En el Reino Unido, de todos es conocida la canción para niños “The Wheels On the Bus”, sin
embargo existe otra melodía infantil menos popular cuya letra reza así:
A big red bus,
A big, red bus,
Mini, mini, mini and a big red bus
A
big red bus,
A
big red bus,
Mini,
mini, mini and a big red bus
Ferrari!
Ferrari!
Mini,
mini, mini and a big red bus
Les juro a ustedes que he dedicado horas enteras a tratar
de comprender su significado, si lo tiene, pero no he alcanzado tal meta. Lo
del autobús grande y rojo, supongo hace referencia a los clásicos autocares
londinenses de dos pisos. Hasta ahí todo bien. Ningún problema. No problemo, que diría Arnie. La parte
de mini, mini, mini podría ser un
pequeño homenaje al modelo de coche británico que se convirtió en todo un icono
del país: el Mini. Yo lo visualizo de color rojo sangre y la capota decorada
con la bandera de la Union Jack. Pero aquí viene el verso que me tiene totalmente
descolocado, causa de largas horas de meditación y noches desveladas: Ferrari! Ferrari! ¿ein? O como dirían
ellos mismos: What? ¿A qué viene esa
admiración a la marca automovilística del caballito rampante, número uno por
excelencia, la cual es más italiana que la pizza cuatro estaciones? A no ser
que sea simplemente otra referencia al colorado de su bandera, pues me cuesta
mucho creer que estos locos británicos estén convirtiendo a sus pequeños
retoños en seguidores acérrimos de nuestro querido piloto español, Fernando Alonso, más
asturiano que los fayueles, actualmente
de capa –roja, como la de Superman- caída. ¡Oh! ¡Quizás se trate de eso otra
vez! Tan sólo una referencia más hacia la carrocería bermellón del dichoso autobús.
¿Tantas horas de desvelo para esto?
Disculpen este pequeño viaje a las nubes. Sólo deseaba
introducir un título genérico, bajo el cual les relataré las diversas anécdotas
vividas, a lo largo de estos años, en el interior de estos grandes vehículos,
multicolores en el caso de Edimburgo, que recorren incansables las calles y
carreteras de esta insomne ciudad.
Ahí va la primera.
Es la una y media de la madrugada, lo cual significa que
en unas horas comenzará una nueva semana de trabajo. Llego al portal aterido de
frío, mi estómago está todavía revuelto, el temblor de mi mano dificulta la
sencilla tarea de abrir la puerta. Las llaves se me vuelven a caer. Al fin
accedo al interior del edificio, subo el tramo de escaleras en la oscuridad, mi
cabeza perdida en algún sitio olvida encender las luces. Tras entrar en el piso, me dirijo directamente
a la cocina, con sigilo, tratando de no despertar a Penny. Preparo una taza de
té, no tengo el cuerpo para café, y me siento con el rostro mirando hacia la
ventana.
̶ ¿Qué haces aquí
tan tarde? ¿No trabajas mañana?
Penny está bajo el umbral de la puerta, con su pijama de
franela, a cuadros rojos y azules, como una trasnochada hincha culé. No la he oído
llegar.
̶ (…)
̶ ¿Estás bien? Estás pálido, parece que has visto un fantasma.
Entonces, haciendo acopio de fuerzas, le relato lo
acontecido.
A lo justo alcancé al último autobús de las doce de la
noche, tras una pequeña carrera desde los cines UGC, librándome así de tener
que abonar la cantidad extra del primer nocturno. Era un número 22, de un solo piso, que me
llevaba directamente hasta Leith Walk, y de ahí caminaría cinco minutos hasta
casa. Una noche de domingo más, pasada ligeramente por agua, gracias al
característico drizzle escocés, que
tanto me recuerda a nuestro sirimiri norteño.
Me senté en la primera fila, a la izquierda, justo detrás
de la zona reservada para las sillas de ruedas y los cochecitos de niño. Saqué
el grueso libro de mi pequeña mochila negra, con la intención de olvidar el
bodrio de película que había visto, enfrascándome en ese microcosmos que Stephen King crea a la perfección,
llevándote a vivir las experiencias de sus personajes como si estuvieras
sentado junto a ellos, en un plano paralelo del universo.
Rodábamos por el final de Princes Street (docenas de
trayectos similares me permitían orientarme, sin la necesidad de levantar los
ojos del libro). De repente, el conductor clavó los frenos, que no llegaron a
chirriar debido al húmedo asfalto. Haciéndome inclinar hacia delante, manos
extendidas en un acto reflejo, a lo justo sujetando el enorme libro mientras
alcanzaba la barra horizontal de apoyo.
