martes, 30 de junio de 2020

F141 - En tierra de nadie (25 enero 2006)


No pude ocultar mi sorpresa al conocerla. La sonrisa torcida me traicionó, precedida por una breve apertura de boca. Una ‘O’ muda. Tan sólo un instante. Un suspiro. Lo mío no es el disimulo. Mi rostro, una página expuesta. Jamás pasaría las pruebas de selección en la Escuela de Espionaje Internacional.

Llamó mi atención su gestualidad, más allá de su propio aspecto físico. Cómo miraba, cómo hablaba inclinando un poco la cabeza al lado derecho. Desprendía una timidez cálida, agradable. Una introversión combatida a lo largo de los años. Su lenguaje era fluido, atrevido, seguro. Mas sus ojos la delataban. Encontraban los míos, reconociéndolos de inmediato, como unos parientes lejanos, sabiéndolos luchadores incansables contra esa sombra que los acompaña desde la infancia, el carácter reservado.

Me cayó genial de inmediato.

Estreché su mano. Minúscula, delicada. Notando la calidez de su tacto. Apenas osé apretar  ̶  mi manaza envolvía la suya como a un gorrioncillo asustado  ̶  temiendo hacerle daño. Nos acercamos, torpes, dudando. Nunca sé muy bien cómo van a reaccionar ante el par de besos en las mejillas. Algo tan nuestro, tan ibérico. Apenas nos rozamos. Ella bajó la mirada, un suave sonrojo la hizo todavía más adorable.

̶  Este es Jorge, mi compañero de piso español, del que te hablé  ̶  dijo Stevie, a modo de presentación.
Stevie apenas me había contado nada acerca de ella. La mencionó, en alguna ocasión, como la novia. Algo que me sonaba de lo más castizo, a pesar de ser expresado en la lengua de Shakespeare. Cada vez que lo hacía, no podía evitar recordar el pueblo. Nuestras expresiones: la novia, la parienta, la socia. Mis raíces.

Más adelante supe que Lucy, así se llamaba, ejercía de maestra en una escuela local. Sus alumnos, de entre siete y ocho años, eran su pasión. Describía su trabajo con un entusiasmo contagioso, casi embriagador. Relataba anécdotas y chascarrillos que nos hacían reír, o quedar en silencio, absortos, con temor a interrumpirla. A Lucy se la veía  un cielo de persona.

Una vez más, me abronqué a mí mismo. Los viejos prejuicios habían emergido de las profundidades. En absoluto hubiera vislumbrado a alguien como Lucy, cuando Stevie se refería a “la novia”. Mi mente, cuadriculada cual tablero de ajedrez, siempre mostraba a la típica escocesa, entrada en carnes, enganchada a Big Brother, escandalosa y de una amistad peligrosa con el vodka.  

La noche de Robert Burns fue la elegida para la puesta de largo. Las presentaciones. La cena, la celebración. Yo conocía la importancia de dicha efemérides para cualquier escocés. El poeta eterno. Todo un buque insignia de la literatura patria. Las familias, amigos, parejas, se reunían en torno a la mesa, a degustar un menú tradicional basado en haggis, neeps and tatties. Un plato combinado que consta de una mezcolanza, proveniente de las entrañas del cordero, de sabor fuerte y especiado (cuyos verdaderos ingredientes es mejor obviar antes de probarlo), nabo cocido y desmigado, y puré de patatas. Todo ello bien regado con whisky, cerveza y cualquier otro brebaje de alto nivel etílico. Se relataban cuentos frente a la chimenea, o en torno a una hoguera en el jardín trasero. Se leían viejos poemas de Rabbie. Se entonaban himnos y canciones de antaño, acompañados del melancólico sonido de las gaitas de fondo. ¡Vamos, que acababan berreando el Asturias Patria Querida en versión Scottish, con postreros golpes en el pecho y juramentos de amistad forever and ever! Y declarando la guerra santa a los perros ingleses.

Aquella mañana, a la hora del desayuno, Stevie se acercó al sofá. Yo desayunaba un bol de muesli, fresas y leche fresca (rindiendo un enésimo homenaje a Erika, quien así lo preparaba). El canal escocés ITV iluminaba la estancia, desde la enorme pantalla de plasma. Noticias locales. Tambores de guerra del SNP exigiendo un referéndum de independencia. Otro más. Lo noté algo nervioso. Stevie no era un hombre de palabras. Preguntó sobre mis planes para la noche. Carezco de ellos, respondí. Entonces, con una formalidad que conmovía, me convidó a celebrar lo que para ellos era toda una fiesta nacional, compartiendo cena casera con él y “la novia”, y otra pareja de amigos que vendrían desde Oakley, un pueblecito en el Reino de Fife. 

