáncer de mama. El objetivo de la misión: batallar contra lo oscuro esgrimiendo humor y diversión como únicas armas. Con este propósito fue bautizada como Tickled Pink. Todos los departamentos se involucran, de una forma u otra. Pasillos decorados, huchas recolectoras, concursos, rifas, disfraces, guerra con globos de agua, lavado manual de vehículos… Todo bajo el amparo de un color amable, un color de esperanza, de ilusión, de fe; pero un color poderoso, guerrero: el rosa.

Los clientes adoraban dicha fecha, cual navidades anticipadas,  participando en cada evento y mostrando una generosidad y buen humor que iban más allá del mero compromiso. Pura Escocia, puro Reino Unido.

Todo comenzó como una broma compartida entre dos o tres colegas. El pícaro de Craig, a la cabeza de la gracia. Este año el departamento de Produce lo tenía que petar. Debíamos arrebatar el trono a las chicas, y chicos, de Barclay, que llenaron decenas de huchas, mediante sonrisas jolibudienses y parloteo hipnótico la edición anterior. Llenos de energía e impecables, siempre fieles a su eslogan: “Barclay: more than just clothes”.

Teníamos que hallar la manera de sobresalir y convertirnos en lo inaudito. Aparte del prestigio, de sobra era conocida  la tradición de conceder un regalo sorpresa —bonos/días libres/cesta con productos—, lacito rosado incluido, a la idea que lograse la mayor recaudación.

Todo comenzó con un reto envuelto en risas. Un challenge, que dicen por estos lares. Extrapolado a España, hubiera sido consecuencia de nuestro tan patrio: “¿A que no hay huevos?”.

Carcajadas que mutaron a murmullos. Éstos volaron de boca en boca. La curiosidad pudo con la prudencia. La ilusión venció la timidez. La locura secuestró la razón.

¡Haríamos un calendario… en pelota picada!

El trío emprendedor se dedicó a reclutar voluntarios. Cada día se sumaban un par de nombres a la lista de valientes. Al llegar mi turno dije sí, tras meditarlo un par de segundos. Cuando te asomas al vacío desde un trampolín a diez metros de altura, tienes dos segundos para pensártelo. Al tercero te rajas. Yo (mi yo poseído) no quería achantarme por nada. Así que cerré bajo llave mi natural pudor, en un cuartito mental, dejé caer la toalla que me cubría y salté.

Tras el salto al vacío, ya no existía retorno posible.

Después del fichaje inesperado de dos compañeros pertenecientes a otras secciones, logramos la docena necesaria. Un mes por barba. Para nuestra propia sorpresa, los jefazos dieron luz verde, siempre que no traspasáramos la delgada línea roja del buen gusto. Así que nos lanzamos al desafío, dispuestos a lograr el mejor evento de la campaña. Llevamos a cabo una tormenta de ideas, algo también muy British por aquel entonces. Nos repartimos los meses, por cumpleaños, superstición o antojo. Adoptaríamos sus nombres: Mr January, Mr February, Mr March… Decidimos improvisar complementos para simular un poco nuestras partes pudendas. Se trataba de un calendario que provocara sonrisas, no alaridos. Y qué mejor opción que utilizar frutas y verduras para ello. Un racimo de uvas aquí, media sandía mostrando su tajo bermellón acá, un ramillete de plátanos acullá.

Bajo nuestra manga, ocultábamos un as de corazones: contábamos con Ewan; división de lácteos; estudiante de postgrado en Fotografía. Aportaría su equipo profesional: cámara de última generación con trípode, focos, paraguas difusor, mamparas opacas. A todo ello, añadiría una pizca de magia virtual, creando fondos exóticos, eliminando objetos molestos. Sólo una condición: los modelos no seríamos retocados.

Sobra decir que fue todo un éxito. Vendimos cientos de ejemplares. Conseguimos el galardón correspondiente, y nuestros diez minutos de fama.

Desde la exposición de los primeros ejemplares, las risitas, silbidos y vaciles por parte de las compañeras formaron parte del juego. Craig se convirtió en el Beckham de Produce. Alto, fino, la cresta de colores, ojos verdes de cocodrilo hambriento y aquella sonrisa, escoltada por hoyuelos, que hacía temblar las rodillas de las chavalas. El tipo se hartó a firmar autógrafos, lanzar guiños y pasar algún que otro papelito —con maneras de camello— que contenía nueve cifras prometedoras de pasión desatada y pactos de amor eterno.

Un día más. Me hallo peleando con las cajas repletas de plátanos. Vaciándolas, una por una, construyo una descomunal montaña del producto canario, tratando de apilarlo de forma accesible a la par que compacta. Tampoco es cuestión de que algún curioso quede sepultado por un desprendimiento bananal.

Una voz a mi espalda quiebra mi concentración.

Excuse me!

