sábado, 19 de junio de 2021

F173 - "Oír las aves volar"

 

       (Noviembre, 2006)

En ocasiones, conoces personas que no parecen ser de este mundo. Personas que rompen moldes, que se cargan de un plumazo todos tus esquemas mentales. Personas que te muestran todo lo que se puede hacer en esta vida. La cual, ellas estrujan como si de un limón se tratara, dejándola sin gota. Aquellas que viven cada día como si el próximo anochecer fuera a ser un adiós definitivo. Individuos cuya energía brota de una invisible batería orgánica, gracias a la cual harían claudicar al mismísimo conejito de Duracell.

Louisa resultó una de ellas.

Apareció en mi vida como una más. Sin llamar la atención. Tan sólo se trataba de un intercambio de idiomas. Otro de los muchos en los que participé durante aquellos años.  Ella me ayudaría en la lengua de Shakespeare, con la pronunciación de las malditas vocales y traicioneras consonantes, por no mencionar los diabólicos phrasal verbs; a cambio, yo limaría las aristas de su más que decente español. Nada nuevo bajo el sol, a estas alturas. Un intercambio más…, que no fue tal.

Mientras tecleo, escuchando la tormenta al otro lado de la ventana, miro de soslayo el libro abierto por sus primeras páginas. Leo, sin necesidad, esa dedicatoria que dicta mi memoria más deprisa que los labios. Sonrío, recordando el momento en que la anotó.

Pero vayamos por partes, como dijo Jack el Destripador y cantan los Estopa.

Nuestro primer encuentro tuvo lugar en la cafetería del Filmhouse. Un pequeño cine  con alma de teatro, sin palomitas ni refrescos. Anclado en otra era, sus anacrónicas carteleras adornan, cual piezas de museo, la acera de Lothian Road, cerca del hotel Sheraton. Confieso que acudí un tanto nervioso. Las primeras citas siempre tienen ese efecto sobre mi ser, no importa su naturaleza: ordinaria, romántica, profesional, amistosa o fortuita. Poner cara a una voz, a un esemese anónimo, me impone respeto. Quedé sorprendido por la elección del lugar, acostumbrado a quedar en el viejo Elephant House.  Aquella cantina exhalaba buen gusto y elegancia. Camareros de punta en blanco, a la vieja usanza, pajarita al cuello incluida. Mesas de mármol pulido, con enormes patas de hierro forjado. Sillas acolchadas con terciopelo carmesí. Paredes repletas de cuadros, que enmarcaban fotografías en blanco y negro, donde actrices y actores de otra época compartían su melancolía con quien los contemplara. La atmósfera invitaba al sosiego, a la confidencia. Luz tenue. Voces quedas. Aroma a café recién hecho y bollo de canela.

Robé algunos minutos al reloj. Aborrezco la impuntualidad, y además, quería causar una buena impresión. Al fin y al cabo, iba a ser Profesor, a la par que alumno. Disfruto al llegar con antelación a sitios desconocidos, y aquel lo era. Me aporta cierta tranquilidad, el poder observar la escena desde lejos, parapetado en una esquinita.

Sin embargo, ella se adelantó.

Habíamos acordado una serie de señales para localizarnos. Louisa vestiría una bufanda de un rojo intenso, yo llevaría mi chaquetón tres cuartos caqui, con capucha de pelo. Ella portaría una libreta gruesa, de tapas verdes. Por mi parte, la inseparable mochilita azul al hombro, como la de la muchacha de la canción.

Me recibió con una cálida sonrisa y dulce mirada. Sus delicados dedos asomaban bajo unas manoplas recortadas. Coloradas, salteadas de topos blancos, a juego con la bufanda. Sujetaba el tazón humeante, con ambas manos, en un amago de sustraer algo del calor desprendido.

En seguida conectamos. Nos deshicimos de abrigos, guantes y bufandas. Charlábamos en un popurrí de inglés y castellano, salpicado con expresiones escocesas y algún que otro palabro importado de México, quizás fruto de un antiguo intercambio por su parte, o tal vez de algo más. Ese deje, al platicar, trajo briznas de recuerdo —pozos esmeralda, risa franca, nombre vikingo— que aparté con decisión y premura.

