lunes, 27 de abril de 2020

F135 - El Abismo (II): "Tenemos que hablar" (noviembre 2005)


Trato de caminar de regreso. Los pies no obedecen las órdenes de mi cerebro. Me acerco a un banco, derrumbándome sobre su asiento, humedecido por el relente de la madrugada. Hace frío pero apenas lo noto. La acera huele a hamburguesa, vodka y vómito ajeno. Me fundo con la penumbra de la noche, acurrucado, la cabeza entre las piernas. A mi espalda, una chica joven camina descalza, pisando los charcos, con minúscula falda y amplio escote. Va dando tumbos combatiendo la gélida noche con la ayuda del alcohol ingerido, combustible de su calefacción central. La muchacha no repara en mi presencia, su abotagada mente en piloto automático rumbo a casa. Escucho a un grupo de adolescentes borrachos, que desde la acera de enfrente, tan amplia, con decenas de lujosos escaparates, se gritan como posesos entre sí, con mucho ‘fuck’ intercalado en cada frase, con bravuconería, creyéndose los dueños de la noche, tal vez retrasando su regreso al hogar donde no son nada, bajo el yugo de un padre borracho, o quizás tan sólo en compañía de una madre sola e indiferente.

            Un dolor sordo me sube desde el mismo centro del estómago, atraviesa el pecho, alcanza mi cerebro. Es como si un ente perverso hubiera perforado mi vientre, y hubiese extraído mi estómago cucharada a cucharada, con un cubierto herrumbroso.

¡Erika, Erika por qué me has abandonado! Blasfemo en voz alta buscando la ira de Dios. Con un poco de suerte le cogeré estresado, de mala leche, con su omnipresente mente en mil y un sitios diferentes y arrojará, con indiferencia, un rayo mortífero que me fulmine en el acto, acabando con mi particular calvario.

La caída al vacío comenzó dos semanas antes.

            Tenemos que hablar”. Eso dijo. Con una pronunciación perfecta, como si fuera de Valladolid en lugar de Christchurch. Como si hubiera estado ensayando, cada mañana, frente al espejo. Cada sílaba, cada vocablo, hasta lograr su perfección. Tenemos que hablar. Lo soltó girándose en la cama, dándome ya la espalda. Su gesto proclamaba más que sus palabras. Su gesto era una tesis doctoral. Tenemos que hablar. Nunca tres palabras provocaron en mí tanta tristeza, frustración, e incertidumbre, tanto temblor, insomnio comprimido, frío y miedo. Tenemos que hablar, exclamaba su espalda, blanquecina, salpicada de pecas y lunares que conocía de memoria. Constelaciones oscurecidas sobre la luminosidad translúcida de su piel. Sus negras trenzas deshechas, larga cascada oscura que se desparramaba sobre el blancor de la almohada. Cuán hermosa imagen, de no ser tan cruel. Tres palabras que me aislaron cual Robinsón recién escupido por la marea, que me arrinconaron al otro lado del océano que ahora era su cama, hecho un ovillo, temiendo la conversación venidera al desayuno, acurrucado como un niño pequeño, sabiendo lo que aquellas palabras significaban. Conociendo de antemano el desenlace del bonito cuento para niños en el que yo había caído, donde quise fundirme con sus viñetas coloridas, junto con sus personajes dibujados con trazos amables y formas redondeadas, todo sonrisas y bellas palabras, ante cada ilustración.

            Ya venía de lejos. Mas no lo supe ver. No lo quise ver. Me calcé las orejeras de burrico – como decía el Santi, nuestro profesor de matemáticas en el colegio perdido del valle navarro ̶  y fijé la vista al final de aquel túnel engañoso, fraudulento. Traté de alcanzar la luz que se avistaba al fondo, mi única salida. Una luz inventada. Eludiendo la realidad que se perdía en tramos oscuros a mi alrededor.

Sus sonrisas ya distintas, profesionales, de anuncio de colonia. Sonrisas que no alcanzan el verdor de sus ojos, tornándolos grises, cual si anunciaran tormentas. Los besos, apenas un roce de labios, disfrutados a cuentagotas. Como si en cada uno de ellos transvasáramos un delicado y prohibido elixir. Como si ella sospechara que yo anotaba en mi vieja libreta cada uno de ellos, con el fin de echárselos en cara durante aquel desayuno, tras aquellas tres palabras oscuras como la noche en la que serian pronunciadas, desayuno que ya flotaba en su agenda mental, siempre con siglos de anticipación respecto a la mía.