Giro sobre los talones, que emiten un ruido desagradable sobre el suelo pulido: niiiiik. Ante mí, una mujer de edad indefinida, mas yo apostaría la paga semanal que ya no vuelve a soplar cuarenta velas. Sus ojos subrayados, tras unas largas pestañas tuneadas, buscan los míos.  Son oscuros, pero curiosos, vivaces. Mueve las manos con cierto nerviosismo, sus dedos diestros juguetean con las pulseras de la muñeca izquierda, éstas emiten un sonido metálico. Algo dentro de mi cabeza indica que no busca los malditos paquetes de champiñones, siempre escondidos sobre unas baldas en la cercana esquina y cuya ubicación suele brotar de mis labios, en perfecto Scottish, de tan manida: “Jist arund thi corna”. No, esta clienta no anhela champiñones, ni tampoco tomates murcianos.

Ehhh —dice, a modo de arranque—, are you Mr June? —acento de Glasgow. Tono grave, meloso, sensual, de locutora nocturna.

Intuida sorpresa. El reconocimiento me abruma. Su voz me arrulla. Asiento, con un tímido movimiento de cabeza. Entonces, la mujer extrae uno de los calendarios de su bolsa, pasa con nerviosismo varias páginas, y una vez alcanzado el mes de San Juan (patrón de mi pueblo), lo acerca, junto a un rotulador grueso que ha surgido de la nada. El gesto provoca un suave movimiento del aire que nos separa, trayendo consigo una embriagadora fragancia de crema de coco.

— ¿Serías tan amable de firmarme un autógrafo?

Y así es como mi otro yo robó la única dedicatoria de mi vida.

 

sábado, 1 de mayo de 2021

F170 - Brujillas bajo la nieve

                                                             (Octubre, 2006)

Resulta una carrera tan dura como gratificante. Me encanta trotar bajo la nieve. Dar pequeñas zancadas sobre el manto primerizo, antes de que el frío lo convierta en capa de hielo. Profanar la suave superficie que brilla impoluta. Adivinar las huellas que van grabando mis zapatillas deportivas. No estorbaron las mallas largas ni los guantes de lana, pero tras romper a sudar tuve que retirar la braga que cubría mi cuello, para anudarla alrededor de la muñeca.

Los primeros copos de la temporada despiden el mes de octubre con flotante mansedumbre. En el trayecto de regreso cesa de nevar. Está anocheciendo con rapidez. Señal evidente de la proximidad del invierno. El cansancio se acumula, disminuyo la marcha y llego a detenerme para cruzar la carretera general. Hay una pequeña curva cerrada, justo antes de la marquesina de la línea veintidós, la cual une el barrio de Broomhouse con el centro de la ciudad, y conecta éste con Leith. Está desamparada. Al otro lado de la calzada un empinado repecho  me espera. Acostumbro a subirlo a buen ritmo, la mejor manera de fortalecer un poco las piernas. Sin embargo, tendré que extremar las precauciones, tal vez haya helado en alguna zona sombría.

Me dispongo a atravesar la calzada, brazos en jarras como si fuera a tirar un penalti, miro repetidas veces a ambos lados para cerciorarme de que no viene ningún vehículo. Las bocanadas de vaho que expiro crean la confusa imagen de un corredor insensato que realiza una pausa para echar un pitillo. Me río de tan absurda visión. La satisfacción es inmensa. El chute de endorfinas agudiza mi mente. Ya vislumbro la ducha. Huelo los radiadores caldeados. Siento el agua muy caliente sobre mi cuerpo exhausto. “Hoy premio, chaval, una cervecita fresca, que te lo has currado”, pienso, y la sonrisa interior asoma.

En ese instante, un niño de unos ocho o diez años cruza el asfalto en sentido contrario al mío. Desde la base de la rampa, rumbo a la parada de autobús. Viste una camiseta de fútbol, luciendo los colores del Celtic de Glasgow (rayas anchas y horizontales; verdes y blancas), de manga corta, conjuntada con una pantaloneta oscura que le queda un poco grande. Sus piernas y brazos se adivinan delgados y blanquecinos a la luz de las farolas. Tirito con sólo verlo. Cubre su cabeza con una gorra de beisbol de color rojo, la visera me impide ver su rostro inclinado hacia el suelo. Sin embargo, de alguna forma, lo que más llama mi atención es que una de sus zapatillas, la del pie derecho, lleva los cordones sueltos.

Una expresión del pueblo acude a mi recuerdo, envuelta en una nube de nostalgia: “estos chiguitos escoceses son más duros que los grijos. Espero que tenga buenos amigos por la zona, pienso. Deambular a semejantes horas con la zamarra del Celtic (equipo católico de Glasgow) por este barrio donde veneran a los Hearts (conjunto protestante de la capital), es como pasear por el puente de Vallecas vistiendo el uniforme recién lavado del Real Madrid: temerario.

Mientras acelero cuesta arriba, escucho a un grupo de críos —junto a una puerta entreabierta que vomita luz amarillenta sobre la acera—; recitan la cantinela que toca esta noche. Caritas maquilladas y disfraces en miniatura: una brujilla con sombrero puntiagudo y escoba, un par de zombis que producen más ternura que miedo, otra silueta negra con blanca osamenta pintada a modo de esqueleto y un diminuto fantasma de sábana blanca agujereada a la altura de los ojos. Éste último evoca la entrañable película “E.T.

