lunes, 6 de mayo de 2019

F111 - En el auto de papá, nos iremos a pasear (I) (mayo 2005)


La sabiduría popular es la clave. Siglos de experiencias acumuladas resumidas en un puñado de palabras. Así como dados tirados al azar, pero cuyos lados aterrizan certeros mostrando un doble seis. Cuánto mejor nos iría siguiendo los consejos encerrados en el refranero popular. Repleto de afirmaciones que dictan verdades como puños, como dirían en mi pueblo. En referencia al asunto que me lleva a escribir estas líneas, también el saber anónimo de las gentes clava con destreza su flecha en el centro de la diana, con dichos tan escuchados, tan repetidos: “Dime con quién vas, y te diré quién eres”; “Dios los cría y ellos se juntan”, y por supuesto, una sentencia lapidaria que va directa al corazón, que toca el alma: “Mejor solo que mal acompañado”. El cúmulo de vivencias nos lleva a secundar, en silencio, con pequeñas cabezadas tal afirmación.  A lo sumo, susurramos un escueto y sincero, amén. Vamos, que podríamos adoptarla como breve, pero contundente, epitafio grabado sobre nuestra futura tumba.

            Mas comencemos donde nace esta modesta historia.

            Es el primer domingo de mayo. La mañana en Edimburgo se muestra fresca y soleada. La escasa niebla del amanecer ha levantado, arrastrada por la sempiterna brisa, dejando un cielo azulado, salteado de nubecillas blancas, estrechas y estiradas. Nubes de cuadro a la acuarela. Primer domingo de mayo. Sonrío y cierro los ojos ante la humeante taza de café, tamaño XL, como es habitual por estos lares. Para mis adentros, bisbiseo más que una oración un breve saludo, un recuerdo hecho palabra, un te añoro mamá. Media vida sin tu compañía, sin tu cariño, sin tus caricias, sin tu eterna sonrisa y continúo echándote en falta, como si te hubieras marchado anteayer. Primer domingo de mayo. Día de la Madre, allá lejos, en mi amada, y a veces aborrecida, España. Aquí, un domingo más. Un domingo cualquiera. Un aburrido intervalo entre la juerga sabatina y el madrugón del lunes. Ignoro la fecha celebratoria escocesa. Juraría que la mueven cada año, de casilla en casilla, en ese calendario que comienza por el último día semanal. Parece un amago de confundir a los hijos despistados.

            Un domingo más. Uno de mis cafés favoritos. El Elephant House. Un local con solera, acogedor, que destilaba una magia especial por cada rincón, pared, techumbre y suelo (antes de que el vil metal y la ambición de negocio acabara con ella). Grandes mesas, de vieja madera, donde los clientes comparten momentos, viandas, lecturas, brebajes calientes, anécdotas, silencios y sueños. Un lugar repleto de esos entrañables e inteligentes animales. Tan voluminosos como nobles. Atrayentes de buena fortuna, de sensaciones positivas, de luminoso karma. Elefantes y más elefantes. En toda postura y tamaño. En cuadros, estatuillas, bordados, atrapasueños de techo, libros, posavasos. E incluso un hermoso paquidermo, tallado en madera, que hace las veces de asiento para los más pequeños, los cuales quedan ensimismados sobre su lomo, sus minúsculas manos agarradas a la trompa, sus asombrados ojos contemplando las enormes orejas, su recién estrenada imaginación galopando junto a ellos por la africana sabana o esperando despegar el vuelo, junto a su particular Dumbo.

Ocupo mi rincón preferido. Una de las mesas junto a los amplios ventanales. Escaparate privilegiado que asoma a la parte trasera, a Cowgate. A lo lejos, imponente, siempre alerta, el Castillo de Edimburgo sentado erguido y orgulloso, sobre su negro y rocoso trono volcánico.

