Me despierta un débil pitido. Un biip biip monótono e insistente. Entreabro los ojos confuso,
somnoliento, desorientado. Estoy en una habitación pequeña, la ventana está
abierta y entra la brisa de la madrugada. Apago la alarma del reloj, que he
dejado abrochado al barrote de la litera. Poco a poco mi cabeza despeja mi atolondramiento: Lisboa, fútbol, hostal. Bajo con sigilo la vertiginosamente vertical escalerilla, no quiero despertar
a mis compañeros de habitación ̶ tres
muchachas holandesas y dos chavales de la República Checa ̶ , que duermen como
benditos, tras una noche de parranda. Juventud, divino tesoro. Me concentro en
poner un pie descalzo, tras otro, en los estrechos, fríos y duros peldaños de
la litera. No quiero romperme los cuernos justo el día del partido.
Todo es silencio. Recorro el oscuro pasillo hacia el
baño. La luz intensa de su interior, tras unos segundos de intermitencias
fluorescentes, hace que entrecierre los ojos. La ducha es tan estrecha que a
duras penas puedo girar el cuerpo, coger el gel ̶ en bote diminuto, para pasarlo en el
equipaje de mano en los vuelos ̶
mientras sujeto con la mano izquierda la cebolleta de la ducha, pues no
hay enganche donde colocarla. Gracias a Dios el agua está caliente. Miro hacia
abajo, el agua enjabonada cubre mis pies enchancletados (compré unas sandalias
baratas para la ocasión, en Primark, rojas, de goma, de esas con tira entre dedos que siempre
me hicieron daño). No puedo evitar sonreír, evocando aquel año cuando un día me
vi tirado en una calle de Edimburgo, con mi vida y sueños en cajas de plástico
transparente, por cosas de la vida, que a veces es muy perra, acabando en un hostel donde viví los siete meses más
extraños de toda mi existencia. Pero esa es otra historia, que quizás algún día
les cuente.
Decido desayunar en un bar diferente, situado en la misma
calle donde está la pensión, justo en la esquina. Visto mi camiseta oficial del
Real Madrid, regalo de mi viejo amigo escocés. Al cabo de unos minutos entra
otro cliente. Lleva la misma indumentaria, pero actualizada en la publicidad.
Nos saludamos con complicidad. Tras pedir educadamente mi permiso, compartimos
mesa. Es de Madrid, treinta y tantos años, buenas maneras, peinado formal. Dice
haber pagado setecientos euros por su entrada, en la reventa en Madrid. Me
enseña su preciado tesoro. Por fin tengo en mis manos ese ansiado trozo de
papel, pasaporte al Estadio de la Luz, al Estadio de los Sueños. Lástima que el
tipo extiende su mano, palma hacia arriba, para que se la devuelva.
Todos estos años lejos de mi querido país (a veces
odiado, por sus políticos, sus banqueros, sus envidias y sus puñaladas
traperas) me han enseñado muchas cosas. Una de las más importantes: siempre hay
que disponer de un plan B.
Así que dediqué parte del día a buscar una buena base
donde instalarme, en caso ̶ bastante
probable ̶ de quedarme sin localidad
para el partido. No resultó tarea sencilla, pues a pesar de existir infinidad
de bares y cafeterías (pastelerías, las denominan), pocos de ellos disponen de unas condiciones apropiadas para mi objetivo (televisor de tamaño decente,
espacio amplio para los clientes). La mayoría de los locales son pequeños, o
muy vastos pero sin televisión. La opción de verlo en la calle la descarté,
debido a noticias que corrían sobre la prohibición de retransmitir el encuentro
en la vía pública, por temor a peleas y revueltas. Además ya no tengo el cuerpo
para demasiadas jotas (¿noventa minutos, o más, de pie, entre chavales
saltando, apretujones, olor a sudor y cerveza?, no gracias, mis tiempos de
conciertos de Barricada ya quedaron atrás).
La solución me vino dada. Salir del centro. Reservé una
mesa para cenar (dejé bien claro a la chica que debía ser junto a la pantalla
grande) en un restaurante estadounidense, es decir, en una hamburguesería;
ambientado en los años sesenta, con Elvis Presley como figura principal: el Music Burguer.
