sábado, 31 de octubre de 2020

F148 - Una vieja capilla, un brownie y un Buda regordete (abril 2006)

 En ocasiones me muevo por instinto. Me dejo guiar por sensaciones, pequeños detalles observados, incluso por señales que, ingenuamente, creo recibir del propio Cielo. O, en su lugar, de alguien muy especial que no me quita ojo desde las alturas. ¡Lástima que no sirva para averiguar la combinación ganadora del Euromillón!

Hace poco más de un mes fue mi cumpleaños. Lo cierto es que no tenía el cuerpo para muchas florituras, y me temo que el estado anímico tampoco colaboraba. Not in the mood, dije a modo de explicación a cuantos me preguntaron por una posible celebración. Me limité a degustar un pastelito de chocolate brownie y a una incursión en el cine, con montones de palomitas como única compañía. Llámenme bicho raro, pero disfruto más de la película en soledad, sobre todo en la gran pantalla. “El código Da Vinci” fue la elegida, debido a las escenas filmadas en la cercana capilla Rosslyn, la cual visité en su día con David y Bea, allá en otra vida. La exhibían en los cines UGC de Fountain Park.

Opté por la primera sesión de la tarde, algo inusual pues prefiero para ello la nocturnidad. Sin embargo, aquella tarde de marzo opté por cambiar el hábito, quizás tratando de darle un toque especial a la señalada fecha. Lo más curioso sucedió al acabar la sesión cinematográfica. Salí por las grandes puertas de cristal de aquella enorme catedral del ocio (cine, gimnasio, bares, bolera, restaurantes, chiquipark…). Mis pies comenzaron a seguir una ruta no establecida, no al menos por mi consciencia. Daban pasos automáticos, sin consultar con una mente gobernadora, a su bola.

Atravesé el pequeño parque, crucé la acera y la carretera  ̶  a lo justo comprobé con un par de rápidos vistazos de reojo el tráfico en ambos sentidos  ̶  y enfilé el modesto local. Un tenue campanilleo franqueó mi entrada.  Una ligera melodía, relajante, daba la bienvenida. Olía a incienso, o algo similar, aroma procedente de unos largos palillos encendidos cual bengalas, que reposaban cerca del mostrador a la izquierda, junto a un pequeño Buda regordete, sonriente por una felicidad fruto de una vida entregada a la meditación, el yoga y el buen yantar, o quizás a otros complementos más mundanos y de humo dulzón, y algo pecaminosos, quién sabe. .. Me dirigí al joven que atendía tras el mostrador, delgado como un faquir, a juego con el cabello rapado de su cabeza. Ojos grandes, de miel. Sonrisa bobalicona de monje aburrido, voz acaramelada. ¡Madre mía, un topicazo más y salgo a la carrera de este sitio! Inclinando levemente la cabeza, indicó que el número 7 se encontraba libre. Una hora, cincuenta centavos. Me hallaba en un cibercafé.

Tras rechazar amablemente la oferta de unas doscientas clases de té e infusiones, con su precio desconocido, senté el trasero en la cómoda butaca de oficina pero de tamaño reducido. Fija la mirada en la pantalla, moví el cursor mediante el ratón, cliqueé sobre el icono de Internet, y me zambullí en aquellas aguas virtuales a la par que misteriosas. Mis dedos, haciendo equipo con los pies, tecleaban a su libre albedrío, sin consultar el cuadro de mandos de mi cerebro. Cuando mis ojos toparon con la página final, y comprobaron la palabra que precedía al parpadeante cursor en la casilla de búsqueda, mi mente, prisionera y amordazada, dio un golpe de mano, haciéndose con el poder, comprendiéndolo todo, al fin. Esa palabra era: Praga. La página web correspondía a la de una archiconocida compañía aérea, de las apodadas low cost, tiquets de vuelo baratos, a cambio de una pequeña tortura a doce mil metros de altura: constantes mensajes por megafonía (con ruido desagradable de fondo y voz de pito), venta a punta de pistola de lotería, rasca-rascas, perfumes, joyas, alcohol, planes de pensiones y sorteos de viajes a Cancún… con dicha compañía. En el premio está la condena. Mas yo me sentía feliz en sus aviones. Allá arriba. Sobre las nubes blanquísimas y mullidas, como algodoncitos. Me entusiasmaba el mero hecho de volar. Y si era a “bajo” precio, pues genial. Ya compraría tapones de cera para los oídos.

