(Noviembre, 2006)
En ocasiones,
conoces personas que no parecen ser de este mundo. Personas que rompen moldes,
que se cargan de un plumazo todos tus esquemas mentales. Personas que te
muestran todo lo que se puede hacer en esta vida. La cual, ellas estrujan como
si de un limón se tratara, dejándola sin gota. Aquellas que viven cada día como
si el próximo anochecer fuera a ser un adiós definitivo. Individuos cuya
energía brota de una invisible batería orgánica, gracias a la cual harían
claudicar al mismísimo conejito de Duracell.
Louisa
resultó una de ellas.
Apareció en
mi vida como una más. Sin llamar la atención. Tan sólo se trataba de un
intercambio de idiomas. Otro de los muchos en los que participé durante
aquellos años. Ella me ayudaría en la
lengua de Shakespeare, con la pronunciación de las malditas vocales y
traicioneras consonantes, por no mencionar los diabólicos phrasal verbs; a cambio, yo limaría las aristas de su más que
decente español. Nada nuevo bajo el sol, a estas alturas. Un intercambio más…, que no fue tal.
Mientras
tecleo, escuchando la tormenta al otro lado de la ventana, miro de soslayo el
libro abierto por sus primeras páginas. Leo, sin necesidad, esa dedicatoria que
dicta mi memoria más deprisa que los labios. Sonrío, recordando el momento en
que la anotó.
Pero vayamos
por partes, como dijo Jack el Destripador y cantan los Estopa.
Nuestro
primer encuentro tuvo lugar en la cafetería del Filmhouse. Un pequeño cine con alma de teatro, sin palomitas ni
refrescos. Anclado en otra era, sus anacrónicas carteleras adornan, cual piezas
de museo, la acera de Lothian Road, cerca del hotel Sheraton. Confieso que
acudí un tanto nervioso. Las primeras citas siempre tienen ese efecto sobre mi
ser, no importa su naturaleza: ordinaria, romántica, profesional, amistosa o
fortuita. Poner cara a una voz, a un esemese
anónimo, me impone respeto. Quedé sorprendido por la elección del lugar, acostumbrado
a quedar en el viejo Elephant House. Aquella cantina exhalaba buen gusto y
elegancia. Camareros de punta en blanco, a la vieja usanza, pajarita al cuello
incluida. Mesas de mármol pulido, con enormes patas de hierro forjado. Sillas
acolchadas con terciopelo carmesí. Paredes repletas de cuadros, que enmarcaban
fotografías en blanco y negro, donde actrices y actores de otra época
compartían su melancolía con quien los contemplara. La atmósfera invitaba al
sosiego, a la confidencia. Luz tenue. Voces quedas. Aroma a café recién hecho y
bollo de canela.
Robé algunos
minutos al reloj. Aborrezco la impuntualidad, y además, quería causar una buena
impresión. Al fin y al cabo, iba a ser Profesor, a la par que alumno. Disfruto
al llegar con antelación a sitios desconocidos, y aquel lo era. Me aporta
cierta tranquilidad, el poder observar la escena desde lejos, parapetado en una
esquinita.
Sin embargo,
ella se adelantó.
Habíamos
acordado una serie de señales para localizarnos. Louisa vestiría una bufanda de
un rojo intenso, yo llevaría mi chaquetón tres cuartos caqui, con capucha de
pelo. Ella portaría una libreta gruesa, de tapas verdes. Por mi parte, la
inseparable mochilita azul al hombro, como la de la muchacha de la canción.
Me recibió
con una cálida sonrisa y dulce mirada. Sus delicados dedos asomaban bajo unas
manoplas recortadas. Coloradas, salteadas de topos blancos, a juego con la
bufanda. Sujetaba el tazón humeante, con ambas manos, en un amago de sustraer
algo del calor desprendido.
En seguida
conectamos. Nos deshicimos de abrigos, guantes y bufandas. Charlábamos en un
popurrí de inglés y castellano, salpicado con expresiones escocesas y algún que
otro palabro importado de México, quizás fruto de un antiguo intercambio por su
parte, o tal vez de algo más. Ese deje, al platicar,
trajo briznas de recuerdo —pozos esmeralda, risa franca, nombre vikingo—
que aparté con decisión y premura.
