Una pequeña calle perpendicular a Holyrood Road. Pronunciada
pendiente, estrecha acera. Los cuatro parados, en línea de formación como
cuando antaño se pasaba revista en la mili. Los cuatro por orden de estatura,
el más alto en la parte inferior de la cuesta, la más bajita en la zona alta,
en un amago de compensar el desnivel estético. Brazos caídos a los lados, mochilas
a nuestros pies, mirada al frente. Tan sólo nos faltaba el cuadrarnos, taconazo
sonoro de botas relucientes, y ponernos en posición de Firmes.
Los cuatro
en silencio cual trance pseudo-religioso. Los cuatro contemplando aquella obra
de ingeniería mecánica, su discreto color, su línea aerodinámica, sus poderosos
neumáticos, su estilo ultra-deportivo. Todos ensimismados por nuestra reciente
adquisición motora, al menos para los siguientes cuatro días. Juntos y callados,
embobados ante semejante bólido del asfalto, ante el primo-hermano del Kit de
los ochenta: un Ford Ka, 1.3, modelo del 2004, color amarillo pollito, ruedas
ligeramente sobresalientes de la trazada vertical imaginaria del techo, confiriéndole
un aspecto de coche tronchado, haciendo su conducción dificultosa esquivando
los bordillos a ojo de buen cubero. Un poderoso Ford Ka, de 60 potrillos
salvajes de potencia, capaces de llevarlo en volandas de 0 a 100 kilómetros por
hora en menos de cinco… minutos.
̶
¿Qué, cargamos los bultos o le hacemos una foto aquí, al Ferrari Kaskarossa? ̶
exclamó Moisés, con guasa sevillana rompiendo el castrense silencio.
Por fortuna, el amplio maletero de
aquel engendro con ruedas hizo buenas migas con nuestro modesto equipaje, llegando
a un acuerdo de espacios y volúmenes como diseñado a medida por un ingeniero
aeronáutico, o quien sea que sacrifique las pestañas en este tipo de cálculos.
Superado el susto de la presentación
de nuestra limusina liliputiense, llegamos a un rápido acuerdo verbal.
Conduciríamos a turnos voluntarios, sin tiempos ni distancias limitados.
Únicamente el cansancio y el estado anímico dictarían las pautas para intercambiar
posiciones dentro del habitáculo. Tan sólo nuestra benjamina, Miranda,
madrileña de veinticinco inviernos y media primavera, quedaría exenta de
manejar los mandos de nuestro ovni rodante, pues carecía de la, tan ansiada en
mis años mozos, cartulina rosa. Hoy
en día, la chavalería prefiere subir a un tren, colocarse unos mastodónticos
cascos sobre las orejas, abrir la tapa del ordenador portátil y perderse en
otros universos paralelos del ciberespacio ̶
mientras el hermoso paisaje real se desliza con rapidez,
desvaneciéndose, a su lado, invisible, ajeno a sus sentidos ̶ aniquilando, bajo auto-hipnosis, espectros,
zombis, vampiros y demás morralla paranormal que pulula de forma provocativa
ante el cañón virtual de su Ak-47.
Viajaríamos a la antigua usanza.
Nada de navegadores, GPS, computadora vía satélite, ni con la ayuda de un piloto
automático sonriente como hizo el bueno de Arnie
en “Desafío Total”. Viajaríamos a golpe de volante y biblia. El texto
sagrado en forma de grueso libro de mapas desplegables, de esos que has de
saltar de una página a otra para poder enlazar el itinerario elegido. Un
despropósito. Yo, por lo bajini, imploraba a los dioses del Olimpo, y de
Barcelona 92 ya de paso, para no tener que jugar un papel protagonista en la
ardua tarea de orientación y exploración de las líneas viales. Con mi atrofiado
sentido espacial y la ausencia de GPS interno ̶ tara
de fábrica ̶ podríamos acabar, tras la supuesta pista del
tímido monstruo del lago Ness, en el interior de la panza de un ferry con
destino a los fiordos noruegos.
La visión terrible de aquel fosforito
auto de choque, con puertas y retrovisores, no logró noquear nuestro entusiasmo
aventurero. Nos acomodamos, es un decir, como bien pudimos. Las chicas en el
asiento trasero. Moisés al volante, valiente voluntario ̶
asiento desplazado hasta el último diente de sujeción, para poder
engullir la envergadura de su metro ochenta y cinco ̶ y yo
sentado a su izquierda (el puesto del de la escopeta que denominan los yanquis,
riding shotgun). ¡Vamos, el sitio del
copiloto de toda la vida!, como el del entrañable Luis Moya: “¡Arráncalo, Carlos, por tu padre,
arráncalo!”. Sobre mi regazo, las sagradas escrituras viales, con sus
líneas de colores, sus simbolitos e indicaciones diminutas. Una insana sonrisa
en mi rostro, una gota de sudor deslizándose, con lentitud, por mi sien. “Espero
que no haga demasiado frío en Noruega”, pienso divertido, a la par que
amedrentado.
Tras tres cuartos de hora de ibérica
discusión tertuliana, a gritos y hablando todos a la vez, sobre cuál era la
dirección a tomar para abandonar Edimburgo, preferiblemente antes de agotar el
primer depósito de combustible haciendo turismo por el barrio de Leith y sus aledaños, enfilamos la carretera que
accedía al majestuosos puente Forth. Nuestro destino final, el punto más
septentrional de la isla grande: Easter Head.
Atravesando en nuestro recorrido poblaciones como Perth, Aviemore, Dunbeath, Thurso,
y John o´ Groats. Una vez alcanzada la meta, asomarnos al abismo de aquel
peculiar fin del mundo terrestre (como nuestro particular gallego Finisterre),
a poder ser sin caer al mar, y retornar descendiendo por la costa oeste hasta
el hemoso y portuario Oban, y de vuelta a la capital escocesa.
Todo ello sobre el papel, con la
esperanza de no extraviarnos por las desangeladas y angostas carreteras que
recorren las Highlands, donde tan sólo hay ovejas aburridas de balar entre
ellas y alguna que otra desorientada vaca peluda, de larguísima y retorcida
cornamenta, o terminar en el fondo de alguno de los profundos y oscuros lagos
del trayecto, haciendo un macabro homenaje al cuarteto de melenudos de
Liverpool y su emblemático Yellow
submarine.
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