Trick or treat!? —amenazan los monstruitos, exigiendo con voz aguda sus golosinas o dinero.

A pesar de que nunca me gustó esta absurda tradición anglosajona no puedo evitar que aflore una sonrisa en mi semblante.

Justo culminar la pendiente giro hacia la izquierda. Ya caminando, encaro la recta que me separa de casa.

Entonces lo veo.

Casi me doy de bruces con él. Camina mirando al suelo, un niño de unos diez años con  camiseta verdiblanca, pantalones cortos y holgados, y gorra colorada. La impresión me golpea el pecho, al igual que una onda expansiva. Sin embargo, no me empuja, al contrario, quedo quieto cual figura de madera, como si mi imagen se hubiera congelado en una gigantesca pantalla virtual. Entonces, incrédulo, enfoco la vista hacia abajo…

Y echo a correr.

Corro. Bloqueo el descabellado pensamiento. Corro a toda la velocidad que me permiten  los doloridos músculos de mis piernas, los cuales gritan su protesta en forma de quemazón. Gélido sudor recorre mi espalda. Un escalofrío me invade la nuca. La última imagen contemplada nubla mi mente, anula cualquier temor a una caída. Abre un agujero negro en mi realidad.

 Esa zapatilla derecha arrastrando los cordones sueltos.

Tras descorrer el cerrojo de la verja negra, con manos temblorosas, llego a la puerta principal. Por fortuna, ésta se abre al bajar la manilla, ahorrándome el buscar la llave que guardo en el bolsillo trasero de las mallas. Ni siquiera me quito los guantes.

Tras franquear la entrada, cierro con la llave que guardamos en el diminuto zaguán. Se advierten luces encendidas, a través del cristal traslúcido de la puerta que separa el hall del pasillo. Nunca me alegré tanto de la naturaleza casera de Stevie. Me descalzo con premura, sustituyendo las húmedas deportivas por unas pantuflas.

Lo encuentro en el living, viendo un concurso por televisión, en el cual los participantes deben escoger entre un puñado de cajas rojas numeradas, desconociendo la cantidad de dinero que ocultan en su interior.

Stevie pulsa el botón de silencio en el mando a distancia.

Ar ye awrite, buddy? —pregunta al verme quieto bajo el quicio de la puerta.

Doy un paso al frente y le relato atropelladamente lo ocurrido. Replicando su razonamiento. “Sí, estoy seguro, claro que estoy seguro. El mismo niño. No, imposible que haya subido la cuesta corriendo, lo hubiera visto. Y un rodeo por la otra calle queda descartado por la enorme distancia”.

—¿Cómo dices que vestía? —dice en su idioma, más interesado ahora.

Le amplío la descripción. Tan sólo le había mencionado que iba en pantalón corto. Cito lo de la gorra, la sudadera del Celtic, los cordones…

Me observa con rictus serio. Acto seguido, apaga el televisor y se incorpora, acercándose al mueble-bar. Extrae una botella de whisky que guarda para las visitas —un Glengoyne de doce años— y dos vasos anchos de vidrio tallado, impolutos.

—Te cruzaste con ‘Wee’ Callum. — dice, sin girarse.

—¿Quién es “El Pequeño” Callum?

Dándose la vuelta, me mira fijamente. Sus ojos reflejan un gris acero nuevo para mí. Toma asiento y con un gesto de su mano me invita a hacer lo mismo. Obedezco como un autómata.

—El nieto de los vecinos de enfrente. ¿Sabes ese matrimonio que pasa horas y horas cuidando el jardín delantero? Se mudaron desde Glasgow hará unos diez años, cuando él se jubiló. Callum solía venir a Edimburgo a pasar las vacaciones estivales con ellos, concediendo así un descanso a la madre, que permanecía en su modesto piso en Paisley—y añadió, a modo de información adicional—; madre-soltera, de unos veinticinco años de edad, verano, festival de rock T-in the Park, un poco de libertad, bueno ya sabes.

—Pero… —Stevie me interrumpe, mostrándo la palma abierta.

—A ‘Wee’ Callum le atropelló un coche, mientras cruzaba la carretera para coger el autobús número veintidós, una tarde de julio hace cuatro o cinco años. El conductor se dio a la fuga —a hit and run, dijo—. Nunca lo encontraron. Chavales con auto robado —joyriders— supongo. Por desgracia, algo bastante habitual hoy en día —y añadió un rotundo— Fucking scum, ye ken! —¡puta gentuza, sabes!—.

—…

—Jorge, Callum murió en la ambulancia, camino del hospital.

Contemplo la botella medio llena, que reposa sobre la mesita de té, junto a los dos vasos con una generosa medida del licor nacional.

—No me gusta el whisky, Stevie. —digo.