Me cayó
genial al instante.
Rondaría mi
edad, o algo menos. La experiencia me dicta lo difícil que es calcular tal dato por estos lares. Nacida en Berlín,
según me dijo, inglesa de adopción, cabello oscuro alborotado, ojos grandes,
claros e inteligentes; tez blanquecina, añorante quizá, de aquellas playas del
Caribe mejicano. Nubecillas de pecas salpican su rostro, confiriéndole un aspecto
jovial, a la par que travieso.
Aunque
puedas llegar a intuir algo peculiar, a sentir buenas vibraciones con alguien desconocido,
nunca podrás saber que tal persona grabará una huella imborrable en tu disco
duro. Allí sentados, frente a frente, cuadernos abiertos, ella tras su infusión
de hierbas, tú con el habitual café en tazón desproporcionado. Escuchas,
observas, haces alguna observación: una erre menospreciada, un tiempo verbal
incorrecto, un chascarrillo que conceda cuartelillo. Otra lección más, piensas.
Sin embargo, te encuentras más a gusto de lo habitual. Eso es bueno, te dices. Sonríes
al imaginar una clase grupal, esta chica, fina, educada, culta, junto a la
pareja de adorables monstruos, Hugh y Shean, con los que continúas quedando de
vez en cuando. Mismo idioma, diferente planeta.
Con el
tiempo hicimos buenas migas. Incluso me ayudó en un difícil episodio, cuando
extravié a una amiga. Visita a comisaría, e “interrogatorio”, incluidos. Tal
vez, algún día lo relate, quizás no. Dialogamos acerca de nuestros trabajos,
inquietudes, desamores, aventuras y sueños. Me contó cómo resultó la
experiencia de vivir un año en Mongolia. Integrarse con sus gentes, adoptando
las costumbres, aprendiendo su idioma. Penurias vividas, crudeza día a día. La
supervivencia sin envoltorio ni lacito; por ejemplo, cómo debía perforar un
agujero en el hielo, para extraer agua cada mañana. Me describió el frío
paralizante, la soledad, el silencio atronador, las muestras de cariño de
aquellos extraños, algún capítulo de miedo, la añoranza, los ruidos nocturnos,
las lágrimas, la cúpula negra plagada de estrellas…, el “oír las aves volar”.
Sabiéndome
lector, un día me obsequió su libro. Añadiendo sonrisa y guiño a la entrañable
dedicatoria.
—Toma, mejor lees la historia, porque mi español es muy malo
— dijo, en perfecto castellano.
Observé
aquella portada, la misma que contemplo al borde del ordenador mientras escribo
estas líneas. Muestra un pastor mongol, en primer plano, junto a su hijo
pequeño de cabello rapado. Ambos miran al objetivo, éste con ceño fruncido,
reflejando cierto recelo, apoyando su manita sobre la pierna protectora; aquél,
pipa en boca, sentado sobre una piedra a ras de suelo, quizás intentando
transmitir serenidad a su vástago. Al fondo, un yak, de generosa cornamenta,
pasta sobre la hierba, indiferente a la escena. El cielo aparece uniforme, de
un azul puro, como recién pintado, sin una mota blanca.
Releo el
título de la edición traducida al español:
Bajo un Cielo Azul Cobalto
(En las estepas de Mongolia)
Premio Ondaatje
2004
Pronto
comprobé que aquella mujer escribía mejor aún que hablaba. Relata de tal forma
sus andanzas que te transporta en el tiempo y espacio; rehaces junto a ella su
viaje, sientes la gelidez del lugar, la soledad; su miedo aporrea tu puerta;
las carcajadas resuenan entre las paredes de tu cuarto; sorprende su coraje, su
sinceridad; pasas hoja tras hoja, mientras respiras hondo bajo aquel cielo
inmaculado; pierdes la mirada, ensimismado al vislumbrar el fulgor de un millón
de estrellas.
Así conocí a
Louisa Waugh, escritora, periodista,
espíritu libre…, amiga.