La tarde la pasé en la Praça do Rossio, zona base de los
aficionados madridistas. Hacía un día espléndido, de sol y calor. El ambiente
era magnífico, cánticos, saltos, música y profesionales del micrófono amenizando
el jolgorio. Cantantes sexys y famosas, enfundadas en la camiseta madridista,
exhibiendo sus voces y encantos tras las gigantescas pantallas. Fue una tarde
de locura: litros de cerveza recorrieron mis venas; bocatas de kebab ayudaron
en el proceso; instantáneas posando con bellas Atléticas, dejaron una bobalicona
sonrisa en mi rostro; fotos con unos calagurritanos, parapetados tras una bandera de La
Rioja, pusieron la gota de nostalgia, devolviéndome por un instante a mis raíces;
el encontronazo amigable con un chico logroñés con el que conviví, en otra
vida, en la ya desaparecida residencia estudiantil de Santurce, puso el toque
surrealista (Lisboa es un pañuelo, pensé). Por un momento la euforia me llevó a
imaginar que me cruzaría de cara, otra vez, con mi hermano y sus amigos, entre
toda esa marabunta merengue, a pesar de que sabía que en esta ocasión no
acudirían.
El Estadio de la Luz se encuentra lejos del centro.
Situado a las afueras, desangelado, sin bares ni restaurantes alrededor, salvo
un centro comercial, anónimo, frío y artificial, donde tan sólo pude hallar una
pequeña pastelería con una televisión
y cuatro sillas. De ahí mi necesidad de un plan B. Si no encontraba entrada,
debería darme un margen de tiempo (40-50 minutos) para regresar en metro (todo
abarrotado, servicio más lento) a la zona del restaurante norteamericano y ver
el pitido inicial.
Son las cinco y media de la tarde. El encuentro comienza
a las siete cuarenta y cinco. Dispongo de una hora y treinta minutos para
adquirir una localidad, a precio de reventa. A las siete en punto, mi carroza
se convertirá en vulgar calabaza y deberé salir pitando hacia la boca de metro
más cercana, entre cientos de personas alrededor.
La vida es dinero, queridos amigos. Ni amor, ni salud, ni
estudios, ni vocación, ni profesiones, ni leches en vinagre. La vida es dinero.
Los contornos del estadio se aprecian al fondo. Todo está
vallado. No nos permiten acercarnos. La seguridad es impresionante. Hay
policías por todos lados. Una imagen llama mi atención: casi una docena de
personas, hombres, orinando contra un alto muro, mientras una pareja de
policías camina al lado, haciendo la vista gorda; no logro imaginar tal escena
en mi vieja Edimburgo. También hay reventas, por todas las esquinas. Son como
un pequeño ejército, una banda. Los hay de todos los tipos: la chica joven y
guapa, portuguesa, hablando en un español básico, rodeada de ansiosos
madridistas en busca del tesoro perdido: una entrada, “Mi padre pagó 1.300
euros por ella, yo pido 800”, dice con cara de pena, como poniéndole letra a un fado. El boleto es oficial, su
autenticidad parece incuestionable. Las parejas o tríos de ucranianos, o rusos,
o qué sé yo. Los grupos de portugueses, aspecto duro, profesionales del asunto.
En cierto momento ignoro si busco una entrada o me introduje, sin querer, en el
foco de trapicheo de coca en Lisboa. “Jorge, eso te pasa por leer a Saviano,
estás paranoico”, me reprendo.
La vida es dinero. Piden mucho dinero: 1.500 euros (dice
el hombre que es una buena localidad, supongo que incluirá copa de champán
francés con su Majestad el Rey, en el descanso), 1.200 euros, 1.000, 800 euros,
700 por dos boletos (deben ser vendidos a la vez, y ya hay varias parejas de
acosadores en torno al reventa). Estoy dispuesto a pagar 300, 350, a lo sumo
400 euros. Una locura, para mi economía particular. Pero me quedo sin tiempo. A
medida que transcurren los minutos hay menos gente alrededor, pues van entrando
al campo, hay menos policías, igual número de reventas, por tanto la seguridad ̶ mi seguridad ̶ disminuye. Llevo dinero encima, bastante, eso
es obvio. Yo lo sé, ellos lo saben. El hecho de estar solo también complica el
asunto, ya delicado de por sí. El re-ventas te solicita ir a un lugar semi-oculto,
lejos de las miradas policiales (aunque éstos hacen claramente la vista gorda):
tras unos contenedores, tras un árbol, junto al muro. Ahí se hace el
intercambio, como vulgar trapicheo, tras comprobar que la entrada es auténtica
(cosa que nunca sabrás al cien por cien hasta que pases el torno de seguridad).
