martes, 30 de abril de 2019

F110 - En brazos de morfeo (abril 2005)


Silencio. Un silencio sepulcral. Obscuridad total, embriagadora e hipnótica.

 Me encuentro tumbado sobre el blando lecho. Boca arriba, los ojos cerrados y, a su vez, cubiertos por un antifaz. Completamente inmóvil. Respiro sosegado, sintiendo cada bocanada entrando en mis pulmones. Los brazos cruzados sobre mi pecho  ̶  pesados como gruesas mangueras a punto de reventar por la presión del agua  ̶  manos abiertas, dedos extendidos. Postura de vampiro de película antigua, en blanco y negro. Postura de muerto. 

Todavía visto el uniforme, de ridículo colorido. Las botas de seguridad, ancladas a mis pies hinchados. La sola idea de descalzarme me produce temblor. Desnudarme ni me lo planteo, a pesar del calor febril que exuda todo mi cuerpo. No todavía. Cinco minutos más. Reposo. Inspiro. “Piensa en blanco”. Espiro. “Piensa en blanco”. Inspiro. Espiro.

Trato de vaciar la mente. Llamar a gritos sordos al sueño. Intento olvidar la molestia que recorre todo mi ser corpóreo: cabeza, brazos, espalda, piernas, pies. “¡Oh mis pies!”. Poco a poco mi cerebro alcanza esa fina barrera del duermevela. Ignoro si quedé dormido, desconozco si permanezco  despierto. Consigo no sentir. No padecer. No pesar. Imagino, o quizás sueño, que en cualquier momento podría despegarme de mi propio cuerpo. Mi vieja amiga Lucía vivió esa insólita experiencia en una ocasión, según ella misma me relató en una de nuestras charlas unedianas, en el Café Parlamento, ante dos Heineken verdes y heladas, colorada flor de papel sellando cada gollete, y un plato de frutos secos que ella contemplaba y yo devoraba. Una tarde, en plenos exámenes de junio, a cuarenta grados en la sombra, regresó agotada del gimnasio, se acostó desfallecida sobre el sofá de frío cuero (sólo serán cinco minutos, pensó, después me pongo a estudiar Biología), el aire acondicionado del piso a tope, zumbando atronador como un 737 en plena maniobra de despegue. Comenzó a sentirse ligera, como una nube blanca arrastrada por el viento. No sentía los brazos, ni las piernas. Unas perlas de sudor frío recorrían sus mejillas. La lámpara de lágrimas de cristal aparecía distante, difuminada, como recién aparecida de la nada. Los párpados pesados, abiertos a media asta. De repente, notó en su pecho un ligero tirón hacia arriba, como si hubiera tropezado con un escalón demasiado alto, se sintió flotar y pudo contemplarse así misma allá abajo, a unos dos metros, sus ojos medio cerrados, su rostro serio, su cuerpo estirado sobre el viejo sofá de cuero negro. Se asustó y cayó a plomo, reajustándose de nuevo dentro de su carcasa de carne y hueso. Nunca se atrevió a contarlo a nadie más. 

Me encuentro tumbado sobre una cama infantil. Blanda, estrecha. Mis pies casi cuelgan por su extremo inferior. Una jornada más en el Taller de Hombres, me digo. Pero no. Algo falla. Algo no cuadra. En mi intento de vaciar la mente, no la observé llena de ruidos metálicos, olor a polvo de acero, visiones de grandes chapas y máquinas pesadas. No hubo recuerdo de almacén gris y oscuro. Hostil, cargado de energía negativa, rebosante de testosterona, de hombres rudos y recios, de esos que escupen en el suelo y echan la mano a la entrepierna, mientras comparten obscenidades y carcajadas truculentas. No recordé el chocar de cuernos. No, mi memoria rebosaba palés, cajas y más cajas, paquetes, baldas, transpaletas. Sandías, berzas, manzanas, coles de Bruselas, champiñones, peras, ensaladas envasadas al vacío, plátanos, montañas de plátanos y un sinfín de otros productos frescos, procesados o, directamente, artificiales. Todo ello envuelto en una luz cegadora. Luz de fluorescentes.