            No ayudó mi sonrisa bobalicona, llena de entusiasmo, mientras agitaba  ̶ como un niño chico uno de sus Airgam boys  ̶  el folleto en mi mano. Quizás, al contrario, fue la gota que desbordó aquel vaso lleno hasta el borde de ingenuidad y autoengaño.


̶  Mira, he estado en tu consulado, me han dado este panfleto donde explican todos los requisitos para la obtención de visados, permisos de trabajo, patrocinio, etc.


Supongo que aquellas hojas coloridas, grapadas en un pequeño librillo, le hicieron saltar todas las alarmas. Su cuadro de mandos mental al borde del cortocircuito, abarrotado de luces intermitentes rojas, ámbar, amarillas acompañadas de sonoros pip, pip avisando de una colisión inminente y la ensordecedora alarma de fondo chillando: ¡Sálvese quien pueda, abandonen la nave!

            Los cereales con trocitos de fresa, que Erika siempre cortaba con tanta delicadeza, con aquellas manos suaves y amables. Los cereales de aquel desayuno, regados con leche fresca, fueron mi último deseo gastronómico. Mi última comida antes de la ejecución. Antes del Abismo.

            Días después acudiríamos juntos a una cena de despedida. Ya en modo just friends (jamás hubo mayor odiosa expresión), para decir adiós a un amigo común que regresaba a su país de origen. Acudí sin gran entusiasmo, todavía aturdido, enfurruñado. Mas la idea de poder compartir mesa y mantel con ella era una fuerza poderosa todavía. Gravitacional. Ella era la madre Tierra, yo la Luna.

A los postres me presentó a un amigo. Y entonces lo supe de inmediato. Lo leí, sin esfuerzo, en los carteles luminosos de su mutuo lenguaje corporal. Sus miradas, sus roces distanciados, sus sonrisas. Traté de sosegarme, ante la visión cristalina de mi sustituto. Abogué por la diplomacia. Saqué a empujones al caballero español agazapado en mi interior. Acepté aquella mano grande y blancuzca. La apreté con vigor y algo de repulsa, su tacto blando y húmedo. Sonreí estúpidamente mientras mi estómago me pedía darle un cabezazo en las narices, aunque tuviera que dar un saltito para lograrlo. Para a continuación patearle los riñones, con urgencia, sin remilgos.

            Tras unas copas, bailes y risas los comensales se fueron dispersando. Discotecas, hogares o largos paseos, fueron las alternativas elegidas. Nosotros tres nos despedimos con premura, incómodos, con ademán nervioso. Tomamos una dirección diferente cada uno. Traté de no pensar. El alcohol no es buen amigo del intelecto. Enfilé la acera que bordea los jardines de Princes Street. Al fondo, majestuoso, en la penumbra, vigía poderoso, el Castillo de Edimburgo sobre su atalaya de roca volcánica. Doblé al fondo, a la izquierda, por Lothian Road. Allí estaba la parada de autobús que me llevaría a casa, a dormirla y olvidar. Enterrarme bajo el edredón y soñar que todo fue un sueño.

Somnoliento y exhausto alcé la cabeza.

Y allí estaba. Su figura esbelta, abrigo largo, botas puntiagudas. Allí estaba él, bajo aquella maldita farola. 

(… continuará)

miércoles, 22 de abril de 2020

F134 - El Abismo (I): ¡Aquella maldita farola! (noviembre 2005)


Esa maldita farola. Confieso que todavía la aborrezco. Sé que carece de sentido, pero los sentimientos están peleados con la razón.  Aún escupo su base, como si de sus pies se tratara, escupo mi desprecio al pasar a su lado, o le regalo una patadita con disimulo. Tampoco es cuestión de llamar la atención. Quedar como un majareta que va golpeando el alumbrado urbano. 