—Lo sé

Sin dejar de mirarme, alza su vaso.

— ¡Por “El Pequeño” Callum!

Imito el gesto, y ambos bebemos en silencio.

El timbre causa tal estruendo que nos sobresalta. Un lejano sonido de risitas nerviosas llega hasta nosotros.




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F74 - Rosas Ensangrentadas                                         F147 - No apagues la luz

domingo, 25 de abril de 2021

F169 - Susurros entre líneas (octubre 2006)

 

Hoy tengo una cita. La Cita.

He pasado las dos últimas semanas mirando el calendario. Cada noche rotulaba un aspa sobre el número yacente. Cada cruz marcada, un puñado de nervios acumulados.  Catorce días desde que supe la fecha: 27 de octubre de 2006. Catorce días, y quinientas noches en vela, como recitaría el gran Sabina.

¿Qué me pongo? ¿Qué viste uno para un encuentro de este calibre? Me siento como una adolescente protagonista de una película, mezcla entre palomiteril yanqui y tragicomedia almodovariana, al borde de un ataque de nervios eligiendo vestido para el baile de fin de curso. ¿Me disfrazo, en plan chaqueta, corbata y zapatos relucientes? ¿O mejor soy yo mismo, consejo universal e inútil para las citas a ciegas? Aunque no es así del todo. Yo conozco su aspecto, su edad, su voz, el lugar donde reside, incluso algún detalle de su vida privada. Mas la otra parte lo ignora todo de mí. Soy un ser anónimo, un soñador, un susurro enigmático entre líneas, un fantasma que flota, un soldado con vocación de poeta, cosido a cicatrices y complejos, un Cyrano de Bergerac.

¡Qué nervios! Todavía no lo creo.

Llego temprano. Quizás demasiado pronto. Sabía la ubicación exacta del lugar. Es un modesto local situado cerca de la estación de tren Waverley. A pesar de conocer la dirección, hace dos días me acerqué para inspeccionar la zona. Así no encontraría ninguna sorpresa: una puerta en desuso, un cambio repentino de domicilio, el bloque engullido por un repentino socavón en el suelo.

Todo está estudiado. Nada puede fallar.

Son las 9:30 de la mañana. Es viernes. Todavía he de esperar media hora más. Dedico unos minutos a pasear alrededor del moderno edificio. Desconozco si mi cita habrá llegado ya. Quizás esté oculta, observando, comprobando; tal vez su curiosidad iguale la mía.

El reloj no avanza. Tal vez me hallo en un sueño de esos extraños, pero en lugar de tratar de correr y no avanzar un metro, en mi particular pesadilla los numeritos de la pantalla del móvil se niegan a cambiar al ritmo habitual.

Cansado de esperar, llamo a la puerta del establecimiento. Golpeo con firmeza el cristal un par de veces. Tras unos segundos, una señora de mediana edad se acerca. Cabello rizado en busca de un peine, guardapolvo de trabajo con solapas sembradas de numerosas e incongruentes chapitas y pins ochenteros. Se asoma, tras abrir un palmo. Todavía está cerrado, dice, señalando el consiguiente cartel que reza “CLOSED”, el rostro divertido, sus ojos chispeantes y húmedos. Como si gozara con mi angustia. La muy.

Tras la enésima ronda, sin alejarme en exceso, retorno. Observo a otra señora esperando. No se mueve de la puerta acristalada. Parece mayor, quizás tan sólo trata de recuperar el resuello antes de continuar su paseo matinal. ¡Maldita sea! Debiera ser yo quien entrase en primer lugar. ¡Tengo una cita, señora!

Llevo conmigo la pequeña mochila. Es fiel, casi siempre me acompaña. En su interior, una cámara digital de fotos. Nunca se sabe, tal vez mi cita esté por la labor y deje que la retrate. Junto a ella, un libro que huele a papel, tinta y pegamento. El Libro. También leal camarada.

Dan las 10 de la mañana.

Entro en la tienda, al fondo hay una cafetería de casa de muñecas. Supongo que allí será el lugar de encuentro. Ese minúsculo detalle ha quedado en el aire. Sigo a la señora, que se empeña en caminar delante de mí, como si tuviera prisa, dejando claro que ella traspasó primero la entrada, lanzando miraditas de reojo, a falta de retrovisor, para comprobar que no le adelanto.

Por fin logro divisar su figura. Al final del pasillo, junto a una mampara de aspecto frágil que parece dividir el recinto en dos.

Me acerco, más nervioso a cada paso.

No sé cómo actuar. Allí de pie, frente a una mesa grande. Me tiemblan las rodillas. Transpiro por cada milímetro de piel. Froto la palma de mi mano en los vaqueros.

Digo buenos días, por decir algo. Me siento observado. Casi escrutado. Escucho el saludo de vuelta. La voz es amable, diría que se alegra de mi presencia.

Me vengo arriba.

I like your novels! — el tono de voz se me fue ligeramente alto, rozando el larguero. Suena casi a exabrupto de perturbado. Espero que no salga corriendo.