̶  Por supuesto que asistiré. Gracias, Stevie. Aprecio mucho la invitación.
Todos resultaron amigables. Conversaban utilizando aquella mezcla de acentos, que yo comenzaba a diferenciar un poco. No faltaron las preguntas obligadas, los amagos de explicación sobre el eterno enigma para el común de los escoceses: ¿qué hace un chico como tú (proveniente de la soleada y fiestera España) en un sitio como éste? Las risas, las bromas, las confidencias bañadas en licor de fuego. Yo comía y los observaba. Bebía y los escuchaba. Trataba de no perder el hilo de aquel diálogo torrencial, algo de endiablada dificultad a medida que la noche avanzaba y el contenido de la botella disminuía. A ratos me aislaba en mi oculto rincón del limbo. Algo que suele sucederme en este tipo de reuniones. Como en un sueño vívido. Oía sus voces, cercanas y sin embargo tan lejanas. Me preguntaba qué hacía yo allí, entre aquellos extraños que me acogían como a un hermano más. Los ojos tornaban acuosos, víctimas de la cerveza, el calor y el cariño de unos desconocidos. Me sentía forastero, y al mismo tiempo un escocés más. Sin embargo, durante estos mínimos instantes que quedaba en trance, la mirada fija en las llamas tras el cristal de la chimenea artificial, algo dentro de mí susurraba palabras inquietantes, que provocaban un escalofrío por mi espalda, palabras de mal augurio: estás aquí de paso, no te engañes, no perteneces a este lugar, no perteneces a ningún sitio, te quedaste en tierra de nadie.

̶  A penny for your thoughts.

La docilidad femenina de la entonación me hizo regresar. Mis ojos enfocaron la escena presente, dejando atrás aquel espacio paralelo al que de vez en cuando escapo. Lucy me examinaba con curiosidad, tratando de adivinar dónde había estado durante esos pocos segundos. El resto callaba.

̶  Perdonad, perdí la concentración. ¡Con esa mezcla de acentos Scottish!

Todos rieron, alzando sus pequeños vasos de whisky. Todos excepto ella, que continuaba observándome con aquella expresión concentrada. Quizás descifrando mi pensamiento. Tal vez como única testigo de mi fugaz angustia.


lunes, 22 de junio de 2020

F140 - Un libro, un adiós (enero 2006)


Existen lecturas que te marcan para siempre. Libros que llegan a tus manos e impregnan tu espíritu. Novelas que regresan una y otra vez a tu vida, recordándote por qué continúas leyendo historias. Por qué te hiciste lector siendo crío. Lecturas que te abrieron nuevos universos, te transportaron a otras épocas, te hicieron reír, llorar, sufrir, vivir, soñar. 

Cada uno de esos libros esconde su propia historia, aparte de la que cuentan sus páginas. Una particular biografía que transcurre paralela a la tuya. ¿Dónde lo adquiriste? ¿Alguien te lo regaló? ¿En qué año lo leíste? ¿Qué sensaciones experimentaste?

Dos títulos se grabaron a fuego en mi reciente existencia. No hablo de la infancia, ni siquiera de la adolescencia. Dos libros que me pillaron ya talludito, mas lograron que alcanzara emociones que creía perdidas. ‘La Reina del Sur’, de mi admirado y querido Arturo Pérez-Reverte fue uno de ellos. Lo descubrí en mi primera escapada a España, tras seis meses de aventura escocesa. Adquirido en el aeropuerto de Barajas, en las horas previas a mi vuelo de retorno a Edimburgo. Jamás olvidaré aquella primera vez. Las numerosas relecturas me ayudaron a salir de más de un pozo durante todos estos años.

            Sin embargo, aquel enero de 2006 el alma me pedía abrir el segundo ejemplar que caló tanto en mi corazón. Obsequio de una buena amiga, por motivo de un pasado cumpleaños. Tras preparar un café con la kettle, me encerré en mi pequeño cuarto, sentado sobre la cama, la espalda apoyada en la pared. Toda la casa permanecía en silencio. Stevie pasaba el fin de semana en el piso de su novia. Los vecinos de arriba, siempre volátiles, guardaban calma. Tan sólo el ruido de la ventisca, acompañada de una intensa lluvia, se filtraba a través del cristal de la ventana, recordándome dónde y cuándo me hallaba por un instante más.