Esa maldita farola, junto a la parada de autobús al final de Lothian Road, antes de desembocar en la gran avenida de Princes Street. Recuerdo que en la mili, allá en otra vida, nos parecía absurdo que arrestaran a un mulo, por mal comportamiento. Incluso a una garita de vigilancia, por ser escenario de alguna desgracia. O pusieran bajo arresto  ̶ tras una tragedia acontecida  ̶  humillado, escondido en la oscuridad  al fondo de un viejo armero, a un fusil CETME (“el chopo”, como lo denominaban  los compañeros más veteranos). O al menos, eso nos contaban a los reclutas novatos. Quizás tan sólo se tratara de una leyenda. En el pueblo, los de la cuadrilla, solíamos arrestar de vez en cuando algún bar, debido al mal trato, o a algún desplante del camarero de turno; dejábamos de acudir a su barra, sin previo aviso, en nuestra ronda, durante unas semanas, hasta que se nos pasaba el disgusto, la ofensa caducaba o tan sólo añorábamos su ambiente, o su pinchos. Supongo que las costumbres militronchas nos empapaban el espíritu, e imitábamos sus absurdas reglas y extraño lenguaje y expresiones (no te escaquees; te voy a meter un puro; te queda más mili que al palo de la bandera; o mi favorita: aquí te vas a quedar, por tu puta mala cabeza). Nosotros, tan rebeldes, tan insumisos, tan punkis subidos a la mesa del merendero de la bodega de turno, tras copiosa cena a base de chuletas asadas al sarmiento, junto a choricillo de pueblo y lonchas de panceta, todo  bien regado con caldo riojano del año, mezclado con coca-cola – pecado de juventud  ̶  puño en alto berreando a Eskorbuto: “¡Nada más nacer / comienzan a corrompernos / eso nos demuestra / que somos anti-todo!“. Para después arrestar garitos, como si ejerciéramos el mando. La vida es pura contradicción.  

Y aquí me hallo yo, trece años después de licenciarme, con aquel canto a voz en grito, junto a mis compañeros de quinta, ya al otro lado del muro del viejo cuartel de Artillería de Murrieta – ¡Me verás con la blanca en la mano, vestido de paisano y entonando está canción, adiós amigos, adiós, adiós, se va el civil, se va el civil, se va, se vaaa!  ̶  Aquí, en un país extranjero, como antaño arrestando a una farola de por vida, con abuso físico y humillación incluidos. Despreciando a un grueso tubo de metal, con una lámpara ambarina de sombrero. Castigando con escupitajos y tímidas pataditas a un indefenso e inocente farol.

Aquella maldita farola marcaba el punto exacto donde él se detuvo. Incluso llegó a rozarla con la palma de su mano, tal vez buscando un apoyo para mantener el equilibrio debido a su estado de semiembriaguez, mientras con la otra mano alcanzaba el móvil para responder a una llamada. La llamada. Lo sorprendí sin buscarlo, ni siquiera desearlo, desde mi ventajosa posición en la acera de enfrente. A la espera del autobús que me llevaría a casa, en el sentido contrario.

 La llamada. 

Su llamada. Lo supe como se sabe que las uñas crecen, cada nanosegundo, aunque no lo notes. Lo supe como se sabe que estamos aquí cuatro días y al quinto dentro de un oscuro y húmedo nicho. Ella le estaba llamando, justo en ese instante. Ella, Erika. Mi Erika, que ya hace días no era mía. En realidad nunca fue mi Erika, tan sólo la protagonista de un espejismo, que yo mismo construí a pico y pala, en el desierto que ahora atravesaba, cegado por una ilusión utópica, de espaldas a la lógica y a los diversos avisos a navegantes. Estúpidamente creyendo que querer es poder. El mayor bulo jamás difundido por la humanidad.

Me encuentro al otro lado de la casi desierta carretera (tan sólo un par de taxis, enormes, de formas redondeadas, como de película antigua, pero a su vez modernos, uno negro como coche fúnebre, el otro, una mezcla multicolor la cual chilla su protesta a la noche) testigo mudo y sordo y casi ciego, testigo involuntario de aquella llamada trasnochada. No pude intercalar palabra, escuchar sus voces, casi ni lograba distinguir las facciones de él en la distancia, al otro lado de los carriles. Mas de él se trataba. Esbelta figura, abrigo largo, botas puntiagudas, cabello rubio y frondoso al viento.