Silencio por respuesta. Sonríe, ladea un poco su rostro. Sus ojos vivaces taladran los míos. Estupendo, Jorge, tras cuatro años de residencia, estudio, trabajo; de aspirar el inglés a través de cada poro de tu cuerpo, has soltado una frase de primero de parvulitos a toda una eminencia de la literatura contemporánea escocesa.  Sólo te faltó decir “libros”, en lugar de “novelas”.

—… a lot. —añado, queriendo apuntalar el desastre.

Una risa llega a mis oídos. Es limpia, franca, pero no llega a carcajada. Sólo es un ‘chuckle’, en su pura definición. No hallo el equivalente castellano concentrado en un solo vocablo.

I hope so, pal. —responde.

Eso dijo. O quizás, eso soñé que dijo, a menos de un metro de distancia, tras un pupitre de niño grande, repleto de novelas azuladas. Eso contestó, Ian Rankin, buscando mis ojos, mientras abría el libro, estilográfica en mano.

Hubiera deseado sentarme a su vera y charlar con él, discutir la evolución de sus personajes, contarle cuándo y cómo descubrí al inspector Rebus, de qué forma me enamoré de su discípula Siobahn Clarke, confesarle mi atracción malsana por el archienemigo de John, ese magnífico “Big Ger” Cafferty. Hubiese donado mis ahorros a British Heart Foundation a cambio de ser capaz de agradecerle los ratos disfrutados, de gritarle un thanks enorme por mostrar ante mí el lado oscuro de Edimburgo, los monstruos tras la penumbra, agazapados bajo la superficie impoluta y relumbrante que fotografían visitantes y turistas. Me habría gustado decirle tantas otras cosas. Que descubriera mi admiración, el nerviosismo estúpido ante su persona, la envidia sana que genera dentro de mi alma de escritor frustrado, producto de esa capacidad suya para crear una atmósfera tan real sobre simples hojas de papel, tan palpable que provoca en mí anhelos de llamar al timbre del Nº 17 de Arden Street, buscando al policía gruñón, para que se pague un par de pintas de IPA, en el viejo pub Oxford.

Todo esto ebulló dentro de mi cabeza durante dos semanas. Durante cuatro años. Y le disparo a bocajarro una frase de primaria. I like your novels.  Creerá verse ante un tipo grandote al que le faltan un par de veranos y una primavera. ¡Genial, Jorge!

Sin embargo, tal vez haya sido lo mejor. Se me escapa la pronunciación exacta del apellido, “Rebus”. ¿Y si no me hubiera entendido? Tierra trágame. Por no hablar del nombre de pila de mi querida Clarke. ¡Qué manía la de estos herejes celtas! Escriben: S-i-o-b-a-h-n, y después leen: “Shefán”, o algo similar.

Un rápido vistazo en derredor. La fila de admiradores llega hasta la sección de papelería. Una hilera homenaje a la diversidad: edad, sexo, raza, religión. Un elemento los une, sin embargo, todos portan el último título de la saga policiaca: “The Naming of the Dead”.

Salgo a la calle alborozado. Chispea y el cielo puso la capota, mas no me importa. Mis pies levitan sobre los charcos. Bolsa al hombro. Dentro, mi ejemplar con una dedicatoria especial. Junto a él, una fotografía todavía en las entrañas digitales de la cámara.

La Foto.

En un rincón de la librería WHSmith. La fealdad de la puerta gris del trasfondo no estropea la belleza de la instantánea. Una belleza sentimental. Sentado detrás del gran escritorio, Ian Rankin con sonrisa pícara, como si adivinara lo que supone la foto para su acompañante. Para mi yo pasado. Aquel joven con chaqueta de yayo, que decía la buena de Cris. Aro plateado en la oreja, collar de cuentas de madera, ojos con sombra de cansancio y el rostro henchido de admiración. Ligeramente encorvado, temeroso de robar plano al maestro, la vista fija en el objetivo, tratando de vislumbrar por un agujerito el futuro incierto, observando curioso a mi yo presente.

 



martes, 20 de abril de 2021

F168 - A Big Red Bus (V) (octubre 2006)

 

Me paro a cavilar y descubro que pasé media vida en un autobús. Dentro de alguno de aquellos mastodónticos vehículos con carrocería de color vino, doble altura y grandes ruedas. Colegio, trabajo, viajes, misiones de reconocimiento. No importaba el motivo, ni el destino. Incluso en ocasiones subía a bordo por el mero placer de hacerlo. A modo de  exploración del territorio. Todo ello a expensas del pase mensual que abonaba religiosamente. Dejándome llevar hasta el último punto del recorrido, bajar y tomar otro bus de retorno. Un poco a la manera que Sheldon Cooper hace con sus adorados trenes.

Aquella tarde fue una de estas ocasiones. Una expedición sin destino concreto. Una ruta sorpresa, al igual que una de esas sesiones cinematográficas en las cuales ignoras  la película que van a emitir.

