Se acercaba sigilosamente el día de mi marcha, y caí en
la cuenta de que cada hora que transcurría, sucumbía un poquito más a los
encantos de esa maravillosa ciudad. Me estaba enamorando de Lisboa. Así que
decidí despedirme de ella, antes de sumergirme en la vorágine futbolera. Rodeé la Praça do Comércio, totalmente
invadida ya con pantallas, minicampos de fútbol, tiendas de mercadería
oficiales, escenarios, gigantescos altavoces y demás parafernalia del circo de
la Champions.
Encaré el gran portal al Tajo, testigo mudo de tanto ir y
venir de barcos de recreo, pesqueros e inmensos cargueros. Recorrí por última
vez su paseo marítimo, inspiré aquel aire puro, que traía el olor del
Atlántico, y cuya brisa fresca humedecía mi rostro, despejándolo de las últimas
legañas.
Al volver, maté el gusanillo que comenzaba a adherirse a
mis tripas, a base de marisco fresco: percebes, mejillones y langostinos del
Algarve, regado con una jarra de cerveza helada, sentado en la terraza de un
restaurante, guarecida con una gran cristalera, pero abierta al mar.
A la tarde vendí mi alma al fútbol.
Recorro varias veces Praça do Rossio, que mañana acogerá
a la afición merengue. Saludo, charlo e interrogo a cuanto madridista veo:
objetivo, una entrada. La mayoría han venido sin ella, en coche desde España: “Nos
dio un calentón y nos echamos a la carretera”, me dicen tres madridistas
treintañeros. Compruebo que no soy el único loco que vino sin ticket. Los pocos que encuentro
poseedores del pequeño tesoro de papel, me dicen que no la pueden enseñar. No
la llevan encima. La guardaron en la caja fuerte del hotel, o bajo el colchón,
o en el calcetín. Preciado tesoro. Su pérdida o robo en la víspera supondría un
disgusto digno de terapia con psicólogo argentino y diván. Me enseñan fotos.
Imágenes tomadas con sus teléfonos inteligentes, que muestran el preciado y
divino tesoro. Ni anillo, ni leches, Frodo hoy buscaría una entrada para la gran
final española. My precioussss.
Camino distraído. Luce un solazo de órdago. Gafas de sol
negras, camiseta de manga corta, con la bandera británica y una leyenda de Sex
Pistols, pantalones claros, de bucanero, con muchos bolsillos, y deportivas (la
izquierda manchada de pintura amarilla, como si fuera uno de esos escritores de
paredes, como Sniper). Un tipo se me acerca de cara. Moreno, pelo negro y
abundante, de unos cuarenta años, demasiado abrigado para un día de calorina. Me
ofrece hachís. Nada nuevo bajo el sol. Si no fuera por el aviso en la guía de turista guiri que llevo
encima, me hubiera sentido ofendido, pues en estos días me han ofrecido:
hachís, mariguana, cocaína e incluso crack del Harlem. Niego con la cabeza. “¿Hierba?”,
vuelvo a negar, esta vez en voz alta: “No, thanks”. Cuando ya he superado su
altura, el hombre dice algo que hace que me detenga al instante. Menciona una
palabra que congela mis piernas. Enlaza en alta voz siete letras que me paran
el corazón:
“Tickets?”
Le pido por favor que lo repita. ¿En serio posee
entradas? ¿O es alguna nueva droga con un nombre estúpido? Me responde que sí.
Que tiene tres entradas. Continuamos hablando en castellano, pues me asegura
que el inglés le cuesta horrores, que ha de pensar cada palabra diez veces
antes de juntar una frase. Me dice que le siga, que las entradas las tiene un
amigo. Le miro, observo alrededor: plena luz del día, la plaza abarrotada de
gente, policías en cada esquina. De todas maneras me pongo alerta, cuelgo las
gafas de sol en el cuello de mi camiseta. Le sigo. Atravesamos diagonalmente la
plaza. Nos dirigimos a un portalón, grande, antiguo, abierto de par en par. En
seguida, tras su seña, asoma otro tipo de dentro del portal. Sale de las sombras, como si apareciera de la nada. Es un señor entrado en carnes, con
calva de fraile franciscano, mayor que mi acompañante y peor vestido todavía.
Tiene cara de bandolero. Me doy cuenta que he topado con el Gitano y el
Algarrobo, y me pregunto dónde diablos andará Curro, “No te emparanoyes, Jorge”, me recrimino. El
primero me hace un gesto con el brazo, invitándome a entrar. Miro a uno, miro
al otro, giro la cabeza hacia la plaza. Nadie mira, somos invisibles. Ni de
coña voy a entrar ahí, eso lo tengo claro. Me quedo en el borde, bajo el arco
del portal. Los dos parecen notar mi desconfianza. Sonríen. Tratan de que me
tranquilice, pero la adrenalina va a reventar el corcho, como si de cava
catalán se tratara. Ochocientos euros, dice el Gitano sin inmutarse. Eso es
mucho dinero, le digo. Quiero verlas. Además no tengo dinero aquí. No llevo
nada de dinero encima, les repito, palpándome la ropa para darle énfasis al farol lanzado (ahí caigo
en la cuenta de la pinta de guiri extraviado que llevo, y de pronto la realidad
me golpea como un balonazo en la cara: ¡no quieren atracarme, tan sólo
pretenden timarme!).
El Algarrobo se acuclilla, o algo parecido, y saca un
sobre largo, blanco de detrás del portalón abierto. Lo abre y extrae parte de
su contenido. Mi acompañante primero espera a un par de metros de mí, dejándome
espacio suficiente de huida. No quieren que me sienta acorralado, desean que
esté relajado, para que muerda el anzuelo. El más grueso extiende su mano,
grande, oscura, recia, y me muestra “la entrada”. Me la ofrece, con toda
confianza, para que la coja, la analice, la estudie, lea su contenido en
inglés: UEFA, Zone: A, Row: C, Sector: 122, Level: 1, Seat: 27. Contemplo aquel
documento. Le doy la vuelta, lo palpo. Miro a aquellos tipos, les miro a los
ojos. Repiten el precio, me ofrecen más entradas si quiero, dicen tener tres.
Les respondo que mañana volveré, con dinero. No, no me he vuelto majareta, tan
sólo trato de escapar de la encerrona en la que mi estupidez me ha metido.
Mañana quizás sea demasiado tarde, me advierten. Me arriesgaré, concluyo. Y
salgo de allí.
Mi inteligencia (la poca que montaba guardia en ese
instante) me marcó la pauta a seguir. Pero dentro de mí, una rabia, cálida y
antigua, había peleado hasta el último segundo por salir de mis entrañas, y así
poder gritarles a pleno pulmón, en sus caras: “¡Id a engañar a vuestra abuela,
capullos. Mi sobrina de cinco años es capaz de falsificar mejores entradas!”
Me alejé de allí, sonriendo, incrédulo todavía al
recordar el boleto que había estado en mis manos: una pequeña cartulina azul
oscuro, de un tamaño inferior a una tarjeta de visita, sin ningún tipo de sello
de seguridad, ni nada que se le pareciese.
Un ticket para
la final de la Champions… de
Monopoly.
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