martes, 19 de julio de 2016

F82 - Trenecito de juguete (junio 2016)



Al final nuestro tren descarriló. El destino, ese niñato estúpido y malcriado, acabó aburrido y pateando la pequeña vía de juguete, haciendo saltar todo por los aires.

Retorno a mi país, tras más de trece años por aquellas lejanas tierras escocesas. Trece largos años buscándome las habichuelas, peleando con la lengua de Shakespeare, conviviendo con amigos, conocidos y extraños, saltando de trabajo en trabajo, “un pasito pa´lante María, un pasito pa´tras”. Trece años arrastrando un complejo absurdo de ciudadano de segunda, cuando jamás fui tratado como tal en la Bonnie Scotland. Trece largos años cazando dragones.

El primero en perder contacto con los raíles fue el vagón de las bromas y de las risas.

Retorno a mi país, o a lo que queda de él, cargado de planes e ilusiones. Agotado de cargar espada, escudo y lanza. Ansioso de amarrar al fiel corcel blanco, de disfrutar en la tierra que me vio nacer. Buscando el descanso del guerrero, la recompensa del soldado que se dejó la piel por su desagradecido rey. Regreso a un país que ya no es el mío. Un lugar que no reconozco. Una enorme piel de toro formada por pedazos de diferentes colores y texturas, cosidos con grueso y desigual trazo. Todo un patchwork como lo describirían mis amigos británicos.

                   Después el coche de los mimos y de las caricias viose arrastrado, con su inútil girar de ruedas en el aire.

Aterrizo en mi país con una amplia sonrisa cansada. Una sonrisa que mes a mes va diluyéndose. Contemplo con orgullo las gruesas cartulinas de mis títulos escoceses, con sus sellitos oficiales y todo, la longitud de mi curriculum; noto el agradable peso en mi mochila, cargada de vivencias, trofeos y lágrimas. Mas resulta que mi CV no es válido, es un barquito de papel escrito arrastrado sin control por la corriente. No hablo la lengua local luego no navego, no existo.

La excesiva velocidad de los anhelos, la curva tan cerrada de la distancia, el fallo humano del silencio… la catástrofe. Ella, yo, nuestra vida.

El cansancio me abruma. Mis brazos ya no soportan el peso de la lanza. No me veo a mí mismo aprendiendo un tercer idioma, luchando de nuevo con esas terribles vocales, aquellas malditas consonantes. No logro contemplarme, otra vez, sentado frente al entrevistador, hablando su extraña lengua, sintiéndome torpe, inútil, ignorante, incapaz de expresar todo lo que quisiera expresar, bajo la mirada complaciente y superior del que se sabe ciudadano de primera. Ya combatí esa guerra, en aquellos lejanos verdes lares. No consigo entender tanta barrera, tanto hormigón y alambre de espino, tanta obsesión por levantar nuevos muros de la vergüenza. Tantos Talibanes Sin Fronteras. Tan sólo deseo descansar en mi tierra, o en lo que quede de ella.

Me consuelan la cercanía y el calor de los míos.  Amigos que son hermanos. Hermanos que son amigos. Podría ser peor Jorge, me digo. Mucho peor. Como aquella chica. La recuerdo sentada en la acera, junto a un supermercado, en una de las anónimas ciudades que me pateé en busca del trabajo perdido, cual Indiana Jones veraniego (zapatillas deportivas, pantalones piratas, gafas de sol, mochila rebosante de inútiles CVs, oscura cutre-pensión de sábanas viejas, televisor sujeto con cinta aislante y ducha comunal en el pasillo). Era una chica muy joven, guapilla. Tímida bajo su gorra roja y tras su cuello subido. “Soy española y necesito ayuda: comida para mi hijo”, reza su pequeño y silencioso grito de auxilio, manuscrito con tiza de colores, sobre un trozo de cartón. Es apenas una cría. Su risueño rostro llama a aquel otro que se esconde agazapado en mi memoria. El de aquella homeless en North Bridge, “Spare some change, please”. Me acerco y me acuclillo ante ella. Viviendo un sobrecogedor momento de déjà vu. Le pregunto qué tal está, qué necesita. Tiene varias bolsas, llenas de compras, con el logotipo de la cercana tienda a su lado (obsequio de otros viandantes). Me dice que se encuentra bien, pero que tiene un niño pequeño, que no pide dinero, sino que necesita comida para él: fruta, leche, galletas. Entro en el establecimiento y adquiero en un momento los víveres requeridos. Plátanos, naranjas (que dice le encantan a su pequeño), leche y un enorme paquete de galletas. En total: 6 putos euros y 57 malditos céntimos. “Muchas gracias”, dice con tímida sonrisa y ojos chispeantes. Mas en mi cerebro tan sólo retumba aquel lejano “Thanks, God bless you!”. Y salgo de allí sin atreverme a mirar atrás, por temor a convertirme en estatua de sal, con miedo a contemplar la desesperanza en el pozo de sus cálidos ojos, cabizbajo, desorientado tras mi vista empañada; jurando en arameo, acordándome de las señoras madres de todos y cada uno de los politicastros de esta, mi querida y a veces odiada, España, ¡o como carajo la quieran denominar ahora! Me alejo sabiendo que lo he vuelto a hacer. Quitar el polvo acumulado sobre mi conciencia mediante unas pequeñas monedas de plata, como un vulgar Iscariote con zapatillas de deporte, pantalones bucaneros y gafas de sol.