Si el tipo decide sacar un cuchillo, estás vendido. Por tanto yendo solo debo
extremar todas las precauciones, elegir bien a la persona. Añoré profundamente a mi particular re-ventas
inglés: aquel sonriente calvo y cachas tatuado, con ese acento geordie, de Newcastle.
La vida es dinero, señores. Y esta vez no pudo ser. Me
quedé sin tiempo, debía salir volando hacia el metro, antes de que mis
zapatitos de cristal se convirtieran en unas desgastadas deportivas, la izquierda
manchada de pintura amarilla, como si fuera uno de esos escritores de paredes,
fieles seguidores de Sniper.
El resto ya lo conocen ustedes. El partido, el resultado,
los nervios, la alegría, la decepción, el éxtasis, la frustración. Ahora cojan
todos estos sentimientos y multiplíquenlos por cien mil. Así tendrán una ligera
aproximación de lo que yo viví.
En mi regreso triunfante al hostal, a bordo del metro,
había dos crías atléticas en medio de un mar ̶ en calma y respetuoso ̶ madridista. No tendrían más de quince años,
camisetas colchoneras, bufandas. Iban sentadas a mi lado, yo estaba de pie, sujeto
a una de las barras de apoyo. Lloraban, una ̶ con
gruesas lentes ̶ hacia fuera, sin
consuelo, su amiga por dentro, sin lágrimas visibles, tan sólo sus ojos
empañados. Esa imagen me rompió un poquito por dentro, deslizó una pequeña
cortina de tristeza frente a mi júbilo. “No te lleves mal rato, tan sólo es un
partido de fútbol”, traté de ofrecerle consuelo. Sus ojos inundados, tras las
gafas empañadas, me miraron. Continuó sollozando. Su amiga respondió por ella: “No,
no es tan sólo un partido de fútbol”. Tras unos instantes de silencio, esta
última me miró, alzó su pulgar derecho y leí en sus labios una palabra que su
voz no pudo materializar: “Enhorabuena”. Asentí agradecido, con una pequeña
sonrisa en mi rostro. En aquel mismo instante, comprendí por qué el Atlético de
Madrid goza de una de las mejores aficiones del mundo.
Pobre Atleti... =*(
ResponderEliminarEl domingo llamé a mi sobrino, madrileño y atlético hasta la médula:
-¿Ya has dejado de llorar?- le dije en tono irónico.
- Sí - me contestó con un triste suspiro.
- O sea, que ayer lloraste un poco.
- Un poco no.... mucho!!!
Yo también me alegro por ti Jorge y (como ya te dije) por algún otro madridista que llevo en mi corazoncito.
Besos'
Gracias por tu comentario Lucía. Sí, fue triste ver el mazazo en la cara de los atléticos, pero nunca olvidaré el escalofrío que me recorrió entero cuando Sergio Ramos metió ese golazo épico. Fue como si me hubiera dado una descarga eléctrica. Una pasada.
ResponderEliminarBuenas noches
ResponderEliminarLamento no compartir vuestras bajas pasiones balompédicas, no dejarán nunca de ser para mi 22 millonarios pateando un balón.
Pero en lo tocante a la historia contada, ¡¡Chapeau!!
Santurtziarra
Pues sí, querido Antxon, pero como dijo el gran Valdano: "El fútbol es una excusa para ser feliz" :-)
ResponderEliminarY ahora que ya ha pasado un poco la euforia de la final, te hago la siguiente pregunta. Si el Real Madrid juega otra copa de Europa, te volverias a ir sin entradas, sabiendo que seguramente acabaras viendo la final en un bar?.
ResponderEliminarNo seria mejor,ahorrarse la pasta del viaje y ver el partido en un pub de Edimburgo?
Comodus, te lo respondo lo más sincero que puedo: mañana mismo repetiría toda la experiencia! (ten en cuenta que fui de vacaciones además de fútbol). Y es más, me arriesgaría a la reventa, con riesgo a timo o palo. Pero claro, a toro pasado...
EliminarPero sí, dinero mejor gastado jamás :-) (el hostel los primeros días muy baratito, el del sábado más caro, pero bueno).