El día invitaba a ello. A pesar de rondar la mitad de octubre, la temperatura se mantenía agradable. Además no llovía, que siempre es un plus para estos cometidos quijotescos. Callejeé un buen rato, por el centro de Edimburgo y sus calles adyacentes. Sin fijarme demasiado, para así desorientarme un poco. No tuve que esforzarme en exceso, debido a mi carencia de GPS interno. Así, una vez hube alcanzado el objetivo —una travesía desconocida—me dirigí a la primera marquesina que encontré. Debía pertenecer a la empresa Lothian, para poder usar la tarjeta ilimitada (sus vehículos se diferencian de los de la otra compañía —First— por los vistosos colores que decoran sus carrocerías, aunque los clásicos siguen vistiendo el tono de la casa: sobrio granate).

Saludé cordial al chofer, posé el carnet electrónico sobre el lector, la fotografía hacia arriba, y me encaminé hacia la escalera de caracol. Lo interesante siempre sucedía en el piso superior. Las mejores anécdotas acontecían en la última fila de asientos. La de los chicos malotes, como la denomina el bueno de John. Una hilera continua cuyos asientos no respetan la separación del pasillo.

Solía llevar conmigo una pequeña mochila. Lo suficientemente discreta para evitar la apariencia de turista ingenuo y desubicado. Poco a poco se aprenden estos truquillos (¡nunca despliegues un callejero en pleno centro de Niddrie!). En su interior, lo habitual: un libro, un cuaderno y bolígrafo, la botella de agua, y alguna chocolatina por si mi cuerpo entra en barrena de glucosa por vena.

Observaba pasajeros, anotaba paradas, minutos, barrios, lugares interesantes. Si alguno de estos sitios llamaba a gritos mi atención, me levantaba de un salto, pulsaba el botoncito rojo e interrumpía el trayecto para indagar de cerca. Sin embargo, lo normal era seguir el plan. Alcanzar la meta, el destino final, el último apeadero. Saber hasta dónde llegaba aquella línea. Recordemos que vivía tiempos de mapas y guías sobre papel, con sus colorines, escalas y páginas replegadas, nada de San Guguelmaps ni Tontotoms. Mi Nokia se mostraba tan sencillo cuan vanidoso por su identidad analógica.

Aquel número cuarenta y cuatro me llevó hasta Balerno.

Un lugar perdido de la mano de Dios, pensé. Aún así exploré aquel nuevo planeta de mi constelación edimburguesa. Pateé sus cuatro calles, visité un pub local. Caté una de sus cervezas autóctonas. Poco más, no había mucho que ver. Asomaba el atardecer y la vida rural desaparecía tras puertas y postigos.

El viaje de regreso siempre resulta más sosegado y veloz. La relatividad del tiempo, supongo. Al conocer el camino, se te hace más corto, a pesar de ser idéntico. Me limité a descansar, la mirada perdida en el paisaje exterior, difuminado tras el cristal empañado de la ventana. Había elegido, esta vez, uno de los asientos de la penúltima fila. El piso superior iba casi vacío. Tan sólo un par de adolescentes, acomodado tras el hueco de la escalerilla: un enredo de brazos, lenguas y piernas. La parejita y yo mismo. Nadie más.

O eso creía.

Hasta que escuché un chistar. Éste no procedía de la tórrida pareja. Provenía de atrás. De la última fila, la cual habría jurado desierta.

̶ Chst, chst, hey, mate!

La curiosidad mató al orgullo. No soy un chucho, pensé, sin embargo miré hacia atrás. Un joven gesticulaba desde el otro extremo de la última hilera de asientos. Debió de subir en la última parada sin percatarme de ello. Lo supuse de procedencia inglesa, o quizás australiana. Pronunció ‘mait’, en lugar de la manera escocesa ‘meit,’ o de su equivalente más probable por estos lares: ‘pal‘.

Se le veía un tipo normal. En sus treinta y tantos. Arreglado de aspecto: corte de pelo a la última moda —cuidadosamente despeinado—, vaqueros tan desgarrados como nuevos, camisa blanca por fuera de los pantalones. Incluso emanaba una tenue fragancia varonil de perfume caro. Lucía un tatuaje en el brazo izquierdo, a la altura del bíceps: un alambre espino alrededor del músculo. Mi mente absurda lo asoció con una corona de espinas destocada.

Me pidió, con educación, un cigarrillo. Le ofrecí la usual negativa, añadiendo la innecesaria disculpa: perdón, no fumo. El omnipresente ‘sorry’ no podía faltar. Me limité a eso. Libré una batalla interior con el objeto de mantener cerrada la bocaza —que más de un disgusto me ha dado—, y no recordarle la consabida prohibición de fumar a bordo. Justo en aquel instante, el autocar se detuvo y la pareja de tortolitos descendió por la escalerilla, cortando en seco el amago de levantarse de mi interlocutor para solicitar el ansiado pitillo. No le dio tiempo ni a incorporarse del todo.

Aquel tipo me pidió tabaco y me regaló conversación.