¿Qué hago yo ahora con este vagón fantasma, cargado de planes, recuerdos, sueños y hermosas estampas?

Busco refugio zambulléndome entre las páginas de los libros, los cuales me permiten vivir otras vidas, empuñar otras espadas, navegar otros mares. “A veces me pregunto cómo conseguís montároslo las que no leéis.”, que le dijo la Teniente O´Farrell a Teresa Mendoza.


sábado, 4 de junio de 2016

F81 - ¿Cuánto dinero llevas encima? (VII) (mayo 2016)

Permítanme, una vez más, que detenga el viejo DeLorean en el arcén, conecte los intermitentes de emergencia y descanse sentado en su asiento de cuero, con mis cansados ojos fijos en el tiempo presente.

Recorriendo parte de la geografía de mi querida España, esa curtida piel de toro, de morlaco antaño altivo y bravo, ahora humillado, entregado, a la espera de la mortal estocada. Solicito, pido, postulo, ruego por un trabajo mal pagado, mientras los políticos roban, mienten y tiran porque les toca; reparto CVs como aquellos cromos repes en el patio del colegio, vendiendo mi alma a un diablo que dispone de tantas a su puerta que me observa, ufano y chulo, por encima del hombro, despreciando mi gesto  por su falta de originalidad.

La nostalgia me invade, y entre curriculum y curriculum, hojeo mis manoseados diarios; aquellos que huelen a cerveza amarga y a pub oscuro y antiguo, los cuales relatan historias de dragones, flatmates, amigos y princesas. Esos cuadernos que susurran anécdotas trasnochadas de la lejana Escocia. Leo sobre Glasgow, 2002, contemplo la foto impresa en mi retina, de la suprema volea de Zidane. No me cuesta recordar a mi entrañable reventas particular: calvo, cachas y tatuado, con aquel terrible acento geordie, de Newcastle: "¿Cuánto dinero llevas encima?". Rememoro la aventura en Lisboa, 2014, con sus hostales baratos, llenos de guiris con ganas de jarana; sus tranvías encantadores y obsoletos; sus coloridos grafitis, tal vez del mismísimo Sniper; sus risas, cañas y fotos con guapas colchoneras; sus lisboetas amables y tranquilos; su aroma a océano y escapada; su pueblecito de cuento de las mil y una noches, Sintra; sus mafias a los aledaños del estadio; su Ramos, con aquel soberbio testarazo; sus jovencitas atléticas de mudas lágrimas, ya de vuelta en el metro.

Y yo aquí. Fabricando CVs diferentes, parecidos, atrevidos, modestos, sinceros, imaginativos, con foto, sin foto, de dos folios, de uno solo. Tan sólo me falta confeccionar uno con un billete de cincuenta euros grapado junto al apartado: Otros Datos de Interés.

Y yo aquí. Lejos de mi querido Madrid, allá en Milán, cuando más me necesita.

Mas no puede ser, Jorge, esta vez no. La realidad es sólida y pesada. Cae sobre los sueños, aplastándolos cual gorrino tumbándose sobre frágiles margaritas. Esta vez toca vivirlo desde la distancia. Cantar, gritar y animar. Empujar a los tuyos a miles de kilómetros. Esta vez toca sufrir… en el bar de la esquina.

Me enfundo mi querida camiseta oficial. Regalo de mi compadre escocés.  Con su anticuado eslogan publicitario: SIEMENS mobile, con la última m en rojo. Al instante aterriza en mi mente el rostro del bueno de John, con su sonrisa y ojos de pillastre, y sus palabras: “Rial Madrí, amiggo, segundo mejor del mundo. Primero Seltic”.

