La sabiduría popular es la clave. Siglos de experiencias
acumuladas resumidas en un puñado de palabras. Así como dados tirados al azar,
pero cuyos lados aterrizan certeros mostrando un doble seis. Cuánto mejor nos
iría siguiendo los consejos encerrados en el refranero popular. Repleto de
afirmaciones que dictan verdades como puños, como dirían en mi pueblo. En
referencia al asunto que me lleva a escribir estas líneas, también el saber
anónimo de las gentes clava con destreza su flecha en el centro de la diana, con
dichos tan escuchados, tan repetidos: “Dime
con quién vas, y te diré quién eres”; “Dios
los cría y ellos se juntan”, y por supuesto, una sentencia lapidaria que va
directa al corazón, que toca el alma: “Mejor
solo que mal acompañado”. El cúmulo de vivencias nos lleva a secundar, en
silencio, con pequeñas cabezadas tal afirmación. A lo sumo, susurramos un escueto y sincero, amén. Vamos, que podríamos adoptarla
como breve, pero contundente, epitafio grabado sobre nuestra futura tumba.
Mas
comencemos donde nace esta modesta historia.
Es el primer
domingo de mayo. La mañana en Edimburgo se muestra fresca y soleada. La escasa
niebla del amanecer ha levantado, arrastrada por la sempiterna brisa, dejando
un cielo azulado, salteado de nubecillas blancas, estrechas y estiradas. Nubes
de cuadro a la acuarela. Primer domingo de mayo. Sonrío y cierro los ojos ante
la humeante taza de café, tamaño XL, como es habitual por estos lares. Para mis
adentros, bisbiseo más que una oración un breve saludo, un recuerdo hecho
palabra, un te añoro mamá. Media vida
sin tu compañía, sin tu cariño, sin tus caricias, sin tu eterna sonrisa y
continúo echándote en falta, como si te hubieras marchado anteayer. Primer
domingo de mayo. Día de la Madre, allá lejos, en mi amada, y a veces
aborrecida, España. Aquí, un domingo más. Un domingo cualquiera. Un aburrido
intervalo entre la juerga sabatina y el madrugón del lunes. Ignoro la fecha celebratoria
escocesa. Juraría que la mueven cada año, de casilla en casilla, en ese
calendario que comienza por el último día semanal. Parece un amago de confundir
a los hijos despistados.
Un domingo
más. Uno de mis cafés favoritos. El Elephant
House. Un local con solera, acogedor, que destilaba una magia especial por
cada rincón, pared, techumbre y suelo (antes de que el vil metal y la ambición
de negocio acabara con ella). Grandes mesas, de vieja madera, donde los
clientes comparten momentos, viandas, lecturas, brebajes calientes, anécdotas,
silencios y sueños. Un lugar repleto de esos entrañables e inteligentes
animales. Tan voluminosos como nobles. Atrayentes de buena fortuna, de
sensaciones positivas, de luminoso karma. Elefantes y más elefantes. En toda
postura y tamaño. En cuadros, estatuillas, bordados, atrapasueños de techo,
libros, posavasos. E incluso un hermoso paquidermo, tallado en madera, que hace
las veces de asiento para los más pequeños, los cuales quedan ensimismados
sobre su lomo, sus minúsculas manos agarradas a la trompa, sus asombrados ojos
contemplando las enormes orejas, su recién estrenada imaginación galopando
junto a ellos por la africana sabana o esperando despegar el vuelo, junto a su
particular Dumbo.
Ocupo mi rincón preferido. Una de
las mesas junto a los amplios ventanales. Escaparate privilegiado que asoma a
la parte trasera, a Cowgate. A lo
lejos, imponente, siempre alerta, el Castillo de Edimburgo sentado erguido y
orgulloso, sobre su negro y rocoso trono volcánico.