Desvariaba un tanto. Hablaba de esto y de lo otro. Sin orden ni concierto. Más monólogo que conversación. Trataba yo de introducir alguna que otra cuña publicitaria, con escaso acierto. Debo admitir que también yo perdía información, se evaporaba en el aire debido a mi flojo ‘listening’. No terminaba de pillarle el acento. ¿Birmingham? ¿Manchester? Ni pajolera idea. Estos ingleses pronuncian todo muy raro, me dije. Parloteó sobre las pibas de Glasgow, así lo expresó ‘the Glasgow´s birds’, sobre la caballerosidad del rugby frente a la bajeza futbolera; relató con fervor etapas  de su vuelta al mundo que llevó a cabo mochila al hombro, cuando fue joven. Eso dijo, aquel sujeto que no llegaría a los treinta y cinco. Casi de mi quinta. Me sentí un viejo a su lado. Esta es tu vuelta al mundo, me dije con injusta dureza. Edimburgo y sus alrededores. Sin embargo, reflexioné, si no hubiera osado escapar, continuaría estancado en mi pueblo, acudiendo a la pequeña capital riojana a trabajar, beber y llorar, y de regreso al pueblo para soñar. Semana tras semana. Y en cambio, aquí me encontraba, charlando con un caballero de las Inglaterras, que parecía tan perdido como yo mismo.

Sobra decir que supo mi condición de extranjero desde el minuto cero de la conversación. Mas el muchacho era amable, y prosiguió el intercambio de vocablos sin darle importancia. No obstante, la tentación debió de ser feroz, y al final sucumbió, arrancando un mordisco a la manzana con la pregunta obligada:

            ̶ Where are you from, mate?

̶  I´m from Spain.

Entonces hizo algo que me dejó en fuera de juego posicional. Más que sus gestos, las palabras que pronunció a continuación. Abrió mucho los ojos, hizo un movimiento extraño con los brazos (quizá trataba de imitar un baile flamenco, no podría jurarlo pero rogué a Dios que no fuera así), permaneció callado durante un par de segundos, ceño fruncido y punta de la lengua asomando entre los labios, como un mocete que trata de recordar la lección… para disparar a bocajarro, en correcto castellano con fina capa de barniz guiri:

̶  ¡Viva España; sí; servessa por favor; Despeñaperros!

Tan sólo le faltó el olé.

Sin dar tiempo a recomponerme, disparó el tiro de gracia:

̶  ¡Por los klavos de Kristo!

Y visualicé, otra vez, la corona de espinas.




A Big Red Bus (IV)



domingo, 11 de abril de 2021

F167 - Mensajero del futuro (octubre 2006)

 

Allí estaba de nuevo. No era la primera vez que lo veía, ni la tercera. Tampoco sería la última. Sin embargo, su presencia resultaba extraordinaria, más allá de la rutina de la zona, lejos de ser algo habitual. Cuando tropezaba con su visión, las dudas acudían al asalto. ¿Lo verán los demás también? ¿Será una aparición, una especie de espectro que tan sólo yo puedo contemplar? ¿Estaré perdiendo la chaveta? Dichas sospechas se desvanecían al instante, gracias a los pitidos de los vehículos, algún grito o quizás un juramento lanzado al viento viciado con humo de tubo de escape.

Ante la sorpresa inicial, tras tropezar con el personaje, detengo mi marcha, e incrédulo, observo: Esquiva los coches con gracia de torero joven. Mirando al frente, altivo, gira sobre sí mismo, ejecutando chicuelinas de cara al tendido, y torna sus ojos claros al cielo gris, que clemente, deja pasar un hilo de sol. ¡Va por ustedes!, parecía decir.

Se trataba de un tipo peculiar. Hubiera llamado la atención de cualquier manera. Mediante su actitud, su mirada, su tamaño. Habría reparado en él aunque lo encontrase sentado sobre el bordillo, pidiendo, como cualquier homeless. Mas el muchacho no pertenece al grupo de los sin techo. No reclama dinero. Tampoco muestra carencia alguna. Se limita a caminar entre el tráfico, charlar consigo mismo y amenizar el día a los curritos, oficinistas con prisa y café para llevar, chavales ociosos y algún que otro mirón vocacional, como yo mismo.

Todo ello, semidesnudo.

Grados centígrados, Fahrenheit u hoja del calendario carecen de importancia. Su look permanecía invariable. Torso desnudo, pantaloncitos vaqueros cortos y apretados. Pies descalzos.

Los tatuajes brillaban por su ausencia. Me sentía defraudado. Siempre lo hubiera imaginado con algún grabado corporal de carácter presidiario, tono azul ajado, de trazo grueso y zafio. Describirlo como un hombre fuerte no le hace justicia. Era un superhéroe atravesando una mala racha, antifaz y mallas cedidos al prestamista o quizás un vendedor de enciclopedias a domicilio, con el termostato interno averiado, quien presa de un insomnio atroz  ̶  debido a la invasión barbárica de Wikipedia  ̶  se machaca noche tras noche en su pequeño apartamento, donde los obsoletos tomos de la Britannica y Larousse disputan su espacio con pesas, mancuernas y potros de auto-castigo.