Abrí la tapa del volumen, tras contemplar la fotografía, en blanco y negro, que la adornaba. Una ciudad bajo la niebla, un padre pasea de la mano con su hijo de corta edad. Visten largas gabardinas, quizás un abrigo en el caso del niño. Se advierten coches de otra época al fondo de la imagen. Una farola, de hierro forjado, y aspecto antiguo aparece en primer plano.

Paso, con delicadeza, despacio, las primeras páginas. Título. Autor. Unas palabras escritas a mano: “Conociéndote, sé que esta historia te entusiasmará. Con cariño, Marimar”. Datos legales. Dedicatoria del escritor.

Comienzo a leer.


"Todavía recuerdo aquel amanecer en que mi padre me llevó por primera vez a visitar el Cementerio de los Libros Olvidados. Desgranaban los primeros días del verano de 1945 y caminábamos por las calles de una Barcelona atrapada bajo cielos de ceniza y un sol de vapor que se derramaba sobre la Rambla de Santa Mónica en una guirnalda de cobre líquido.
  ̶  Daniel, lo que vas a ver hoy no se lo puedes contar a nadie  ̶ advirtió mi padre  ̶ . Ni a tu amigo Tomás. A nadie.”

Y ya no pude parar de devorar línea tras línea. Volví a caer de lleno en aquella narración mágica. Un cuento dentro de otro cuento y de otro más. Una muñeca rusa de relatos encajados. ‘La Sombra del Viento’. A la que seguiría ‘El Juego del Ángel’ y dos títulos más.

            En el momento que tecleo estas líneas, leo por enésima vez el titular que llamó mi atención hace un par de días. Sin poder todavía asimilarlo.

                  “El escritor Carlos Ruiz Zafón fallece a los 55 años”

Desde mi humilde rincón, quería rendirle un pequeño y sentido homenaje. Desear que su alma encuentre el camino en el laberinto del Cementerio de los Libros Olvidados.

Gracias por hacerme soñar, maestro.

D.E.P.

jueves, 11 de junio de 2020

F139 - La reentrada y el silencio (enero 2006)


El regreso siempre me resulta extraño. Es como quedar aislado en tierra de nadie. Dejas atrás tus raíces, tu esencia, tus gentes. Lejos quedan Logroño, Tenerife, Santander, Vitoria. España. De nuevo respiro aires británicos. Sin embargo no estoy aquí, ni tampoco allá. Primero he de cumplir una estancia obligada en una especie de limbo, antes de cruzar las puertas del cielo. Antes de sentir que retorné al hogar. Los primeros dos o tres días me siento perdido. No tanto como cuando aterricé por primera vez en tierras escocesas, pero la sensación es similar. Poco importa que acumule en mi marcador cuatro años de residencia, de aprendizaje, de experiencias. Mi inglés continúa aletargado, mi cuerpo protesta, sorprendido, ante el repentino viento, la lluvia glacial, mi mente sufre un cortocircuito, añora el día de ayer: dos de enero, playa de Las Teresitas, 21 grados centígrados, cuatro toallas salteadas, un grupúsculo de jubilados paseando, sabor a sal, nadando contra las olas, no existe el pasado, el futuro no se ve, tan sólo sientes el agua fresca a tu alrededor, el escozor que hiere tus ojos, la inmensidad azul grisácea de la bóveda celeste te ciega con su intensa luz, un carguero naranja se recorta en el horizonte.

Lo llamo la reentrada.

            Necesito unas vacaciones para adaptarme a la rutina. Unas vaca-vacaciones. Mas me temo que la buena de Maggie no compartiría mi falta de entusiasmo laboral. Se supone que recargué las baterías a base de sol, mojitos y sonrisas cariñosas: “Hola mi amor, ¿te apetese tomar otra servesa? “. Madre mía, adoro aquella isla de la fortuna. Hermosas y afables camareras, esculpidas por los Dioses. Cerveza suave y fría. Sol, olvido y brisa. Lo más parecido a ser abducido por seres de otro mundo. Me pregunto si en HiperDino buscarán apuestos y esforzados, y algo torpes, reponedores.

