jueves, 11 de junio de 2020

F139 - La reentrada y el silencio (enero 2006)


El regreso siempre me resulta extraño. Es como quedar aislado en tierra de nadie. Dejas atrás tus raíces, tu esencia, tus gentes. Lejos quedan Logroño, Tenerife, Santander, Vitoria. España. De nuevo respiro aires británicos. Sin embargo no estoy aquí, ni tampoco allá. Primero he de cumplir una estancia obligada en una especie de limbo, antes de cruzar las puertas del cielo. Antes de sentir que retorné al hogar. Los primeros dos o tres días me siento perdido. No tanto como cuando aterricé por primera vez en tierras escocesas, pero la sensación es similar. Poco importa que acumule en mi marcador cuatro años de residencia, de aprendizaje, de experiencias. Mi inglés continúa aletargado, mi cuerpo protesta, sorprendido, ante el repentino viento, la lluvia glacial, mi mente sufre un cortocircuito, añora el día de ayer: dos de enero, playa de Las Teresitas, 21 grados centígrados, cuatro toallas salteadas, un grupúsculo de jubilados paseando, sabor a sal, nadando contra las olas, no existe el pasado, el futuro no se ve, tan sólo sientes el agua fresca a tu alrededor, el escozor que hiere tus ojos, la inmensidad azul grisácea de la bóveda celeste te ciega con su intensa luz, un carguero naranja se recorta en el horizonte.

Lo llamo la reentrada.

            Necesito unas vacaciones para adaptarme a la rutina. Unas vaca-vacaciones. Mas me temo que la buena de Maggie no compartiría mi falta de entusiasmo laboral. Se supone que recargué las baterías a base de sol, mojitos y sonrisas cariñosas: “Hola mi amor, ¿te apetese tomar otra servesa? “. Madre mía, adoro aquella isla de la fortuna. Hermosas y afables camareras, esculpidas por los Dioses. Cerveza suave y fría. Sol, olvido y brisa. Lo más parecido a ser abducido por seres de otro mundo. Me pregunto si en HiperDino buscarán apuestos y esforzados, y algo torpes, reponedores.

Los compañeros del supermercado me saludan, me interrogan entusiasmados. Mis hermanos de la gran familia Tesda. ¿Qué tal en Tenerif? ¿Te emborrachaste? ¿Ligaste? Ellos siempre con su lista de prioridades. Tentado estoy de confesarles que llevaba conmigo, a la playa, un libro de Julian Barnes. Que incluso tuve la osadía de visitar el Museo Histórico Militar y algún que otro monumento. Sin embargo, no tengo el cuerpo para explicaciones. Respondo: Fantástico. Por supuesto, todos los días. Menudas son las isleñas. Ellos ríen, picarones. Yo relajo neuronas.

            Stevie continúa enclaustrado en su amado castillo. Tal vez temeroso de abandonarlo y que caiga en manos enemigas. Friega, pasa la aspiradora, quita el polvo plumero en mano. Vigila la lavadora, no vaya a ser que durante el centrifugado se aleje trotando. Entre horas, acude al trabajo, bebe cerveza y quema la tarjeta de crédito, tratando de colmar, a golpe de ratón, una cesta de la compra carente de fondo. Ahora le ha dado por el calzado deportivo. En su pequeño estudio-gimnasio, donde el ordenador convive con mancuernas varias, un banco de abdominales, un saco de boxeo y una bicicleta estática, ha construido un rudimentario zapatero descubierto, en forma de baldas interminables sobre la pared del fondo, donde acumula decenas de pares de zapatillas para caminar, correr, hacer marcha, ir de compras, e incluso algunos para esperar turno en la cola del autobús. Todo colorines y olor a nuevo. ¡Lástima, la de libros que podría yo colocar sobre aquellas estanterías rudimentarias! Pienso con resignación, al mismo tiempo que exclamo: “Wow, that´s cool, man!” cuando me enseña su creación, henchido de orgullo, tras una sonrisa de monstruo bueno. Más Shrek que nunca.

