Antaño nuestros mayores solían
aconsejarnos: “tú donde vayas: oir, ver y
callar”, sabio consejo que más de un problemilla nos hubiera ahorrado a más
de uno.
Tal y como les he mencionado con
anterioridad, cogía el autobús número 44 para ir al colegio todos los días. Un
trayecto que llevaba 45 minutos de ida y 45 de vuelta. Todo ello dependiendo
del tráfico y hora, obviamente.
Así que algo había que hacer en
todo ese tiempo. Yo, como buen estudiante que siempre fui –en serio− dedicaba
el viaje de ida a leer el periódico gratuito Metro, a repasar los temidos phrasal verbs o a buscar palabras en el
mini-diccionario que siempre acarreaba en la mochila. Pero el trayecto de
vuelta, tras las duras horas de clase, lo dedicaba a socializar con los
compañeros de clase. Es decir, a berrear y decir tonterías.
En estas nos hallábamos una
tarde, los sospechosos habituales en el piso de arriba, entre ellos el vasco
Kepa –al que algunos, aprovechando su carácter bonachón y pacífico, llamaban
Kepáassa – sentado a mi vera.
Kepa tenía el día graciosete.
Vamos, que parecía más de Barbate que de Tolosa, y se dedicó a animarnos el
viaje contando todo tipo de chistes, incluidos los obligados de Chiquito
(imagínense por un instante a un vasco con acento fuerte imitando al personaje
con sus comorrr, fistro, pecadooorrr
, todo ello aderezado con gestos y vocecitas. Vamos, un espectáculo). Pero el jodido tenía su gracia. Vamos que
íbamos orinándonos de la risa.
El repertorio del Txikito de
Tolosa abarcaba todos los géneros de chistes ibéricos, al más puro estilo
Arébalo: de vascos, de catalanes, de andaluces, de maricones, de putas y de
negros. (Les juro a ustedes que mis dedos tiemblan al escribir esto en la Edad
de Lo Políticamente Correcto – sólo espero que no me censuren el blog).
Recorríamos Princes Street, con
sus numerosas paradas, cuando el Eugenio guiputxi nos pregunta todo serio:
− Un coche con tres negros y un
blanco conduciendo: ¿qué tipo de coche es?
…
Todos nos quedamos callados. ¿Es
un chiste? ¿Qué demonios de pregunta es esa? Tras un par de segundos, nos saca
de nuestras dudas:
− Un coche de la Policía.
Hay risas y bronca, debido a lo
malo y viejo del chiste. Entremedias yo –con esta bocaza que Dios me ha dado−
le digo, dándole con el codo en las costillas:
− Ten cuidado, no vaya a ser que
ese de ahí adelante te entienda (señalando a un joven negro que iba sentado dos
asientos por delante).
De repente aquel tipo se levanta
como un resorte. Se gira. Es un hombre joven de unos 28 años, largo como un día
sin pan (que dicen en mi pueblo), con la cabeza rapada y vistiendo una camiseta
a punto de reventar, debido a la musculatura. Nos mira con rabia e indignación.
Y grita:
− ¡Oye tú, que yo soy cubano eh!
(con un acento que confirma tal afirmación).
Silencio.
Más silencio.
Nadie dice nada. Los pocos
pasajeros del piso de arriba siguen a lo suyo, a sus periódicos, sus libros, sus músicas. No entienden, ni les
importa lo más mínimo.
Kepa y yo nos quedamos blancos.
Mucho más blancos de lo que somos. Rígidos. Sólo nos falta cogernos de la mano
y ponernos a rezar un Padrenuestro.
El tipo nos mira con cara de
asco. Al levantarse se ha inclinado hacia adelante, con la intención de salvar
la distancia con nosotros lo máximo posible. Para provocar un efecto más
atemorizador, imagino. Enhorabuena: ¡Prueba superada!
Tras unos segundos, que son
horas, nos da la espalda y se sienta. Tras unos minutos saca su móvil, comienza
a hablar en una especie de spanglish. Se le entienden palabras “la guagua; unos
tipos; riéndose”. Está charlando con algún amigo, o amigos… sólo la perspectiva
de la situación me acojona. Nos acojona.
Próxima parada. Sandwick Place.
Tres de nuestro pequeño grupo de
cinco estudiantes se apean. “Good luck”,
gesticulan moviendo los labios. ¡Cabrones!
Próxima parada. Haymarket.
Kepa se baja. No sin antes
mirarme, haciendo gestos con la cabeza indicando a nuestro nuevo amigo.
Traidores. Pienso.
Tras unos minutos alcanzamos mi
parada. Slateford Road. Ante mi estupor, el chico de delante se levanta, va
hacia las escaleras hacia el piso de abajo del autobús, no sin antes dedicarme
una mirada de esas que dicen palabras que no quisieras escuchar.
“Bueno Jorge. Es tu parada. A lo hecho pecho” – me digo,
tratando de darme coraje.
Camino por la acera, con
dirección a mi piso de Ashley Terrace. Unos metros más adelante veo al chico
negro (ustedes perdonen pero considero horrible llamarlo de color) charla de manera acalorada con un amigo, éste de aspecto
mulato.
“Jorge, al toro. A por ellos”− pienso. Siempre creí que es
mejor encarar un problema que echar a correr. Y si te equivocas, o haces daño a
alguien, echarle huevos y tratar de remediarlo. O al menos, disculparte.
Me acerco directamente a ellos.
Callan de repente. Me encaran. Hablo antes de que digan nada, dirigiéndome al
joven del autobús:
− Oye mira, perdona. No
pretendíamos ofender a nadie. No pensamos que podrías entendernos. Son chistes.
Algo típico en España. – lo digo todo rápido, seguido, temeroso de que me corte
con un directo a la nariz – No pretendíamos ofender −repito−.
El tipo está serio. Todavía muy
enfadado. Su acompañante sonríe, prácticamente ríe. Le debe parecer graciosa la
situación, o tal vez es la risa previa a la paliza que me van a dar.
− No pasa nada tío – me contesta, extendiéndome la mano, en señal amistosa. La acepto. Mientras el otro sigue mirándome ofuscado, todavía ofendido repite el gesto de paz.
− ok – les digo y me giro para
alejarme.
Tras unos pasos, el pacífico me grita:
− ¡Oye tú!
“Mierda, y yo creyendo que iba a irme de rositas”− pienso, y
vuelvo a acercarme a distancia de puñetazo, en vez de salir por patas como todo
hombre sensato hubiera hecho.
− ¿Eh? No, no fumo.
Me mira a los ojos. Sin dejar de sonreir.
Hace aspavientos con las manos:
− ¡Tío, ahora sí que me ofendes!
Continúo mi camino pensando que estas cosas
sólo me suceden a mí.