miércoles, 24 de abril de 2019

F109 - ¡Un rayo de sol, oh, oh, oh! (abril 2005)


Lo confieso. Siento envidia de quienes descubrieron su vocación temprano en sus vidas. Envidia cochina de aquellos que escucharon la misteriosa llamada  ̶  línea directa con el futuro, a través de un teléfono rojo de juguete  ̶  “Mami, yo de mayor quiero ser médico”; y desde entonces concentran todo su esfuerzo, tiempo, ilusión y energía en alcanzar tal meta. Nunca fue mi caso. Siempre fui dando tumbos, de trabajo en trabajo, de curso en curso, de oca en oca y tiro porque me toca. Dando palos a ciegas, desde la ignorancia de si llegaré a encontrar algún día ese El Dorado, ese Edén, ese Séptimo Cielo que se oculta tras las enigmáticas tres sílabas: vo-ca-ción.

Uno se pasa media vida entonando el mea culpa  ̶  asistí a colegio de curas  ̶  y auto-flagelándose, cargando con el peso de la falta que supone el conformismo, y resulta que al final caes en la cuenta de que no eres conformista, ni dócil, ni sumiso. Cuando algo te disgusta, preparas el petate, te calzas las botas y pones pies en polvorosa. Me percaté de que aquel curso no era de mi agrado, no me movía la aguja, no suscitaba mi interés. Al contrario, Turismo me producía sopor, infundiendo en mi un aburrimiento sólo comparable con un debate político previo a las elecciones españolas. Aquello era un tostón, un rollo macabeo, como dicen en mi pueblo. Aquello no era para mí. Erré de nuevo.

Una excepción. Las clases de italiano.

El aula donde se impartía italiano pertenecía a otro mundo, a una realidad paralela, como si traspasáramos una de las puertas del Ministerio del Tiempo. Cruzabas su umbral, con una sonrisa y exclamabas alto y claro, al principio con vergüenza pueblerina, Buongiorno!, sintiéndote de inmediato en la Bella Italia, rodeado de fotos, posters, pequeñas estatuas, libros, revistas, mapas y juegos, todo ello de temática e idioma transalpinos. Incluso en ocasiones, se escuchaba una suave melodía de fondo (desde Vivaldi, hasta Laura Pausini, pasando por Eros Ramazzotti). Italia en estado puro durante los siguientes cuarenta y cinco minutos. Por obra, gracia y encanto de Mrs Simonetti. Alida, como ella insistía que la llamáramos. “No me veáis como a una profesora, sino como a vuestra compañera de viaje”, decía sonriente.

Alida era un torbellino de falda larga y cabello corto, negro y rizado. Grandes pendientes de aro y varias pulseras de plata, que sonaban cual sonajero cuando escribía sobre la pizarra blanca, grueso rotulador en mano. Napolitana de nacimiento, se crió en Aberdeen, debido a un traslado laboral de su padre, ingeniero en una plataforma petrolífera.

Alida era profesional, eficiente y enérgica. Rondaba los cincuenta años de edad, y aparentaba cuarenta. A menudo nos relataba historias de sus viajes en sus años mozos, mochila a la espalda, mapa en mano (carecíamos de Google maps, mencionaba divertida), e ilusión a raudales. Visitó decenas de países, durante las dos ocasiones en que dio la vuelta al mundo, para desazón de su mamma y orgullo de su padre: “Esta bambina nos salió australiana”, decía el hombre, sin poder ocultar su satisfacción.

Alida poseía una gracia natural que la envolvía cual aura invisible. Capaz de hacernos sonreír a todos al instante de abrir la puerta y exclamar su grito de guerra mañanero: Buongiorno a tutti voi!, fijando sus grandes ojos negros en nosotros, transmitiéndonos entusiasmo, alegría y energía. Vigorosa y activa, ruido de pulseras, anotando sobre la pizarra el plan del día. Como si ya se hubiera tomado dos o tres de sus expresos. Alida era un terremoto de ilusión.

Alida amenizaba sus lecciones de gramática italiana  ̶  algo tedioso y complicado para los alumnos escoceses  ̶  con juegos, canciones, adivinanzas y anécdotas curiosas, incluso autobiográficas, tal vez con un punto de fantasía añadida. Utilizaba el italiano e inglés, para ayudar a seguirla, pues el nivel general de la clase era bajo.

En una ocasión, más adelante, nos contó que en uno de aquellos viajes de trenes abarrotados, autobuses destartalados y pesadas mochilas, coincidió con un mocetón canadiense, del cual se enamoró al instante, como una colegiala. Una noche de tormenta y velas, en un pequeño chiringuito en una playa de Goa, dicho muchacho le mencionó, tras un par de cervezas y algún que otro beso, que su abuelo paterno conoció a la que sería su esposa en un viaje a Escocia, en concreto a la ciudad de Aberdeen, tras la pista del ya famoso por entonces Monstruo del lago Ness. Alida tomó todo aquello como una señal del destino, contrayendo matrimonio con aquel joven seis meses después, en una modesta, pero hermosa, ceremonia en la iglesia católica San Pedro, en Aberdeen.

Alida fue nuestro pequeño rayo de sol, que atravesaba la oscuridad impuesta por la autoritaria germana. Mas pronto advertí que este resquicio luminoso, de esperanza, no sería suficiente para mí.

Un par de meses más adelante, desanimado, triste y agotado debido al trabajo nocturno (tan físico), me apeé del bus turístico, para desencanto de mi querida Alida, la cual perdía a uno de sus más entusiastas compañeros de viaje, según sus cálidas palabras de despedida. Una triste sonrisa. Dos besos. Promesas de un café expreso compartido. Buenos deseos. Mejores futuros recuerdos.

̶  Ciao, bello!
̶  Un honor, profesora. Siga iluminando sombrías mañanas.

 

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