Hace tiempo que soñaba con viajar a otro país. Correr una aventura paralela, en solitario o acompañado. Salir de mi zona de confort, escapar de Escocia, conocer otras culturas, otras ciudades, otras gentes. Con billete de ida y vuelta, por supuesto. No pretendía cambiar de residencia, Edimburgo me encandilaba, tan sólo disfrutar unos pocos días lejos. Como dicen por estos lares, un pequeño city break. Praga ostentaba la primera posición en mi lista imaginaria. No me pregunten el porqué, no sabría responderles.

Hoy podría ser un lunes cualquiera. Gris, aburrido. Un lunes que encabezara la semana llena de cajas pesadas, horas de pie, montañas de bananas, clientes impertinentes, manzanas pink lady, uniforme arrugado y ojeras. Mas no, no es un lunes cualquiera, pienso sonriente mientras lustro los zapatos negros, incorporándome aliso una vez más la camisa verde del Tesda, recién planchada. Justo antes de abandonar mi habitación, dirijo un último vistazo a los folios impresos. Letra negrilla, logotipo de vistoso color. Son billetes de avión. Edinburgh (EDI)  – Prague (PRG); Ida: martes 25 de abril; Regreso: sábado 29 de abril.

No es un lunes cualquiera, su casilla en el calendario luce un hermoso número 24 en la página del mes de abril. (¡Y éste no me lo roba ni el mismísimo Sabina!).

Dicen que las mejores aventuras son las que nunca planeaste… sin embargo, a veces incluso los dichos populares yerran.

 

 

domingo, 25 de octubre de 2020

F147 - No apagues la luz (abril 2006)

 

No ha cesado de llover en todo el día. Es una lluvia ligera, mas constante, tranquila; cual sirimiri escocés, no muestra prisa pues sabe que acabará impregnándolo todo. Golpea con suavidad el cristal de la ventana, de forma diagonal, sus gotas empujadas por el viento. La contemplo desde el otro lado, al resguardo de mi habitación, luchando contra su poder hipnótico. Perdiendo la batalla. Llovizna a conciencia, como si alguien poderoso estuviera subrayando con tiza gruesa el viejo dicho que acude a mi mente, aquello de abril lluvias mil, o algo parecido. Al caer en la cuenta, no puedo evitar que una sonrisa trate de alcanzar mi rostro. Es una sonrisa triste, melancólica. Asocio este mes caprichoso con April, la señora de la inmobiliaria que me dio acceso al piso de Ashley Terrace, mi primer piso “real”, tras superar con relativo éxito la etapa del cutre-piso, el hotel Palas. Aquella buena mujer que supo comprender y ayudar a un muchacho ingenuo, con los bolsillos vacíos y el corazón lleno. Que supo ver más allá del vil metal. Y como no podía ser de otra manera, su nombre, su sonrisa, sus palabras (No te preocupes, Jorge. Ya lo pagarás, cuando puedas), evocan a su vez otros nombres, otras sonrisas: los de Rachel y Eli.

Dos golpes en la puerta me sacan del ensimismamiento. El presente renace alrededor.

̶  ¿Voy al Tesco, necesitas algo?  ̶  dice Stevie.

̶  No, gracias. Estoy bien  ̶  I´m fine, respondo, utilizando la expresión que tanto sirve para un roto, como para un descosido.

