Silencio. Un silencio sepulcral. Obscuridad total,
embriagadora e hipnótica.
Me encuentro tumbado sobre el blando lecho.
Boca arriba, los ojos cerrados y, a su vez, cubiertos por un antifaz.
Completamente inmóvil. Respiro sosegado, sintiendo cada bocanada entrando en
mis pulmones. Los brazos cruzados sobre mi pecho ̶
pesados como gruesas mangueras a punto de reventar por la presión del
agua ̶ manos abiertas, dedos extendidos. Postura de
vampiro de película antigua, en blanco y negro. Postura de muerto.
Todavía visto el uniforme, de
ridículo colorido. Las botas de seguridad, ancladas a mis pies hinchados. La
sola idea de descalzarme me produce temblor. Desnudarme ni me lo planteo, a
pesar del calor febril que exuda todo mi cuerpo. No todavía. Cinco minutos más.
Reposo. Inspiro. “Piensa en blanco”. Espiro. “Piensa en blanco”. Inspiro.
Espiro.
Trato de vaciar la mente. Llamar a
gritos sordos al sueño. Intento olvidar la molestia que recorre todo mi ser
corpóreo: cabeza, brazos, espalda, piernas, pies. “¡Oh mis pies!”. Poco a poco
mi cerebro alcanza esa fina barrera del duermevela. Ignoro si quedé dormido,
desconozco si permanezco despierto.
Consigo no sentir. No padecer. No pesar. Imagino, o quizás sueño, que en
cualquier momento podría despegarme de mi propio cuerpo. Mi vieja amiga Lucía
vivió esa insólita experiencia en una ocasión, según ella misma me relató en
una de nuestras charlas unedianas, en
el Café Parlamento, ante dos Heineken verdes y heladas, colorada flor de papel
sellando cada gollete, y un plato de frutos secos que ella contemplaba y yo
devoraba. Una tarde, en plenos exámenes de junio, a cuarenta grados en la
sombra, regresó agotada del gimnasio, se acostó desfallecida sobre el sofá de
frío cuero (sólo serán cinco minutos, pensó, después me pongo a estudiar
Biología), el aire acondicionado del piso a tope, zumbando atronador como un
737 en plena maniobra de despegue. Comenzó a sentirse ligera, como una nube
blanca arrastrada por el viento. No sentía los brazos, ni las piernas. Unas perlas
de sudor frío recorrían sus mejillas. La lámpara de lágrimas de cristal
aparecía distante, difuminada, como recién aparecida de la nada. Los párpados
pesados, abiertos a media asta. De repente, notó en su pecho un ligero tirón
hacia arriba, como si hubiera tropezado con un escalón demasiado alto, se
sintió flotar y pudo contemplarse así misma allá abajo, a unos dos metros, sus
ojos medio cerrados, su rostro serio, su cuerpo estirado sobre el viejo sofá de
cuero negro. Se asustó y cayó a plomo, reajustándose de nuevo dentro de su
carcasa de carne y hueso. Nunca se atrevió a contarlo a nadie más.
Me encuentro tumbado sobre una cama
infantil. Blanda, estrecha. Mis pies casi cuelgan por su extremo inferior. Una
jornada más en el Taller de Hombres, me digo. Pero no. Algo falla. Algo no
cuadra. En mi intento de vaciar la mente, no la observé llena de ruidos
metálicos, olor a polvo de acero, visiones de grandes chapas y máquinas
pesadas. No hubo recuerdo de almacén gris y oscuro. Hostil, cargado de energía
negativa, rebosante de testosterona, de hombres rudos y recios, de esos que
escupen en el suelo y echan la mano a la entrepierna, mientras comparten
obscenidades y carcajadas truculentas. No recordé el chocar de cuernos. No, mi
memoria rebosaba palés, cajas y más cajas, paquetes, baldas, transpaletas.
Sandías, berzas, manzanas, coles de Bruselas, champiñones, peras, ensaladas envasadas
al vacío, plátanos, montañas de plátanos y un sinfín de otros productos
frescos, procesados o, directamente, artificiales. Todo ello envuelto en una
luz cegadora. Luz de fluorescentes.
Algo falla. Algo no cuadra. Por fin
caigo en la cuenta. No me hallo en el pueblo, en la casona familiar, en la
habitación que antaño compartí con mi hermano mayor. No reposo tras un agotador
día en el Taller de Hombres. Aquello ya pasó, hace más de tres años. La cama
sigue siendo pequeña y angosta, pero pertenece a otro escenario. Al fin
recuerdo. Estoy en el living, mi
enorme habitación impostada. En el piso que comparto con Cristina. Me encuentro
en Edimburgo. La ciudad mágica soñada, el lugar escogido, o quizás el cual me
eligió y no desea soltarme. Una tímida
sonrisa aflora en mi semblante con tal
pensamiento. Continúo en Edimburgo. Todavía no claudiqué. No me rendí. Aún no
regresé con el rabo entre las piernas, los sueños hechos añicos en la mochila y
la mirada en suelo. Tan sólo descanso un instante, tras otra larga noche en el
Tesda, cargando, arrastrando, colocando, sudando,… viviendo o, tal vez,
sobreviviendo, como decía la bella parlanchina, mi amor de otra galaxia, Clara. Sólo cinco minutos más. Después me despojaré
de la vestimenta y del calzado, e invadiré la cama como Dios manda. Sólo cinco
minutos más.
Morfeo, oculto tras las cortinas
con maligna sonrisa, aprovecha mi guardia baja y me arrastra con él, al fondo
de su universo perdido.
Sueño que vuelo. Levito hacia una
bóveda acristalada, atravieso sus vidrios como si no existieran. Floto a
trompicones sobre los grises y húmedos tejados de Edimburgo. Poso mis manos sobre sus tejas de pizarra,
sintiendo su fría humedad, para darme impulso y así poder seguir mi vuelo torpe
y silencioso. Contemplo la vida de las gentes, tras ventanas sin persianas ni
cortinaje alguno. Aterrizo con suavidad sobre el cuidado césped de los jardines
de Princes Street. Me doy la vuelta,
acomodándome de espaldas. Fatigado por el esfuerzo, bajo los párpados. Un ángel
cubre mi trémulo cuerpo con sus suaves alas de pluma blanca. Alas cálidas,
livianas, como la vieja manta que usamos para nuestras sesiones de tele-sofá,
en las que bromeamos con fingido escándalo sobre las bravuconadas de Horacio en
CSI, las machadas de Seagal, la astuta
ingenuidad de la señorita Fletcher, o con Eastenders
y sus barrios bajos, donde sus habitantes discuten a gritos en un inglés
casi ininteligible para nosotros, que requiere el apoyo de los benditos
subtítulos.
El ángel se desliza, con sigilo,
hacia la verja exterior, susurrando en su despedida milenarias plegarias para
sanar mi maltrecho cuerpo y apaciguar mi alma, rezos que poseen un sospechoso
tono cantarín, como el de mi compañera de piso Cris: “¡Pero, cómo se te ocurre
doblar turno durante todo el sábado. Anda qué! Menos mal que es domingo y
tienes todo el día para dormir. Marcho al aeropuerto, a recoger a mi Soviet favorito que llega hoy. Descansa”.
Silencio. Un silencio absoluto.
Oscuridad total, pitch black, como
dicen por estos lares. Morfeo continúa meciendo el angosto lecho que envuelve
mi castigado cuerpo. Su mano mece la cuna adulta. Entonando nanas infantiles
para niños grandes con pesadas botas de Hombre.
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