Algo falla. Algo no cuadra. Por fin caigo en la cuenta. No me hallo en el pueblo, en la casona familiar, en la habitación que antaño compartí con mi hermano mayor. No reposo tras un agotador día en el Taller de Hombres. Aquello ya pasó, hace más de tres años. La cama sigue siendo pequeña y angosta, pero pertenece a otro escenario. Al fin recuerdo. Estoy en el living, mi enorme habitación impostada. En el piso que comparto con Cristina. Me encuentro en Edimburgo. La ciudad mágica soñada, el lugar escogido, o quizás el cual me eligió y no desea soltarme.  Una tímida sonrisa aflora  en mi semblante con tal pensamiento. Continúo en Edimburgo. Todavía no claudiqué. No me rendí. Aún no regresé con el rabo entre las piernas, los sueños hechos añicos en la mochila y la mirada en suelo. Tan sólo descanso un instante, tras otra larga noche en el Tesda, cargando, arrastrando, colocando, sudando,… viviendo o, tal vez, sobreviviendo, como decía la bella parlanchina, mi amor de otra galaxia, Clara.  Sólo cinco minutos más. Después me despojaré de la vestimenta y del calzado, e invadiré la cama como Dios manda. Sólo cinco minutos más.

Morfeo, oculto tras las cortinas con maligna sonrisa, aprovecha mi guardia baja y me arrastra con él, al fondo de su universo perdido.

Sueño que vuelo. Levito hacia una bóveda acristalada, atravieso sus vidrios como si no existieran. Floto a trompicones sobre los grises y húmedos tejados de Edimburgo.  Poso mis manos sobre sus tejas de pizarra, sintiendo su fría humedad, para darme impulso y así poder seguir mi vuelo torpe y silencioso. Contemplo la vida de las gentes, tras ventanas sin persianas ni cortinaje alguno. Aterrizo con suavidad sobre el cuidado césped de los jardines de Princes Street. Me doy la vuelta, acomodándome de espaldas. Fatigado por el esfuerzo, bajo los párpados. Un ángel cubre mi trémulo cuerpo con sus suaves alas de pluma blanca. Alas cálidas, livianas, como la vieja manta que usamos para nuestras sesiones de tele-sofá, en las que bromeamos con fingido escándalo sobre las bravuconadas de Horacio en CSI, las machadas de Seagal, la astuta ingenuidad de la señorita Fletcher, o con Eastenders y sus barrios bajos, donde sus habitantes discuten a gritos en un inglés casi ininteligible para nosotros, que requiere el apoyo de los benditos subtítulos.

El ángel se desliza, con sigilo, hacia la verja exterior, susurrando en su despedida milenarias plegarias para sanar mi maltrecho cuerpo y apaciguar mi alma, rezos que poseen un sospechoso tono cantarín, como el de mi compañera de piso Cris: “¡Pero, cómo se te ocurre doblar turno durante todo el sábado. Anda qué! Menos mal que es domingo y tienes todo el día para dormir. Marcho al aeropuerto, a recoger a mi Soviet favorito que llega hoy. Descansa”.

Silencio. Un silencio absoluto. Oscuridad total, pitch black, como dicen por estos lares. Morfeo continúa meciendo el angosto lecho que envuelve mi castigado cuerpo. Su mano mece la cuna adulta. Entonando nanas infantiles para niños grandes con pesadas botas de Hombre.

miércoles, 24 de abril de 2019

F109 - ¡Un rayo de sol, oh, oh, oh! (abril 2005)


Lo confieso. Siento envidia de quienes descubrieron su vocación temprano en sus vidas. Envidia cochina de aquellos que escucharon la misteriosa llamada  ̶  línea directa con el futuro, a través de un teléfono rojo de juguete  ̶  “Mami, yo de mayor quiero ser médico”; y desde entonces concentran todo su esfuerzo, tiempo, ilusión y energía en alcanzar tal meta. Nunca fue mi caso. Siempre fui dando tumbos, de trabajo en trabajo, de curso en curso, de oca en oca y tiro porque me toca. Dando palos a ciegas, desde la ignorancia de si llegaré a encontrar algún día ese El Dorado, ese Edén, ese Séptimo Cielo que se oculta tras las enigmáticas tres sílabas: vo-ca-ción.