Tras un buen rato de lectura, más bien relectura, casi ya devorado el tocho de mil quinientas páginas: “It”, en esta ocasión en inglés, quedo prácticamente a oscuras, a duras penas mis ojos saltan de frase en frase, perdidos por las oscuras calles de Derry. Enciende la luz, me recrimino, o te quedarás ciego como un topo. Así lo hago… o creo hacerlo. Acto seguido la madre naturaleza grita mi nombre  ̶  tanta contemplación pluvial  ̶  y salgo del cuarto para recorrer los escasos metros que me separan del lavabo. Tan sólo el ruido del chorro rompe un silencio absoluto. Me lavo las manos, observo mi rostro sin afeitar, los ojos cansados  ̶  me temo que pronto necesitaré lentes  ̶  el pelo revuelto. Miro fijamente al tipo tras el espejo. Juego a bucear más allá de esos ojos, tan similares a los que muestran mis retratos. ¿Seré realmente yo, la imagen que se refleja? Insisto, vuelvo a mirar con fijeza. De repente, siento un ligero vértigo. Una sensación extraña. Seco mis manos y salgo, algo precipitado, del baño.

Regreso a mi room. La puerta está cerrada. Siempre la dejo entornada, salvo cuando estoy dentro o he de salir de la casa.

Bajo la manilla y cruzo el umbral.

La luz está apagada.

La encendí. Dice mi voz mental. Juro que la encendí. Apostaría toda mi colección de Pérez-Reverte a que lo hice.

Me giro. Salgo al pasillo y grito el nombre de Stevie. 

Silencio.

Me acerco a la puerta principal. Cerrada, mas de su cerradura no cuelga el manojo de llaves con el escudo, color vino, del Heart of Midlothian en forma de llavero. Stevie no ha regresado todavía.

“Si encuentro un globo rojo flotando en el pasillo me cago encima”, pienso, “¡Maldito Pennywise!”

No te emparanoies. Se trata sólo de tu memoria de golorito.

Cambio de planes. Camino, con más presteza de la deseada, hacia la cocina, cuya puerta, casi siempre abierta, comunica con el living, la sala de estar. Enciendo la luz de la campana extractora (siempre puedo aducir que olvidé apagarla). La bronca de Stevie será menor que si se tratara de la luz grande. Todo off. Sus palabras resuenan en mi confusa cabeza.

Sentado en el sofá, prendo el televisor. Lámpara pequeña encendida. Zapeo por la centena de canales. Nada me convence.  Jungla de estupideces. Una incómoda sensación me invade cada vez que me detengo en un programa. Mejor el salto de cadena en cadena. Mucho mejor. Por fin, mi dedo se detiene. Dejo reposar el mando a distancia sobre mi regazo, sin soltarlo de la mano. El combate de boxeo que muestra la pantalla rompe el conjuro. Subo un poco el volumen. Lo subo un poco más. Son dos combatientes jóvenes, delgados, sus cuerpos pura fibra, sin un ápice de grasa. Tatuajes, cráneos rapados, calzones amplios. Su lucha encarnizada me relaja. El feroz intercambio de golpes pum pum pum pum ralentiza el agitado bombeo de mi corazón. Ayuda la concentración que mantengo, para seguir el diálogo enfervorizado de los locutores, salteado de tecnicismos y expresiones desconocidas para mí.

El sonido de la puerta principal. Pasos sobre la moqueta del pasillo.

̶  What´s up, buddy?  ̶  ¿Qué andas, colega?

Stevie con dos grandes bolsas repletas de diversos productos. La luz de la lámpara refleja sobre su calva, hace brillar el aro de su oreja, reforzando su aspecto de genio bueno. Advierte luz en la cocina. Se acerca a su interior, previo a depositar las bolsas sobre la encimera, apunta hacia mí su mirada censuradora, cual francotirador paciente, el entrecejo fruncido.

Ante su estupor, le sonrío. Incluso siento ganas de reír a carcajadas.

Nunca me alegró tanto contemplar su rostro de pitufo gruñón.

Quizás deba racionar mis lecturas de Stephen King, concluyo.