Se detuvo unos instantes, teléfono en mano, una borrosa sonrisa desdibujada en su rostro, más intuida por mí que propiamente divisada. Permaneció quieto, gesto desenfadado, celular al oído, la otra mano en el bolsillo del grueso chaquetón. Yo conocía el contenido de aquel diálogo en la distancia, aunque no pudiera escucharlo, ni siquiera podía leer aquellos labios entre sonrisa y sonrisa: “Vente. Ya marchó a casa. No nos verá juntos. Ya su corazón no sufrirá ante sus ojos invidentes. Ven, dame calor en esta gélida noche. Él está a salvo, reposando su cabeza cuasi-ebria en el cristal del autobús camino de su propio calor, de su hogar. Vente ya, con él ciego y sordo no sufriré. No te demores, no permitas que mi cuerpo permanezca fío. Enciéndeme, y olvidemos el pasado. No pensemos en el futuro incierto, siempre caprichoso. Ven, y disfrutemos de este presente, de esta madrugada de luna llena. Acude, y recorre con tus manos, con tus ojos, con tu lengua, cada poro de mi blanca piel. No me hagas esperar. Ven”.

Entonces, tal y como yo lo había previsto en mi mente minutos antes, él giró sobre sus talones, y guardando el teléfono en el bolsillo interior de su abrigo, aceleró el paso en dirección a Princes Street.

Quedé petrificado durante unos segundos, aunque los creí horas. A continuación, de manera absurda e irracional – de nuevo la pelea a garrotazos entre sentimiento y razón ̶  eché a andar lo más rápido que pude. Mis ojos fijos en aquella silueta que rasgaba las sombras de la noche por la acera de enfrente. A mitad de la gran avenida, se paró y, nuevamente a remolque de lo ya contemplado por mi imaginación, subió al autobús nocturno número 22. Directo al barrio de Leith. Directo a su morada. Un disparo a bocajarro, directo a mi corazón.

… (continuará)

miércoles, 15 de abril de 2020

F133 - Lecciones de vida (noviembre 2005)


Ante la imposibilidad del olor a tiza hube de conformarme con el aroma a café. Una vez más, aquel noble santuario se convirtió en mi centro de operaciones. El Elephant House, de aquella época, se mostraba siempre abierto a todos aquellos que buscaban un cálido cobijo por el precio de un café de filtro, o un té inglés. Todavía quedaba lejos, en tiempos venideros, la venta de su cándida alma al diablo disfrazado de libra esterlina, sus futuras colas de japoneses con ansias de fotografiar la silla de madera sobre la cual, acorde a la versión de interesadas lenguas, reposó su trasero la creadora del repelente niño mago de cuyo nombre no me da la gana acordarme.

            El pequeño cartel colocado sobre aquel mural de corcho dio sus frutos desde la primera semana. Tal y como yo había elucubrado la poderosa palabra – GRATIS  ̶  se vistió las mallas azules, su capa roja, y cumplió su labor. Pronto se acumularon en mi móvil los números de teléfono de diversas personas, y algún que otro personaje, sedientos de vocablos, reglas gramaticales y amagos de conversación en la lengua de Cervantes. 

            La memoria resulta de lo más curioso. Apenas recuerdo el aspecto de alguno de ellos. De nada me sirve mi viejo diario, donde garabateé alguno de sus nombres, junto a su nacionalidad, edad y algún que otro detalle que en su momento creí relevante:

Mónica, italiana, 26 años, vive con españoles en el barrio de Leith; João, portugués, aproximadamente de mi edad (por la voz), pendiente de quedar con él, chapurrea bien el castellano; Orla, escocesa, 22 años, Universidad Napier, quiere viajar por Sudamérica (su madre dice estar interesada también en las lecciones, pero no aceptaría que fueran gratuitas); Kristen, australiana, 25 años, muy simpática, ¡altísima!, interesada en lo básico para viajar por España. Sophie, francesa, 33 años, sólo puede quedar los jueves, originaria de Carcassonne,  dice que he de visitar su magnífico castillo…”.

Nombres, datos, retazos de vida que no me dicen nada. Cierro los ojos, trato de evocar sus rostros, sus voces, sus maneras y nada. Pantalla en blanco. De repente me sorprendo deseando haber dispuesto en aquellos momentos de las actuales tecnologías, quizás así hubiera conservado algún vídeo, algunos guasaps, o tan sólo un puñado de fotografías digitales. Mas mi Nokia de antaño a lo justo me permitía llamar, recibir llamadas e intercambiar algún que otro esemese.

