Lo confieso. Siento envidia de
quienes descubrieron su vocación temprano en sus vidas. Envidia cochina de
aquellos que escucharon la misteriosa llamada
̶ línea directa con el futuro, a través de un
teléfono rojo de juguete ̶
“Mami, yo de mayor quiero ser médico”; y desde entonces concentran todo
su esfuerzo, tiempo, ilusión y energía en alcanzar tal meta. Nunca fue mi caso.
Siempre fui dando tumbos, de trabajo en trabajo, de curso en curso, de oca en
oca y tiro porque me toca. Dando palos a ciegas, desde la ignorancia de si llegaré
a encontrar algún día ese El Dorado, ese Edén, ese Séptimo Cielo que se oculta
tras las enigmáticas tres sílabas: vo-ca-ción.
Uno se pasa media vida entonando el mea culpa ̶
asistí a colegio de curas ̶ y auto-flagelándose, cargando con el peso de
la falta que supone el conformismo, y resulta que al final caes en la cuenta de
que no eres conformista, ni dócil, ni sumiso. Cuando algo te disgusta, preparas
el petate, te calzas las botas y pones pies en polvorosa. Me percaté de que
aquel curso no era de mi agrado, no me movía la aguja, no suscitaba mi interés.
Al contrario, Turismo me producía sopor, infundiendo en mi un aburrimiento sólo
comparable con un debate político previo a las elecciones españolas. Aquello
era un tostón, un rollo macabeo, como dicen en mi pueblo. Aquello no era para
mí. Erré de nuevo.
Una excepción. Las clases de italiano.
El aula donde se impartía italiano pertenecía
a otro mundo, a una realidad paralela, como si traspasáramos una de las puertas
del Ministerio del Tiempo. Cruzabas su umbral, con una sonrisa y exclamabas
alto y claro, al principio con vergüenza pueblerina, Buongiorno!, sintiéndote de inmediato en la Bella Italia, rodeado
de fotos, posters, pequeñas estatuas, libros, revistas, mapas y juegos, todo
ello de temática e idioma transalpinos. Incluso en ocasiones, se escuchaba una
suave melodía de fondo (desde Vivaldi, hasta Laura Pausini, pasando por Eros
Ramazzotti). Italia en estado puro durante los siguientes cuarenta y cinco
minutos. Por obra, gracia y encanto de Mrs
Simonetti. Alida, como ella insistía que la llamáramos. “No me veáis como a
una profesora, sino como a vuestra compañera de viaje”, decía sonriente.
Alida era un torbellino de falda larga y
cabello corto, negro y rizado. Grandes pendientes de aro y varias pulseras de
plata, que sonaban cual sonajero cuando escribía sobre la pizarra blanca,
grueso rotulador en mano. Napolitana de nacimiento, se crió en Aberdeen, debido
a un traslado laboral de su padre, ingeniero en una plataforma petrolífera.
Alida era profesional, eficiente y enérgica. Rondaba
los cincuenta años de edad, y aparentaba cuarenta. A menudo nos relataba
historias de sus viajes en sus años mozos, mochila a la espalda, mapa en mano
(carecíamos de Google maps,
mencionaba divertida), e ilusión a raudales. Visitó decenas de países, durante
las dos ocasiones en que dio la vuelta al mundo, para desazón de su mamma y orgullo de su padre: “Esta bambina nos salió australiana”, decía el
hombre, sin poder ocultar su satisfacción.
Alida poseía una gracia natural que la
envolvía cual aura invisible. Capaz de hacernos sonreír a todos al instante de
abrir la puerta y exclamar su grito de guerra mañanero: Buongiorno a tutti voi!, fijando sus grandes ojos negros en
nosotros, transmitiéndonos entusiasmo, alegría y energía. Vigorosa y activa,
ruido de pulseras, anotando sobre la pizarra el plan del día. Como si ya se
hubiera tomado dos o tres de sus expresos. Alida era un terremoto de ilusión.
Alida amenizaba sus lecciones de gramática
italiana ̶ algo tedioso y complicado para los alumnos
escoceses ̶ con juegos, canciones, adivinanzas y
anécdotas curiosas, incluso autobiográficas, tal vez con un punto de fantasía
añadida. Utilizaba el italiano e inglés, para ayudar a seguirla, pues el nivel
general de la clase era bajo.
En una ocasión, más adelante, nos contó que en
uno de aquellos viajes de trenes abarrotados, autobuses destartalados y pesadas
mochilas, coincidió con un mocetón canadiense, del cual se enamoró al instante,
como una colegiala. Una noche de tormenta y velas, en un pequeño chiringuito en
una playa de Goa, dicho muchacho le mencionó, tras un par de cervezas y algún
que otro beso, que su abuelo paterno conoció a la que sería su esposa en un
viaje a Escocia, en concreto a la ciudad de Aberdeen, tras la pista del ya
famoso por entonces Monstruo del lago Ness. Alida tomó todo aquello como una
señal del destino, contrayendo matrimonio con aquel joven seis meses después,
en una modesta, pero hermosa, ceremonia en la iglesia católica San Pedro, en
Aberdeen.
Alida fue nuestro pequeño rayo de sol, que
atravesaba la oscuridad impuesta por la autoritaria germana. Mas pronto advertí
que este resquicio luminoso, de esperanza, no sería suficiente para mí.
Un par de meses más adelante, desanimado,
triste y agotado debido al trabajo nocturno (tan físico), me apeé del bus
turístico, para desencanto de mi querida Alida, la cual perdía a uno de sus más
entusiastas compañeros de viaje, según sus cálidas palabras de despedida. Una
triste sonrisa. Dos besos. Promesas de un café expreso compartido. Buenos
deseos. Mejores futuros recuerdos.
̶ Ciao, bello!
̶ Un
honor, profesora. Siga iluminando sombrías mañanas.
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