Temo el momento en que he de enfrentarme a la pantalla en
blanco de mi ordenador. La ausencia de letras crea un vacío en mi estómago y un
ligero temblor en mis dedos. El cursor parpadea su impaciencia, ansioso de ser
empujado carácter a carácter. Pienso que no seré capaz de contar la siguiente
historia, que el hecho de unir sujeto, verbo y predicado se convertirá en una
misión imposible. Soy un fraude, me digo. Un impostor, un mentiroso, un soñador
que cree poder engañar al lector, poder llamar su atención con tontos relatos
de batallas perdidas, de lágrimas evaporadas, de canciones nunca acabadas.
Tengo la certeza de que un día despertaré, pondré los
pies sobre la cálida moqueta de mi habitación, me desperezaré, bajaré al cuarto
de baño y mi compañero de piso me señalará con el dedo, al cruzarnos en las
escaleras, y reirá a carcajadas, entraré en la cocina para prepararme el
desayuno y mi casero sonreirá a mis espaldas, haciendo gestos de burla, saldré
a la calle angustiado, abrumado, y al cruzarme con el cartero éste dejará caer
su gigantesca bolsa roja que vomitará todas sus cartas sobre la mojada acera,
incapaz de contener el torrente de risas.
Todos apuntarán con sus dedos acusadores hacia mí. Dedos insultantes, burlones, inmisericordes. Dedos paralizadores: ¡Eres un farsante!, gritarán desde su
silencio.
Me pregunto por qué no puedo relatar lo que me sucedió
esta mañana, o ayer a la tarde; por qué he de complicar mi existencia tratando
de recordar lo ocurrido hace una década. Tal vez me suceda como con mis
retratos, que necesito un tiempo de asimilación, de proceso de la información
dada u observada, tiempo necesario para enfrentarme a tales fotografías. Si
contemplo una instantánea de mi persona, recién tomada, no me reconozco en
ella, me veo sin ningún atractivo, un loco sorprendido haciendo alguna
fechoría, incluso mi sonrisa se me antoja lejana, extraña y maligna, como si
fuera la sonrisa de otro. Necesito días, semanas, meses, a veces incluso años
para llegar a reconocerme, para llegar a identificarme con aquel ser forastero
que me suplanta en los retratos. Tal vez sea lo mismo con mis historias, es
posible que necesiten los posos del tiempo, para yo poder encararlas, para
poder narrarlas, para poder revivirlas.
…
El piso nuevo era fantástico. Por fin había encontrado
una vivienda digna de tal denominación. Se trataba de un pequeño apartamento de
nueva construcción, con suelos de fina madera barnizada, techos bajos, paredes
blancas, habitaciones pequeñas y acogedoras, sala de estar moderna y
minimalista, cocina reluciente de cromo y rojo equipada hasta el último
detalle, cuarto de baño impoluto, con suelo de baldosines relucientes y una
ducha, tras una mampara translúcida, con una alcachofa del tamaño de una antena
parabólica.
Sin embargo su ubicación era confusa, engañosa, se
hallaba situado al final de una estrecha y oscura bocacalle hacia la mitad de
Leith Walk. El negro pasadizo estaba franqueado por un pub en un lado y una
vieja tienda de alfombras con nombre oriental al otro. Pensé que si las cosas
se torcían en la nueva casa, podría preguntar en la antigua tienda si vendían
alfombras voladoras, para así poder esfumarme lo antes posible, o si no, siempre
podría sumergirme en los vapores con olor a perfume barato, cerveza y sudor que
se escapaban por la puerta del bar, dejándome caer en brazos de una rolliza
escocesa con mucho escote y poca vergüenza.
Penny me esperaba en la acera, frente al portal, con una
sonrisa llena de pecas. Era australiana afincada en Edimburgo. El día que me
entrevistó como candidato a compañero de piso me confesó que su novio aguardaba
en el interior de una furgoneta, aparcada en la parte trasera del edificio. Me
dijo que al ser yo un hombre, había preferido ser precavida. Imagino que mi
sonrisa de niño bueno hizo que bajara la guardia, pues en seguida envió un
mensaje tranquilizante, con el móvil, a ese señor que se estaba quedando congelado al volante de una
Ford Transit parada (No, no tenía ni idea del modelo, pero siempre me imaginé
tal marca, vayan a saber porqué).
Penny era bajita, con el rostro blanquecino de niña
vieja, amplia frente, nariz fina, alzada con arrogancia aristócrata, y un carnaval de pecas. Poseía una sonrisa extraña,
de esas que no te dicen si van o vuelven. Una sonrisa que bien podría ser
ingenua e inofensiva o tal vez fuera impostada y traicionera. Mi positivismo y
ganas de agradar se decantaron por la primera opción. Tonto e ingenuo de mí.
En aquella primera entrevista, nunca mencionó que el piso
venía con bicho incorporado. Un bicho en forma de novio irlandés, que se
alojaba todos los fines de semana, fiestas de guardar y algún que otro
miércoles. En un piso para dos personas, tres realmente son multitud, sobre
todo si okupan el cuarto de baño y
secuestran tu balda del frigorífico.
En aquel primer encuentro, la pequeña amante de los
marsupiales no mostró sus verdaderas cartas, usó una sobada y marcada baraja,
llena de dobleces y señales en forma de sonrisas y educadas palabras.
En aquel temprano acercamiento, mis cándidos ojos identificaron
el contenido de aquel diminuto, pero sexy, frasco australiano como caro y
embriagador perfume, cuando en realidad contenía puro veneno.