La veo pedir
en la barra. Alta, desgarbada, pelo largo con una solitaria y sucia rasta
camuflada entre su espesor. Viste su habitual chaqueta tres cuartos de color
caqui, de esas que adornan la capucha con un reborde de piel artificial. Alza
la vista, entornando sus ojos adormilados en mi dirección, más miope de lo que
su coquetería le permite admitir. Se acerca, sujetando con ambas manos la
rectangular bandeja abarrotada (como la plaza del Dúo Sacapuntas), quebrada una
de sus esquinas: tetera, taza y platillo, plato pequeño con tostadas, tarrinas
minúsculas de mantequilla y mermelada, vaso de agua, zumo de naranja recién
exprimido, un bollo al que denominan cruasán ignorando de qué están hablando,
servilletas de papel, sobrecitos de azúcar. Todo un festín. Apoya la bandeja,
exhausta, como si hubiera recurrido la media maratón, en lugar de los cinco
escasos metros desde el mostrador.
̶
¡Qué pasa, riojano! ̶
saluda, con su acostumbrado desparpajo sureño.
Úrsula. Andaluza de buena familia, rebasando
la mitad de la cuesta abajo de la treintena, la meta volante de los cuarenta se
acerca, inmisericorde, a endiablada velocidad. Úrsula. Eterna adolescente, con
nombre aristocrático o de dama de lujosa compañía. Granadina, carente de acento
alguno. Por su hablar, podría provenir de cualquier lugar, incluso de Soria.
Toma asiento frente a mí. No se
despoja de la inmensa cazadora. Friolera de vocación. No, no podría venir de
Soria, pienso divertido. Bebe el zumo sin apenas respirar, en dos largos
sorbos. Temerosa, supongo, de que la vitamina C se evapore, como asegura el
mito. Se sirve una taza de té hasta rebosar, y de inmediato saca su sobre
plastificado de tabaco crudo, color verde ajado de desesperanza, muestra
horribles fotos de vísceras oscurecidas por innombrables enfermedades. Fotos
ignoradas por ella y por todos los adictos al venenoso humo. Con dedos expertos
ataca el tabaco, sujeta el papelillo, la diminuta boquilla entre sus labios.
Construye sus pequeños pitillos sin prestar atención, una autómata del fumeteo.
Quedan cilíndricos, perfectos, alineados como soldados caídos al borde de la
bandeja. El té se va templando.
Sus ojos abotargados no me dan
cuartelillo, miran de lleno, como lo hacemos los latinos. Su parloteo tampoco
me concede tregua alguna, ni siquiera para meter una cuña publicitaria. No ha
callado desde su peculiar saludo, salvo los dos segundos durante casi murió
ahogada por inmersión en zumo de naranja, recién exprimido.
Úrsula es una habitual del Elephant House. Coincidimos a menudo. Compartimos esta mesa. Hemos
desarrollado algo parecido a la amistad, mas lejos del concepto que define
dicha palabra en suelo patrio. Estudia Bellas Artes en una academia privada de
alto postín, a las afueras de la ciudad. A ratos juega a trabajar, sirviendo
pintas de cerveza en un pub nostálgico del movimiento Heavy, el Black Rose sito
en Rose Street, y así poder hacer
frente al chantaje emocional paterno, ganando algunas monedas para sus
chucherías, mientras palpa la visa oro a cobijo en el bolsillo trasero de los
vaqueros de marca. Hija única. Padre multi-empresario, emprendedor de vieja cuña, viudo desde que
ella tenía la tierna edad de cuatro años. Un drama real, de plañidera película
de sobremesa. El aprendizaje de la lengua de Shakespeare, útil y necesario para
dirigir en un futuro el emporio familiar, mera excusa para escapar de una vida
que la asfixiaba como una bolsa de plástico sobre la cabeza de una tortuga en
alta mar.
̶
¿Bueno, qué, te apuntas, o no? ̶ concluye, sacándome de mi ensoñación.
Úrsula acaba de proponerme una
escapada a cuatro bandas. Una excursión, en coche alquilado, hasta las tierras
del norte de Escocia, las archiconocidas Highlands.
Nosotros, en compañía de la parejita feliz. Miranda y Moisés. Mimo, como tiernamente les apodan sus
compañeros de juergas nocturnas y otras fechorías.
̶
¿Eh? Vale, ¿por qué no? ̶ respondo, tras calcular fechas, horarios,
vacaciones escolares y demás parámetros logísticos.
De repente, caigo en la cuenta de
que he aceptado el reto, haciendo caso omiso de todas las lucecitas rojas que
gritaban mudas desde el salpicadero de mi cuadro de mandos.
Harto de lucir verdoso pelaje, de
perro solitario.
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