Uno se pasa media vida entonando el mea culpa  ̶  asistí a colegio de curas  ̶  y auto-flagelándose, cargando con el peso de la falta que supone el conformismo, y resulta que al final caes en la cuenta de que no eres conformista, ni dócil, ni sumiso. Cuando algo te disgusta, preparas el petate, te calzas las botas y pones pies en polvorosa. Me percaté de que aquel curso no era de mi agrado, no me movía la aguja, no suscitaba mi interés. Al contrario, Turismo me producía sopor, infundiendo en mi un aburrimiento sólo comparable con un debate político previo a las elecciones españolas. Aquello era un tostón, un rollo macabeo, como dicen en mi pueblo. Aquello no era para mí. Erré de nuevo.

Una excepción. Las clases de italiano.

El aula donde se impartía italiano pertenecía a otro mundo, a una realidad paralela, como si traspasáramos una de las puertas del Ministerio del Tiempo. Cruzabas su umbral, con una sonrisa y exclamabas alto y claro, al principio con vergüenza pueblerina, Buongiorno!, sintiéndote de inmediato en la Bella Italia, rodeado de fotos, posters, pequeñas estatuas, libros, revistas, mapas y juegos, todo ello de temática e idioma transalpinos. Incluso en ocasiones, se escuchaba una suave melodía de fondo (desde Vivaldi, hasta Laura Pausini, pasando por Eros Ramazzotti). Italia en estado puro durante los siguientes cuarenta y cinco minutos. Por obra, gracia y encanto de Mrs Simonetti. Alida, como ella insistía que la llamáramos. “No me veáis como a una profesora, sino como a vuestra compañera de viaje”, decía sonriente.

Alida era un torbellino de falda larga y cabello corto, negro y rizado. Grandes pendientes de aro y varias pulseras de plata, que sonaban cual sonajero cuando escribía sobre la pizarra blanca, grueso rotulador en mano. Napolitana de nacimiento, se crió en Aberdeen, debido a un traslado laboral de su padre, ingeniero en una plataforma petrolífera.

Alida era profesional, eficiente y enérgica. Rondaba los cincuenta años de edad, y aparentaba cuarenta. A menudo nos relataba historias de sus viajes en sus años mozos, mochila a la espalda, mapa en mano (carecíamos de Google maps, mencionaba divertida), e ilusión a raudales. Visitó decenas de países, durante las dos ocasiones en que dio la vuelta al mundo, para desazón de su mamma y orgullo de su padre: “Esta bambina nos salió australiana”, decía el hombre, sin poder ocultar su satisfacción.

Alida poseía una gracia natural que la envolvía cual aura invisible. Capaz de hacernos sonreír a todos al instante de abrir la puerta y exclamar su grito de guerra mañanero: Buongiorno a tutti voi!, fijando sus grandes ojos negros en nosotros, transmitiéndonos entusiasmo, alegría y energía. Vigorosa y activa, ruido de pulseras, anotando sobre la pizarra el plan del día. Como si ya se hubiera tomado dos o tres de sus expresos. Alida era un terremoto de ilusión.

Alida amenizaba sus lecciones de gramática italiana  ̶  algo tedioso y complicado para los alumnos escoceses  ̶  con juegos, canciones, adivinanzas y anécdotas curiosas, incluso autobiográficas, tal vez con un punto de fantasía añadida. Utilizaba el italiano e inglés, para ayudar a seguirla, pues el nivel general de la clase era bajo.

En una ocasión, más adelante, nos contó que en uno de aquellos viajes de trenes abarrotados, autobuses destartalados y pesadas mochilas, coincidió con un mocetón canadiense, del cual se enamoró al instante, como una colegiala. Una noche de tormenta y velas, en un pequeño chiringuito en una playa de Goa, dicho muchacho le mencionó, tras un par de cervezas y algún que otro beso, que su abuelo paterno conoció a la que sería su esposa en un viaje a Escocia, en concreto a la ciudad de Aberdeen, tras la pista del ya famoso por entonces Monstruo del lago Ness. Alida tomó todo aquello como una señal del destino, contrayendo matrimonio con aquel joven seis meses después, en una modesta, pero hermosa, ceremonia en la iglesia católica San Pedro, en Aberdeen.

Alida fue nuestro pequeño rayo de sol, que atravesaba la oscuridad impuesta por la autoritaria germana. Mas pronto advertí que este resquicio luminoso, de esperanza, no sería suficiente para mí.