            La veo pedir en la barra. Alta, desgarbada, pelo largo con una solitaria y sucia rasta camuflada entre su espesor. Viste su habitual chaqueta tres cuartos de color caqui, de esas que adornan la capucha con un reborde de piel artificial. Alza la vista, entornando sus ojos adormilados en mi dirección, más miope de lo que su coquetería le permite admitir. Se acerca, sujetando con ambas manos la rectangular bandeja abarrotada (como la plaza del Dúo Sacapuntas), quebrada una de sus esquinas: tetera, taza y platillo, plato pequeño con tostadas, tarrinas minúsculas de mantequilla y mermelada, vaso de agua, zumo de naranja recién exprimido, un bollo al que denominan cruasán ignorando de qué están hablando, servilletas de papel, sobrecitos de azúcar. Todo un festín. Apoya la bandeja, exhausta, como si hubiera recurrido la media maratón, en lugar de los cinco escasos metros desde el mostrador.

            ̶  ¡Qué pasa, riojano!  ̶  saluda, con su acostumbrado desparpajo sureño.

            Úrsula. Andaluza de buena familia, rebasando la mitad de la cuesta abajo de la treintena, la meta volante de los cuarenta se acerca, inmisericorde, a endiablada velocidad. Úrsula. Eterna adolescente, con nombre aristocrático o de dama de lujosa compañía. Granadina, carente de acento alguno. Por su hablar, podría provenir de cualquier lugar, incluso de Soria. 

            Toma asiento frente a mí. No se despoja de la inmensa cazadora. Friolera de vocación. No, no podría venir de Soria, pienso divertido. Bebe el zumo sin apenas respirar, en dos largos sorbos. Temerosa, supongo, de que la vitamina C se evapore, como asegura el mito. Se sirve una taza de té hasta rebosar, y de inmediato saca su sobre plastificado de tabaco crudo, color verde ajado de desesperanza, muestra horribles fotos de vísceras oscurecidas por innombrables enfermedades. Fotos ignoradas por ella y por todos los adictos al venenoso humo. Con dedos expertos ataca el tabaco, sujeta el papelillo, la diminuta boquilla entre sus labios. Construye sus pequeños pitillos sin prestar atención, una autómata del fumeteo. Quedan cilíndricos, perfectos, alineados como soldados caídos al borde de la bandeja. El té se va templando.

            Sus ojos abotargados no me dan cuartelillo, miran de lleno, como lo hacemos los latinos. Su parloteo tampoco me concede tregua alguna, ni siquiera para meter una cuña publicitaria. No ha callado desde su peculiar saludo, salvo los dos segundos durante casi murió ahogada por inmersión en zumo de naranja, recién exprimido.

            Úrsula es una habitual del Elephant House.  Coincidimos a menudo. Compartimos esta mesa. Hemos desarrollado algo parecido a la amistad, mas lejos del concepto que define dicha palabra en suelo patrio. Estudia Bellas Artes en una academia privada de alto postín, a las afueras de la ciudad. A ratos juega a trabajar, sirviendo pintas de cerveza en un pub nostálgico del movimiento Heavy, el Black Rose sito en Rose Street, y así poder hacer frente al chantaje emocional paterno, ganando algunas monedas para sus chucherías, mientras palpa la visa oro a cobijo en el bolsillo trasero de los vaqueros de marca. Hija única. Padre multi-empresario,  emprendedor de vieja cuña, viudo desde que ella tenía la tierna edad de cuatro años. Un drama real, de plañidera película de sobremesa. El aprendizaje de la lengua de Shakespeare, útil y necesario para dirigir en un futuro el emporio familiar, mera excusa para escapar de una vida que la asfixiaba como una bolsa de plástico sobre la cabeza de una tortuga en alta mar.

            ̶  ¿Bueno, qué, te apuntas, o no?  ̶  concluye, sacándome de mi ensoñación.

            Úrsula acaba de proponerme una escapada a cuatro bandas. Una excursión, en coche alquilado, hasta las tierras del norte de Escocia, las archiconocidas Highlands. Nosotros, en compañía de la parejita feliz. Miranda y Moisés. Mimo, como tiernamente les apodan sus compañeros de juergas nocturnas y otras fechorías.

            ̶  ¿Eh? Vale, ¿por qué no?  ̶  respondo, tras calcular fechas, horarios, vacaciones escolares y demás parámetros logísticos.

            De repente, caigo en la cuenta de que he aceptado el reto, haciendo caso omiso de todas las lucecitas rojas que gritaban mudas desde el salpicadero de mi cuadro de mandos.

            Harto de lucir verdoso pelaje, de perro solitario.

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