Me cayó genial al instante.

Rondaría mi edad, o algo menos. La experiencia me dicta lo difícil que es calcular  tal dato por estos lares. Nacida en Berlín, según me dijo, inglesa de adopción, cabello oscuro alborotado, ojos grandes, claros e inteligentes; tez blanquecina, añorante quizá, de aquellas playas del Caribe mejicano. Nubecillas de pecas salpican su rostro, confiriéndole un aspecto jovial, a la par que travieso.

Aunque puedas llegar a intuir algo peculiar, a sentir buenas vibraciones con alguien desconocido, nunca podrás saber que tal persona grabará una huella imborrable en tu disco duro. Allí sentados, frente a frente, cuadernos abiertos, ella tras su infusión de hierbas, tú con el habitual café en tazón desproporcionado. Escuchas, observas, haces alguna observación: una erre menospreciada, un tiempo verbal incorrecto, un chascarrillo que conceda cuartelillo. Otra lección más, piensas. Sin embargo, te encuentras más a gusto de lo habitual. Eso es bueno, te dices. Sonríes al imaginar una clase grupal, esta chica, fina, educada, culta, junto a la pareja de adorables monstruos, Hugh y Shean, con los que continúas quedando de vez en cuando. Mismo idioma, diferente planeta.

Con el tiempo hicimos buenas migas. Incluso me ayudó en un difícil episodio, cuando extravié a una amiga. Visita a comisaría, e “interrogatorio”, incluidos. Tal vez, algún día lo relate, quizás no. Dialogamos acerca de nuestros trabajos, inquietudes, desamores, aventuras y sueños. Me contó cómo resultó la experiencia de vivir un año en Mongolia. Integrarse con sus gentes, adoptando las costumbres, aprendiendo su idioma. Penurias vividas, crudeza día a día. La supervivencia sin envoltorio ni lacito; por ejemplo, cómo debía perforar un agujero en el hielo, para extraer agua cada mañana. Me describió el frío paralizante, la soledad, el silencio atronador, las muestras de cariño de aquellos extraños, algún capítulo de miedo, la añoranza, los ruidos nocturnos, las lágrimas, la cúpula negra plagada de estrellas…, el “oír las aves volar”.

Sabiéndome lector, un día me obsequió su libro. Añadiendo sonrisa y guiño a la entrañable dedicatoria.

—Toma, mejor lees la historia, porque mi español es muy malo — dijo, en perfecto castellano.

Observé aquella portada, la misma que contemplo al borde del ordenador mientras escribo estas líneas. Muestra un pastor mongol, en primer plano, junto a su hijo pequeño de cabello rapado. Ambos miran al objetivo, éste con ceño fruncido, reflejando cierto recelo, apoyando su manita sobre la pierna protectora; aquél, pipa en boca, sentado sobre una piedra a ras de suelo, quizás intentando transmitir serenidad a su vástago. Al fondo, un yak, de generosa cornamenta, pasta sobre la hierba, indiferente a la escena. El cielo aparece uniforme, de un azul puro, como recién pintado, sin una mota blanca.

Releo el título de la edición traducida al español:

   Bajo un Cielo Azul Cobalto

(En las estepas de Mongolia)

    Premio Ondaatje 2004

 

Pronto comprobé que aquella mujer escribía mejor aún que hablaba. Relata de tal forma sus andanzas que te transporta en el tiempo y espacio; rehaces junto a ella su viaje, sientes la gelidez del lugar, la soledad; su miedo aporrea tu puerta; las carcajadas resuenan entre las paredes de tu cuarto; sorprende su coraje, su sinceridad; pasas hoja tras hoja, mientras respiras hondo bajo aquel cielo inmaculado; pierdes la mirada, ensimismado al vislumbrar el fulgor de un millón de estrellas.

Así conocí a Louisa Waugh, escritora, periodista, espíritu libre…, amiga.