lunes, 13 de mayo de 2019

F112 - En el auto de papá, nos iremos a pasear (II) (mayo 2005)


Una pequeña calle perpendicular a Holyrood Road.  Pronunciada pendiente, estrecha acera. Los cuatro parados, en línea de formación como cuando antaño se pasaba revista en la mili. Los cuatro por orden de estatura, el más alto en la parte inferior de la cuesta, la más bajita en la zona alta, en un amago de compensar el desnivel estético. Brazos caídos a los lados, mochilas a nuestros pies, mirada al frente. Tan sólo nos faltaba el cuadrarnos, taconazo sonoro de botas relucientes, y ponernos en posición de Firmes. 

            Los cuatro en silencio cual trance pseudo-religioso. Los cuatro contemplando aquella obra de ingeniería mecánica, su discreto color, su línea aerodinámica, sus poderosos neumáticos, su estilo ultra-deportivo. Todos ensimismados por nuestra reciente adquisición motora, al menos para los siguientes cuatro días. Juntos y callados, embobados ante semejante bólido del asfalto, ante el primo-hermano del Kit de los ochenta: un Ford Ka, 1.3, modelo del 2004, color amarillo pollito, ruedas ligeramente sobresalientes de la trazada vertical imaginaria del techo, confiriéndole un aspecto de coche tronchado, haciendo su conducción dificultosa esquivando los bordillos a ojo de buen cubero. Un poderoso Ford Ka, de 60 potrillos salvajes de potencia, capaces de llevarlo en volandas de 0 a 100 kilómetros por hora en menos de cinco… minutos.

            ̶  ¿Qué, cargamos los bultos o le hacemos una foto aquí, al Ferrari Kaskarossa?  ̶  exclamó Moisés, con guasa sevillana rompiendo el castrense silencio.

            Por fortuna, el amplio maletero de aquel engendro con ruedas hizo buenas migas con nuestro modesto equipaje, llegando a un acuerdo de espacios y volúmenes como diseñado a medida por un ingeniero aeronáutico, o quien sea que sacrifique las pestañas en este tipo de cálculos.

            Superado el susto de la presentación de nuestra limusina liliputiense, llegamos a un rápido acuerdo verbal. Conduciríamos a turnos voluntarios, sin tiempos ni distancias limitados. Únicamente el cansancio y el estado anímico dictarían las pautas para intercambiar posiciones dentro del habitáculo. Tan sólo nuestra benjamina, Miranda, madrileña de veinticinco inviernos y media primavera, quedaría exenta de manejar los mandos de nuestro ovni rodante, pues carecía de la, tan ansiada en mis años mozos, cartulina rosa. Hoy en día, la chavalería prefiere subir a un tren, colocarse unos mastodónticos cascos sobre las orejas, abrir la tapa del ordenador portátil y perderse en otros universos paralelos del ciberespacio  ̶  mientras el hermoso paisaje real se desliza con rapidez, desvaneciéndose, a su lado, invisible, ajeno a sus sentidos  ̶  aniquilando, bajo auto-hipnosis, espectros, zombis, vampiros y demás morralla paranormal que pulula de forma provocativa ante el cañón virtual de su Ak-47.

            Viajaríamos a la antigua usanza. Nada de navegadores, GPS, computadora vía satélite, ni con la ayuda de un piloto automático sonriente como hizo el bueno de Arnie en “Desafío Total”. Viajaríamos a golpe de volante y biblia. El texto sagrado en forma de grueso libro de mapas desplegables, de esos que has de saltar de una página a otra para poder enlazar el itinerario elegido. Un despropósito. Yo, por lo bajini, imploraba a los dioses del Olimpo, y de Barcelona 92 ya de paso, para no tener que jugar un papel protagonista en la ardua tarea de orientación y exploración de las líneas viales. Con mi atrofiado sentido espacial y la ausencia de GPS interno  ̶  tara de fábrica  ̶  podríamos acabar, tras la supuesta pista del tímido monstruo del lago Ness, en el interior de la panza de un ferry con destino a los fiordos noruegos.

            La visión terrible de aquel fosforito auto de choque, con puertas y retrovisores, no logró noquear nuestro entusiasmo aventurero. Nos acomodamos, es un decir, como bien pudimos. Las chicas en el asiento trasero. Moisés al volante, valiente voluntario  ̶  asiento desplazado hasta el último diente de sujeción, para poder engullir la envergadura de su metro ochenta y cinco  ̶  y yo sentado a su izquierda (el puesto del de la escopeta que denominan los yanquis, riding shotgun). ¡Vamos, el sitio del copiloto de toda la vida!, como el del entrañable Luis Moya: “¡Arráncalo, Carlos, por tu padre, arráncalo!”. Sobre mi regazo, las sagradas escrituras viales, con sus líneas de colores, sus simbolitos e indicaciones diminutas. Una insana sonrisa en mi rostro, una gota de sudor deslizándose, con lentitud, por mi sien. “Espero que no haga demasiado frío en Noruega”, pienso divertido, a la par que amedrentado.

            Tras tres cuartos de hora de ibérica discusión tertuliana, a gritos y hablando todos a la vez, sobre cuál era la dirección a tomar para abandonar Edimburgo, preferiblemente antes de agotar el primer depósito de combustible haciendo turismo por el barrio de Leith y  sus aledaños, enfilamos la carretera que accedía al majestuosos puente Forth. Nuestro destino final, el punto más septentrional de la isla grande: Easter Head. Atravesando en nuestro recorrido poblaciones como Perth, Aviemore, Dunbeath, Thurso, y John o´ Groats. Una vez alcanzada la meta, asomarnos al abismo de aquel peculiar fin del mundo terrestre (como nuestro particular gallego Finisterre), a poder ser sin caer al mar, y retornar descendiendo por la costa oeste hasta el hemoso y portuario Oban, y de vuelta a la capital escocesa.

            Todo ello sobre el papel, con la esperanza de no extraviarnos por las desangeladas y angostas carreteras que recorren las Highlands, donde tan sólo hay ovejas aburridas de balar entre ellas y alguna que otra desorientada vaca peluda, de larguísima y retorcida cornamenta, o terminar en el fondo de alguno de los profundos y oscuros lagos del trayecto, haciendo un macabro homenaje al cuarteto de melenudos de Liverpool y su emblemático Yellow submarine.

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