            Quedo con mis alumnos favoritos, Hugh y Shean. Al calor de nuestro rincón habitual de reunión. El Elephant House, que ya no existe. Aquel acogedor lugar que pereció, víctima del progreso, el dólar y los autobuses llenos de japoneses. Harry, el Potas, también puso su granito de arena en el desastre.  Me interrogan con timidez acerca de mis vacaciones. ¿Qué tal en Tenerif? ¿Te emborrachaste? ¿Ligaste? Empiezo a pensar que existe un protocolo, o algo,  que les enseñan en la escuela primaria. Sonrío. Lo pasé genial, gracias. Vamos al lío. Les respondo.

            Tras la lección y tres tazas de café de filtro, me despido de ellos hasta la próxima. Llovizna. Noche cerrada, apenas las cinco de la tarde. El viento gélido propulsa las minúsculas gotas, acribillando mi rostro cual perdigones de hielo. Se cuela entre mis ropas, burlando sus fronteras. Cala mis huesos, con empeño. Decido acercarme a la Biblioteca Central, unos metros más adelante, en la misma acera. Otro de mis refugios. Cruzo sus inmensas puertas automáticas y, de inmediato, me invade el aroma a polvo y libros viejos. Dos de los habituales vagabundos descansan en sendos sofás, situados en una pequeña sala de espera, más allá del hall principal. Uno dormita, el otro está enfrascado en la lectura de un grueso tomo. Acerca mucho el rostro a sus páginas abiertas. Sus cansados ojos recorren las líneas, tras un par de gruesas lentes, que resplandecen bajo la luz de la gran lámpara que cuelga del techo. No se aprecia ni una mota de polvo sobre los cristales de sus gafas.
Recorro los pasillos de este templo de letras. El silencio es casi absoluto. Apenas profanado por el bisbiseo de una de las bibliotecarias, que trata de explicar a una pareja recién llegada cómo obtener la tarjeta de usuario.

Encuentro un rincón solitario. Un butacón vació, con reposabrazos y un cojín mullido color púrpura. Me acomodo, apoyo la pequeña mochila sobre la moqueta, extrayendo el fino libro de relatos, ‘The Lemon Table’. Recorro con mi pulgar su canto, pasando poco a poco el filo de sus páginas, hasta toparme con el marcador. Cercano al final. Lo abro y dejo que la mente me transporte, perdiéndome en las bellas palabras que un día plasmó sobre papel el maestro Barnes. Comienzo a leer su último cuento, ‘The Silence’. Difícil de evitar el amago de sonrisa, ante la inesperada coincidencia.

6 comentarios:

  1. Cuando veo una estantería con otra cosa que no sean libros también pienso que es un desperdicio.

    Besos.

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  2. Siempre tuve pocas. Acumulo libros en cajas, en pilas por el suelo, sobre las mesas...

    Gracias por leer, y comentar.

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  3. Conozco la sensación de la reentrada, lo llamo, y ya llamamos, meterse en la nube, literal.

    Me encanta Canarias y "Tenerif", por algún que otro paraje de la isla tengo alguna historia que no se puede contar, pero por mágico y divertido, jeje

    viki

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    1. Hola Viki.

      Creo que todos los que hemos vivido un tiempo en otro país conocemos el efecto reentrada y cada uno lo llamamos de una manera. Me gusta lo de la nube. Muy apropiado.

      Como digo en otro momento, las mejores historias son aquellas que no se pueden contar.

      Un trato. El día que quedemos, yo te relato mi "historia prohibida" y tú la tuya. Jaja

      Un saludo

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  4. No es prohibida, es privada. Hay que ponerle algo o mucho de censura, pero intentaré explicarte las sensaciones.

    Es más de una batalita en Tenerife, pero aquel momento y dónde nos resultó mágico y muy divertido.

    Un abrazo,

    viki

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  5. Me dejas con la intriga.
    A ver cuando nos ponemos cara un día. Cuando se calme el asunto un poco.

    Otro abrazo

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