Hemos golpeado algo. Tal vez hayamos alcanzado al autobús
de adelante (esa manía que tienen de circular tan pegados). Levanto la mirada,
no hay nada en frente del autobús… pero una gruesa raja recorre diagonalmente
la luna delantera.
̶ Oh no! Fuck! God! Fuck! God!, repite una
y otra vez el chofer, es joven, delgado, su mano tiembla al coger el micrófono de
la emisora de radio. Habla con la central, con voz trémula, parece al borde de
las lágrimas. Repite un código, una y otra vez.
Me incorporo del asiento, curioso, confuso. Doy unos
pasos para alcanzar a ver. El conductor, a mi derecha, ni siquiera repara en mi
presencia, concentrado en la llamada de emergencia. Hay una figura tumbada en
el asfalto.
Es un chico joven, viste un chándal gris, de esos con capucha.
Boca abajo, con las piernas cruzadas en un ángulo extraño, no natural. Un pie
descalzo deja ver un calcetín blanco. No consigo ver la zapatilla perdida.
El silencio general, salvo los exabruptos del conductor,
se convierte en un creciente murmullo. Algún que otro pasajero se levanta para
contemplar la tétrica escena. Apenas somos media docena, la mayoría extranjera
como luego averiguaría con la llegada de la policía.
En seguida comienzan a acumularse curiosos alrededor,
pocos debido a las horas. De forma increíble, una furgoneta de la televisión
local ha llegado antes que los servicios de emergencia. Un tipo con una cámara al
hombro filma el interior del autocar, la figura tendida, acompañado de una mujer
con micrófono en mano. Es algo surrealista, como extraído de una mala película.
“Voy a salir en la tele”, pienso de manera absurda. Pero el cuerpo es real, hay
un chaval tendido en la carretera. Apenas tendrá dieciocho años. Ignoro si
seguirá con vida.
Por fin llega la policía y una ambulancia. Parece ser que
el chico sigue con vida, lo que genera un alivio palpable en el aire cerrado
del autobús.
Un agente sube, habla con el conductor, mientras su
compañera trata de encontrar algún posible testigo entre los pasajeros. Tarea
difícil, varios no hablan inglés. Me ofrezco a dar mi testimonio, aunque en
realidad no he visto nada. No íbamos demasiado rápido, una velocidad normal
para esa vía y en esas condiciones de llovizna. El mocete ha salido de la nada,
asegura el joven chofer, todavía nervioso.
La espera se alarga un poco. Los policías quieren
completar bien todos los testimonios posibles. Nos comunican que enseguida nos
permitirán abandonar el vehículo, su servicio ha sido cancelado de forma
inmediata. Un hombre de mediana edad se levanta de su asiento, escocés por su
acento, asegura no haber visto nada. Se queja una y otra vez por la tardanza. “¿Quién
va a pagarme ahora la tarifa del nocturno?”, pregunta a uno de los agentes, que
lo mira incrédulo, con rostro serio, respondiéndole éste con un tono algo más
alto de lo normal, en el borde del decoro al que su uniforme le obliga: “Señor,
haga el favor, un chaval acaba de ser atropellado”, sin embargo sus ojos emiten otro mensaje: “Señor,
haga el favor, ¡váyase usted a la mierda!”.
En fin... me suena. "Mientras no me toque a mí ( a mi bolsillo), no me importa mucho la suerte de los demás".
ResponderEliminarAsí somos de egoistas :(
Bueno, yo creo que ese señor fue la excepción. Habría tenido un mal día. Pero quedó fatal, la verdad. Por cierto, nunca supe la suerte del chaval, no salió en los periódicos y no logré ver el reportaje que habían filmado (creo que dio la casualidad que filmaban un reportaje sobre la vida nocturna en la ciudad o algo así, mas no logré averiguar cuando ni donde lo emitían).
ResponderEliminarGracias por comentar, Andrómeda.
Buenos dias
ResponderEliminarLa pena es que no le hubiera pasado eso al irlandes palurdo, aunque sólo fuera un susto, eso si, lo del policía es como para condecorarle por su exhibición de flema británica.
Santurtziarra
Gracias por comentar Antxon. Aquí los policías tienen muuucha paciencia, muucho aguante, a veces demasiado.
ResponderEliminarMi padre siempre me dijo que cuando una persona se mete una ostia de las buenas, siempre salen volando las zapatillas, y como se puede ver en Impacto Total (el programa de desgracias ajenas que todo sale bien al final) es 100% cierta esta curiosa ley de murphy. Buen post Jorge, haber si algun dia nos cuentas alguna experiencia en los cementerios o algo jeje.
ResponderEliminarThinous