Un par de meses más adelante, desanimado, triste y agotado debido al trabajo nocturno (tan físico), me apeé del bus turístico, para desencanto de mi querida Alida, la cual perdía a uno de sus más entusiastas compañeros de viaje, según sus cálidas palabras de despedida. Una triste sonrisa. Dos besos. Promesas de un café expreso compartido. Buenos deseos. Mejores futuros recuerdos.

̶  Ciao, bello!
̶  Un honor, profesora. Siga iluminando sombrías mañanas.

 

lunes, 8 de abril de 2019

F108 - De madrastras y jovencitas (marzo 2005)


Estrujo mis neuronas, una y otra vez, mas se hacen las distraídas, dándome la espalda, buscando cualquier otra conexión no solicitada. Se burlan de mis intentonas por recordar, rencorosas,  echándome en cara los litros de cerveza, vino en calimocho y ron de cubatita, que regaron mis jóvenes venas, allá en otro tiempo, en otra vida. O tal vez tan sólo obedezcan unas reglas, consistentes en que únicamente recordemos lo deseado, lo que nos causó entusiasmo en su día, aquello que nos desató curiosidad, dejando así que el enorme rodillo del olvido aplaste lo no apreciado, lo aburrido, lo mordido por la rutina y la desidia.

Estrujo mis neuronas, pero no logro materializar aquellas lecciones, los consejos de las profesoras, apenas acaso los rostros de alguno de mis compañeros y algún que otro nombre. Únicamente alcanzo a visualizar aquella mesa grande y absurda, alrededor de la cual nos sentábamos, ocho, diez, o quizás doce personas, la mayoría femenina, la juventud también prevalecía. Fueron clases sin brillo, carentes de misterio. Clases llenas de folios y más folios, repartidos para su posterior lectura, estudio y olvido. Clases con algún que otro vídeo soporífero, insulsa presentación o power point plano, a dos colores, sin pegada, sin alma. Para colmo, todo ello bajo la tiranía de aquella señora. Nuestra tutora y profesora de varias asignaturas: Angela, la Dama de Hielo.

Edad difícil de estimar, los cincuenta le quedaron atrás hace tiempo. De cabello rubio ajado, ojos fríos y azules, de océano abierto. Maquillaje discreto, siempre trajeada, o al menos chaqueta y pantalón. Espalda recta, como si le hubieran enseñado a caminar con un grueso libro sobre la cabeza. Postura regia. Altísima, más larga que un día sin pan, la describirían en mi pueblo. Seria, rozando la arrogancia, su fuerte acento delata su origen germánico. Su metodología trazada con regla y cartabón, cuadriculada como apunta el tópico: esto se realiza de dos posibles maneras: a la mía, o como yo os indique. Una clásica, un eslabón perdido de la vieja escuela. Ignoro cómo se traducirá al alemán el dicho tan nuestro: cuando seas padre, comerás huevos, o el despótico: porque yo lo digo, y punto. Todo un ejemplo de mentalidad abierta para las nuevas generaciones.

Sus métodos pasados de moda, sus maneras enquistadas, ridículas y obsoletas. Todos nosotros mayores de edad, algunos con canas en las patillas. Pasando lista a diario (tan sólo a falta de ponernos en pie y exclamar: ¡Presente!), marcando faltas –con consecuencias- por no haber podido completar los deberes (en un país donde la mayoría estudia y trabaja, e incluso cuidan de sus hijos –muchas single mums–). Llamando asimismo la atención, indicando la postura adecuada para sentarnos. Un regreso absurdo a la tierna infancia. A parvulitos, donde Sor Escolástica agarraba con firmeza mi pequeña mano, guiándome en el trazo de mis primeras letras: “la m, tres montañitas, una, dos y tres; la o, un circulo, desde arriba hacia abajo, otra vez para arriba, y un lacito como sombrerito; así, muy bien Jorge”. Todo un tanto absurdo en el año que corría, en aquel país, en ese moderno College.


¡Por fin es viernes!, solían vociferar, en mis tiempos mozos, los locutores de Los 40 Principales, banda sonora machacona, sosa e impuesta en numerosos comercios, bares y empresas. Aquí también lo he escuchado: At last it´s Friday!, y maquinalmente vino a mi mente, provocando de inmediato una cansada sonrisa en mi cara. Semana larga, agotadora.