Los compañeros del supermercado me saludan, me interrogan entusiasmados. Mis hermanos de la gran familia Tesda. ¿Qué tal en Tenerif? ¿Te emborrachaste? ¿Ligaste? Ellos siempre con su lista de prioridades. Tentado estoy de confesarles que llevaba conmigo, a la playa, un libro de Julian Barnes. Que incluso tuve la osadía de visitar el Museo Histórico Militar y algún que otro monumento. Sin embargo, no tengo el cuerpo para explicaciones. Respondo: Fantástico. Por supuesto, todos los días. Menudas son las isleñas. Ellos ríen, picarones. Yo relajo neuronas.

            Stevie continúa enclaustrado en su amado castillo. Tal vez temeroso de abandonarlo y que caiga en manos enemigas. Friega, pasa la aspiradora, quita el polvo plumero en mano. Vigila la lavadora, no vaya a ser que durante el centrifugado se aleje trotando. Entre horas, acude al trabajo, bebe cerveza y quema la tarjeta de crédito, tratando de colmar, a golpe de ratón, una cesta de la compra carente de fondo. Ahora le ha dado por el calzado deportivo. En su pequeño estudio-gimnasio, donde el ordenador convive con mancuernas varias, un banco de abdominales, un saco de boxeo y una bicicleta estática, ha construido un rudimentario zapatero descubierto, en forma de baldas interminables sobre la pared del fondo, donde acumula decenas de pares de zapatillas para caminar, correr, hacer marcha, ir de compras, e incluso algunos para esperar turno en la cola del autobús. Todo colorines y olor a nuevo. ¡Lástima, la de libros que podría yo colocar sobre aquellas estanterías rudimentarias! Pienso con resignación, al mismo tiempo que exclamo: “Wow, that´s cool, man!” cuando me enseña su creación, henchido de orgullo, tras una sonrisa de monstruo bueno. Más Shrek que nunca.

            Quedo con mis alumnos favoritos, Hugh y Shean. Al calor de nuestro rincón habitual de reunión. El Elephant House, que ya no existe. Aquel acogedor lugar que pereció, víctima del progreso, el dólar y los autobuses llenos de japoneses. Harry, el Potas, también puso su granito de arena en el desastre.  Me interrogan con timidez acerca de mis vacaciones. ¿Qué tal en Tenerif? ¿Te emborrachaste? ¿Ligaste? Empiezo a pensar que existe un protocolo, o algo,  que les enseñan en la escuela primaria. Sonrío. Lo pasé genial, gracias. Vamos al lío. Les respondo.

            Tras la lección y tres tazas de café de filtro, me despido de ellos hasta la próxima. Llovizna. Noche cerrada, apenas las cinco de la tarde. El viento gélido propulsa las minúsculas gotas, acribillando mi rostro cual perdigones de hielo. Se cuela entre mis ropas, burlando sus fronteras. Cala mis huesos, con empeño. Decido acercarme a la Biblioteca Central, unos metros más adelante, en la misma acera. Otro de mis refugios. Cruzo sus inmensas puertas automáticas y, de inmediato, me invade el aroma a polvo y libros viejos. Dos de los habituales vagabundos descansan en sendos sofás, situados en una pequeña sala de espera, más allá del hall principal. Uno dormita, el otro está enfrascado en la lectura de un grueso tomo. Acerca mucho el rostro a sus páginas abiertas. Sus cansados ojos recorren las líneas, tras un par de gruesas lentes, que resplandecen bajo la luz de la gran lámpara que cuelga del techo. No se aprecia ni una mota de polvo sobre los cristales de sus gafas.
Recorro los pasillos de este templo de letras. El silencio es casi absoluto. Apenas profanado por el bisbiseo de una de las bibliotecarias, que trata de explicar a una pareja recién llegada cómo obtener la tarjeta de usuario.

Encuentro un rincón solitario. Un butacón vació, con reposabrazos y un cojín mullido color púrpura. Me acomodo, apoyo la pequeña mochila sobre la moqueta, extrayendo el fino libro de relatos, ‘The Lemon Table’. Recorro con mi pulgar su canto, pasando poco a poco el filo de sus páginas, hasta toparme con el marcador. Cercano al final. Lo abro y dejo que la mente me transporte, perdiéndome en las bellas palabras que un día plasmó sobre papel el maestro Barnes. Comienzo a leer su último cuento, ‘The Silence’. Difícil de evitar el amago de sonrisa, ante la inesperada coincidencia.