            Sin embargo, los recuerdo a ellos. Aquel extraño dúo que formaban. ¡Tiene narices!, se me resiste el aspecto de aquella italiana morenaza de grandes ojos (de cuyo color ni rastro en mi disco duro) y, en cambio, puedo ver a aquellos tipos sentados junto a mí, en una de aquellas grandes mesas de variadas formas. 

            Confieso que en nuestro primer encuentro me eché las manos a la cabeza –mentalmente- y exclamé por lo bajini: “¡Madre mía, dónde me he metido!”.

Ambos eran escoceses. Born and bred in Edinburgh. Nacidos y criados en Edimburgo, como gustaban proclamar con orgullo. Acento local recio. Ninguno de ellos contaba con estudios más allá de los básicos. Los dos rondaban los cuarenta. Trabajaban a salto de mata un mes sí y cuatro no, cobraban subsidios de ayuda estatal, y se fundían su plata en tabaco, cerveza y comida para llevar. Formaban parte de aquel estrato social precario tan amplio en la ciudad, en todo el país. Y ahí acababan las similitudes.

En todo lo demás eran totalmente opuestos. Los observabas y parecían el Gordo y el Flaco, Obélix con su inseparable Astérix, o quizás Goliat haciendo las paces con David. Hugh, enorme, tanto de estatura como de masa corporal. Frente despejada, cabello escaso, saltones ojos azules, y grandes, que a veces parecían cansados, como adormilados (más adelante me explicó que tenía algún problemilla y se medicaba. Acudía a terapia psicológica). Vestía correcto pero con desgana de parado español desanimado. En más de una ocasión, su abundante barriga vencía la resistencia de la pobre camiseta. Se mostraba tranquilo, de movimientos sosegados, sonreía constantemente salvo cuando todavía estaba bajo el efecto de la última ola de alguna pastilla. Siempre amable conmigo, según tomaba asiento preguntaba sobre mi trabajo en el supermercado y mi estado anímico. Al mismo tiempo, colocaba una enorme y rudimentaria cafetera de filtro recién pedida en la barra –se debía bajar manualmente un émbolo para que el café fuera haciéndose  ̶  en el centro de la mesa, invitándome a servirme cuanto quisiera (pronto aprendí que más de dos tazas de aquel brebaje hacían subir las acciones del dueño del perrito de Scottex). 

Por otro lado, Shean era bajito pero de complexión robusta. Gozaba de una abundante cabellera morena y vigorosa, cuyo flequillo proporcionaba algo de parapeto a su tímida mirada. Boca estrecha, con dientes diminutos como los de un niño pequeño, ojos oscuros, a su vez de tamaño reducido, redondos, con un brillo inteligente. Nervioso como una lagartija con el rabo recién cercenado. Se mostraba igualmente educado, todo serio dándome un trato de profesor de academia del cual yo huía a base de sonrisas y pequeños chascarrillos. Empleaba yo esta argucia con el objetivo de relajar un poco su entrecejo, que aparecía constantemente fruncido. 

        A pesar de mi primera impresión, con el tiempo aquella extraña pareja me demostró lo equivocado que estaba. Una vez más, tuve que rendirme a la sabiduría de nuestros dichos populares, y en particular a la de aquel que aconsejaba no fiarse de las apariencias. Hugh y Shean, a pesar de sus limitaciones académicas y de su lento aprendizaje, exhibieron una conducta entrañable, unas ganas de aprender unas pocas palabras en otro idioma dignas de escolares de primaria; hicieron gala de un respeto hacia mi papel de profesor impropio del lugar y las circunstancias.

       Aquella primera tarde, acomodados al fondo, junto al calor del radiador, sentados a  la mesa más amplia y de forma redondeada, el aroma procedente de ese curioso termo de café nos envolvía, sobrepuesto ya a la primera impresión, y a modo de romper el hielo, les pregunté si conocían alguna palabra o eran capaces de enunciar alguna frase en español. Shean bajó, con cierto pudor, la mirada hacia la taza todavía vacía, negando con la cabeza. Hugh, a su vez,  me miró con esos ojos azulones, que querían escapar de aquel rostro de luna, sonrió cual colegial aplicado, tomó aire y tras un breve momento de concentración, en el que su mirada atravesó mi persona, abrió los labios, sus ojos encontraron los míos y soltó de carrerilla:

 ̶  ¡Buenoss ddías un heladdo senioritta por favoor!

Tal inocencia brotando del cuerpo de aquel gigantón me arrancó un pedacito de alma.