He quedado con unos amigos en un bar cercano. El ambiente es tranquilo, aunque jugamos claramente fuera de casa. Mucho antimadridista anda suelto (debe de ser la hora del recreo, en el sitio donde los tienen encerrados). Algo normal, por estos lares. También los hay neutrales, incluso seguidores blancos, los menos. Con la primera caña, en el calentamiento previo al pitido inicial, recibo un esemeese del viejo Koldo, vasco-navarro, antimadridista hasta las endrinas: “Jorge, Kabronazo español, sólo por esta noche, quiero que gane el Madrid: por ti”. Me emociono al leerlo en la intimidad de la pequeña pantalla del móvil. Koldo, el rey del reciclaje,  tan duro, y revolucionario, en el fondo es un sentimental.

De nuevo, la magia de Zidane, imprimiendo su pundonor y su eterna y mágica volea escocesa, en la mente de sus pupilos.

¡Contigo empezó todo, Zidane!

De nuevo, Sergio Ramos, marcando gol en uno de esos fueras de juego de fotofinish, de esos donde ahora lo ves, ahora no lo ves, de esos en los cuales el reglamento, de los hombres que ya no van de negro, indica que ante la duda razonable debe permitirse continuar la jugada. De nuevo, Ramos, empujando ese balón más con el anhelo que con el pie.

El Madrid se planta. Le vale el resultado. Se vuelve tacaño, perezoso. Algo habitual, por desgracia, en los últimos tiempos. Es como si esperase el empate. Como si no admitiera jugar con esa bendita ventaja. Como cuando éramos críos, jugando en aquel secadal de tierra y grandes piedras en lugar de postes, y los mayores nos daban un gol de ventaja, o dos, los muy cabrones.

Y el empate llega. Por supuesto.

Tensión sobre el césped. Nadie quiere ser responsable de la cagada que entregue en bota de plata la victoria al adversario, cual políticos arrojando la pelota al tejado del oponente. Un pacto de silencio. Un pacto de prórroga anunciada.

La prórroga acude a la cita, maquillada, vestida de noche. Extienden la alfombra roja para recibirla.
Tensión en el estadio milanés. Tensión en el garito del barrio. He perdido ya la cuenta de las cervezas ingeridas, de las uñas roídas.

¿Qué puedo yo hacer para ayudar a los míos? ¡Piensa, Jorge, piensa! Trato de evocar la final de Lisboa. El restaurante norteamericano –es decir, hamburguesería moderna- con sus pantallas gigantes, sus birras de importación, sus decoraciones rockeras: Elvis contemplando el espectáculo, ¡oh yeah, baby!

¿Qué cenaste en Lisboa? Una cheeseburger.

Caigo de cabeza en el enorme agujero de las supersticiones cholistas y empujado por una premonición, me levanto de un salto de la silla, corro hacia la barra esquivando a los ebrios parroquianos, y le grito a la estresada camarera: “¡Niña, ponme una hamburguesa con queso!” (sin porfavores, ni gracias, ni gaitas. Ya totalmente ibérico tras unos pocos meses en la tierra del jamón).

Con el primer mordisco al bocadillo grasiento, el árbitro pita el final del tiempo extra.

A los penaltis. A la lotería. Al rojo o negro. ¿Dónde estás San Iker,  dónde estás?

“Iker nuestro, que estás en el Cielo portugués,
Santificados sean tu nombre y apellido,
Vengan a nosotros tus Paradas redentoras…”

El final ya lo conocen. El pobre Juanfran descarriló el penalti de su carrera, uno de esos que pasan una sola vez en la vida. Y Cristiano, el visionario, lo acertó. La metió hasta el fondo, de la red, y más allá. Cristiano, el superhéroe. La metió, la pelota,  con profesionalidad, certeza y maestría.

¡La undécima, como su predecesora, vino con sabor a hamburguesa!

Entre abrazos, brindis alcoholizados y enhorabuenas, observamos como el plasma muestra la otra cara de la moneda. Nuevamente las lágrimas, las pinturas de guerra corridas. Las plumas apelmazadas y caídas. Creo ver entre la hinchada a dos ya no tan jovencitas atléticas. Una de ellas con gruesas lentes. Miran a cámara con ojos enrojecidos e hinchados. Miran con rabia, más que con pena. Podrían ser las mismas crías, me digo, del metro de Lisboa. “No, no es tan sólo un partido”, me respondió una de ellas ante mi amago de consuelo. Miran a cámara, orgullosas, con cánticos atléticos de trasfondo, y creo vislumbrar en los labios de la mayor un silencioso “enhorabuena”, dirigido al eterno rival que yo siempre representaré. Confirmándome la valía y honor de esta afición rojiblanca. Miro a la pantalla y, también sin palabras, les digo convencido: “Seguid creyendo, bonitas, pues pronto tocaréis la gloria”.