 Rozaría el metro noventa. De hombro a hombro un largo trayecto. Pectorales cuasi obscenos de tan voluminosos. Tableta para lavar ropa a mano por abdomen, un ‘six pack’ lo denominan por estos lares (emulando al paquete de seis birras). Popeye tosería el humo de su pipa al contemplar aquellos bíceps de acero para barcos de Bilbao. El mismísimo Roberto Carlos  ̶  véanse anales del Real Madrid  ̶  borraría su sempiterna sonrisa envidiando los muslos del chicarrón. Sin esfuerzo, pude visualizarlo: a cuatro patas, una gruesa maroma entre los dientes, su tenso cuello de toro a punto de reventar, arrastrando un Scania dieciocho ruedas.

Caminaba medio en pelotas. A su bola, como si la carretera, las aceras, conductores y peatones no existieran. Todo a su alrededor, un moderno decorado de cartón piedra mejorado. La gente, meros figurantes de a cuarenta libras la jornada. Él, protagonista absoluto de aquel largometraje eterno, llamado vida, con su monólogo improvisado, la banda sonora atronando dentro de la cabeza y alguna melodía nostálgica que huía de su armónica, buscando quizás llegar a oídos de una Olivia tan delgada como cuerda.

Así es, dos objetos permanentes ocupan sus enormes manos: una armónica que sustrae rayos al sol y una gran botella de plástico con dos litros de agua a medio consumir. De vez en cuando, da largos tragos al recipiente. Bebe como un chiquillo sediento tras una pachanga futbolera. El líquido transparente desborda por las comisuras de sus labios. Yo lo observaba atónito, y rezaba por que aquello no fuera agua de fuego camuflada en recipiente de apariencia inofensiva, vamos, el vodka de toda la vida.

No se trataba de alcohol. Tan sólo agua, quizás del propio grifo. El gigante refrigeraba así su maquinaria muscular. Un tipo sano, saltaba a la vista. Tal vez, su cuadro de mandos mostraba el cuentarrevoluciones algo pasado de vueltas, mas se notaba inofensivo. De esos que ayudan a una ancianita cruzar la carretera.

Su recuerdo lo asocio con el Cowboy estadounidense. Un señor con perilla que pasea en tanga y sombrero su vieja guitarra, animando las gélidas mañanas a los neoyorkinos. Sin embargo, nuestro vaquero particular tenía aspecto de provenir de algún país del Este de Europa. Un rostro que refleja dureza aniñada. Ojos de un azul deslavado. Ningún sombrero protegiendo su cabello rapado, el cual se adivina rubio canario. Las botas camperas debió de venderlas para comprar el reluciente instrumento.

Una cuadrilla de adolescentes autóctonas  ̶  moños altos, maquillaje de a kilo, botas rodilleras, grandes aros plateados por pendientes  ̶  atraviesan la acera, a lo Alejandro Sanz, pisando fuerteee, pisando fueerte; cargan amplias bolsas de papel semivacías pero con el todopoderoso logo de la tienda de moda. Silban, vitorean, gritan al frío viento vocablos para mí indescifrables, versos de periferia cargados de voluptuosidad. Ye´re so hot! Alcanzo a entender. Continúan su camino, risitas nerviosas, brazos entrelazados, el pavimento les pertenece, juegan a ser las chicas de ‘Sex and the City’, todo glamur y bolsos Chimmi Chu, tratando de olvidar que al anochecer, cual modernas Cenicientas, subirán a la carroza granate número 16 con destino a Oxgangs, donde les espera la soledad en penumbra, cena al microondas y un capítulo de EastEnders.

El cowboy descamisado sigue un ritual en su libro de texto. Recorre uno de los lados de North Bridge, el que asoma al Castillo, en dirección sur. Alcanza la altura del Hotel Carlton, cruza la carretera. Esquiva los coches cual promesa del toreo bielorruso. Frente a la fonda de renombre, da un largo trago y toca una melodía que rebosa melancolía. Quizás su particular Olivia escapó de sus brazos, pienso, y buscó refugio en una lujosa habitación. Entonces mi mente hace un clic, salta hacia adelante en el tiempo un puñado de años, y me contemplo paseando frente a la fastuosa pensión, manos enlazadas, luna lechosa por testigo, con ella, una ex-recepcionista de ojos melancólicos, quien raptará mi alma para llevarla consigo a orillas de un viejo Mediterráneo cuyas aguas concibieron su nombre, Marina. Entonces, el ucraniano mira al frente, en mi dirección, detiene su melodía, sonríe, de alguna forma conocedor del futuro que me espera, alza su poderosa testa al cielo, mano derecha levantando la botella, cual simbólica montera:

̶  ¡Va por ustedes, mi arma!, parece exclamar, el Chiquito del Volga.