Viernes, última hora de la mañana. Antesala del fin de semana, ante la propia normativa del curso de no impartir lecciones la última tarde. La Dama de Hielo, como la bauticé en mi cabeza, con mucho cariño, repite su monserga con tono hiriente para nuestros cansados oídos. ¿No callará ya esta mujer? Nadie osa hablar, ni siquiera levantar la mano para interrumpir. Bajo la batuta de la futura Madrastra de Frozen, las jovenzuelas escocesas, tan altivas e independientes en otros frentes, agachan la cabeza, se autoimponen el modo silencio, y prefieren contenerse las ganas de cambiar el agua al canario, a base de apretar las piernas, aguantando hasta el borde del desmayo, antes que pedir permiso para ir al servicio. Temerosas, quizás, de que la madrastra malvada saque por sorpresa, de su cajón, un pequeño semáforo de cartón, con su lado pintado de rojo, opuesto al otro verde, para ser colgado de la manecilla de la puerta, indicador de la presencia de un niño haciendo sus cositas –lado rojo– en el baño.

Viernes eterno. Todos escuchamos su perorata, o fingimos hacerlo. Observo a las alumnas que tengo frente a mí, al otro lado de la mesa de merendero pijo. Se trata de dos amigas íntimas, inseparables, best pals, que dicen por estos lares. Apenas cuentan con veinte años. Qué envidiable edad. Escocesas, acento cerrado, propio del barrio donde residen: Wester Hailes, territorio comanche, palabras mayores. Lucen maquillaje excesivo, uñas postizas largas y de colores llamativos, peinados con moño alto, emulando a las famosas que ven en las revistas y en los reality shows televisivos (estilo absurdo y ridículo a mis ojos tradicionales, que las hace parecer jóvenes viejas). Una de ellas, su nombre se me escapa, madre soltera, miles de fotos de su retoño guardadas en su móvil de última generación, que muestra a menudo, llena de orgullo maternal. 

Ambas amigas, sentadas muy juntas, siempre parlanchinas incansables, apenas se atreven a mirarse entre sí, no con esta señora de sargento de guardia. Katie, recuerdo el nombre de la segunda, se muestra más distraída que el resto de nosotros. Mira a la profe, sin verla. Su joven mente hace planes y cábalas con el número de horas de libertad, ocio, misterio y aventura que quedan por delante. Tal vez piense que ya va siendo hora de que Callum, ese pelirrojo con cara de golfo que vive en la otra torre gris, frente a la suya gemela, se decida a lanzarse y le susurre “ojos verdes tienes, rubia”. Si no, lo hará ella. “De este finde no pasa. Me lo cepillo”, piensa divertida, algo acalorada, hermosa como nunca. Absorta en sus ensimismamientos, no cae en la cuenta de que sus dedos balancean el bolígrafo, una y otra vez, golpeando la mesa con un rítmico y constante toc toc toc.

Angela calla de repente.

La secuencia ocurre muy rápido, como si una mano invisible hubiera presionado el botón de acelerar hacia adelante el video. En dos grandes zancadas, se coloca detrás de la joven soñadora, asoma su largo brazo por encima del hombro de ésta, y arrebata el díscolo bolígrafo de sus manos, dejándolo con fuerza sobre la mesa, plof, frente al enésimo taco de folios repartido, en perfecta línea paralela con el extremo superior de éste. “¡El bolígrafo, o lapicero, deben colocarse así, cuando no sean utilizados!”, exclama, elevando la voz más de lo deseado.

El silencio es absoluto.

Katie mira a un extremo y al otro, fugazmente cruza su angustiada mirada con la mía. Su joven rostro, más aniñado todavía, colorado a juego con su boca. No responde, no se mueve, no se atreve. Conoce cómo se las gasta la bruja nazi (tal como la apodan ellas), y necesita ese maldito título para lograrse un futuro, tal vez de guía turística  ̶ labia no me falta ̶  en uno de esos autobuses rojos descapotables, tan chulos, que circulan despacio por la ciudad, allá lejos del barrio, lejos de las torres, de la miseria. Tan sólo alcanza a mover sus mudos labios, húmedos y brillantes, de intenso carmesí. Desde el otro lado de la mesa, parapetado tras mi correspondiente taco de folios, leo sin dificultad en ellos:

̶ What the fuck!